Capítulo 12- El remolino
Los otros habían bajado a comer sin esperar a Chatín, incluso «Ciclón», que estaba decididamente hambriento. La señorita Pimienta al verle aparecer le contempló fríamente.
—Has tardado mucho —le dijo—. ¿Qué te ha ocurrido?
—Oh, poca cosa —replicó Chatín—. El señor Maravillas ha encontrado patatas detrás de mis orejas, dos relojes dentro de mi boca, y algunas frutas y hortalizas en mis bolsillos, ¡nada más!
—¿Quieres decir que te ha hecho alguno de sus trucos? —preguntó Diana—. ¡Qué suerte! Pero no creo que te haya sacado relojes de la boca.
—Vaya, ahora me explico el tic-tac que oía esta mañana —exclamó Roger—. Caramba, Chatín, deberías haber dejado que te los quitara yo.
—Se puso furioso y se volvió en el acto para ver quién era cuando entré a verle —explicó Chatín—. Se puso en pie y tapó algunos tarjetones con la mano como si yo hubiera ido a espiar sus trucos. Me dijo que estaba trabajando en cosas de magia. No sé deciros si me agrada o no.
En aquel momento entró en el comedor el señor Maravillas, y la señorita Pimienta hizo señas a Chatín para que cambiara de tema. También llegaba el payaso con Ruiseñor Iris que vestía un bonito vestido azul y blanco que llamó en seguida la atención de Chatín. El niño le sonrió y ella correspondió a su sonrisa.
—¡Es simpatiquísima! —dijo—. Esta mañana estuve hablando con ella, y dice que tenemos que ir a ver su espectáculo y que me cantará mis canciones preferidas.
—Bueno, espero que sepa «Arre, caballito, vamos a Belén», y «Dónde están las llaves, matarile rile, rile» —repuso su primo en tono solemne y en voz bastante alta.
—Cállate. Te va a oír —exclamó Chatín furioso—. Te mereces un coscorrón, Roger.
—Chatín, basta ya —dijo la señorita Pimienta, cosa que le indignó y le hizo fruncir el ceño.
Un pájaro entró por la ventana y luego de revolotear por todo el comedor se marchó nuevamente. Chatín vio la manera de molestar a la señorita Pimienta y vengarse de ella por haberle reñido en público.
—Oh, ¿ha visto ese pajarito? —dijo volviéndose a la señorita Pío con una sonrisa—. Estoy seguro de que ha piado. Adoro los pájaros, ¿usted no, señorita Pío Pío?
Esta vez la señorita Pío le miró fríamente.
—Es curioso que este niño tenga tan mala memoria para los nombres, ¿no es cierto, señorita Pimienta? —dijo—. Pero claro… todo el mundo no puede tener la misma inteligencia, ¿verdad?
—Esta vez te ha podido, Chatín —le dijo Roger en voz baja. El payaso había oído la conversación y lanzó una carcajada que exasperó a Chatín. Debía cambiar de tema a toda costa.
—Señorita Pimienta, esta tarde vamos a alquilar una barca e iremos remando hasta el remolino —anunció en voz alta.
—En ese caso tendréis que ir con un barquero —replicó el aya al punto, y los tres niños la contemplaron decepcionados.
—¡Oh! ¿Por qué? —preguntó Roger—. Usted sabe que podemos manejar un bote perfectamente.
—Yo no sé nada —fue la respuesta de la señorita Pimienta—. Y de todas maneras no vais a ir solos a ver remolinos.
—Tiene razón —dijo una voz inesperada—. Es un lugar muy peligroso. ¡Será mucho mejor que los niños no se acerquen por allí!
Era el señor Maravillas quien había hablado. El profesor James, colocando la mano detrás de su oreja habló en tono elevado.
—¿Qué es eso? ¿De qué están hablando?
—¡Del remolino! —chilló Chatín haciendo saltar a todos.
—Ah, un lugar muy peligroso —convino el profesor—. Yo no les dejaría ir, señora.
—Ni yo tampoco —dijo la señorita Pío estremeciéndose—. Los remolinos absorben a las personas… y a las barcas también. Y se van hundiendo… hundiendo… hundiendo… es horrible pensarlo.
—Pero, señorita Pimienta…, si por todos los sitios se ven anuncios que dicen que es un agradable paseo en bote que puede hacerse en una tarde —protestó Chatín enojado—. No iremos solos si no quiere…, pero sea buena y déjenos ir con el barquero.
—Id con Binns —intervino el payaso—. Es el hombre que yo llevo siempre. Rema en dirección contraria al remolino para que el bote se esté quieto y pueda verse cómo va tragando cosas.
La señorita Pimienta miraba indecisa a los niños, y al fin dijo:
—Está bien… os llevaré hasta el embarcadero y yo misma hablaré con el barquero. En realidad, también podría ir con vosotros.
—De acuerdo —exclamó Roger—. Entonces arreglado. Iremos todos. Nabé y «Miranda» vendrán también.
Salieron después de comer para reunirse con Nabé y «Miranda» y el payaso detuvo un momento a la señorita Pimienta.
—¿Por qué no lleva a los niños esta noche a ver nuestro espectáculo? —le dijo—. Celebraremos nuestro concurso semanal infantil, y alguno podría ganar un premio. ¡Chatín lo hace muy bien! Dígale que traiga su banjo y su cítara. ¡Con ellos tendrá un éxito clamoroso!
Y se marchó dejando a la señorita Pimienta muy sorprendida.
—Pero si tú no tienes banjo ni cítara, ¿no es verdad, Chatín? —le preguntó—. ¿Qué ha querido decir?
—Oh, es un tonto —repuso Chatín—. Pero déjenos ir esta noche, señorita Pimienta. Me gustaría ver al mago.
—Y quiere que Ruiseñor Iris cante para él —intervino Roger, echando a correr para que Chatín no le pegara.
La señorita Pimienta encontró un barquero que parecía sensato y lo bastante fuerte para luchar con el remolino si fuera preciso, y le preguntó si podría llevarles.
—Oh, sí, señora, claro que puedo —dijo alegremente—. Y no tenga miedo de ser absorbida por el remolino… yo volvería a sacarla. Tengo un buen garfio, ¿ve?
Aquello no le hizo mucha gracia, pero comprendió que ya no podía volverse atrás, así que embarcaron todos. Nabé y «Miranda» ya se habían unido a ellos, así que el bote quedó bien lleno.
—¿Le importaría que suban también el perro y el mono? —preguntó la señorita Pimienta.
—En absoluto. Ojalá hubiera traído mi cotorra, le hubieran hecho compañía —replicó el barquero con una carcajada—. Eh, tú, muchacho… coge un remo, ¿quieres?
Nabé remaba tan bien como el barquero y pronto salieron de la pequeña bahía, torciendo hacia la izquierda.
—El remolino está detrás de ese grupo de rocas altas —dijo el barquero al fin—. Pasaremos entre dos de ellas y pronto estaremos encima del remolino, si no dejo de remar.
«Ciclón» les estorbó bastante. No cesaba de correr de un lado a otro del bote, y desde la proa hasta la popa. «Miranda», sentada en el hombro de Nabé, disfrutaba del rítmico movimiento mientras él remaba.
Llegaron al grupo de rocas altas, y al acercarse los niños vieron que había un estrecho canal serpenteante entre ellos, precisamente en el centro. Parecía como si el acantilado hubiera sido partido por la mitad para dejar que el mar lo atravesara.
Aquellas rocas cortaban los rayos del sol de cuando en cuando, mientras el bote se iba abriendo camino cautelosamente por el canal serpenteante. Al cabo de un rato los niños oyeron un ruido… un rumor hirviente y burbujeante como si el mar estuviera furioso.
—El remolino —anunció el barquero—. ¡Aquí hay que andar con mucho cuidado!
Y con sumas precauciones fueron avanzando sintiendo que tiraban repentinamente de la barca, como si el lejano remolino quisiera tragarles.
Doblaron un recodo muy despacio… y el barquero dirigió el bote a toda prisa hacia un arrecife donde había un poste. Y en un periquete arrojó una cuerda y la barca quedó sujeta.
El remolino no estaba lejos de ellos. El canal se había ensanchado terminando en una laguna circular que parecía tener vida propia. Bullía, y burbujeaba lanzando espuma, y luego, con un horrible ruido de succión, la chupaba hacia abajo para volver a bullir y gorgotear escupiéndola de nuevo.
—Éste es uno de los remolinos más bonitos que he visto —dijo el barquero—. Y he visto muchos en mi vida. Si alguno quiere desembarcar en el arrecife para verlo mejor… les enseñaré la roca que da su nombre a Tantán… es como una tabla de lavar.
Todos desembarcaron en seguida, incluso la señorita Pimienta, que estaba realmente fascinada por aquellas aguas torturadas e incansables del extraño remolino. Subieron por el arrecife donde estaba el poste para amarrar las embarcaciones, y siguieron al barquero por otro sendero que corría paralelo al costado de las rocas altas escarpadas circundantes.
Este camino les condujo hasta una pequeña plataforma de roca que quedaba precisamente encima de la laguna, y desde allí se divisaba una vista maravillosa de las aguas hirvientes. El barquero cogió un pedazo de madera y lo arrojó a la laguna. Las aguas lo elevaron y luego lo absorbieron. Cuando volvieron a subir una vez más, el pedazo de madera no se vio por parte alguna.
—Se lo ha tragado —explicó el barquero—. Nunca volverá a verse. ¡Tenga cuidado de no caerse!
La señorita Pimienta empezó a desear verse de nuevo en el bote, pero el buen hombre todavía no había terminado sus explicaciones.
—Ahora fíjense bien —les dijo—. La próxima vez que el agua hierva y luego vuelva a bajar, miren al otro lado y verán la roca Tantán.
Observaron cómo las aguas subían y bajaban… hundiéndose… hundiéndose… hundiéndose… dejando ver las rocas de enfrente. ¡Y efectivamente, una de ellas tenía la forma rectangular y alargada, y las mismas ondulaciones que una tabla de lavar!
—Es el lavadero de Neptuno —dijo el barquero—. Imagino que solía enviar aquí a las sirenas para que lavasen sus mejores ropas…
—¡Las hubiera tragado el remolino! —dijo Diana estremeciéndose.
—Oh, les gustaría; para ellas sería un juego —replicó el barquero divertido—. ¡Sabe usted lo que dice la gente, señorita? Pues que en tiempo de los contrabandistas, éste era un lugar espléndido para deshacerse de los enemigos.
—¡Qué horror! —exclamó Diana—. ¡Esta noche lo soñaré! ¿Hay algo más que ver?
—Oh, sí… ¡el Agujero-Soplador! —dijo el buen hombre—. Se lo enseñaré. Venga conmigo… van a ver algo verdaderamente curioso.