Capítulo Uno
Angie Ellison no podía creer que estaba haciendo lo que estaba haciendo. Era peligroso.
Era inmoral. Era ilegal. Y estaba mal. Pero era su única oportunidad para salvar la forma de vida de su padre, y puede que incluso su propia vida.
Se agachó tras un arbusto en flor y tuvo que llevarse un dedo a la nariz para no estornudar y después miró a la ventana de la habitación de Ethan Zorn. Al menos, eso esperaba ella: que fuese su dormitorio. Había estado en la casa sólo en dos ocasiones. La primera mientras estaba aún en el instituto, con un viaje cultural a lo que entonces se conocía como Stately Randall House, y la segunda la semana anterior, cuando se había hecho pasar por una representante de Junebug Cosmetic para poder echar un vistazo.
En la primera Ocasión, Ethan Zorn ni siquiera vivía en Indiana y su espectro no había amenazado aún a la familia de Angie. En la segunda ocasión, mucho más reciente, el ilustre señor Zorn, que regentaba lo que ahora era la Casa de Huéspedes Randall, no estaba en casa.
Por supuesto, antes de levantar el enorme llamador de cobre de la puerta, ella ya lo sabía. Lo contrario habría interferido en sus planes. De modo que, una vez dentro, abrió su maleta de muestras para que la viera la casera, fingió un repentino dolor de estómago y salió corriendo al baño... donde se las arregló para hacer algunos sonidos bastante convincentes, recordó con orgullo.
El ama de llaves había corrido a la cocina para traerle un vaso de agua y un antiácido, momento que Angie había aprovechado para escabullirse escaleras arriba y echar un vistazo. Y según recordaba, aquella ventana era la de su dormitorio. Al menos, eso esperaba porque era ahí donde tenía intención de entrar.
Un rizo húmedo y rubio se escapó de la gorra negra de béisbol puesta del revés e intentó sin éxito apartar el tirabuzón que se empeñaba en pegársele a la frente. Estaba bastante incómoda con aquella camiseta negra de manga larga y vaqueros negros también, con el calor que hacía.
El mes de septiembre en Indiana podía ser más o menos como el de julio en la selva del Amazonas. El aire era opresivo y cargado de humedad, pero había tenido que ponerse algo que cubriera su pelo rubio y su piel clara. De otro modo habría reflejado la luz de la luna mejor que si fuese un espejo.
Se levantó despacio y fue rodeando la gran casa de ladrillo, las deportivas silenciosas sobre la hierba y su respiración un tanto alterada. De pronto pensó que podría haber un sistema de alarma que le complicase las cosas, pero inmediatamente descartó la posibilidad.
La gente en Endicott dejaba hasta las puertas abiertas, así que ni siquiera un tipo como Ethan Zorn tendría que preocuparse por alguien que pudiese entrar sin haber sido invitado.
Esas cosas no pasaban en Endicott.
Ni siquiera a los mañosos.
Así que Angie decidió que tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de salir con bien de todo aquello, mejores en cualquier caso de las que tendría su familia si no conseguía demostrar que Ethan Zorn era el saco de basura que ella sabía que era.
Al acercarse a una ventana, le llegó el sonido de una música: los Conciettos de Brandenburgo. Habría reconocido aquellos compases en cualquier lugar. Angie se había graduado en música, lo cual no le había servido prácticamente de nada para su carrera de periodismo. Seguía trabajando para el Endicott Examiner, y aun trabajando para un periódico como ése, no había conseguido una primera página. Y no es que trabajar como periodista de investigación estuviese mal. El problema era que en Endicott jamás pasaba nada; jamás había un crimen o alguna otra cosa de ese tipo que pudiese hacer más interesante su trabajo.
Ojalá aquella escapada le sirviese, además de para ayudar a su familia, para tener una buena historia que contar. Y además Marlene, la editora del Examine tendría que recompensarla por su integridad periodística y sus agallas. Puede que incluso llegasen a vender su historia a otros periódicos. Y se imaginó su nombre en la portada del New Yorkt Times.
Claro que, después de aquello, todos los mañosos sabrían dónde encontrarla. ¿Estaría haciendo lo correcto? La música se paró en aquel momento y ya no tuvo tiempo de pensar más. Se pegó a la pared fría de ladrillo de la casa para esconderse en una sombra. No tenía que dejarse vencer por el miedo. Ethan Zorn seguía fuera de la ciudad. Lo sabía porque había llamado a su amiga Rosemary que trabajaba en una agencia de viajes y que le debía más favores de los que podría pagarle en toda su vida. Había sido ella quien le había dado su itinerario, así que debía haber sido el ama de llaves quien había apagado la música.
Angie se aventuró a asomarse a la ventana. Efectivamente se trataba de la dulce señora MacNamara, que andaba tocando los mandos del estéreo, y no dejó de hacerlo hasta que consiguió sintonizar la emisora de la clase de comunicación del instituto. Y con el bum bum de la música de Nina Hagen, la señora MacNamara se sentó en una mecedora junto al piano y retomó su labor de ganchillo.
«Es ese condenado cometa», se dijo Angie. Faltaba semana y media para que pasase directamente sobre sus cabezas, y ya todo el mundo andaba haciendo cosas que no habría hecho nunca de otro modo.
Como por ejemplo colarse en una casa, pensó mientras se agachaba para pasar por la ventana. Como arriesgarse a despertar la ira de un asesino como Ethan Zorn para salvaguardar a su familia.
La verdad es que no podía estar segura de que Ethan Zorn hubiese matado a alguien.
Simplemente lo daba por hecho, teniendo en cuenta su línea de actuación. Los mañosos se pasaban la vida matando gente, ¿no? O al menos, contratando a otros para que lo hagan. En Endicott nunca, hasta la llegada del señor Zorn, habían tenido problemas con actividades ilegales. Pero ahora las cosas habían cambiado. Un poco. Ojalá pudiera identificar esas actividades. Al fin y al cabo, era periodista de investigación.
Fue rodeando la casa en silencio y cuando se aseguró de que la señora MacNamara era la única persona que había en la casa, volvió bajo la ventana del dormitorio. A la luz del día, no le había parecido que un segundo piso estuviera tan alto, pero al mirar en la oscuridad, la ventana le pareció estar francamente alta.
Respiró profundamente y el aire caliente de septiembre le llenó los pulmones. No tenía otra opción. Además, la bajada del canalón quedaba justo bajo la ventana del dormitorio, de modo que le era imposible resistirse.
Agarrándose al canalón con una mano de guante negro, puso el pie en el espacio entre los ladrillos y se impulsó hacia arriba. Sin pausa pero sin prisa, aferrándose a los ladrillos y al canalón, fue subiendo por la pared el edificio con la excitante sensación de ser la heroína de un cómic.
Pero fue precisamente al llegar a la ventana cuando el pánico clavó en ella sus garras.
Porque se dio cuenta de que en el fondo, esperaba que la ventana estuviese cerrada y que pudiera desistir de aquel absurdo plan con un suspiro de alivio, pero, desgraciadamente, la ventana no sólo no tenía el pestillo echado, sino que estaba abierta de par en par. Iba a ser facilísimo colarse en la casa de Ethan Zorn.
Maldición.
Con un suspiro final, se apoyó en el alféizar y se coló dentro.
Ethan Zorn detuvo su coche, un modelo inmoralmente caro, delante de su casa alquilada mientras se juraba que, aunque su vida dependiera de ello, la próxima vez tomaría un avión.
Era demasiado estresante, demasiado impredecible, demasiado plebeyo y estaba demasiado saturado.
Hubo un tiempo, se recordó a sí mismo, en el que le encantaban las multitudes y lo impredecible, para no hablar de comportarse como un plebeyo. Pero nunca le había preocupado en demasía el estrés. Era curioso como, en los últimos tiempos, había conseguido eliminar de su vida todo lo que le gustaba y dejar solamente lo que siempre había odiado. O quizás no fuese tan divertido, pensó frunciendo el ceño.
Apartó todas aquellas preocupaciones al abrir la puerta del coche, bajó y estiró la espalda antes de sacar la cartera y el portatrajes. Las dos cosas parecían ser sus eternos compañeros aquellos días, y casi sin darse cuenta reparó en que empezaban a mostrar signos de cansancio y uso.
Casi como él. Pero es que, en su misma línea de trabajo, los hombres no duraban demasiado.
Tras cerrar la puerta del coche con el pie, Ethan activó la alarma, preguntándose al tiempo por qué lo hacía. Su nuevo cuartel general, ya que no le parecía que la pequeña ciudad de Endicott pudiese ser su casa, le parecía un lugar lleno de gente decente. Pero estaba acostumbrado a tener ojos en la espalda.
Las llaves le tintinearon en el bolsillo al subir las escaleras del porche, y cuando iba a meterla en la cerradura, decidió probar primero. Abierta. Otra vez. Iba a tener que tener una charla seria con la señora MacNamara.
La señora MacNamara había vivido siempre en Endicott, así que le resultaba muy difícil asimilar que había gente mala por el mundo. Endicott era el corazón y el alma del centro oeste de Norteamérica, un lugar donde los deseos aún podían hacerse realidad.
Era casi risible la ingenuidad y la bendita ignorancia de las gentes de aquella ciudad. Si la gente se imaginara lo que él estaba haciendo de verdad en aquella ciudad, recogerían a sus niños y a sus perros y saldrían corriendo como alma que lleva el diablo.
Afortunadamente para Ethan, había borrado bien su rastro. Pero es que eso era algo esencial en su trabajo: un error podía costarle la vida.
La puerta principal se abrió con un agradable crujido y una música de rock duro le asaltó, y siguiéndole hasta el salón, se encontró a la señora MacNamara dormida profundamente con su labor sobre las rodillas mientras los altavoces casi saltaban sobre las estanterías con el martilleo de un bajo. Se acercó al equipo y lo apagó, y el glorioso silencio despertó a la mujer.
–Ah... Hola, señor Zorn. Llega usted pronto. No le esperaba hasta mañana por la noche.
Ethan se pasó una mano pesadamente por la cara.
–He terminado antes de lo previsto. ¿Todo va bien?
–Tan bien como puede ir con Bob en el horizonte.
Así que ella también creía en todas esas tonterías del cometa. Era lo único que encontraba inquietante en Endicott: la histeria del cometa que parecía estar afectando a todo el mundo. En las dos semanas que llevaba allí, habían culpado al cometa absolutamente de todo, desde animales perdidos hasta de la lentitud del servicio de correos. Y cada vez que los ciudadanos hacían alguna estupidez, desde adelantar con el coche en zona prohibida hasta acostarse con la mujer del vecino, le echaban convenientemente la culpa a Bob.
–Bien –dijo Ethan para cortar la conversación sobre el cometa antes de que pudiese ir más lejos. Estaba demasiado cansado para hablar con ella de lo de la puerta principal, así que decidió irse a dormir–. Me voy a mi habitación.
La señora MacNamara asintió. –Yo también. Desde que Bob apareció en el horizonte, me he quedado sin energía.
Claro. Su falta de energía no podía tener nada que ver con el hecho de que estuviera a punto de cumplir ochenta años, ni con el hecho de que recientemente hubiese tenido que hacerse cargo de su nieto de catorce años, que era casi un delincuente. No podían ser ésos los motivos. Tenía que ser el condenado cometa.
–Hasta mañana, señora Mack se despidió. Esperó a que su ama de llaves se hubiese marchado para quitarse la americana del traje y mover los hombros y el cuello para intentar suavizar la tensión que la pistolera le ejercía en la espalda. Su enorme pistola MAC-10
había viajado desmontada en el equipaje que había facturado en el avión, pero en cuanto había recogido su maleta en la cinta del aeropuerto, había entrado en el lavabo más cercano para ensamblarla de nuevo y ponerla en su funda. Se sentía demasiado vulnerable sin ella.
Tras aflojarse la corbata de seda de Valentino, se echó la chaqueta sobre el hombro, recogió su cartera y subió a su habitación. Mientras subía las escaleras, se cambió de mano la cartera y fue desabrochándose los botones de la camisa para sacársela de los pantalones.
Comodidad. Eso era todo lo que deseaba en aquel momento: comodidad y tranquilidad.
Hizo una pausa fuera del dormitorio para quitarse los zapatos Gucci y estaba a punto de entrar y dar la luz cuando oyó un ruido raro y suave al fondo, en la oscuridad: el crujido de los muelles del colchón. Alguien estaba en su habitación, en su propia cama.
Dio un paso hacia atrás y dejó todo lo que traía en el suelo, sin hacer ruido, antes de sacar la pistola y quitarle el seguro. El aire de la noche se volvió sofocante y se secó el sudor que humedecía su labio superior. Entonces encendió la luz.
Cuando la lámpara se iluminó, Ethan ocupó el hueco de la puerta con los pies bien plantados en el suelo, las rodillas algo flexionadas y los brazos extendidos al frente, pistola en mano.
Pero lo que él no se esperaba era encontrarse con una rubia bajita vestida completamente de negro, de pie sobre la cama y una pila de almohadas para poder llegar a un cuadro de Moby Dick que colgaba más arriba del cabecero. La chica se dio la vuelta rápidamente por la sorpresa y perdió el equilibrio, cayendo sentada en el centro del colchón.
Cuando vio a Ethan apuntándole con la pistola, se cubrió la boca con ambas manos como si quisiera ahogar un grito. Tenía los ojos abiertos de par en par pero no emitió ningún sonido. Parecía temblar de pies a cabeza y su pecho subía erráticamente.
Instintivamente Ethan supo que había entrado en su casa no para hacerle daño, sino por alguna otra razón que él no podía ni imaginar. Aunque llevaba sólo dos semanas viviendo en Endicott, no recordaba haber visto antes a aquella mujer, porque de lo contrario, la recordaría, sin duda. Especialmente teniendo unos ojos como aquellos.
Una rubia de ojos castaños. Siempre había sentido algo especial por las rubias de ojos castaños. Qué suerte encontrarse con una en la cama.
Cuando se dio cuenta de lo asustada que estaba de él, reparó en lo que tenía en las manos y sonrió, pero sujetó la pistola aún con más fuerza para asustarla todavía más, de modo que estuviera más dispuesta a contestar a sus preguntas, y se acercó a ella tras cerrar la puerta con el pie, echar la llave y lanzarla al otro extremo de la puerta.
Sin dejar de taparse la boca, la vio mirar primero hacia la chimenea y después a la ventana abierta. Era evidente que estaba sopesando sus posibles vías de escape, pero no iba a dejarla escapar con tanta facilidad. Quizás con ninguna.
Dio unos cuantos pasos más hacia la cama y ella se quitó por fin las manos de la boca, pero aun así no emitió ningún sonido ni se movió de la cama.
Cuando Ethan se acercó a ella, se dio cuenta de que era aún más pequeña de lo que le había parecido en un principio, y se preguntó qué demonios haría entrando en la casa de un hombre de dos veces su talla y su peso. Debía gustarle vivir peligrosamente, así que peligro era exactamente lo que le iba a hacer sentir.
Se mantuvo completamente inmóvil mientras él se acercaba. Primero le llamó la atención el rizo rubio que se escapaba de su gorra de béisbol puesta del revés; después bajó poco a poco, deteniéndose primero en sus ojos, luego en su boca y después en su cuerpo.
–Bueno, bueno, bueno... –dijo, una vez hubo completado el inventario. La mujer retrocedió hasta pegar la espalda al cabecero de la cama, y él sonrió de nuevo, manteniendo el arma apuntándola–. ¿Quién ha estado durmiendo en mi cama? –se preguntó en voz alta–.
Y lo que es peor: ¿por qué está todavía aquí?
«Vaya por Dios», pensó Angie. Esta vez sí que se había metido en un buen lío. Al mirar a los ojos a aquel hombre de mirada letal, que siempre era mejor que mirar a la reluciente pistola que apuntaba contra su pecho, se preguntó qué iba a hacer.
La verdad es que no habría estado de más que hubiese preparado una ruta de escape por si se daba el caso de que Ethan Zorn la descubría, pero es que le había parecido poco probable que eso ocurriera. Por otro lado, si lo intentaba con ahínco, podía convencerse de que Zorn no amenazaba con dispararle. De ser así, no habría cerrado la puerta con llave, porque eso sólo habría servido como impedimento a la hora de deshacerse de su cuerpo.
Además, si hubiera planeado dispararla, ya lo habría hecho, así que cabía la posibilidad de que lo de la pistola fuese un numerito con el que asustar a la gente.
Y en lo que se refería a ella, había funcionado.
–No irás a atarme, ¿verdad?
Había hecho la pregunta sin darse cuenta de lo que estaba diciendo, y cerró los ojos.
«Eres idiota, Angie», se dijo. ¿Por qué demonios le había hecho esa pregunta?
Cuando volvió a abrirlos, se encontró con que Ethan Zorn la estaba mirando con una ceja arqueada.
–¿Es que quieres que lo haga?
En lugar de decir cualquier otra cosa que pudiese hacerla parecer tan idiota como se sentía, Angie apretó los clientes y cerró la boca.
–Supongo que podría encontrar alguna cuerda por la casa –sonrió–. Quiero decir, si eso es importante para ti. Aunque claro –añadió, y su sonrisa se hizo lasciva–, puede que te gustase más si utilizase algunas de mis corbatas. Son de seda, ¿sabes? Supongo que no te dejarían marcas.
Angie siguió mirándolo, incapaz de articular palabra.
–Bueno, puede que en otra ocasión –dijo, como lamentando que su respuesta no hubiese sido entusiasta–. Si no estás aquí para llevarte algunas baratijas, ¿podrías decirme qué estás haciendo en mi habitación?
Angie no encontró, no podía encontrar nada que contestar.
–¿Y bien? –insistió él.
Por fin recuperó la voz. No fue más que un graznido, así, pero por lo menos pudo decir:
–¿Y bien, qué?
Él movió un poco el arma, indicándole sin necesidad de palabras que ella sabía bien a qué se estaba refiriendo.
Angie se encogió de hombros y fingió no comprender, en la esperanza de que alguna intervención divina o médica le ofreciera la oportunidad de escapar. Porque, tal y como le latía el corazón,.estaba a punto de sufrir un ataque, que siempre sería mejor que un disparo.
Ethan Zorn la miró con curiosidad.
–Estoy esperando una explicación, Ricitos de Oro –le dijo, con el acento de buen colegio que tanto intimida en el noreste del país–. ¿Qué estás haciendo en mi casa... y en mi cama, para ser exactos? ¿Es que se te han enfriado las gachas y quieres caldear un poco las cosas?
Por un instante, en lo único que Angie pensó fue en que Ethan Zorn tenía los ojos castaños más profundos y benevolentes que había visto en toda su vida. Como los de la madre de Bambi. Incluso podrían pasar por los del propio Bambi. Pero entonces recordó que era un asesino. Casi seguro que lo era. Y los asesinos no tienen ojos de Bambi.
–Ah, ¿es que ésta es tu casa? –preguntó, fingiendo sorpresa e intentando ganar tiempo.
El no se tragó su confusión.
–Uno de mis empleados la ha alquilado para el tiempo que duren mis negocios aquí, sí.
Ella miró a su alrededor como si viese la habitación por primera vez y se dio una sonora palmada en la frente.
–Dios mío, cómo lo siento. Pensé que ésta era la casa de Bumper Shaugnessy.
Conocerás a Bumper, ¿verdad?
Ethan Zorn siguió estudiándola y no contestó. Angie tampoco dijo nada. Cada minuto que pasase podía acercarla a la portada d,d Examiner.
–Pues no –contestó él al final–. No he tenido el placer de conocer a Bumper.
–Pero si todo el mundo en Endicott le conoce –contestó, fingiendo sorpresa–. Desde aquel incidente con la Reina del Maíz de Indiana, en la feria de Madison. De eso sí que habrás oído hablar, ¿no?
El hombre siguió mirándola fijamente.
–Pues no. Me temo que eso también me lo he perdido.
–Fue una historia increíble –dijo Angie, haciendo un gesto con la mano–. Te va a encantar. Verás, lo que ocurrió fue que Boomer salía con la hermana gemela de Dierdre, Daphne, pero la Reina del Maíz era Dierdre, claro y él no se dio cuenta de que...
–¿Quién eres?
Angie parpadeó varias veces y de nuevo se sintió agujereada por la mirada de Zorn.
–Soy Angie –contestó–. Angie Ellison.
Él estaba confuso.
–¿Por qué estás en mi casa, de noche, vestida de negro, como si pretendieses...
digamos... robar?
Una vez más tuvo la extraña sensación de que el hombre sentado a su lado, el mismo hombre que blandía un arma y que era una amenaza para su familia, tenía un interior de bollo de crema.
–Ya te lo he dicho –contestó, forzando las palabras a salir de la boca que, de pronto, se le había quedado seca–. Creía que ésta era la casa de Bumper Shaugnessy.
–No, no. Lo siento, cariño, pero eso no me lo trago –con un movimiento rápido y hábil, apuntó hacia el techo, cargó el arma, y cuando el sonido metálico se desvaneció, volvió a apuntar a Angie con ella–. Vamos a preguntártelo otra vez: ¿quién eres y qué estás haciendo en mi casa?
–Soy Angie –repitió–. Angie Elli...
–El nombre lo he entendido bien a la primera, preciosa. Lo que pasa es que no lo reconozco–. Supongo que no querrás obligarme a hacer algo que no quiero tener que hacer,
¿verdad?
Angie contuvo la respiración e intentó encontrar algo con lo que poder explicar su presencia allí.
–Es que... yo... ¿me creerías si te dijera que he venido a traerle a tu casera unos productos que me encargó la semana pasada de Junebug Cosmetics?
Ethan contestó que no con la cabeza.
–Pues me temo que no. Prueba con otra cosa.
Angie se mordió el labio.
–Mm... ¿me creerías si te dijera que trabajo para el Bug's Burger Extermination? En Bug's pensamos que el único bicho bueno es el bicho muerto, y que tenemos razones para creer que una rara especie de cucaracha trepadora está infectando tus paredes?
Él volvió a responder que no con la cabeza, muy despacio.
–No.
Angie lo intentó una vez más.
–¿Me creerías si te dijera que... que te admiro desde hace tiempo y que quería conocerte?
Con la última ocurrencia consiguió, por lo menos, arrancarle una sonrisa, pero era decididamente lasciva y Angie se preguntó si la última respuesta había sido muy inteligente.
–Aunque creo que me gusta la idea de ser admirado por alguien –empezó–, hay algo que me dice que ésa tampoco es la razón. Tres intentos, Ricitos de Oro –añadió, apuntando con firmeza–. Y a no ser que quieras intentarlo una vez más y decirme la verdad, ya te puedes ir despidiendo.