Capítulo 8- El bueno de Nabé

Los niños durmieron tan profundamente que ni siquiera oyeron el gong anunciando el desayuno; y la señorita Pimienta entró corriendo en sus habitaciones aún con la bata puesta.

—¡Levantaos! —les dijo—. También yo me he dormido. ¡Pobre de mí! Causaremos muy mala impresión a la señora Gordi si nos retrasamos la primera mañana. ¿Podréis daros mucha prisa?

—No —replicó Chatín somnoliento, y dando media vuelta.

—Nabé puede llegar de un momento a otro —dijo el aya con astucia.

Chatín saltó de la cama en el acto.

—Había olvidado al bueno de Nabé —dijo, y la señorita Pimienta dejó a los niños para que se vistieran rápidamente, y después de asegurarse de que Diana también se había levantado, fue a terminar de vestirse. ¡Bajaron tan tarde que en el vestíbulo sólo estaba la señorita Pío!

Les saludó con alegría.

—¡Pobrecitos míos! ¿Os habéis dormido? ¡Los pobrecillos debían estar tan cansados… y el perrito también!

El perrito no estaba nada cansado y trotó hasta la señorita Pío para quitarle la servilleta que tenía en el regazo y luego echó a correr con ella. Era un juego tonto que molestaba a todo el mundo, y la señorita Pío lanzó un pequeño grito:

—¡Oh, malo, malo! Tráela aquí.

—¡«Ciclón»! —rugió Chatín con su voz más estentórea—. ¡Trae eso aquí!

La señorita Pío casi se cae de la silla al oír su grito, y el ruido atrajo al displicente señor «Cubita» hasta la puerta, desde donde miró inquisidoramente, con aire más triste que nunca, asomando su rostro lleno de arrugas. «Ciclón» salió huyendo y dejó caer la servilleta. El señor «Cubita» la olfateó y luego, cogiéndola con los dientes, la llevó hasta su alfombra donde se tumbó gruñendo.

—¡Eh, «Ciclón»! La próxima vez te llevará a ti a su alfombra y se tumbará encima —le amenazó Chatín esperando no tener que ir a rescatar la servilleta de la señorita Pío de las garras del formidable perrazo.

—El querido señor «Cubita» —gorgoteó la señorita Pío—. ¿Verdad que es un perro notable? Me encantan los perros, ¿a usted no, señorita Pimienta? ¡Y los gatos también, adorables criaturas!

—Entonces le gustaría nuestro gato «Arenque», señorita Pío Pío —empezó a decir Chatín—. Le encanta hacer caer a la gente en la escalera de un modo adorable. Oh, señorita Pío Pío, y también le encantaría un mono que pertenece a un amigo nuestro.

—Sí, querido, estoy segura de que me encantaría —replicó la buena mujer—. Pero mi nombre es Pío, y no Pío Pío.

—Oh, nunca me acuerdo —replicó Chatín sin mirar a la señorita Pimienta, que había fruncido el ceño con gesto severo—. ¿Sabe? Es que me recuerda una canción… pío-pío-pío-pío pajarito… o algo por el estilo. Me encantan los pájaros, ¿a usted no, señorita Pío Pío? Son un encanto. Son de maravilla.

—Chatín, ¿quieres irme a buscar un pañuelo por favor? —dijo la señorita Pimienta desesperada. ¿Cómo detener a aquel charlatán? Diana ya empezaba a no poder contener la risa, y Roger sonreía de oreja a oreja. Incluso ella misma, furiosa como estaba, no podía por menos de pensar que la señorita Pío se merecía que le tomasen el pelo… ¡qué tontísima era! Y aquel modo de hablar…

Chatín dirigió una mirada de sorpresa a la señorita Pimienta.

—Olvida muy a menudo su pañuelo —observó, mas al ver su mirada decidió no decir nada más, y obediente, fue en busca de lo pedido.

La señorita Pío pareció dispuesta a comentar lo serviciales que son los niños, cuando la señorita Pimienta apresurose a desviar la conversación antes de que pudiera decir palabra.

—Me pregunto cuándo llegará Nabé, Roger. ¿Te dijo alguna hora en concreto? Debemos estar alerta.

Aquel era un tema tan interesante que los tres niños olvidaron inmediatamente a la señorita Pío, que no tardó en abandonar la mesa acompañada de un fru-frú de faldas, el tintineo de sus pulseras, y dejando una estela de fuerte perfume.

—¡Fu! —exclamó Chatín—. ¿Qué es ese olor tan horrible?

La señorita Pimienta aprovechó la oportunidad para explicarle clara y extensamente lo que pensaba de la descortesía y mala educación, y le amenazó con cosas tan terribles que Chatín se reclinó en su silla asustado.

—¡Oiga! —dijo con voz insegura—. Lo siento. Es de esas personas que me saca de mis casillas con su afectación. Es demasiado buena para ser verdad. Señorita Pimienta, no habrá dicho en serio eso de dejarme sin pasteles una semana entera, y sin repetir de nada… No puede usted ser tan cruel.

—Puedo y lo seré —replicó el aya con severidad—. No consentiré la menor descortesía, aunque tú lo hagas por dártelas de gracioso. Ahora, termina ya esa tostada con mermelada. No quiero que estemos aquí sentados hasta la hora de comer.

Aquella mañana se bañaron en la playa. El agua estaba templada, y a pesar de que soplaba poco viento, eran las olas muy aceptables para zambullirse en ellas.

—Me encanta atravesar una ola cuando rompe —dijo la niña—. Me salpica con su agua verde. Escuchad… lo vamos a pasar estupendamente aquí, ¿no os parece?

Estuvieron vigilando a ver si veían a Nabé y «Miranda», pero aquella mañana no aparecieron. Por la tarde volvieron a la playa a leer y a tomar el sol. Estaban adquiriendo ya un fuerte color langostino, con la piel requemada, y la señorita Pimienta pensó que, de seguir así, por la noche iban a sentirse muy incómodos.

—«Ciclón» también quisiera quitarse su piel y ponerse un traje de baño —dijo Diana acariciando al perro que jadeaba—. ¿Verdad que tiene una lengua muy larga cuando la saca así? ¿Quieres un helado, «Ciclón»?

—Guau —ladró el perro al punto incorporándose.

«Helado» era una palabra que entendía perfectamente. Pero todos tenían demasiada pereza para ir a comprarlo, y «Ciclón» volvió a tumbarse decepcionado. ¡Despertar sus ilusiones para nada! Empezó a jadear de nuevo, haciendo que Diana sintiera más calor que nunca.

Uno por uno fueron quedando dormidos sobre la arena. Diana, de espaldas sobre la arena, con el sombrero echado sobre la cara; Roger, de costado, y hecho un ovillo, y Chatín boca abajo dejando que su espalda se tostase más y mejor. La señorita Pimienta dormía con aire digno en una tumbona con una sombrilla sobre su cabeza para librarla del sol.

Alguien se fue aproximando por la arena y saltó sobre la espalda de Chatín dando brincos y parloteando. «Ciclón» lanzó un ladrido muy potente y colocó sus patas delanteras también encima de su amo.

La señorita Pimienta se despertó sobresaltada, y Chatín lanzó un grito de enojo.

—¡Quítate de ahí, idiota! ¿Quién está saltando sobre mi espalda? ¡Quita de ahí, te digo, que me duele!

Y comenzó a rodar sobre la arena hasta que alguien se abrazó a su cuello lanzando grititos de bienvenida.

—¡«Miranda»! —exclamó Chatín—. Oh, «Miranda», ¿eres tú? Eh, mirad, «Miranda» está aquí. ¿Y Nabé?

El grupo recobró la animación en un momento. «Ciclón», se volvió loco, como de costumbre, y corría a su alrededor levantando la arena mientras «Miranda» saltaba de uno a otro, abrazándoles entre gritos de alegría.

Chatín se puso en pie para mirar hacia el paseo donde vio una figura que reconoció en el acto.

—¡Nabé! ¡Nabé, estamos aquí! ¡Ven, Nabé!

En aquellos momentos todo el mundo se había dado cuenta de que había llegado un muchacho con un mono y era saludado ruidosamente por sus amigos. Nabé bajó de un salto desde el paseo echando a andar por la arena muy sonriente, y Diana corrió a su encuentro.

—¡Nabé! ¡Has venido! ¡Oh, Nabé, has adelgazado!

Nabé se sentó entre sus amigos con gran contento. Sus extraños ojos estaban tan azules y brillantes como siempre, y sus cabellos color de trigo formaban los mismos mechones espesos. Su boca sonreía feliz mientras contemplaba a sus amigos, uno por uno.

—Qué alegría veros —les dijo—. Parece que ha pasado un siglo desde mayo, cuando estuvimos juntos en la Aldea de las Campanas. ¡Y ahora estamos en Tantán! Todos tenéis muy buen aspecto.

—Tú has estado enfermo, pobre Nabé —dijo la niña—. Estás más delgado y no tan moreno como otras veces. ¿Qué te ha pasado?

—Oh, ahora estoy bien —replicó Nabé—. «Miranda» cuidó de mí, como ya os dije. Me enfrié, supongo que… por dormir bajo la lluvia, y estuve varios días en un granero tosiendo mucho. El granjero me permitió que me quedara, y «Miranda» me llevaba los alimentos. Cada día iba a la granja y me traía el pan y la comida que le daba el buen hombre. Debierais haberla visto llevando vasos de leche… y sin derramar ni una gota; ¿verdad, «Miranda»?

Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas. Imaginaba a Nabé enfermo con la única ayuda de una mónita. Qué terrible debía ser estar tan solo… sin madre, sin padre, ni amigos con quien alternar. ¡Pobrecilla «Miranda»… qué preocupada y asustada debía haber estado!

—Debes haberte sentido terriblemente solo —le dijo Chatín, quien por no tener padres comprendía mejor que los demás lo que significaba estar solo… ¡aunque él tenía muchísimos parientes!

—Sí. No acostumbro a sentirme abandonado —repuso Nabé—. Ojalá mi madre no hubiera muerto. Y ojalá pudiera encontrar a mi padre. ¡Imaginaros que tenéis un padre en algún sitio, y no sabéis quién es ni dónde está! Él no sabe nada de mí, lo sé…, pero de todas maneras es mi padre, ¿no os parece?

La señorita Pimienta estaba escuchando. Conocía la historia de Nabé, por supuesto… que su madre, una artista de circo, se había casado con un actor al que abandonó tres meses después de volver a la vida que amaba: el circo. Nabé nació seis meses después, pero ella no se molestó en comunicárselo a su padre, temerosa de qué quisiera llevarse a Nabé a su lado.

Así que Nabé había crecido pensando que su padre había muerto… y sólo cuando su madre se vio enferma y en trance de muerte le contó su secreto… que había abandonado a su padre, al que nunca comunicó el nacimiento de su hijo, pero su padre vivía, y Nabé debía buscarle.

Y Nabé lo había buscado, pero sin encontrarlo nunca. ¿Cómo sería? ¿Quizá continuaba actuando? Representaba obras de Shakespeare en otros tiempos, pero Nabé no sabía nada más. ¡Si lograra encontrar a la única persona a quien pertenecía!

—Buscaremos a tu padre —dijo Diana incapaz de soportar la soledad que se adivinaba en la voz del muchacho—. ¡Y le encontraremos! «De una manera u otra». ¡Tiene que haber algún medio, Nabé!