Capítulo Siete

–Mira, Ángel, si fueses un poco más razonable, no tendríamos este problema.

Angie miró a Ethan echando fuego por los ojos e intentó soltarse de la corbata de seda que unía sus muñecas tras el respaldo de la silla. Como no lo consiguió, intentó librar las piernas del cinturón de seda de su propia bata que las tenía sujetas a las patas de la silla de la cocina. Nada.

Ethan la había atado hacía más o menos media hora, y ahora estaba sentado frente a ella, a caballo en una silla igual a la suya pero con el respaldo hacia delante.

–¿Qué sea yo la razonable? –contestó entre dientes–. Soy yo quien está atada a la silla,

¿sabes?

Él apoyó la barbilla sobre el brazo que tenía colocado en el respaldo y sonrió.

–Bueno, Ángel, parecías desearlo tanto que no he querido desilusionarte.

Angie se imaginó poder estrangularle con sus propias manos, e incluso apretó los puños, pero lo único que dijo fue:

–Tú eres el único que no está siendo razonable. Desátame. Ya.

–Pues yo creo que estoy siendo perfectamente razonable –replicó–. Además, me da la sensación de que, como dice el refrán, los árboles no te dejan ver el bosque.

Angie lo miró sorprendida.

–¿El bosque? El único bosque que hay aquí es que un asesino mañoso me ha atado a una silla en mi propia casa. ¿Cómo quieres que sea razonable?

Él hizo una mueca de disgusto.

–¿Sabes? Estoy empezando a cansarme de que me llames asesino. Nunca he matado a nadie, para que lo sepas. Todavía no.

–Ah, ya. Y pretendes que me lo crea, ¿no?

–Es que es verdad –le dijo, y si no le conociera mejor, habría jurado que le dolía que pensase algo así de él–. El asesinato no entra en la descripción de mi puesto de trabajo.

Angie elevó los ojos al cielo. ¿Qué los gángsters tenían «descripciones de sus puestos de trabajo»? ¿Y qué más? ¿Sindicato, también? Ja!

–¿Quieres hacer el favor de desatarme? –le volvió a pedir, peleándose una vez más con la corbata–. Se me están empezando a dormir los brazos.

–¿Por qué no lo has dicho antes? –replicó, preocupado–. Eso puede arreglarse.

Se levantó y fue a su espalda, pero en lugar de soltarla, le pasó las manos por los brazos.

–¿Dónde te duele? –le preguntó, dándole un suave masaje–. ¿Aquí?

El roce de sus dedos la estaba afectando de una manera que habría dado cualquier cosa por evitar. Pero por mucho que deseaba sentir repulsa por Ethan Zorn, por mucho que deseaba odiarle, simplemente no conseguía hacerlo. A pesar de lo que hacía para ganarse la vida, a pesar de la forma en que había decidido ignorar la legalidad, a pesar del hecho de que carecía de ética y de moralidad...

Angie suspiró. La cosa es que era un hombre encantador: divertido, inteligente, atractivo, sexy... incluso podía ser tierno y delicado en su propio estilo. Y ella estaba reaccionando ante él como lo haría ante cualquier otro hombre que tuviese esos mismos rasgos.

«Es un criminal», se obligó a recordar. «Te ha dicho claramente que trabaja para la mafia, y que quiere apoderarse de la empresa de tu padre para sus propios fines».

«Sí, pero es tan encantador», le dijo otra voz interior. «Además, tu respuesta no es del todo culpa tuya. No te olvides de Bob».

En circunstancias normales, Ethan Zorn le parecería repulsivo, ¿no? Todo era culpa de Bob. No podía evitar sentirse atraído por un criminal, ¿verdad? Dichoso Bob...

–¿Te sientes mejor? –oyó que Ethan le preguntaba, y su voz le sonó algo ronca y muy muy cerca.

Al tiempo que sentía el calor de sus manos en los músculos doloridos, estaba notando también su respiración en el pelo y su perfume, algo limpio y conservador que parecía no encajar con la clase de hombre que era.

La sangre empezó a volarle por las venas, llevando un extraño calor por todo su cuerpo.

El corazón empezó a latirle acelerado y su respiración se tornó trabajosa, algo que esperaba que él no pudiera percibir.

–Un... un poco más... arriba –balbució–. Por encima de los codos.

No podía verle. Sólo sentía su presencia detrás y el roce de sus dedos en los brazos y Angie cerró los ojos para intentar conjurar la imagen de otro hombre en su lugar. Un hombre bueno, decente, un hombre del que ella pudiera estar orgullosa. Pero la visión que se apareció ante sus ojos fue la de un hombre de pelo negro y ojos castaños y beatíficos. El hombre bueno que debía suplantar al malo no era otro que Ethan Zorn.

Y es que había algo en Ethan que no cuadraba, algo que parecía no encajar con su profesión. No sabía por qué estaba tan segura, pero de alguna manera Angie sabía que Ethan no era quien decía ser. No sólo no era representante de la Cokely Chemical Corporation, sino que tampoco era un gángster.

O al menos, no era un nombre malo en el fondo.

Ojalá tuviese tiempo de analizarle, de revisar las razones que la habían conducido a su primer diagnóstico de él en la esperanza de encontrar el punto en el que se había equivocado. Pero él eligió aquel preciso momento para subir las manos un poco más arriba, exactamente más allá de los hombros y hasta su cuello, y Angie perdió por completo la capacidad de pensamiento.

–Mm... –murmuró cuando Ethan pasó el pulgar por la línea de su mandíbula–. Ethan...

Era la primera vez que se dirigía a él de ese modo, y se sintió extraña. Él se acercó y le sintió agachase hasta que sus cabezas estuvieron a la misma altura.

–¿Te sientes mejor? –le preguntó en voz baja y dulce.

Ella asintió.

–Entonces, ¿ya no te duelen los brazos?

–No. Me siento... mm... muy bien. Muy bien.

Le oyó reírse con suavidad.

–Me alegro. De pronto, yo tampoco me siento tan mal.

Hubiera querido decir más, pero las palabras se le quedaron bloqueadas en la garganta.

Ethan se había acercado más, de modo que su mandíbula áspera por la barba rozó la de ella.

Oyó la respiración de él volverse desigual, lo mismo que el ritmo de su propio corazón, y mantuvo los ojos cerrados para disfrutar de la sensación un momento, de su proximidad, de su olor.

Y de repente se encontró deseando tocarlo, y como si actuasen por voluntad propia, sus dedos se cerraron, y sus muñecas lucharon una vez más por liberarse de la corbata. No era justo, pensó. Estaba atada a una silla que le imposibilitaba seguir sus instintos y su deseo, mientras que Ethan tenía rienda suelta para hacer lo que quisiese...

–Ethan.

–¿Sí, Ángel?

Sólo entonces se dio cuenta de que había pronunciado su nombre en voz alta, en la clase de voz que una mujer utiliza cuando quiere que un hombre la lleve a alturas sensuales que nunca antes ha visitado. Y lo supo porque él le había contestado precisamente con esa voz.

«Contrólate, Angie», se ordenó en silencio. «Es muy sexy, sí, pero seguro que le buscan en más de una docena de estados».

«No me extraña» , contestó su otra voz. «Sobre todo en Indiana».

Angie apretó los ojos e hizo todo lo que pudo por controlar las reacciones de su cuerpo traidor. Pensó en ríos helados. Recordó el olor a alcantarilla. Pensó en cómo solía encontrarse el camaleón de su hermano metido en sus zapatos. Pensó en Ernest Borgine.

Recordó cómo Hacienda se cebaba en las personas solteras.

Pero no consiguió nada.

A pesar de sus esfuerzos por sofocar el deseo que había despertado en ella, el roce de los dedos de Ethan seguía intoxicándole el cerebro, y ella, que Dios la ayudase, se sentía caer cada vez más bajo su hechizo.

–Ethan... –solvió a decir.

–¿Mm?

«Esto no va bien. Nada bien. Parece aún más excitado que yo».

–Eso no... no puede... ah... no va a funcionar –le dijo.

Por un momento él no contestó y siguió acariciando su cuello con el pulgar.

–¿Qué es lo que no va a funcionar? –le preguntó.

–Lo que... estás haciendo con las manos.

Bajó el dedo en dirección de la espalda y Angie se las arregló para sofocar un suspiro de rendición.

–¿Y qué es lo que estoy haciendo con las manos? –preguntó mientras con la otra mano imitaba el movimiento anterior. Arriba y abajo, desde la base del cuello hasta los hombros.

–Eso –dijo casi sin voz.

–¿Eso? –preguntó, repitiéndolo una vez más–. ¿O eso? –añadió, llegando con el índice hasta el primer botón de su blusa, jugando alternativamente con él y con la piel que había debajo.

Angie contuvo la respiración.

–Las dos cosas. No van a funcionar. No vas a conseguir que cambie de opinión. No vas a convencerme de que me case contigo.

El detuvo las manos un instante y ella intentó ahogar las pequeñas explosiones de calor que sentía por cada ápice de piel que él había tocado. Pero su cuerpo, su cuerpo traidor y débil, a pesar de todo, se movió hacia él del mismo modo que un cometa se siente atraído hacia el sol. Era magnético, y ella no podía resistírsele.

–Hemos llegado a un punto, Angie –le dijo con una voz igual de ahogada que la suya–, en el que he renunciado a intimidarte.

–¿Que... que has renunciado? –murmuró, maravillándose ante la profundidad de su desilusión. –

Él hundió entonces una mano en su pelo y otra bajo su blusa. Angie contuvo la respiración ante la invasión e instintivamente arqueó la espalda.

–Sí –continuó él al encontrar el encaje de su sujetador–. Llegados a este punto, he decidido intentar seducirte. Nuestro matrimonio sería mucho más interesante así, ¿no crees?

El corazón se le paró durante casi un segundo y después latió tan rápido que hasta se sintió mareada.

–Tampoco quiero que hagas eso –le aseguró con una voz temblorosa–. No pienso dejarme seducir por un... un...

–¿Asesino mañoso?

–Eso.

–Bueno... –suspiró él–. Entonces me temo que tendré que convencerte de que no soy esa clase de hombre, ¿no?

–Nunca me convencerás de eso –contestó, aun odiándose a sí misma por decir tal cosa.

–¿Ah, no? –replicó él, en voz baja y peligrosa–. Observa con atención.

Despacio, tan despacio que Angie podría haber protestado de haber sido capaz de hacerlo, Ethan fue bajando la mano hasta llegar a cubrir su pecho, lo que le obligó a ella a contener un gemido.

Su silencio debió animarlo porque con la misma suavidad, subió la mano y la deslizó bajo el suave encaje de su sujetador. Con la levedad de un suspiro, volvió a bajarla hasta cubrir por completo su pecho con la palma de la mano.

Como si los dos fuesen uno, ambos suspiraron, Angie arqueando la espalda hacia su caricia, él cerrando los dedos, poseyéndola.

–Tienes una piel tan suave, Ángel –le susurró al oído–. Tan caliente. No tendrás la gripe,

¿verdad?

–Por favor... –murmuró ella, aunque no sabía bien si era rechazando algo o pidiendo más.

–¿Por favor qué? –le preguntó él, al tiempo casi la yema de su pulgar encontraba el centro maduro de su pecho, y Angie contuvo la respiración al sentir cómo trazaba un círculo sobre él.

–Por favor... –dijo de nuevo, aunque no estaba segura de lo que quería que hiciese. Su razón parecía haber sido reemplazada por una imperiosa necesidad.

–¿Por favor, qué? –repitió, y su voz sonó más rota que la de ella.

Apretó entonces su pecho, dejando constancia de su posesión, y una explosión de calor la sacudió. Angie intentó una vez más liberarse de las ataduras, y una vez más se encontró completamente atrapada. Fue entonces, al darse cuenta de que había sido él quien la había atado, cuando encontró en coraje de poner fin a todo aquello.

–Por favor, basta –susurró.

Y a pesar de que su tono de voz no llevaba ni mucho menos la insistencia que ella hubiera querido, Ethan se quedó inmóvil, y tras una última caricia, apartó la mano despacio... Dios, tan despacio que Angie contuvo la respiración. Después soltó el pelo que había tenido en un puño y retrocedió. Sólo cuando le sintió volver de nuevo delante de ella, abrió los ojos.

–Hay algo entre nosotros, Ángel –le dijo, clavándola con una mirada que era al mismo tiempo solícita y exigente–. Algo fuerte, muy fuerte. Échale la culpa a Bob si quieres, pero creo que es algo mucho más rápido y más elemental que un pedazo de roca incandescente que viaja por el espacio.

Angie sabía que contradecirle sería mentir, y que él también lo sabía, así que guardó silencio.

–Pero te prometo –añadió Ethan–, que no volveré e tocarte a menos que... hasta que tú me lo pidas. Hasta que nos hayamos casado.

–No vamos a casarnos –le dijo–. Y no vas a volver a tocarme.

–No hasta que tú me lo pidas.

–Entonces, nunca jamás.

–Ya lo veremos.

Ethan empezó por soltar los nudos de sus piernas y después desató sus muñecas. Angie se frotó los brazos inmediatamente, tras una breve mueca de dolor.

–Lo siento –le dijo Ethan, y parecía sentirlo de verdad–. Sólo quería que me escuchases, y no se me ocurrió otra forma de conseguirlo.

Ella se echó a reír con incredulidad.

–Deberías probar a hablar de una forma razonable.

Él arqueó las cejas sorprendido.

–De acuerdo. Si quieres que sea razonable, eso es lo que voy a ser.

Y volvió a sentarse a caballo sobre la silla. Durante unos minutos no dijo nada, sólo la observó como si estuviese recordando cada caricia, cada sonido, cada vibración que había pasado entre ellos. Su expresión se tornó soñadora y distante, y esbozó una ligera sonrisa.

–Voy a contarte los hechos tal y como son, Ángel –le dijo un momento después, pero su voz aún parecía distante–. Has estado hurgando en sitios en los que no deberías haber metido las narices, y ahora hay unas cuantas personas que temen que vayas a sacarlas a la luz.

Angie intentó seguir el hilo de aquel nuevo asunto, pero la cabeza aún le daba vueltas a consecuencia del intercambio eléctrico que habían compartido.

–Eso es porque voy a sacarlas a la luz.

–Si lo haces, sufrirás por ello.

No la estaba amenazando; ni siquiera haciéndole una advertencia. Simplemente estaba constatando un hecho. Si seguía adelante con sus investigaciones, alguien vendría a por ella. Y lo curioso era que parecía molestarle tanto a él como a ella.

–De acuerdo –dijo a regañadientes–. No seguiré adelante.

–No es suficiente.

–¿Cómo que no es suficiente?

–És muy poco y muy tarde. No lo comprendes. Estos tipos son chicos duros que viven fuera de la ley, y los has asustado.

Se levantó tan rápido que su silla cayó al suelo. De algún modo, parecía estar suplicando, y por ridículo que pudiera parecer, eso le asustaba aún más.

–Los has asustado –repitió–, y eso no les gusta, Ángel. Sobre todo tratándose de una mujercita de provincias.

Ella tragó saliva.

–Vaya... pues lo siento mucho.

–No quieren que sigas armando ruido –continuó como si ella no hubiese hablado–.

Quieren que desaparezcas. ¿Comprendes?

Angie volvió a tragar saliva. Hubiera querido decirle algo valiente y despreocupado, pero no se le ocurrió nada en absoluto.

–¿Por qué te preocupas por mí? –le preguntó–. Tú mismo has dicho que soy como un incordio, y no debería importarte lo más mínimo que desaparezca.

Ethan frunció el ceño y con suma ternura, puso la mano en su mejilla.

–No quiero que te hagan daño.

No encontró nada que decir ante aquello, así que sólo lo miró en silencio. Él acarició su mejilla una sola vez con el pulgar y después bajó la mano.

–La cuestión es –continuó–, que podrían pensar de otra manera si te tuvieran de su lado, de modo que puedan tenerte vigilada –dudó un instante antes de añadir–: donde yo pueda tenerte vigilada.

–Pero...

–Mira, no tienes que casarte conmigo de verdad –le dijo–. Sólo tenemos que conseguir que los peces gordos piensen que es así.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que sólo tenemos que fingir casarnos. Creo que con eso bastaría, al menos por el momento y para mantener a mis superiores y a mis colegas a distancia. Y así tendría una excusa para estar contigo a todas horas, día y noche, de modo que tu buena reputación no se vera afectada.

–¿Por qué «por el momento»? –le preguntó. Era increíble, estúpido e innecesario, pero hasta estaba considerando su proposición.

Pero ¿y si tenía razón? ¿Y si de verdad estaba en peligro? ¿Y si el hecho de que pensaran que era su mujer minimizaba ese riesgo?

–Porque después –continuó, ajeno a lo que ella había estado pensando–, mi trabajo aquí habría terminado.

–Creía que ibais a quedaros con la empresa de mi padre –le recordó–. Y si es así ¿no tendríais que estar de forma permanente en Endicott? En cuyo caso –añadió rápidamente–, tendría que volver a mi cruzada en vuestra contra.

–Yo no he dicho que esté decidido que vayamos a quedarnos con la empresa de tu padre.

Sólo he dicho que estamos considerando la posibilidad.

–Pero ¿y si al final decidís que sí?

Él inspiró profundamente para contener su frustración.

–Ángel, ¿quieres confiar en mí?

Ella abrió los ojos de par en par.

–¿Que confíe en tí? No hablarás en serio.

Él asintió.

–Sí, hablo en serio.

Angie se lo quedó mirando un momento, y se preguntó si podría confiar en su instinto cuando un cometa de la estratosfera estaba haciendo que la gente del lugar hiciera y dijera las cosas más extrañas. Porque su instinto le decía que debía confiar en Ethan Zorn. Su instinto le empujaba a creer que se preocupaba sinceramente de su seguridad, y que de verdad le importaba mucho lo que pudiera ocurrirle. Su instinto le decía que era un buen hombre, que se preocupaba de su bienestar.

Pero ¿hasta qué punto podía confiar en su instinto?

Ethan pareció interpretar su silencio como un buen síntoma, porque continuó:

–Tengo un amigo en Filadelfia que antes era sacerdote. Desgraciadamente se sintió tentado por lo que recogía en el cepillo de la iglesia, y su permiso para seguir ejerciendo como sacerdote fue revocado. Desde entonces, trabaja para nosotros.

–Un hombre de iglesia que trabaja ahora para la mafia –repitió Angie por si no había oído bien.

Ethan se encogió de hombros.

–Nosotros necesitamos un guía espiritual tanto como los demás.

–Más bien.

–En cualquier caso, ya he hablado con él y me ha dicho que puede ocuparse de todo.

Hará parecer que te casas conmigo, sin que de verdad tengas que pasar por la vicaría.

–Es una locura, Ethan –le dijo.

–Me temo que no tienes mucho donde elegir.

–Quizás podría escribir un artículo retractándome del anterior.

–Eso no bastaría.

–También podría marcharme de la ciudad durante una temporada.

–Te encontrarían.

–No si...

–Te encontrarían –repitió, y su mirada era demasiado sería como para dudar.

Angie intentó pensar en otra cosa, lo que fuera, que pudiera representar una alternativa, pero nada de lo que se le ocurrió podía ser más efectivo que el matrimonio fingido que Ethan le proponía.

Tan malo no podía ser... Al fin y al cabo, sería cuestión de meses, y los dos se llevaban bien de una forma un tanto extraña, pero bien. Aunque detestase admitirlo, Ethan le gustaba... más o menos.

Además, había prometido no tocarla, a menos que ella se lo pidiera, lo cual no ocurriría ni en un millón de años. Ni siquiera teniendo a Bob acechando en el horizonte. Pero, ¿podía de verdad confiar en alguien que vivía al otro lado de la ley?t¿Yqué otra posibilidad tenía si otros criminales la buscaban para... liquidarla?

–Bueno, Ángel –dijo él, interrumpiendo la cadena de preguntas que atoraban su cabeza–.

Necesito saberlo: ¿vas a casarte conmigo, sí o no?