Capítulo Tres
Angie se despertó a la mañana siguiente con una extraña sensación de bienestar. La almohada y el colchón le parecían mucho más confortables de lo que nunca le habían parecido, y las sábanas de algodón parecían haberse vuelto de seda. Una brisa sutil, empapada del olor a césped recién cortado y al sol de otoño, movía suavemente las cortinas de la ventana que quedaba sobre el cabecero de su cama y un petirrojo cantaba alegremente muy cerca de allí. El patio del colegio que quedaba al otro lado de la calle estaba lleno de niños que reían, y una suave música de jazz le llegaba desde la ventana de un apartamento vecino.
Qué forma tan deliciosa de despertare, pensó al estirar los brazos por encima de la cabeza. Y qué día tan maravilloso. Brillaba el sol, el aire era cálido, los niños reían, los pájaros cantaban y.... y ella había besado a un gángster la noche anterior.
Darse cuenta de ello fue como una explosión dentro de su cabeza. Se quedó a medio estirar, abrió los ojos de par en par y con una agonizante claridad volvió a ver ante sus ojos todo lo ocurrido, culminando con aquel único y delirante beso.
«Dios mío, ¿qué he hecho?», se preguntó apretando los ojos e intentando inútilmente hundirse en el colchón. ¿De verdad le había dejado besarla? Es más, ¿de verdad le había besado ella también? Y... y ¿había llegado a insinuar que le gustaría que la atase?
Angie gimió y se tapó los ojos con las manos. Lo había echado todo a perder. Además de quedar en el más absoluto ridículo, Ethan Zorn estaba ya avisado y no daría ni un solo paso en falso.
Pretendía confiscar la empresa de su padre para la mafia. Según había sabido, su intención era poner a su padre en dique seco, incluso a toda la familia si era necesario, para poder apoderarse de Ellison Pharmaceuticals con sus sucias manos. Y ella le había besado.
Había besado a un hombre que debía saber más del beso de la muerte que de besos de pasión. Además, no se conocían. ¿Qué pensaría de ella?
«Ethan Zorn es un criminal», se recordó. ¿Por qué preocuparse de lo que un hombre así pudiera pensar de su moralidad?
Pero el problema no era sólo lo que había hecho, sino el hecho de haberlo disfrutado tanto. Angie gimió en voz alta. Tenía que ser el maldito cometa. Todo era culpa de Bob. En circunstancias normales, un hombre como Ethan Zorn no habría despertado jamás su interés, y si lo intentaba con ahínco, podía llegar a creer que era Bob la razón de que hubiese sucumbido ante un criminal la noche anterior. El único problema era que una parte de sí misma seguía empeñada en recordar lo que había sentido entre sus brazos, envuelta como en un capullo. Recordó la fuerza de los brazos que la rodearon, el suave contacto de sus labios, los latidos erráticos de su corazón y el calor que había sentido por todo el cuerpo.
Gimió una tercera vez. ¿Cómo un hombre tan malvado podía haberla hecho sentir tan bien?
–No pienses más en ello, Angie –se dijo en voz alta.
«Sí, claro», se respondió. «Tan fácil como chasquear los dedos. Besa a un tipo con las manos y el capó del coche manchados de sangre y, después, olvídalo. Sí. Eso es. Fácil».
Se levantó de la cama, se duchó y se vistió rápidamente para ir a trabajar. Decidió vestirse de forma más o menos profesional, con unos pantalones beige anchos y una blusa sin mangas color coral. Antes de salir, sacó una americana también beige del armario por si después refrescaba. Nunca se sabía lo que podía ocurrir en el mes de septiembre de Indiana.
Y viviendo junto al río, era imposible predecir el tiempo.
Al pasar por la cocina, sacó un par de galletas integrales de una caja en el armario, y aún llevaba una entre los dientes cuando salió por la puerta principal. Entonces, al volverse hacia los ascensores, fue cuando le vio. Ethan Zorn la estaba esperando.
La galleta que llevaba en la boca se volvió de serrín, y aunque tragó, se le quedó atascada a medio camino del esófago. Volvió a tragar, varias veces, y con cierta dificultad, consiguió por fin hacerla bajar. Después, se guardó lo que le quedaba en el bolsillo del pantalón.
Aunque el instinto le dijo que lo que debía hacer era volver a entrar en su apartamento y atrincherarse en el salón con los cuatro muebles que tenía, se quedó de pie delante de la puerta e intentó no asustarse. Pero Ethan Zorn la miraba desde un poco más allá, su postura indiferente, su mirada indescifrable.
Estaba apoyado contra la pared de al lado del ascensor, las manos guardadas en los bolsillos de su pantalón gris marengo. Llevaba la americana desabrochada sobre una camisa blanquísima y una corbata de seda con dibujos geométricos en azules suaves, granates y verdes. Se había afeitado, y una extraña desilusión se apoderó por un segundo de ella.
Estaba tan adorablemente duro, tan maravillosamente imperfecto con aquella sombra oscureciendo sus rasgos... Recién afeitado resultaba casi demasiado atractivo.
Casi.
Pero en su mirada seguía brillando el rescoldo del pendenciero, del seductor, del criminal. Se estaba riendo de ella. Angie estaba convencida de que era el objeto de un chiste personal del que estaba disfrutando inmensamente, y eso le hizo fruncir el ceño.
«Representante de farmacia... ja!» Mientras hacía la carrera, había trabajado a tiempo parcial como dependienta en una tienda de ropa de caballero, así que conocía el prêt-a-porter masculino mejor que el femenino. Ethan Zorn debía recibir jugosas comisiones si se podía permitir llevar trajes de doscientos dólares y corbatas de la mitad. También había visto el cochecito rojo que llevaba, y no conocía ninguna empresa del planeta que equipara a sus vendedores con Porsches rojos.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó, sin importarle un comino parecer grosera–. ¿Cómo has averiguado dónde vivo?
Él se apartó de la pared y se acercó a ella.
–Utilizando un librito que he encontrado encima de la nevera de mi casa. La guía de teléfonos. No sé si habrás oído hablar de ella.
Muy bien. Se había ganado una respuesta así.
–¿Me estás siguiendo? –le preguntó.
El sonrió.
–Todavía no. Aún no has ido a ninguna parte.
Ella elevó al cielo la mirada.
–¿Has planeado seguirme?
Él se encogió de hombros.
–Depende de adonde vayas.
–Voy a trabajar.
–¿Quieres que te lleve?
–No.
–¿Te parecería bien que cenásemos juntos esta noche?
–No puedo –dijo. Esperaba haber rechazado su invitación con el suficiente aire de desinterés, a pesar de que el corazón le estaba dando saltos en el pecho.
–¿Por qué no?
Ella sonrió.
–Es que ya tengo una cita para cenar.
Ethan se acercó más y la clavó al suelo con la mirada.
–Cancélala.
Su descaro le hizo arquear las cejas.
–¿Cómo dices?
Sacó las manos de los bolsillos y apoyó una en la cadera y otra en la pared junto a la cabeza de Angie antes de acercarse a ella aún más, demasiado como para sentirse cómoda.
–Cancélala –repitió con suavidad.
Su audacia le hizo dar un paso hacia atrás, lo que sólo le sirvió para golpearse la cabeza con la pared. Con tanta fuerza que hizo una mueca de dolor.
–Eres persistente, ¿sabías? –comentó mientas se frotaba la cabeza.
–Eso dice todo el mundo. ¿A qué hora te recojo?
–No voy a ir a cenar contigo. Ni esta noche ni nunca. Yo no como con criminales.
–De acuerdo –dijo–. Cenaremos en mi casa. Casi nadie sabe lo buen cocinero que soy.
¿Qué te parecería a las... siete?
Y esperó en silencio su respuesta, sin hacer nada más que mirar su boca como si tuviese algo pensado para ella. Ojala dejase de mirarla de esa forma, no sólo porque le hiciese sentir toda clase de cosquillas en el estómago, sino porque estaba suscitando imágenes en ella que no debería contemplar, independientemente de quién fuese él.
–¿Por qué has venido? –le preguntó de nuevo. Era increíble que su voz hasta pareciese normal.
Él suspiró profundamente.
–Quería asegurarme de que estabas bien –dijo–. Que habías llegado bien a tu casa anoche –y dudó un instante antes de añadir–: una mujer que vive sola debe extremar las precauciones.
–¿Es una amenaza? –preguntó, mirándolo a los ojos.
–No, Ángel. Es simplemente un hecho.
Su estómago pareció arder en llamas al oír el sobrenombre que había elegido para ella.
–No me llames así –le dijo, pero su voz carecía de convicción.
–¿Por qué no? ¿Porque no eres un ángel?
Tragó saliva de nuevo. La galleta ahora parecía de cemento.
–Siempre soy clara como el cristal –replicó.
Él se echó a reír, y su carcajada fue un sonido profundo y redondo que parecía provenir de un lugar oscuro de su interior.
–Eso sí que me lo creo –dijo, y con la mano que tenía apoyada en la cadera, rozó sus labios–. Y es una pena.
La caricia de sus dedos le fue casi insoportable. Sus ojos se cerraron un instante y como por voluntad propia y después, muy despacio, volvieron a abrirse.
–¿Una pena para ti –le preguntó, casi sin respiración–, o para mí?
La miró fijamente antes de contestar:
–Puede que para ambos.
Angie echó la cabeza hacia atrás para escapar de la sutil seducción de sus dedos... y volvió a golpearse con la puerta.
–Ay –murmuró, frotándose de nuevo con la mano–. ¿Quieres hacer el favor de marcharte y dejarme en paz?
Y una vez más, él sonrió, y su sonrisa caldeó en ella lugares que no tenían por qué estar caldeados.
–Me iré, al menos por ahora –dijo, y retrocedió un paso–. Pero no creo que vaya a ser capaz de dejarte en paz.
Angie hubiera querido ser capaz de contestar algo a eso, pero no se le ocurrió ni una sola respuesta inteligente. Bueno, ni inteligente ni estúpida. Lo único que pudo hacer fue verlo alejarse en silencio.
Y lo único que pudo pensar fue «gracias a Dios que no vas a dejarme en paz. Temía tener que pasar sola por las idioteces que el dichoso cometa me está empujando a hacer».
Rosemary estaba ya sentada en su mesa habitual al fondo del Maple Leaf Café cuando Angie entró aquella tarde. No vio a Kirby, lo cual debía significar que su otra amiga llegaba aún más tarde que ella. Menos mal. Sería más fácil desviar la conversación a algún tema inocuo teniendo sólo a una persona como interlocutor. Con un poco de suerte, para cuando Kirby llegase, el nombre de Ethan Zorn no habría sido mencionado ni una sola vez.
Rosemary la saludó un tanto ausente cuando se sentó, y una camarera apareció inmediatamente para tomar nota de lo que quería tomar. Pidió lo de siempre y automáticamente escogió cinco sobres de azúcar del cuenco que había sobre la mesa para agitarlos en preparación de la vuelta de la camarera. Pero cuando volvió, no le traía lo de siempre.
–Stephanie –la llamó, sujetándola por un brazo y mirando con desconfianza el líquido marrón–. ¿Qué es este... potingue que me has traído?
Stephanie se encogió de hombros.
–Lo de siempre: zumo de melocotón y limonada con un toque de angostura y un chorrito de Jack Daniel's.
Angie contuvo una arcada.
–Eso no es lo de siempre.
Stephanie se dio una palmada en la frente.
–Ay va, tienes razón. Eso es lo que toma Tippy Brody –retiró la copa de la mesa–. De verdad te digo que Bob me tiene la cabeza loca. Llevo una semana que no doy pie con bola.
–Qué me vas a contar a mí –contestó Angie–. Yo, sin ir más lejos, entré anoche en una casa sin permiso.
–Ése es mi Bob –contestó Stephanie, puntuando la observación con la risa y un gesto negligente de la mano–. Es un bromista.
–Muy gracioso, sí.
La camarera suspiró.
–Debo haberle llevado a Tippy tu té helado. Te traeré uno nuevo.
–Gracias.
Una vez Angie tuvo su bebida delante, le añadió el azúcar a su gusto y miró a Rosemary con una sonrisa.
–He oído decir en la redacción que tu viejo compañero de laboratorio, Willis Random, ha vuelto a la ciudad.
Rosemary levantó la cara y sus rizos cortos se movieron al ritmo del gesto.
–Sí, ha vuelto –dijo enfadada–. Ahora es astrofísico con un montón de premios, lo cual no me sorprende en absoluto. Ha venido a estudiar a Bob –y tras un instante, añadió–: y para hacerme la vida imposible.
–¿Qué pinta tiene? ¿Sigue teniendo la cara redonda como una pizza?
La expresión de Rosemary cambió, pero Angie no fue capaz de interpretar lo que salía de sus ojos.
–Ojalá.
Cuando su amiga no elaboró más la respuesta y se lanzó a despedazar un panecillo de la cesta con más vigor del necesario, Angie insistió:
–¿Yeso?
Rosemary le clavó primero la mirada y después el cuchillo en el panecillo para untarle mantequilla. Pero cuando fue a extenderla sobre la blanca superficie, accidentalmente rompió el panecillo por la mitad al clavarle el cuchillo.
–¿Qué? –ladró.
–Pues que me cuentes, Rosemary. ¿Qué pasa con Willis?
Rosemary siguió empalando el panecillo.
–¿Aparte del hecho de que me ha visto en ropa interior, quieres decir?
Angie se quedó boquiabierta.
–¿Que Willis Random te ha visto en ropa interior?
–No quiero hablar de ello.
Angie estaba a punto de insistir cuando Kirby llegó a la mesa con un paso brusco y algo desigual. Los mechones de su pelo liso y rubio le rozaron los hombros al volverse a mirar por encima del hombro con gesto preocupado, casi como si los perros del infierno vinieran dándole caza. Ella también parecía fuera de su estado normal y Angie no supo bien cómo interpretarlo.
–Hola, Kirb –la saludó–, ¿qué hay de nuevo?
Kirby se dejó caer sobre la silla, abrió el menú y su mirada lo recorrió de principio a fin antes de volver a dejarlo sobre la mesa.
–Nada –dijo con frialdad–. Siento llegar tarde.
Angie miró a Rosemary con curiosidad, pero su otra amiga se encogió de hombros para indicar que tampoco comprendía el comportamiento de Kirby.
Tras un momento de extraño silencio, fue Rosemary quien habló:
–Ahora que las dos estáis aquí, tengo un chismorreo que contaros. ¿Queréis oírlo?
Angie y Kirby asintieron, y la expresión de Rosemary se llenó de picardía.
–Ser agente de viajes por fin me ha reportado algo interesante. ¿Sabéis quién ha reservado habitaciones en la ciudad? ¿A que no sabéis quién va a venir al festival del cometa? Nunca os lo podríais imaginar.
–¿Quién? –preguntó Angie.
–¿A que no lo adivinas?
–Dame una pista.
–Es una celebridad internacional. Un playboy con una malííísima reputación. Es rico, famoso, guapo, excéntrico y astrónomo aficionado. Nunca os lo podríais imaginar. Ni en un millón de...
–James Nash.
Rosemary miró a Kirby boquiabierta y a Angie, confusa.
–¿Y cómo sabes que James está aquí? –preguntó Rosemary.
–Está aquí –fue todo lo que Kirby contestó.
–¿Le has visto? –preguntó Angie–. ¿Has visto a james Nash en carne y hueso?
Para algunos, habría sido como volver a ver a Elvis.
–No sólo le he visto, sino que me lo han presentado –afirmó Kirby, mirando el menú en lugar de a sus amigas.
–¿Qué te lo han presentado? Repitieron las dos al unísono.
Kirby asintió.
–¿Y? –insistió Angie.
–¿Y qué?
Angie suspiró impaciente.
–¡Pues que nos cuentes los detalles más jugosos, mujer!
Kirby la miró frunciendo el ceño.
–Me ha visto desnuda, ¿vale? ¿Es eso bastante jugoso para ti?
Las dos mujeres la miraron boquiabiertas.
–¿Que James Nash te ha visto desnuda? Pero Kirby, ningún hombre de Endicott te ha visto desnuda –y tras un momento, añadió–: Es decir, que no es que no hayas intentado...
–Pues James Nash sí, ¿vale?
–¿Y cómo demonios ha ocurrido eso? –preguntó Angie.
Kirby volvió su atención al menú.
–No quiero hablar del tema.
Angie hizo una mueca.
–¿Pero qué os pasa hoy a las dos? Yo os he contado lo de Ethan Zorn y lo de sus conexiones con la mafia, así que ahora quiero que me contéis lo de vuestros chicos. Creo que tengo derecho.
Kirby miró a Rosemary, que de pronto estaba muy interesada por su propio menú.
–¿Que Rosemary tiene un chico? ¿Quién?
–Willis Random ha vuelto a la ciudad –dijo Angie con una sonrisa significativa.
–¿De verdad? ¿Y sigue teniendo esa cara de pizza?
–No lo sé –contestó Angie–. Pregúntaselo a Rosemary.
Kirby se volvió a su otra amiga.
–¿Sigue teniendo cara de pizza?
–No quiero hablar de ello –dijo Rosemary, y decidió invertir la situación–. ¿Cómo es James Nash?
Kirby adoptó una postura desafiante.
–No quiero hablar de eso.
Las dos mujeres clavaron la mirada en sus respectivos menús, y Angie las miró a ambas.
–Pero...
–No quiero hablar de ello –dijeron las dos al unísono.
Entonces Rosemary la miró a ella.
–¿Y tú?
Angie se quedó inmóvil.
–¿Qué pasa conmigo? –preguntó, fingiendo no entender.
–¿Qué tal fue tu visita nocturna a la casa de Ethan Zorn?
Entonces fue el turno de Angie de levantar el menú y estudiarlo concienzudamente.
–No quiero hablar de ello.
–Pero Angie...
Ella siguió con la mirada clavada en el menú.
–¿Cuál es el plato especial de hoy?
Ethan Zorn volvió a su casa aquella noche con la imagen de Angie el Ángel aún bailándole ante los ojos, pero desgraciadamente la imagen se esfumó al ver los recados que tenía sobre la mesa.
La escritura de la señora Mack no era la mejor del mundo, pero sólo había dos personas que pudieran llamarle a aquel número. Y tal y como le habían estado saliendo últimamente las cosas, podía adivinar de quién eran aquellas notas, aun sin haber descifrado la P con que ambos nombres comenzaban.
Maldita sea. Había albergado la esperanza de que los jefazos no se enterasen del episodio de Angie hasta más adelante, pero no debería haber sido tan ingenuo, porque siempre se enteraban de todo.
Descolgó el auricular del teléfono y marcó una larga lista de números; después se aflojó el nudo de la corbata mientras esperaba respuesta al otro lado de la línea. Y mientras el
.timbre le resonaba en el oído, sus pensamientos empezaron a vagar de nuevo hacia la nube de su ángel.
–Aquí Palmieri –dijo una voz al otro lado del hilo, que por cierto le pilló un poco desprevenido.
–Soy Zorn –contestó, esperando que su voz no transmitiese el desdén que sentía por Denny Palmieri.
–Desházte de esa Ellison –le dijo sin preámbulos–. No sé cómo se ha enterado de nuestra operación, y francamente, no me importa. Limítate a deshacerte de ella. Haz lo que tengas que hacer, pero la quiero fuera.
Ethan cabeceó lentamente. ¿Cómo demonios podían enterarse tan rápidamente de todo?
O tenían la casa controlada, algo que él se ocupaba de revisar diariamente, o habían colocado a alguien con una furgoneta cerca. Le estaba costando un esfuerzo titánico estar siempre un paso por delante de ellos.
–Es inofensiva –le dijo, confiando en estarle diciendo la verdad. Parecía inofensiva sí, pero también le daba la sensación de ser tan tenaz como un toro cuando se trataba de conseguir algo que se había propuesto.
–Está al corriente de lo nuestro. Obviamente hemos subestimado a los locales. No podemos permitirnos que ande metiendo las narices. Lo echará todo a perder.
–No sabe nada –le aseguró–. Lo que le pasa es que ha visto El Padrino demasiadas veces y que tiene una imaginación demasiado activa. Añádele a eso que vive en un lugar como éste, donde nunca pasa nada, y todo eso da como resultado una mujer con la imaginación desbocada. Punto. No supone ninguna amenaza para nosotros.
–¿Cómo puedes estar tan seguro?
–Porque la conozco.
–¿Y?
Ethan se sonrió.
–Es demasiado inocente, Denny. No hay de qué preocuparse.
–Tengo un mal presentimiento con ella.
Ethan también tenía un presentimiento, y tampoco era nada bueno.
–No te preocupes. Puedo manejar sin problemas a Ángel Ellison.
–Creía que se llamaba Angie.
–Sí, Angie –se corrigió, maldiciéndose por el patinazo.
–¿Estás seguro?
–Estoy seguro.
–No me gusta esto, Ethan. Ni un pelo.
–¿Quieres dejar de preocuparte? Yo me ocupo.
–Esta es la primera vez que te hemos dado carta blanca para que actúes como quieras –le recordó–. Aún no has demostrado que puedas arreglártelas solo, así que no la cagues.
–¿Alguna vez os he defraudado?
Palmieri suspiró.
–No.
–Y no voy a empezar ahora –le aseguró–. Angie Ellison es una aficionada, una novata.
No tiene peso específico alguno. No es nada –tragó saliva tras la mentira y esperó no estarse jugando un farol demasiado arriesgado–. Olvídate de ella.
Su seguridad fue recibida por un largo silencio.
–Sigo pensando que lo más fácil sería deshacerse de ella.
Ethan se mordió un labio para mantener la calma.
–Esta ciudad es un lugar muy tranquilo y pacífico, Denny, y a Angie la conoce y la quiere todo el mundo. Si desaparece, despertaremos mucha más atención de la que nos podemos permitir. Yo me ocuparé –repitió con más énfasis.
Hubo una última duda.
–Será mejor que así sea, Zorn, o seré yo quien se ocupe personalmente de los dos.
Palabrería. Lo único que Palmieri hacía era hablar. El trabajo sucio lo dejaba para sus subordinados. Subordinados como él.
–Mañana voy a ver a su padre –le dijo a su jefe–. Tendré más que decirte después de la reunión.
–Sí, será mejor. Quiero un informe completo. Y Ethan –añadió en voz baja y amenazadora.
–¿Sí?
–No pierdas de vista a la chica.
Fue incapaz de contener la sonrisa al considerar lo mucho que iba a disfrutar con aquel encargo en particular.
–No te preocupes, que es lo que pienso hacer.