Capítulo 5- Después de la merienda

Merendaron en el comedor de la posada, que era una habitación grande y bastante oscura, con grandes vigas de madera de roble, y una chimenea enorme, ahora llena de dedaleras, y una extraordinaria cantidad de puertas, todas de roble barnizado.

Chatín vio que la merienda era espléndida y cayó sobre ella con hambre canina. El pan moreno recién cocido, la mantequilla, la mermelada de ciruela…, todo fue desapareciendo por su garganta sin interrupción.

—Eres un glotón, Chatín —le dijo su prima—. En vez de mejorar, empeoras. Escuchad, ¿verdad que esta habitación es encantadora? Hay cabezas de ciervos y peces disecados en las paredes, y… mirad esos grabados tan curiosos… ¿y habéis visto alguna vez tanta variedad de estribos como los que hay colgados a cada lado de la chimenea?

—¿Estribos? —exclamó Chatín dejando de masticar por un momento—. Vaya, yo hago colección. Tengo que echarles un vistazo y ver si me falta alguno.

—¡Tonto! Tú sólo tienes nueve, y ahí deben haber setenta u ochenta —dijo la niña—. Mira ese reloj antiguo, Chatín. Es enorme.

Era un antiguo reloj de pie, el mayor que los niños vieran en su vida. Casi llegaba hasta el techo, y su tic-tac, era tan potente que podía oírse por toda la habitación… «tic-tac», «tic-tac». Cuando fueron las cinco, comenzaron a tocar las campanadas más sonoras que oyeran los niños, aparte del Big Ben (1). Resultaban ensordecedoras.

—Señorita Pimienta, ¿está todo igual a como estaba cuando vino usted siendo niña? —preguntó Roger—. ¿Estaba también ese reloj? ¿Lo recuerda?

—Oh, sí, y recuerdo que en cierta ocasión alguien se escondió dentro de la caja del péndulo, y me dio el mayor susto de mi vida cuando le oí gruñir desde dentro como si fuera un perro —explicó el aya. Chatín había aguzado el oído para escuchar la anécdota.

—Es una idea imponente —dijo en el acto—. La tendré en cuenta.

—No —exclamó la señorita Pimienta lanzando un gemido— Por favor, Chatín, aquí compórtate como es debido. Estoy casi segura de haber conocido a la señora Gordi cuando era una niña/ y no quiero que piense que no sé dominaros.

—Troncho, ¿de verdad conoció a la señora Gordi cuando era pequeña? —preguntó Chatín maravillado—. ¿Era mayor que usted?

—De la misma edad, poco más o menos —replicó el aya— Entonces era una niña muy divertida. ¿Cómo… se llamaba? Oh, sí… Gloria.

—¡Gloria Gordi! —exclamó Diana con entusiasmo—. No es posible.

—¡Chisss! —dijo el aya, temerosa de que la posadera pudiera oír a Diana—. Entonces no se llamaba Gordi, sino Gloria Tregonnan, que yo recuerde. Dicen que su familia tiene esta posada desde hace siglos.

Repentinamente hizo su aparición la señora Gordi.

—¿Han tenido bastante merienda? —preguntó con su voz potente—. Oh, vaya, casi no ha quedado nada. ¿Quieren que les sirva algo más?

—No, gracias —repuso la señorita Pimienta, comprendiendo que buena parte de la merienda debieron dársela a «Ciclón» por debajo de la mesa. ¡Por eso se estuvo tan quieto! Y miró severamente a Chatín que ya había abierto la boca para decir que él sí tomaría algo más, pero volvió a cerrarla.

—Ahora, mientras yo deshago el equipaje podéis ir a explorar la playa —dijo—. Y si la arena está húmeda, haced el favor de quitaros las sandalias y colgároslas del cuello. ¿Me has oído, Chatín?

Salieron apresuradamente, y la señorita Pimienta se sirvió otra taza de té para beberla con tranquilidad. Al poco rato reapareció la señora Gordi.

—Son revoltosos, ¿verdad? —dijo en tono simpático—. Vaya, los niños de ahora ya no son como los de nuestro tiempo. Entonces teníamos que ver y callar y nada más.

—No son malos —repuso la señorita Pimienta con lealtad—. Un poco ruidosos algunas veces. ¿Tienen la posada muy llena, señora Gordi? ¿Muchos huéspedes?

—Pues, de momento, no —repuso la señora Gordi—. Ahora han construido un gran hotel cerca del muelle, y me ha quitado mucha clientela. En los «Tres Hombres en una Cuba» estamos un poco apartados y pasados totalmente de moda.

La señorita Pimienta observó una a dos mesas que tenían servilletas dobladas junto a los platos y unas fuentes con frutas.

—Parece que tiene otros huéspedes además de nosotros —le dijo.

—Oh, sí, tengo a dos o tres artistas —replicó la señora Gordi—. Hay una buena compañía de variedades que actúan cada noche en el muelle, y que se hacen llamar «Los Revoltosos de Tantán» aunque no sé lo que quiere decir. «Vengan a ver a los Revoltosos de Tantán y su Regocijante Espectáculo», anuncian en todos los carteles.

—Oh, a los niños les gustará ir a verles —dijo la señorita Pimienta—. ¿Hay también un payaso?

—Oh, sí… y muy divertido —replicó la señora Gordi—. Les gustará mucho. A decir verdad se hospeda aquí. Y también hay un mago… es extraño que aparezca en esta clase de espectáculos, pero creo que lo hace muy bien. También está aquí la señorita Ruiseñor Iris… la cantante del espectáculo. Claro que ése no es su verdadero nombre, pero lo escogió por resultar bonito para una vocalista.

—Tiene usted huéspedes muy interesantes —dijo la señorita Pimienta divertida con la charla—, ¿y alguien más?

—Pues, hay un anciano… un tal profesor James —continuó la señora Gordi—. Y quisiera rogarle que advierta a los niños para que no le molesten, por favor, señorita Pimienta. No le gustan los perros, ni siquiera mi «Cubita», que está tan bien educado. Es bastante sordo y tiene un carácter muy violento.

El aya tomó nota mentalmente para avisar a los niños, sobre todo a Chatín, para que tuviera a «Ciclón» bien sujeto en presencia del profesor James.

—Y luego la señorita Pío —dijo la señora Gordi—. Ya no hay más. Es una señorita muy agradable, pero resulta pesada. Exagera alabando a los niños, los perros, los gatos, las mariposas, los periquitos, y demás. No quisiera que los niños se burlaran de ella.

«¡Oh, Dios mío! —pensó la señorita Pimienta—. Espero que no lo hagan. Tendré que hablar con ellos esta misma noche.»

Luego contó a la señora Gordi que tiempo atrás, la había conocido cuando era una niñita tímida, y la posadera meneó la cabeza complacida. ¡Vaya… vaya… pensar que se habían conocido de pequeñas!

—¡La posada ha cambiado muy poco! —dijo la señorita Pimienta—. ¡Me encanta volver a estar aquí!

Y subió a deshacer las maletas, pero antes contempló la espléndida vista que se divisaba desde la ventana, y se sentó para disfrutarla. ¡Parecía todo tan apacible y sereno! ¡Qué rincón más tranquilo y encantador!

Cuando se disponía a levantarse; una explosión ahogada sacudió la posada, y la señorita Pimienta volvió a quedar sentada con gran sobresalto. ¿Qué diantre había sido aquel ruido?

Salió al descansillo verdaderamente alarmada, y allí estaba Cazurro subiendo el equipaje de alguien. Al verla le sonrió con timidez.

—¿Qué ha sido ese horrible ruido? —le preguntó la señorita Pimienta.

—Bum, bum, bum —dijo Cazurro encantado y dejando la maleta en el suelo con tal estrépito que el aya pegó un salto—. ¡«Bum»! —dijo repitiéndolo.

—No hagas eso —le dijo la señorita Pimienta—. Sólo quería saber la causa de ese ruido.

Cazurro cogió a la señorita Pimienta de un brazo y la condujo hasta una pequeña puerta. Detrás había una escalera muy empinada. Empezó a subirla e hizo señas a la señorita Pimienta para que le siguiera, y ella obedeció sorprendida. La escalera llevaba hasta el tejado, al que se salía a través de una pequeña trampa que tenía un cristal, como un tragaluz.

—Bum, bum —repetía Cazurro en tono bajo arrastrando tras sí a la señorita Pimienta para que saliera por la puerta de la trampa.

Ahora encontrábanse casi al mismo nivel del acantilado que había detrás del hotel, en el punto donde descendía bruscamente hacia abajo. Había una grieta profunda, y el tragaluz se abría precisamente delante de ella, y a través de la misma podía contemplarse el mar al otro lado del risco.

Resultaba sorprendente ver el mar del otro lado del acantilado, y la señorita Pimienta lo contempló con curiosidad. Recordaba que la base submarina secreta hallábase por aquella parte, celosamente guardada por todos lados… tierra y mar, y allí se llevaban a cabo experimentos de alto secreto. Tal vez las explosiones ahogadas que oyera procedieran de aquellas pruebas.

¡Buuuuuuuu-uuum! El ruido lejano la hizo saltar otra vez. Antes de oírlo había visto una pequeña nubecilla de humo y espuma que se elevaba sobre el mar al otro lado del risco. Ahora estaba segura de que aquel ruido era debido a alguna explosión.

—Bum-bum —dijo Cazurro, que al parecer no era capaz de decir otra cosa, señalando y riendo.

—Sí. Muy interesante, gracias, Cazurro —le contestó la señorita Pimienta, y el mozo le dedicó una de sus sonrisas peculiares, mientras sus brillantes ojos azules la miraban tímidamente. Ella le dio unas palmaditas en el brazo. ¡Qué hombrecillo más extraño era aquél… más parecido a un gnomo, o a un duende, que a un ser humano!

Se hizo el propósito de contar a los niños lo que había visto en cuanto llegaron a casa. ¡Cómo se entusiasmarían! Fue de nuevo a deshacer el equipaje tarareando. Las semanas que tenía en perspectiva llenas de sol, paseos, lecturas y el cuidado de tres niños, la llenaban de contento.

Los pequeños lo estaban pasando en grande. Habían explorado la playa que estaba llena de conchas sonrosadas. Se subieron a las rocas, y Chatín resbaló cayéndose en un charco, y ahora iba chorreando agua por todas partes.

Subieron al paseo, y caminaron hasta el muelle leyendo todos los anuncios.

—«Vean a los Revoltosos de Tantán y su Regocijante Espectáculo» —leyó Roger en un gran cartel—. Oíd, hemos de ir a verles. Me encantan los payasos. Mirad, dice que también hay un mago. Mateo Maravillas. ¡Tenemos que ir a verle!

Examinaron las fotografías de los doce artistas, y les parecieron muy bien.

—Con tal que las chicas no canten demasiado —dijo Chatín—. Es perder el tiempo habiendo un mago y un payaso. No me importa que bailen…, pero el canto es muy aburrido.

—¡«Ciclón» ha subido al muelle! —exclamó Roger de pronto—. ¡«Ciclón», vuelve! ¡«Ciclón», «Ciclón»!

«Ciclón» estaba ya en mitad del muelle y no hizo el menor caso de sus gritos. Había olido cierto apetitoso aroma de pescado procedente del extremo del muelle y pensaba examinarlo aunque fuese la último que hiciera en su vida.

—Tendremos que gastarnos dos pesetas si queremos cogerle —dijo Chatín con disgusto—. ¿Alguno de vosotros tiene dos pesetas?

—Sí. ¡Tú! —le dijo Roger—. Para eso no vas a sacarme las dos pesetas. Gasta tu dinero en tu perro.

De manera que Chatín tuvo que gastarse dos pesetas en adquirir la entrada para pasar al muelle, y arrancar a «Ciclón» del lado de un montón de pescado en el mismo extremo del malecón.

—¿Es que no oyes cómo gritan las gaviotas, tonto? —le dijo Chatín en tono severo—. Esto lo han dejado aquí para ellas. ¡Vaya un perro que estás hecho! ¿Es que ni siquiera entiendes los insultos que te dedican?