Capítulo Seis

Ethan no estaba seguro de que le gustase la expresión de Angie. Hasta que había anunciado su ofrecimiento, ella le había estado estudiando con un gesto raro y preocupado, casi como quien estudia un tumor al microscopio y no está seguro de si es maligno o benigno.

Entonces, de pronto, su rostro se había iluminado y había aparecido en él la más deslumbrante sonrisa. Con aquella amplia blusa blanca y sus pantalones marrones, la cara limpia y sin maquillar, le había recordado a una chiquilla de instituto a quien acabasen de elegir delegada de la clase.

La única diferencia estribaba en que ninguna chiquilla de instituto hubiera conseguido que la sangre se le disparara por las venas de la forma en que Angie Ellison lo hacía tan sólo con mirarle.

–¿Que me estás pidiendo que me case contigo? –preguntó–. ¿Así, sin más? –añadió, chasqueando los dedos.

Él asintió, preocupado.

–Así, sin más. Como ya te he dicho antes... me he enamorado de ti.

–¿Que te has enamorado de mí? ¿Amor a primera vista? –añadió, sonriendo ante tal descubrimiento.

Él asintió pero más despacio.

–Sí...

–¿Y ahora quieres casarte conmigo? –preguntó con una sonrisa que casi le cegó.

Asintió una vez más.

–Sí... –contestó.

–Dios mío, señor Zorn...¿y si yo no quiero casarme? –preguntó con la misma alegría de una reina del baile–. Sobre todo con un asesino rastrero y mañoso como tú...

–No te preocupes, que sí que vas a querer –le aseguró entre dientes–, una vez hayas oído lo que voy a ofrecerte.

–¡Vaya por Dios! Y yo que me había estado reservando para el príncipe Eduardo...

–Siéntate, Ángel –le dijo, señalando al sofá–. Allí.

Y para sorpresa suya, obedeció sin rechistar. Ethan había estado dándole vueltas y más vueltas al problema de Angie el Ángel, y no había podido llegar a otra conclusión más que a aquella. Dos personas distintas le habían ordenado que la hiciese desaparecer, y Ethan no estaba seguro de qué lado temía más.

No podía imaginarse cómo se las había arreglado para hacerlo, porque había tenido sumo cuidado de cubrir sus huellas nada más dejar su casa de Filadelfia, pero Angela Ellison, reportera del diario Endicott Examiner, se las había arreglado para descubrir lo que podía ser la historia del siglo en su ciudad.

Era obvio que Ethan y sus colegas habían infravalorado a los ciudadanos locales al decidir establecer una nueva base de operaciones en Indiana. Los habitantes de Endicott no estaban tan mal informados como habían supuesto, ni tampoco estaban dispuestos sin más a pasar por el aroxle lo que él y los demás habían planeado.

Y para colmo, una chica encantadora como Angie Ellison había aparecido en escena. De alguna manera se había convencido a sí misma de que iba a salvar a su ciudad sacando a la luz del día las pretensiones de la mafia.

Detestaba las ocasiones en las que la gente decente se veía envuelta en sus asuntos, porque la mayoría de los tipos para los que trabajaba no tenían escrúpulos a la hora de deshacerse de la gente que se metía donde nadie le llamaba así que, si no hacía algo para callar a Angie, alguien lo haría.

Él no se asustaba fácilmente, pero los tipos con los que había estado tratando últimamente no eran precisamente corderitos. A pesar de llevar ya seis meses formando parte del círculo interior, sabía que todavía no confiaban en él, y viceversa: él tampoco confiaba en ellos en lo referido a su seguridad personal y a la de Angie.

Ella había insinuado lo bastante en su periódico como para disparar las alarmas de todos aquellos a los que tanto esfuerzo le había costado llegar. Había sugerido lo bastante como, para que las personas indicadas se alertasen.

«Dios, qué paranoia hay en la mafia...»

La única forma que había encontrado de salvaguardarla era ofrecerle protección las veinticuatro horas, y conseguir que fuese una persona siempre fiel a él y a su... ocupación.

Ysólo había una forma de hacer tal cosa.

Iba a tener que casarse con ella.

Puede que estuviese anticuado, o que su actitud fuese sexista, e incluso la de un loco, pero le gustaba pensar en sí mismo como una especie de caballero andante, por mucho que la armadura hubiese cambiado a lo largo de los años. Y el hecho era que, aunque estuviese trabajando con la peor clase de gente, un hombre tenía que tener un cierto sentido del honor; saber dónde se debe trazar la línea entre el bien y el mal.

Sí, bueno, puede que su línea hubiese dado unos cuantos saltos a lo largo de los años, pero al menos seguía manteniéndola, y asegurarse de que gente inocente no resultase herida era algo que estaba en el campo del bien. Pero era esencial que, al tiempo que protegía a Angie, no se despertaran sospechas. Tenía que buscarse una excusa legítima para poder vivir con ella para que los locales no sospechasen nada.

Porque aquello era Endicott, Indiana, la última de las ciudades pequeñas que seguían siendo como décadas atrás. Ni siquiera le sorprendería encontrarse vírgenes de treinta años, de modo que ninguna mujer como Angie Ellison iba a dejarse llevar por él. No a no ser que existiese alguna clase de motivación cósmica a la que poder echarle la culpa, como por ejemplo a Bob, y no sin que hubiese alguna clase de acuerdo socialmente aceptable. Incluso si ese acuerdo era esencialmente contra su voluntad.

Ethan no tenía otra opción, y Angie tampoco. Había llegado a la única conclusión lógica y tenía que hacérsela comprender. Dicho de otra manera: iba a tener que conseguir que se casase con él. O al menos hacer creer a los chicos malos y al resto de la ciudad que se casaba con él.

Se separó de ella y caminó despacio hasta la ventana del salón. Un telescopio pequeño y barato se asentaba precariamente sobre un trípode y Ethan se acercó a él con verdadero interés.

–Tienes un telescopio –comentó, cambiando deliberadamente de tema.

Sintió sus dudas, pero al final le contestó.

–Todo el mundo en Endicott tiene un telescopio cuando Bob se acerca.

Ethan asintió y se agachó a mirar.

–No veo mucho –dijo.

–Pues yo veo lo bastante para saber quién es quién.

Su comentario le hizo darse la vuelta.

–Creo, Ángel, que tú sólo ves lo que quieres ver.

Angie se levantó del sofá, dejó la copa sobre la mesa y se acercó a él, cruzándose de brazos.

–¿Áh, sí? –le preguntó, mirándole directamente a los ojos–. Pues aunque me gustaría mucho conocer al hombre adecuado y casarme, no me cabe la menor duda de que tú no eres ese hombre, señor Zorn. Así que no pienses en mí para boda alguna.

Él sonrió.

–Ya veremos.

Dejó el telescopio y se acercó de nuevo a ella. Pero aquella vez se detuvo antes de tocarla y ocultó las manos en los bolsillos del pantalón. Por un momento, se limitó a mirarla, a dejarse llevar por la profundidad de sus ojos castaños, por el brillo de sus labios entreabiertos y el arrebol de sus mejillas, que indicaba que no estaba ni mucho menos tan tranquila como pretendía hacer creer. Entonces pasó con desgana a su lado y se dio la vuelta.

–Angie –le dijo, adoptando su mejor voz de Marlon Brando–, has estado diciendo algunas cosas que han hecho parecer que mis socios y yo no somos trigo limpio.

Ella se dio la vuelta y sonrió con sarcasmo.

–Vaya, vaya.:, ¿y no será eso porque tanto tú como tus asociados no sois más que gusanos asesinos? Además, lo que sería verdaderamente difícil sería haceros parecer lo contrario.

–Así que el angelito sabe rugir, ¿eh? –comentó Ethan con una sonrisa, ocultando la admiración que le inspiraba el hecho de que aún fuese capaz de enseñar las uñas y los dientes cuando estaba claramente acorralada. Tenía que admitir que su valentía era conmovedora. Estúpida, pero conmovedora.

–Como te dije ayer –contestó ella con mucha suavidad–, no me asustas.

Ethan dio unos pasos hacia ella y bajó la cabeza hasta que sus narices se rozaron.

Entonces enredó unos cuantos mechones de su pelo rubio en un dedo.

–En ese caso, voy a tener que cambiar de táctica.

Sus ojos se abrieron de par en par.

–Eso no será necesario –dijo, más complaciente–. Escucharé lo que tengas que decirme.

Aquella repentina capitulación le enervé, pero decidió seguirle el juego de momento.

Despacio, soltó su pelo e interpuso algo de distancia entre ellos.

–Como ya te he dicho –comenzó de nuevo–, has estado propagando la idea de que soy un hombre en el que no se debe confiar, y que estoy aquí bajo falsas premisas, y no las que te describí en nuestra primera reunión. Recuerdas esa reunión, ¿verdad, Ángel? –añadió, sólo por el gusto de ver su reacción–. Me refiero a la noche que me pediste que te atara.

–Yo no...

–Y no me gusta esa insinuación que has hecho de que yo no soy quien digo ser –le interrumpió, y esperó a que ella volviera a mirarlo para continuar–. Incluso si tienes razón.

Incluso si de verdad no soy quien digo ser.

–¿Qué? –le preguntó al final de una breve pausa.

–He dicho que tienes razón.

–¿Ah, sí?

–Sí. Desde el principio.

–¿Sí?

Él asintió.

–Trabajo para... para una tercera parte. Una parte cuyo interés está puesto en la empresa farmacéutica de tu padre. Una tercera parte que quiere emplear la compañía de tu padre para ampliar sus negocios, un negocio que no está lo que se dice respaldado por la ley.

¿Comprendes lo que te quiero decir?

Ella negó tímidamente con la cabeza.

–Estoy aquí trabajando para la mafia, Ángel. Y queremos utilizar la plataforma de la empresa de tu padre para ampliar nuestro negocio de fabricación de drogas.

Ella lo miró boquiabierta

–¿Cómo?

Él asintió filosóficamente.

–Sí. Todo lo que has sospechado de mí y de mis motivos es acertado –la expresión de ella le hizo reír–. No tienes por qué sorprenderte tanto, Ángel. Ten más fe en ti misma como periodista. No sé cómo lo has hecho, pero tus investigaciones han sido acertadas. Has hecho un buen trabajo.

Ella sonrió con nerviosismo; estaba claro que no sabía muy bien si sentirse orgullosa de sí misma o si tener miedo de él.

–Gracias –le dijo–. Sabía que tenía razón. Sabía que eras un gusano, un asesino mañoso que...

–Un trabajo demasiado bueno –le interrumpió, bajando la voz–. Ya sabes a qué me refiero.

Ella lo miró en silencio un momento y él observó fascinado el funcionamiento de su cerebro.

–No estoy segura de saber a qué te refieres –dijo al fin.

–Seguro que sí. Inténtalo –contestó, acercándose.

–No. Lo siento. Sigo sin comprender.

Otro paso más.

–Te has acercado demasiado a lo que está ocurriendo en Endicott –le dijo, confiando en estarle dando la dosis justa de suspense y misterio–. Has puesto... nerviosas a unas cuantas personas.

–¿A que... a qué clase de personas? –balbució.

El se limitó a sonreír.

–Y me han pedido que... haga algo contigo.

Ella tragó saliva ostensiblemente.

–¿Que hagas algo conmigo?

Él asintió y dio un paso más.

–Algo... ¿cómo qué?

Ethan se encogió de hombros.

–Como hacerte desaparecer de escena.

–¿De–desaparecer de escena?

Otro paso más.

–Ponerte fuera de circulación.

–¿Po–ponerme fuera de–de circulación?

Un paso más. Hacia ella.

Angie tragó saliva

–No creía que los gángsters hablaseis así de verdad –murmuró.

–Y no hablamos así. Sólo intentaba decirte lo que quieren que haga contigo de forma suave –Angie tragó saliva ostensiblemente–. Pero les he dicho que tengo otra idea mejor para ti –añadió, y dio el último paso–. Tiene que ver con eso de que me hayas estado admirando desde lejos, y con que quieras que te ate y todo eso...

–Pero...

–En fin, Ángel, esta es mi oferta –continuó–: tú y yo vamos a casarnos, tan pronto como sea posible. Luego tú vas a dejar de hacer insinuaciones en la prensa, porque no querrás hundir el buen nombre de tu marido. Al fin y al cabo, también será el tuyo –sonrió.

–Yo creo que no...

–Y este matrimonio es también una buena idea porque si las cosas llegasen a ponerse un poco... incómodas, con la policía quiero decir, no podrías testificar contra tu querido marido.

–No. No entiendes lo que...

–Me ha costado lo suyo, pero he conseguido convencer al gran jefe de que estás locamente enamorada de mí, y que tus artículos del periódico no eran más que una forma de vengarte de mí porque yo salía con otra mujer.

–¡Un momento! ¡Te estás pasando de la raya! Yo nunca...

–Pero ahora me he dado cuenta de mi error y he decidido que soy el perfecto caballero que las prefiere rubias, así que voy a repdirme a tus ruegos y a hacer una mujer honesta de ti.

–Muchas gracias por la consideración pero el...

–Y con eso, Ángel, debes quedar callada de una vez por todas.

El temor que pudiera sentir por su seguridad se había desvanecido para cuando terminó de explicarle todo, y se había visto reemplazado por la indignación.

–¿Quedar callada? –preguntó con una voz tan baja y serena que él supo que estaba a punto de estallar–. ¿Callarme a mí?

–O te casas conmigo, o te enfrentas a las consecuencias. Y esas consecuencias son las causas de tu desaparición indefinida. ¿Me comprendes?

Ella casi se echó a reír.

–Menuda elección. Mira, guapo: yo soy periodista, así que no pienso callarme. Y nadie podrá hacerme callar; ni tú, ni tus amenazas. Nadie.

–¿Ah, no?

Ella asintió.

–Eso he dicho.

Se miraron el uno al otro en silencio durante un momento, desafiándose ambos, exigiéndose la rendición. Angie se sentía más incómoda con cada segundo que pasaba, pero

¿qué podía hacer? La vida en Endicott no la había preparado para enfrentarse a la posibilidad de que un gángster irrumpiese en su casa y le propusiera que se casase con él.

De pronto, oyó un sonido extraño que provenía de su interior, el sonido del nerviosismo y de la ansiedad. Y al mirar a Ethan, supo que él también lo había oído, porque su sonrisa se volvió depredadora. Un segundo después, rozaba con los dedos la corbata de seda que llevaba puesta.

–¿Qué vas a hacer? –le preguntó–. ¿Vas a atarme de verdad?

«Eres imbécil, Angie», se reprendió por segunda vez, cerrando los ojos con fuerza para no ver su propia vergüenza. ¿Por qué demonios había vuelto a sacar este tema? Oyó a Ethan reírse y abrió los ojos para encontrarle sonriendo como lo haría un gato delante de una sardina.

–Bueno, supongo que si tanto lo deseas –le dijo con una voz enloquecedoramente suave–, voy a tener que darte ese gusto.

Angie no pudo camuflar una sonrisa nerviosa que se dibujó en sus labios. Ethan seguía mirándola, sonriendo de medio lado y sin dejar de acariciar su corbata, como si no pudiera esperar para usarla.

–Estás de broma, ¿no? –le preguntó cuando pudo.

Su única respuesta fue empezar a deshacerse muy despacio el nudo de la corbata.

–No te atreverás.

Sin una palabra, deshizo el nudo Windsor perfecto y fue sacando, centímetro a centímetro, la corbata de debajo del cuello.

–No –dijo ella, levantando una mano–. De ninguna manera.

–Sí. Por supuesto que sí.

–No te atreverás –repitió.

Se envolvió un puño con un extremo y el otro con el otro para darle a la corbata un buen tirón.

–¿Sabes una cosa? –le preguntó–. Pues que nunca he podido resistirme a un desafío.