Capítulo 6- Los demás huéspedes
Cerca de las siete regresaron a la posada. La señorita Pimienta les había dicho que estuviesen allí a esa hora, porque entonces servían la cena y debían ser puntuales.
—Llegáis a muy buena hora —les dijo al oírles subir la escalera, saliendo a saludarles desde la puerta de su habitación—. ¿Habéis visto muchas cosas?
—¡Bastantes! ¡Es un sitio superestupendo! —exclamó Roger—. ¿Ha oído como unas detonaciones, señorita Pimienta? Nosotros sí, y un hombre nos dijo que provenían de la base secreta de submarinos. Dicen que está muy oculta. Ojalá pudiéramos descubrirla.
—La gente no debe ver los lugares secretos —dijo el aya—. Deberíais saberlo. Escuchad, ya que habéis llegado pronto os mostraré una cosa que Cazurro me enseñó a mí.
Y les condujo a la puerta de donde partía la escalera, que todos subieron muy extrañados. ¿A dónde conduciría? Roger lanzó una exclamación al llegar arriba y levantar la trampa para asomarse.
—¡Caramba!… Desde aquí se ve la base secreta a través de una grieta del acantilado. ¡Qué emocionante!
—¡Déjame ver! —exclamó Chatín impaciente—. Sujetad a «Ciclón». Me está arañando los pantalones con tal fuerza que me los va a romper. Caramba, Roger… ¡qué vista! Oiga, ¿es ahí donde sonó el estallido, señorita Pimienta?
—Sí. Y vi humo… o espuma, creo que debió ser eso… de la segunda —repuso el aya.
—Esperaré sentado a que suene la tercera —les anunció Chatín.
—No, nada de eso. Hemos de bajar en seguida —dijo la señorita Pimienta.
Y todos fueron bajando por la escalerilla de madera. Al llegar a la puerta que había al pie de la misma encontraron a un hombre que subía de la planta baja. Era alto, delgado, de rostro enjuto y cadavérico, ojos hundidos y mirada fija. Pareció sorprenderse al ver a los niños bajando la escalera.
Ellos también quedaron mirándole. A Diana no le gustaron sus ojos, que parecían ver a través de ella, y se estremeció. ¿Quién sería?
—Buenas noches —le dijo la señorita Pimienta en tono cortés, pensando que debía ser alguno de los otros huéspedes.
—Buenas noches —le replicó el hombre en tono seco, abriendo una puerta y desapareciendo en el interior de una habitación.
La señorita Pimienta, recordando la descripción que de los otros huéspedes le hiciera la señora Gordi, llegó a la conclusión de que aquel hombre debía ser uno de los artistas que se albergaban allí, pero seguro que no era el payaso de la compañía. Al parecer no se había reído en su vida. Tal vez fuese don Mateo Maravillas, el mago. Bueno, ¡por lo menos tenía más aspecto de mago que de comediante!
—Ése debe ser Don Triste —susurró Chatín por lo bajo—. ¿Verdad que es la imagen de la tristeza? Cualquiera diría que le deben y no le pagan.
—Daos prisa en cambiaros —dijo la señorita Pimienta—. Y recordad que habéis de cenar en el comedor, y que hay que ir limpios, cepillados e impecables, y emplear vuestros mejores modales.
—¡Oh, pobres de nosotros! —gimió Roger—. ¿La posada de «Los Tres Hombres en una Cuba» es de esa clase de hoteles? De todas maneras, Chatín tendrá que cambiarse. Mire las gotas que hay en el descansillo. Se cayó dentro de un charco.
—Se cambiará, por supuesto —replicó el aya—. Chatín, cuando te hayas puesto unos pantalones secos y limpios, dame éstos para que los seque.
Cuando el gong resonó por todo el edificio, los tres niños ya estaban preparados, y «Ciclón» también.
—Le he cepillado y quitado toda la arena —dijo Chatín con orgullo—. ¿Está muy guapo, verdad? Quiero que cause buena impresión al perro… ese señor «Cubita».
Fueron los primeros en bajar al comedor, que estaba impregnado de un apetitoso aroma a sopa de tomate, procedente de la cocina. Chatín aspiró el aire ruidosamente, recibiendo una severa mirada de la señorita Pimienta.
Un perrazo con porte majestuoso penetró en el comedor. Era enorme… un mastín con una cabeza llena de arrugas y pliegues de carne que le colgaban de las mejillas, y una expresión fatigada y triste.
—Ése debe ser el señor «Cubita» —dijo Chatín contemplando el enorme perrazo con admiración—. Vaya… mirad sus arrugas. Buenas noches, señor «Cubita», permítame que le presente a «Ciclón». Señor «Cubita»… el señor «Ciclón».
—Guau —ladró «Ciclón» asustado, pero cortés.
—Grrrrr —gruñó el señor «Cubita» enseñando los dientes superiores de un modo espeluznante. Y «Ciclón» corrió a refugiarse detrás de un camarero que entraba para servir la sopa.
El señor «Cubita» se dirigió a una alfombra que había delante de la chimenea y allí se acomodó lentamente mientras lanzaba algunos gruñidos casi humanos. Miraba a todo el mundo con aire de superioridad y displicencia, pero al mismo tiempo como si se sintiera sumamente desgraciado. Apoyó su enorme cabeza sobre sus patas dejando escapar un suspiro que barrió el suelo como un tornado.
«Ciclón» miraba al señor «Cubita» con gran respeto. ¡Vaya perrazo! ¡Era el patriarca de los canes! «Ciclón», sintiéndose muy pequeño e insignificante, decidió portarse lo mejor posible, y se tumbó mansamente a los pies de su amo.
El camarero fue poniendo los platos de sopa delante de cada uno y acababan de empezar a comerla, cuando llegaron los demás huéspedes, que la señorita Pimienta fue reconociendo gracias a la descripción que antes le hiciera la señora Gordi.
Primero entró el señor Maravillas, el mago. Era el hombre que habían hallado en el descansillo. Luego le siguió un joven de rostro cómico, orejas puntiagudas y amplia sonrisa. Hizo algunas muecas a los niños y bromeó con el camarero. Sin duda alguna debía ser el payaso.
Luego vieron a una hermosa joven de unos veinte años, que se sentó en una mesa entre el mago y el payaso. Debía ser Ruiseñor Iris, la vocalista.
Por último entró un anciano con barba, y una señora de mediana edad con un «echarpe», adornos de «chiffon», y un lacito muy mono en su pelo extremadamente rizado.
«Profesor James… y la señorita Pío», pensó la señorita Pimienta tomando la sopa. Los niños se volvieron a mirar a los recién llegados.
—Bueno —dijo el profesor en cuanto hubo pisado el comedor—. ¿Dónde está ese perro? Espero que lejos de mi mesa.
El señor «Cubita» ni siquiera se dignó levantar la cabeza, y el profesor James le contempló con disgusto, en tanto que el perrazo sostenía su mirada con pesar.
—¡Ah! ¿Estás ahí? —dijo el profesor James camino de su mesa—. Bueno, no te muevas de la alfombra. Camarero, ¿qué sopa es ésta?
—Sopa de tomate —dijo el camarero, que era un joven de ojos vivarachos, que ya había cambiado un par de guiños con el incorregible Chatín.
—¿Qué? Hable más alto, hombre —dijo el profesor—. Hoy día todos musitan.
—Sopa de tomate, señor —repitió el camarero en tono más alto.
—¡Maldita sea… no entiendo una palabra! —exclamó el anciano.
—Ha dicho «sopa de tomate» —gritó Chatín con toda su voz tratando de ayudar, y haciendo que todos pegaran un respingo, incluyendo al profesor.
—¿Quién grita? —dijo el profesor enfadado—. ¡Por poco nos deja sordos! —se volvió hacia la mesa de los niños. Chatín estaba a punto de confesar, con toda su voz, que había sido él quien gritara, cuando le detuvo el ceño de la señorita Pimienta.
—Quisiera un poco más de sopa —dijo en tono normal.
Una risita llegó hasta sus oídos. Era la señorita Pío, que estaba sentada a la mesa de al lado, y que se inclinó hacia la señorita Pimienta haciendo tintinear sus collares y pulseras.
—¿Verdad que es un encanto? ¡Y tan servicial! ¡Y qué agradable resulta contemplar tan buen apetito!
Chatín quedó tan horrorizado al oírse llamar «encanto», que sus primos no pudieron por menos que reírse.
—¡Qué niños tan guapos! —continuó la señorita Pío—. ¿Es usted su madre?
—No. Sólo la encargada de cuidarles —replicó la señorita Pimienta, amable, pero con frialdad. Comprendía que la señorita Pío era de esas personas que hay que evitar, o de otra manera haría que los niños se condujeran groseramente—. Me llamo Pimienta. Señorita Pimienta.
—Y yo Pío. Señorita Pío —fue su respuesta—. Tenemos que hablar a solas, señorita Pimienta, cuando esos pilluelos estén acostados. Me gustan tanto los niños. ¿Y a usted? Y los perros, naturalmente. ¡Encantadoras criaturas!
«Ciclón» decidió ver quién era aquella persona tan habladora y entrometida, y salió de debajo de la mesa, causando otro torrente de exclamaciones por parte de la señorita Pío.
—¡Oh, qué monada! ¡Oh, me encantan los «cockers»! Ven conmigo, cariñito. Un día te llevaré de paseo ¿querrás?
«Ciclón» le dirigió una mirada de disgusto, refugiándose de nuevo debajo de la mesa. El señor «Cubita» lanzó un gruñido parecido a una carcajada, y levantándose muy despacio, se tumbó de nuevo sobre la alfombra, dando la espalda a la señorita Pío.
—¿Y cómo se llaman estos niños? —continuó la señorita Pío, que al parecer podía hablar y engullir la sopa al mismo tiempo—. ¿Cómo te llamas, nenita?
—Diana, y no soy una nenita —repuso la niña—. ¡Ni que tuviera seis años!
—Yo me llamo Roger —dijo su hermano secamente.
—Y yo Chatín, señorita Pío Pío —exclamó el menor con una sonrisa y haciendo reír a Diana.
—Mi nombre es Pío, no Pío Pío —dijo la buena mujer—… ¿Y os gusta Tantán, pequeños? ¡Siempre me ha parecido un nombre curioso!
—Sí, muy curioso, señorita Pío Pío —empezó Chatín—. Oh, qué collares más preciosos lleva usted, señorita Pío Pío.
—Chatín —exclamó la señorita Pimienta en tono tan fiero, que el niño se calló en el acto ante la sorpresa de la dama.
—Continuad cenando, niños, y que yo no oiga ni una palabra más —dijo el aya, temerosa del efecto que la señorita Pío podría producir a ellos si continuaba hablando.
Chatín se asustaba siempre que el aya adoptaba aquel tono, y se dispuso a atacar su plato de pollo frío y ensalada en el más absoluto silencio.
—Por favor, ¿no podemos hablar ahora? —le preguntó Diana al cabo de un rato—. Quiero decir si podemos hablar entre nosotros.
La señorita Pío estaba ahora enfrascada en una animada conversación con el payaso, que se defendía valientemente, y el aya consideró oportuno permitir que los niños hicieran uso de sus lenguas.
—Muy bien, pero ya os he advertido —les dijo—. Y no os quedéis en el vestíbulo después de cenar, haced el favor. Dejadlo para los demás huéspedes.
—Está bien. Entonces iremos a dar un paseo —replicó Roger—. Yo no quiero quedarme en el vestíbulo.
Ninguno quiso quedarse. «Oh, pensó la señorita Pimienta. ¡Van a ser unas vacaciones muy difíciles!»