Capítulo 7- Buenas noticias
Los tres niños y «Ciclón» salieron una vez más a dar un paseo. La señorita Pimienta les había dicho que fuera corto, ya que iba siendo tarde. Claro que todavía no era de noche… pero al salir al paseo vieron que uno de los edificios resplandecía de luz.
—Es una especie de feria —dijo Roger—. Vamos a echar un vistazo.
—¡Oh…! Hay autos de choque —exclamó Diana—. ¿Recuerdas que una vez montamos en ellos cuando nos llevaron a una feria de atracciones? Roger, tú no cesabas de chocar con mi coche.
—Montemos ahora —replicó Chatín al punto; pero, como ninguno llevaba dinero, tuvieron que contentarse con mirar.
Era una feria muy reducida… en realidad apenas podía llamarse así. Habían máquinas tragaperras, donde gastar el dinero; un puesto de helados y palomitas de maíz, y una máquina tocadiscos automática… que sonaba a toda potencia y sin parar.
—Es un tocadiscos —dijo Chatín demostrando sus conocimientos, y se puso a leer la lista de melodías—. ¡Oh, mirad… puede tocar veinte canciones distintas! ¡Qué estupendo! Ojalá tuviéramos uno así en la posada.
—Cielo santo… ¡Al profesor James le daría un ataque!
—Sí… se enfada en seguida —convino Roger—. Igual le ocurriría a la señora Gordi, supongo. Es una lástima que esta noche no tengamos ni una peseta.
—No creo que la señorita Pimienta nos deje venir aquí muy a menudo —dijo Diana contemplando a la gente que les rodeaba—. Algunos tipos son bastante ordinarios.
Habían entrado varios marineros que se montaban en los coches entre gritos y silbidos, y uno de ellos empujó a Diana bruscamente.
Roger apresurose a sacar a su hermana de allí. Le habían enseñado que debía cuidar de ella, y de pronto comprendió que aquél no era un lugar adecuado para que estuviera Diana, de noche.
—Eh… ¿a dónde vas, Roger? —le preguntó Chatín sorprendido—. Si acabamos de llegar.
—Bueno, pues nos vamos —replicó Roger—. Podemos ir a ver si los comediantes han comenzado su representación.
Efectivamente, debían haber empezado, pues se oía una dulce canción procedente del muelle.
—Ésa debe ser Ruiseñor Iris —dijo Chatín—. Apuesto a que lo es. Me pareció muy bonita.
—¡Chatín se ha enamorado de ella! —exclamó Diana—. A mí el que me pareció más simpático fue el payaso. Me encantan sus orejas puntiagudas… como las de gnomo.
El sonido de un banjo llegó hasta ellos… nig-nig-nig-nisingin-nig-nig-nig. Al instante, Chatín simuló tocar también el banjo produciendo un ruido muy particular con su lengua.
—Oh, basta, Chatín —dijo su primo—. Supongo que te crees muy gracioso.
—Pues lo soy bastante —dijo Chatín continuando con su pantomima—. Todos ríen cuando toco el banjo en el colegio… de mentirijilla, claro… Y también sé tocar la citara… escuchad.
Y fingiendo tener una cítara entre las manos comenzó a hacer sonar sus cuerdas con gran sentimiento, e imitando al mismo tiempo su sonido. La verdad es que lo hacía muy bien. Un hombre que paseaba por el muelle se detuvo a escuchar. Iba vestido de payaso y evidentemente acababa de abandonar la representación para respirar un poco de aire. Estuvo observando a Chatín muy divertido.
—¡Eh! —les gritó—. ¿No sois vosotros los niños de la posada? No eres mal actor, jovencito. ¿Por qué no tomas parte en nuestro concurso infantil semanal…? ¡Apuesto a que lo ganarías!
Chatín dejó sus imitaciones para sonreír al hombre.
—No le había conocido caracterizado de Pierrot —le dijo—. Usted es el payaso, ¿verdad?
El hombre, de pronto, movió las orejas, cosa que asombró a los pequeños, y también hizo una mueca muy particular que Chatín deseó imitar en el acto.
—Sí, soy el payaso —les dijo—. Pero no siempre resulta divertido. ¿Sabéis?, a veces me aburre.
Y dió unos ridículos pasos de danza por el muelle, luego pegó un salto, y quedó sentado en el suelo con una sonrisa de sorpresa. Los niños rieron de buena gana y «Ciclón» casi se vuelve loco tratando de soltarse de la correa para subir al muelle.
—¿Sabéis? Estos concursos Infantiles resultan muy divertidos —dijo poniéndose en pie con un movimiento rápido—. Cualquiera puede tomar parte. Y el premio son cinco duros para la niña que mejor actúe y otros cinco para el niño más artista. Debierais venir a probar suerte. No importa lo que hagáis… bailar, cantar, malabarismo, o el tonto. ¡Este jovencito ganaría en el acto el premio de hacer el tonto!
Y con un gesto señaló a Chatín, que no supo si tomarlo como un cumplido.
—Chatín siempre está haciendo el tonto —dijo su primo—. Es lo único que toma en serio. ¿No es cierto, Chatín?
Chatín le propinó un puñetazo, y el hombre sonriendo, se volvió para marcharse. La música de baile había cesado y debía regresar a su puesto. Tiró el cigarrillo a un lado.
—¡Hasta la vista! —les dijo—. Os veré mañana en la vieja posada donde Mamá Gordi vigilará para que todos usemos correctamente el cuchillo y el tenedor y no hablemos con la boca llena.
—Le deja a uno harto, ¿verdad? —dijo Chatín tratando de hacer un chiste. El payaso rió.
—Debieras actuar conmigo —exclamó—. «El Payaso y un Pellizco de Niño». ¡Hasta la vista!
Y se alejó rápidamente por el muelle mientras Chatín le contemplaba. No estaba seguro de si aquel hombre le consideraba gracioso, o le estaba tomando el pelo.
—¡Siempre dándotelas de gracioso! —exclamó Roger en tono de disgusto—. No sé cómo eres tan payaso, Chatín. Vamos… se está haciendo tarde, y la señorita Pimienta va a enviar en nuestra búsqueda.
Regresaron a la posada donde la señorita Pimienta les esperaba en la puerta.
—¡Roger! ¡Diana! ¿A ver si adivináis quién acaba de telefonear?
—¿Quién? —preguntaron todos a una.
—¡Nabé! —dijo el aya.
—¡«Nabé»! —repitieron los tres niños con gran entusiasmo—. ¿Entonces está por aquí cerca?
—Entrad y os contaré lo que me ha dicho —repuso la señorita Pimienta llevándoles al vestíbulo, que ahora permanecía desierto.
—Estaba aquí sentada —explicó— cuando la señora Gordi vino a decirme que un tal don Bernabé llamaba por teléfono preguntando por vosotros…, pero que podía ponerme yo en vuestro lugar. ¡Al principio no pude imaginarme quién sería ese don Bernabé!
—Continúe —dijo Roger.
—Fui al teléfono, y claro, era Nabé —prosiguió la señorita Pimienta—. Ha estado enfermo. Debe haberse sentido muy solo, y creo que estaba deseando ponerse en contacto con los únicos amigos que tiene… vosotros. Me dio un número de teléfono y dijo que le llamarais en cuanto vinierais. Es de una cabina telefónica, y ahora estará allí esperando.
—De prisa… telefonearemos ahora mismo —dijo Diana—. ¿Cuál es el número? ¡Pobrecito Nabé! ¡Cómo me gustaría volverle a ver!
La señorita Pimienta les dio el número y corrieron a telefonear. ¡Nabé! ¡Qué estupendo! ¡Si estuviera por allí cerca y pudiera llegarse a Tantán!
Nabé era un amigo suyo que actuaba en los circos. Le conocieron por casualidad, con «Miranda», su inteligente mónita… y desde entonces se hicieron muy amigos. Estaba solo en el mundo, y se ganaba la vida trabajando en circos y ferias. Ahora había estado enfermo y… y se encontraba solo. Los tres niños estaban deseando volver o verle y preguntarle muchas cosas.
Roger y los otros se agolparon en el interior de la cabina y marcaron el número. Les contestó en seguida la voz de Nabé.
—¡Hola! ¿Eres tú, Roger?
—¡Hola, Nabé! ¿Dónde estás? Sé que has estado enfermo. ¿Te encuentras ya bien? ¿Cómo está «Miranda»?
—Muy bien —repuso Nabé—. Cogí un resfriado, o algo por el estilo… durmiendo debajo de un seto mientras llovía. Tuve que estarme en un granero durante un par de semanas… ¡y «Miranda» me cuidaba!
—¡Pobrecita «Miranda»! —dijo Roger imaginando a la pequeña mónita humedeciendo el rostro de Nabé con una esponja, y llevándole vasos de agua para beber—. ¿Dónde estás, Nabé? ¿Cómo supiste que estábamos aquí?
—Telefoneé a vuestra casa, y la cocinera me lo dijo —explicó Nabé—. Escucha… con un poco de suerte mañana puedo llegar ahí haciendo auto-stop. Últimamente me he sentido muy solo… supongo que habrá sido por ese resfriado…
Era tan impropio de Nabé admitir que se encontraba solo, que Roger comprendió al instante que debía estar muy triste. Recordó cómo se había sentido durante la primavera cuando tuvo la gripe… y eso que estaba rodeado de personas deseosas de ayudarle y consolarle. ¡Y Nabé no tenía a nadie, sólo a «Miranda»!
—Ven aquí —le apremió Roger—. A nuestra posada. Oh, espera…, estoy seguro de que la señora Gordi no querrá tener a «Miranda». ¡Qué lástima!
—No puedo quedarme donde estáis vosotros —replicó Nabé al punto—. En primer lugar, no tengo dinero, y luego que tampoco querrían admitirme. Pero estoy seguro de que encontraré trabajo y puedo dormir en la playa, ya que hace buen tiempo. A mí me gusta.
—Está bien. «Ven»… sea como sea —dijo Roger—. Te esperamos. ¡Oh, Nabé, qué estupendo tenerte aquí! ¡Dale recuerdos a «Miranda»! «Ciclón» seguramente se alegrará mucho de verla.
—Iré —prometió Nabé—. Adiós, Roger.
Se oyó un clic cuando Nabé colgó el teléfono, y Roger hizo lo propio, mientras los otros le apremiaban con sus preguntas.
Roger salió de la cabina al mismo tiempo que Diana y Chatín que estaban ansiosos por oír lo que tenía que contarles, y no supieron esperar a salir de ella por turno.
Fueron al vestíbulo, donde les esperaba la señorita Pimienta, y Roger les fue repitiendo palabra por palabra todo cuanto Nabé había dicho.
—De manera que mañana le tendremos en Tantán —le dijo en tono alegre—. ¡El bueno de Nabé! ¡Qué alegría volver a verle, y a «Miranda» también!
—¡Superimponente! —exclamó Chatín, pues quería mucho al robusto y confiado Nabé, y a su divertida y revoltosa mónita.
—Ahora id a acostaros —les dijo la señorita Pimienta, que estaba deseando verse en la cama—, ¡y por «favor», bajad puntuales a desayunar!