Capítulo 21- Un truco… y un plan
Transcurrieron dos o tres días más del brillante mes de agosto, en las que el mar y el cielo ostentaban un intenso color azul, y sólo algunas nubecillas de algodón recorrían el espacio como ovejas perdidas.
Los niños estaban muy bronceados por el sol, e incluso la señorita Pimienta se había tostado un poco. Todos tenían un apetito excelente, y la señora Gordi empezó a preguntarse si ganaba algún dinero teniéndolos en su posada. El pobre Chatín era insaciable.
—Te pasas en día comiendo —le dijo Diana—. La verdad es que no sé cuando paras. Y cuando no encuentras nada que tragar, sacas ese horrible pedazo de goma y empiezas a masticar.
—Bueno, siempre es un consuelo —replicó Chatín masticando muy de prisa—. Aunque ya no le queda el menor gusto a nada, por desgracia.
—Eres terrible —contestó Diana pensando que Chatín resultaba a veces un poco pesado con tanto mascar chicle, y le habló de ello a su hermano.
—¿No podrías quitárselo del bolsillo y tirarlo? —le preguntó—. Puedes esperar a que se esté bañando y entonces vas y se lo quitas.
—No, ¡se baña con él en la boca! —replicó Roger—. Pero, Diana. ¡Ya sé lo que haremos! ¡Escucha!
Y le habló al oído mientras la niña reía por lo bajo.
—¡Oh, sí… eso le curará para siempre. Ve a comprar un poco ahora mismo.
De manera que Roger se marchó corriendo de la playa mientras Chatín se bañaba, y compró un paquetito de arcilla para modelar y abriéndolo, cortó un pedazo pequeño. Luego lo estuvo amasando entre los dedos para ablandarlo, y una vez alisado se parecía muchísimo a la goma de mascar de Chatín.
Roger y Diana aguardaron una oportunidad, y entonces sustituyeron el pedacito de arcilla para modelar por el chicle, envolviéndolo cuidadosamente en el papel en que Chatín lo conservaba.
—Ahora veremos lo que ocurre —dijo riéndose a su hermana.
Pero por desgracia, Chatín comió tan bien aquel día, finalizando la comida con dos helados y varios dulces, que no se acordó de su preciosa goma de mascar, así que el pedazo de arcilla continuó esperando en su bolsillo.
Aquel día, después de merendar Nabé fue a reunirse con ellos muy contento.
—¡Escuchad! —les dijo—. ¡El señor Maravillas ha recibido contestación de uno de sus amigos que dice que conoce a mi padre!
—¡Nabé! ¡No es posible!
—Oh, Nabé… ¡qué estupendo!
—¡Troncho… bien por el señor Maravillas!
La señorita Pimienta contempló al excitado muchacho.
—¿Y cómo sabe ese amigo que ha escrito al señor Maravillas que se trata de tu padre? —quiso saber.
—Pues —replicó Nabé—, en primer lugar, dice que ese hombre a quien cree mi padre, solía trabajar en el teatro y era muy aficionado a representar obras de Shakespeare… y en segundo lugar su nombre de pila es Hugo. ¡Mi madre debió ponerme el nombre de mi padre!
—Es muy probable —repuso el aya—. ¿Y cómo dice que se apellida tu padre?
—Dice que Johnson, pero ignora si es el nombre que usa para actuar, o su verdadero apellido —repuso Nabé—. ¿verdad que es maravilloso, señorita Pimienta?
—¿Y se parece a ti? —preguntó Roger.
—No lo dice —contestó Nabé—. Está tratando de averiguar más cosas. Cree que mi padre fue llamado durante la última guerra, y está preguntando a sus amigos actores que también fueron movilizados por si saben algo de él.
—Eso es emocionante —intervino Chatín—. Quisiera saber cómo es tu padre. Puede que ahora ya no sea actor. Tal vez se haya quedado en la Marina o en las Fuerzas Aéreas. ¡Puede que sea almirante o general!
—O tal vez haya tenido mala suerte y ahora se gane la vida tocando un organillo por las calles —replicó Nabé—. Pero no me importaría… con tal de saber que era mi padre. Sería maravilloso tener a alguien que me perteneciera. Por parte de mi madre no tuve ninguna tía ni tíos que yo recuerde, ni tampoco abuelitos. Así que imaginaros lo que sería para mí encontrar a alguien verdaderamente mío.
Nabé estaba agradecidísimo al señor Maravillas. ¡Pensar que se tomaba tantas molestias! No lo olvidaría mientras viviera. Nabé le limpiaba los zapatos hasta que parecían espejos, y cepillaba sus ropas hasta dejarlas impecables. Cuidaba de todos los utensilios que empleaba para actuar con todo esmero, sin olvidarse nunca de ninguno. ¡El señor Maravillas no tuvo nunca un ayudante más fiel y servicial! Los policías se marcharon al fin una mañana después del desayuno. La señora Gordi lanzó un suspiro de alivio.
—Aquí no tienen nada que descubrir —le dijo a la señorita Pimienta en tono confidencial—. En el pueblo… tal vez sí… especialmente en esa feria. Qué gentuza va por allí… sobre todos marineros, y allí es donde deben planearse esas trapisondas, no me cabe duda.
Roger, Chatín, Diana y Nabé se reunieron aquella mañana en el paseo para discutir la marcha de los detectives, decidiendo que había llegado el momento de comenzar su espionaje. Chatín no cesó de soñar con su ascensión al tejado y estaba deseando realizarla.
—Vamos a tomar un helado mientras esperamos —dijo. Pero no vieron a ningún vendedor de esos refrescos.
—Oh, bueno… me consolaré mascando chicle —dijo Chatín introduciendo la mano en su bolsillo mientras Roger y Diana intercambiaban una seña. Era la primera vez que su primo se acordaba de su goma de mascar después de que ellos la sustituyeron por la arcilla de modelar, y les desesperó que Chatín no demostrara interés por el chicle durante aquellos dos últimos días. ¡Pero ahora había llegado la ocasión!
Al fin sacó el pedazo de papel y empezó a desenvolverlo. Luego introdujo el pedazo de arcilla en su boca sin ni siquiera mirarla, y acto seguido empezó a masticar.
Diana tuvo que ponerse a hablar o hubiera estallado en carcajadas.
—¿Verdad que hoy el mar está magnífico? —empezó—. Y mirad las olitas de la orilla… parecen de encaje.
Y… Chatín la contempló sorprendido.
—Qué manera de hablar —le dijo—. Pareces la señorita Pío. ¡Ella habla así!
Masticaba con energía y poco a poco su rostro fue adquiriendo una expresión especial hasta que paulatinamente se puso a masticar más despacio. Diana sintió que la risa le subía a la garganta y ahora fue Roger quien empezó a hablar a toda prisa ante el asombro de Nabé.
—Tendremos que hacer algunos planes. Tal vez podamos empezar esta misma noche. Me ha parecido que el profesor estaba hoy muy preocupado. Puede que la policía…
Chatín no le escuchaba. Su rostro había adquirido una expresión de disgusto y con la boca entreabierta parecía desesperado.
—¡Ug! —dijo y de pronto escupió la arcilla sobre la arena de la playa.
—¡Chatín! —exclamó Nabé sorprendido—. Casi le das en la cabeza a esa señora que está en la playa. ¿En qué estás pensando?
—Tengo que ir a beber agua —dijo Chatín con el rostro lívido—. Vuelvo en seguida.
Diana ya no pudo contenerse por más tiempo y echó la cabeza hacia atrás riendo a carcajadas, y Roger la imitó. Nabé, que no sabía nada de la broma, les miraba sorprendido.
Ni Roger ni Diana pudieron explicarle lo que ocurría.
—¡Qué cara ha puesto! —exclamó Diana—. ¡Dios mío!
—Vamos… decidme de qué se trata —insistió Nabé, que ya empezaba a contagiarse de la risa de sus amigos. Al fin lograron contárselo.
—Pero no digas ni una palabra —suplicó Diana—. Si así se cura de esa manía de masticar chicle continuamente, será maravilloso. No se lo digas.
Chatín regresó con mejor aspecto y volvió a sentarse en el banco.
—¿Qué te ha ocurrido? —le preguntó Nabé tratando de mostrarse indiferente.
—Ha sido el chicle —explicó el pobre Chatín acariciando la barbilla de «Miranda»—. Creo que de repente lo he aborrecido. En vez de saber bien era horrible. Tuve que escupirlo, no he podido evitarlo. Nunca más volveré a masticar goma. ¡Troncho, me ha dejado mareado como una sopa!
Diana empezó a reír de nuevo, pero no quiso descubrir la broma después de que Chatín había tomado una resolución tan excelente. ¡No volver a masticar chicle! Era demasiado bueno para ser verdad.
—He bebido un poco de agua —dijo Chatín—. Bueno, en realidad me he bebido el jarro entero que había en nuestra mesa. No podía quitarme el mal gusto de la boca. ¿Por qué habré aborrecido el chicle tan de repente? Bueno, me dan náuseas sólo de pensar en él; tanto es así que decidí subir a mi habitación y tirar todas mis reservas. Así que lo hice en el acto.
—Bien pensado —repuso Roger aprobándolo de todo corazón.
—Y escuchad esto —dijo Chatín bajando la voz y mirando furtivamente a todos lados como si temiera que el paseo estuviera lleno de espías—. Escuchad lo que voy a deciros. Cuando subía a mi cuarto encontré al profesor James en nuestro rellano. Debía salir de alguna de las habitaciones, ya que él no duerme en ese piso, ni tenía por qué estar allí.
Los otros tres quedaron muy interesados. ¡Otra sospecha más contra el profesor!
—¿Te dijo algo? —quiso saber Roger.
—Yo le dije: «Hola, profesor, ¿se ha extraviado?» —explicó Chatín—. Pero él frunció el entrecejo sin contestar, y luego empezó a bajar la escalera.
—Tal vez intentase subir por la escalera que va al tejado —exclamó Roger.
—No podría. La puerta está cerrada y la llave se ha perdido… o la han robado. ¿Qué os parece si espiáramos esta noche? Tal vez veremos algo interesante si nos subimos al tejado y vigilamos su ventana… siempre que no tenga las cortinas echadas.
—Sí, iremos —dijo Roger—, pero tú no, Diana. ¡No quiero que ruedes por el tejado!
—¡No tengo ningún interés en ir! —replicó Diana—. Yo vigilaré si queréis. ¿Pero cómo vais a subir al tejado si no podéis utilizar la escalerita?
—Muy sencillo —explicó Roger—. Nuestra ventana da a esa parte del tejado. Podemos salir por ella y trepar hasta un lugar desde donde veamos la ventana del profesor.
Todos estaban muy excitados y Chatín abrazó al sorprendido «Ciclón» con gran entusiasmo.
—¡Escalaremos el tejado! ¡Es una vergüenza… pero esta noche tendrás que quedarte!