Capítulo 3- Rumbo a la playa

El día siguiente estuvo lleno de emociones. Por lo general, los tres niños iban de vacaciones en automóvil, pero preferían muchísimo más viajar en tren.

Encontraron un compartimiento vacío, y cada uno ocupó una ventanilla. «Ciclón» fue un rato con cada niño, respirando junto a sus cuellos con gran excitación.

Era un trayecto largo hasta Woodlingham, donde tenían que cambiar de tren, casi todo a través del campo y con frecuentes paradas en diversas estaciones donde se agregaban o quitaban vagones.

A Chatín, naturalmente, le interesaban enormemente estas paradas, y hablaba con todos los maquinistas, guardas o mozos de estación que veía.

—¿Sabéis? —les anunció al regresar después de haber conversado con el maquinista—. ¿Sabéis que de los quince vagones que llevaba el tren cuando salimos, sólo quedan dos de los primitivos, el nuestro y el contiguo? Han quitado muchos, claro que también han agregado otros.

—Parece un problema de matemáticas —dijo Diana—. Mientras nuestro vagón continúe formando parte del tren, lo demás no me preocupa.

—Eso es muy femenino —replicó Roger ofendido—. No tienes el menor interés por los ferrocarriles. A mí me parece interesantísimo. Empezamos con quince vagones… dejamos seis en Limming y agregaron cinco. Dejamos otros tres en Berklemere, y pusieron dos más en Fingerpit. Ahora veamos los…

—Ahora parece una adivinanza —dijo la señorita Pimienta con aire somnoliento—. Si dejamos seis y agregamos dos, y luego quitamos cinco, y olvidamos agregar el resto, ¿queréis decirme cómo se llama el maquinista?

—¡Ja, ja, ja, qué chiste! —rió Chatín—. Oiga, ¿todavía no es hora de comer?

Al fin llegaron a Woodlingham y despertaron a la señorita Pimienta que se había quedado dormida.

—Es una suerte que seamos personas responsables —le dijo Roger—. Alguien ha de vigilar la estación en que hemos de cambiar de tren.

—No seas tonto, Roger —respondió el aya—. No comprendo cómo he podido dormirme en un tren que se mueve tanto.

Al fin llegó el tren que había de conducirles a Rockypool, y Chatín fue a hablar con el maquinista averiguando que tardaría unos diez minutos en salir de la estación.

No se fijó que otra máquina iba a engancharse al otro extremo del tren, y de pronto oyó el silbido del jefe de estación y los gritos de los otros que le llamaban frenéticamente.

—Chatín, de prisa, que nos vamos. ¡Chatín!

Chatín subió al último vagón arrastrando por el collar al pobre «Ciclón».

—¡Troncho! —dijo a una sorprendida aldeana que había allí—. ¡Casi lo pierdo! ¿Cómo iba yo a pensar que iba a marcharse en otra dirección? ¡Aquí los trenes se comportan de un modo muy extraño!

—¡Ah! —dijo la mujer.

—Quiero decir… que entró con la máquina delante, como siempre… y luego se marcha con otra máquina de refresco por detrás —dijo Chatín molesto consigo mismo por haber sido tan tonto—. Ya es hora de que alguien proteste de estas cosas.

—¡Ah! —volvió a decir la anciana asintiendo con la cabeza, y Chatín la contempló con más atención.

Según su experiencia las personas que no decían otra cosa que «oh» eran unos magníficos escuchas, así que le expuso sus puntos de vista disfrutando de lo lindo. Ni en la próxima estación ni tampoco en la siguiente trató de dirigirse al vagón donde estaban sus primos temiendo que se burlaran de él sin clemencia por haber estado a punto de quedarse en tierra.

En la tercera estación subieron dos hombres, y Chatín, al ver que eran marinos, les observó con atención. ¡Ajá! Probablemente debían pertenecer al puerto secreto de los submarinos. Qué suerte si pudiera hacerse amigo de ellos y conseguir alguna noticia para después contársela a los otros con todo orgullo. Los recién llegados se pusieron a leer sendos periódicos.

—Perdone, señor, ¿estamos muy lejos de Rockypool? —comenzó Chatín—. Tengo que apearme allí.

—Ya verás el nombre en la estación cuando lleguemos —replicó uno de ellos en tono seco.

—Oiga, señor, ¿supongo que no pertenecerán ustedes al puerto secreto? —Chatín hizo otra tentativa—. Siempre me han interesado los submarinos. Solía hacerlos navegar por la bañera, y…

—Y probablemente lo sigues haciendo —dijo el otro hombre—. ¡Cállate!

Chatín obedeció contrariado, y se dispuso a examinarles como si fuera un detective. Los dos iban bien afeitados. Uno tenía un lunar en la mejilla derecha, y el otro las cejas muy pobladas. Le parecieron muy agradables. ¡Qué lástima que no quisieran hablar! Continuó mirándoles con aire pensativo.

—¿Le pasa algo a mi cara? —preguntó uno de ellos al final—. ¿Qué te parece si miraras por la ventanilla para variar?

Chatín frunció el ceño, y despertando a «Ciclón» que estaba dormido debajo del asiento, aburrido por el largo viaje, le puso sobre sus rodillas y empezó a hablarle. No podía hacerlo con la vieja porque ahora roncaba en su rincón con la boca abierta.

—¡Cállate! —volvió a decirle uno de los hombres—. ¡Qué charlatán eres!

La aldeana se despertó de pronto, y lanzó una risita cascada.

—Vaya si lo es —dijo—. Habla por los codos. No pude entenderle ni una palabra hasta que ustedes llegaron, caballeros.

Chatín la miró indignado y se bajó en la próxima estación muy ofendido, yendo a reunirse con Roger y Diana que estaban asomados a la ventanilla de su departamento.

—¿Por qué no has venido antes? —preguntó Roger—. ¿Había alguien interesante en ese vagón?

—¡Ya lo creo! —replicó Chatín subiendo al tren—. Iban dos marinos del puerto de los submarinos, y palabra, ¡los secretos que saben!

—¡Cómo si te hubieran contado alguno! —exclamó Roger al punto.

—Está bien. Si es eso lo que piensas no te diré ni una palabra —dijo Chatín exasperado mientras tomaba asiento en el extremo opuesto. Roger le estuvo observando. Le costaba creer que pudieran contar a Chatín algún secreto interesante…, pero por otro lado era tan simpático con todo el mundo que algunas personas le habían comunicado informaciones realmente extraordinarias.

—Adelante, dime lo que te han dicho —le pidió Roger—. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué aspecto tenían?

—No quisieron decirme sus nombres —dijo Chatín—. Así que no insistí, pero puedo decirte exactamente qué aspecto tenían. Nunca se sabe cuándo puede hacerte falta el ser observador.

Y les describió a los dos hombres con toda exactitud, incluyendo el lunar, las cejas pobladas, dos dientes prominentes, y las manos con las uñas roídas de uno de ellos, y el dedo meñique contrahecho del otro.

—¡Qué bien te fijaste! —exclamó Roger pensando por centésima vez que su primo era muy inteligente a pesar de sus tonterías—. ¡Debieras ingresar en el cuerpo de policía!

Chatín estaba a punto de asegurar la suerte que representaría para la policía el tenerle entre sus filas, cuando el tren aminoró la marcha y se detuvo en una estación.

—¡Rockypool! —gritó un empleado, y la señorita Pimienta se puso en pie rápidamente.

—Ah, hemos llegado. Roger, ve a ver si nuestros baúles y maletas están todavía en el furgón de equipajes. ¡Casi me cuesta creer que llevemos el mismo que cuando salimos, pero quién sabe!

Roger fue a averiguarlo, y Chatín y Diana bajaron las maletas pequeñas y los paquetes al apearse, y «Ciclón», como de costumbre, enredó su correa en las piernas de su amo poniéndole furioso.

Roger no tardó en regresar.

—El equipaje está todo aquí —les anunció—. ¿Qué le parece si buscáramos un taxi, señorita Pimienta? ¿Quiere que vaya a ver si hay alguno?

—Ya está pedido —repuso el aya—. Le dije a la esposa del posadero de Tantán que nos enviara uno, y debe estar esperando.

Así era. Mientras se dirigían a él, Chatín dio un codazo a su primo señalándole con la cabeza dos hombres que caminaban cerca. Roger reconociéndoles por la detallada descripción hecha por Chatín, les estuvo observando con interés. Igual que su primo consideraba que debía ser muy emocionante trabajar en cosas secretas.

El taxi les estaba aguardando, y el conductor se apeó para ayudar al mozo a cargar el equipaje. Puso el baúl atado encima del coche y las maletas en el asiento de delante.

—¿Está lejos Tantán? —preguntó Chatín, y el hombre meneó la cabeza.

—A unos tres kilómetros —dijo—. El tren sólo llega hasta aquí.

Todos subieron al taxi que olía a polvo, y Chatín asomó la cabeza por la ventanilla para verlo todo. El campo por donde pasaban parecía bastante árido y desolado… brezos y marjales con charcos de agua que brillaban aquí y allá.

El taxi avanzaba dando tumbos y Chatín miró a «Ciclón» con ansiedad.

—Creo que se está mareando —dijo.

—¡Oh, no! —dijo la señorita Pimienta con desmayo.

—Será mejor que vaya delante —dijo Chatín golpeando en el cristal—. Eh, pare un minuto, ¿quiere? Voy a ir delante con usted.

El taxi se detuvo y Chatín se apeó con «Ciclón», que parecía muy sorprendido, y los dos no tardaron en instalarse en el asiento delantero, sentados encima de un montón de maletas.

—Ahora lo veo todo mejor —dijo Chatín al taxista sonriéndole satisfecho.

—¡Vaya! —exclamó Diana al oírle—. Y yo que creí que era verdad que «Ciclón» se mareaba. Y es que Chatín quería ir delante para ver mejor.

—Bueno, no te importe —dijo la señorita Pimienta, que estaba fatigada y no se sentía con ánimos para batallar con el incansable e incorregible Chatín—. Pronto llegaremos a la posada.

No tardaron mucho tiempo en llegar a un pueblecito junto al mar, sobre un acantilado en forma de semicírculo que miraba a una pequeña bahía. Había un hermoso paseo, un muelle pequeño, pero muy bonito, un malecón de piedra con botes, y una playa de arena dorada.

—¡Es precioso! —exclamó Diana—. Y oh, mirad, ¿esta mansión tan antigua y encantadora será acaso la posada?

—Sí, ésta es la «Posada de los Tres Hombres en una Cuba», del pequeño pueblecito de Tantán —dijo la señorita Pimienta—. Podéis bajar del coche… ¡por fin hemos llegado!