Capítulo Cuatro

–Pero papá, es un criminal.

Louis Ellison miró a su hija por encima de la montura de sus gafas de lectura y dejó la edición del viernes del Endicott Examiner sobre las rodillas. Angie había visto aquella expresión antes, en muchas otras ocasiones a lo largo de su vida, y le hizo moverse incómoda en su asiento.

Su padre la había mirado así cada vez que había entrado como una tromba en casa diciendo que había encontrado huesos de dinosaurio en la granja del señor Klondike, o que había visto a la anciana señora Slovak hirviendo un ojo de tritón y cuerno de alce en el jardín de su casa, o que estaba segura de que el padre de Freddy Barry era un fugitivo de la justicia que había asesinado a su mujer, a sus hijos y a su cocker en Ocala.

Naturalmente su padre nunca la había creído, ni entonces ni ahora.

–Papá –insistió–. Sé que lo es. Su padre frunció el ceño y bajó un poco más la cabeza de modo que su mirada–se hizo aún más penetrante.

–Angela Delilah Ellison, no estoy dispuesto a consentir que hables así de un hombre tan correcto como el señor Zorn.

–Un hombre correcto? –Repitió con incredulidad–. Ethan Zorn es un gusano, un saco de basura que trabaja para la mafia.

Angie estaba segura de lo que decía porque había vuelto a llamar a Maury a Filadelfia, y él le había confirmado que la información sobre Ethan Zorn era correcta.

Su padre suspiró, estiró con vehemencia el periódico y siguió leyendo la sección de deportes.

–Es un ejecutivo de ventas que trabaja para Cokely Chemical Corporation –dijo su padre desde detrás de las columnas en blanco y negro–. Y después de la reunión que he mantenido con él esta tarde, estoy casi decidido a trabajar con ellos. El señor Zorn me ha ofrecido unos términos muy competitivos y unos incentivos sustanciosos.

–Ya, claro. Muy bien. Pues nada, empieza a trabajar con él, y ya verás. Luego no te lamentes si te despiertas una buena mañana y te encuentras con la cabeza de un caballo donde siempre estaba mamá.

–¿De qué estabas hablando, cariño?

Su madre entró en aquel preciso instante en el salón. Las manos de Millie Evans estaban cubiertas con unos guantes de cocina ligeramente chamuscados, tenía el rostro sonrosado del calor del horno de la cocina, su pelo de sal y pimienta se había ondulado ligeramente y su delantal de volantes estaba indeleble y deliciosamente salpicado con manchas de mantequilla, salsas y sopas.

Normalmente Angie disfrutaba mucho de cenar con sus padres los viernes por la noche y de volver al lugar en el que había crecido, de la casa de estilo colonial en Orchid Street.

Además le encantaba disfrutar de lo que su madre les preparaba porque ella era una cocinera horrible. Pero no aquella noche. No con su padre cerrando filas con ese... ese...

asesino mañoso de Ethan Zorn.

–Decía que –explicó de nuevo para beneficio de su madre–, si papá se empeña en hacer negocios con la mafia, se va a encontrar sepultado hasta las cejas en cabezas de caballos.

Su madre la miró sin comprender.

–¿Y por qué iba tu padre a hacer negocios con la mafia? Louis, querido –le dijo–, ¿estás haciendo negocios con la mafia sin decírmelo?

Su padre hizo sonar de nuevo el periódico y masculló algo entre dientes.

–Por supuesto que no, Millie. Es la dichosa imaginación de tu hija –Louis miró a Angie frunciendo el ceño–. Una vez más. –Pero...

–Ethan Zom es un buen hombre –le interrumpió su padre–, y está aquí para hacer negocios legítimos. Es tan agradable que hasta había pensado que podrías querer conocerlo.

De hecho, le he invitado a... El melodioso ding dong del timbre de la puerta resonó por el salón y Louis Ellison se levantó con presteza del sillón para abrir. Angie le vio marcharse con un peso enorme en el estómago. No, pensó. No podía ser. Su padre no haría algo así.

No era posible. No podía. Sí podía.

Oyó la voz de barítono de Ethan Zorn a su espalda y se echó hacia delante, vencida. Iba a tener que compartir con él el famoso estofado Yankee de su madre; iba a verlo sentado a la misma mesa de sus padres, ocupando el puesto de honor a la derecha de su padre.

¿Podría alguna vez ocurrirle algo peor?

–Sí. Además, su hija y yo ya nos hemos conocido –le oyó decir–, y de una forma bastante curiosa. Yo volvía de un viaje de negocios y me la encontré en mi...

Angie se dio la vuelta tan rápidamente que le hizo callar. Sonreía de oreja a oreja, y maldición, estaba más atractivo que nunca, vestido informalmente con unos pantalones caqui y una camisa de franela a rayas sobre una camiseta azul marino, remangada casi hasta el codo.

Angie lo miró a los ojos y se encontró deseando haberse vestido con algo más favorecedor que aquellos viejos vaqueros y un jersey fino de algodón blanco. El pelo también lo llevaba hecho un desastre, medio dentro medio fuera de la coleta que no se había molestado en rehacer desde la media tarde.

«Es un mañoso», se recordó, cruzándose de brazos. «¿Qué puede importarle lo que piense de tu aspecto?»

Y contestó a su sonrisa con una que esperó transmitiese su desprecio.

–¿Y dónde la encontró? –preguntó su padre, sorprendido.

–En mi... guía de teléfonos –contestó Ethan–. La cámara de comercio local me la facilitó tras haber señalando a las personas más prominentes de la ciudad.

Eso sorprendió a Angie lo bastante como para distraerla por un momento.

–¿Que estoy en una guía de personas prominentes de la ciudad? ¿De verdad? No tenía ni idea –admitió, y su sonrisa se caldeó un poco–. Qué amables.

Louis Ellison les miró a ambos y Angie se dio cuenta de que a su padre le interesaba bastante el intercambio.

–Pues sí. Figuras en ella –le confirmó Ehtan–. En el epígrafe de prensa local Angie arqueó las cejas, y entonces reparó en que Ethan traía un enorme ramo de crisantemos multicolores, y a pesar de sí misma, se ruborizó. Era un hombre despreciable, sin duda, pero había sido un detalle encantador por su parte traerle flores. Y en aquella mezcla de oro y naranja que eran sus colores favoritos. ¿Cómo lo habría sabido? Sonrió tímidamente y extendió la mano justo cuando él se volvía hacia su madre.

–Señora Ellison –le dijo, ofreciéndole el ramo a su madre–, es un pequeño detalle para darle las gracias por su generosidad al invitarme a cenar. Para un hombre que se pasa tanto tiempo fuera de casa como yo, es muy poco corriente poder disfrutar de una comida casera.

Rápidamente Angie bajó la mano, pero no antes de que Ethan se diera cuenta.

Entonces fue su madre quien enrojeció.

–Qué joven tan encantador –exclamó Miüie, quitándose mío de los guantes del horno para aceptar el ramo, y la sonrisa que le dedicó le hizo parecer veinte años más joven.

Entonces se volvió hacia su hija con una mirada que lo decía todo–. Qué detalle. Es tan poco corriente encontrar unos modales así en los jóvenes de hoy en día.

Angie se abstuvo de hacer ningún comentario y se retiró a la otra esquina de la habitación. Oyó a su padre invitar a Ethan a sentarse, y rápidamente ocupó el sillón de orejas que había frente a la chimenea para no verse obligada a compartir el sofá con su némesis.

Los dos hombres estuvieron charlando animadamente del negocio, y Angie tuvo que admitir oyendo hablar a Ethan que hablaba como si fuese quien decía ser. Su conocimiento de las ventas en general y de la industria química en particular, junto con el diálogo que estaba manteniendo con su padre parecían ser auténticos y muy naturales.

Pero claro, eso podía no significar nada. Toda clase de gente podía entrar en el ámbito criminal.

–Bueno, señor Zorn –dijo durante un receso de la conversación–, tengo entendido que es usted de Filadelfia.

Él asintió.

–He nacido y he crecido allí.

Ella asintió también.

–Tengo entendido que hay una gran actividad mañosa en la ciudad del amor fraterno.

–Angela... –le advirtió su padre.

Pero Ethan se echó a reír con toda naturalidad.

–Hay mucho más en mi tierra natal aparte de la mafia, señorita Ellison. Filadelfia tiene sus problemas, como toda gran ciudad, pero creo que descubriría que hay muchas más cosas en ella –dudó un instante y añadió–: quizás le gustaría venir a visitarla. Es un lugar muy excitante, y a mí me encantaría servirle de guía.

–Estoy convencida de ello –replicó.

Y lo que más le gustaría enseñarle sería el río Delaware, cabeza abajo y con una piedra atada a los pies.

Él fue a contestar, pero en ese momento la madre de Angie les llamó desde el comedor.

–La cena está lista.

El trío se levantó y entraron en el comedor. Angie, que se negaba a permitir que un hombre como aquél ocupase la posición de privilegio reservada a los huéspedes en la mesa, intentó ocupar esa posición, pero allí fue exactamente donde su padre condujo a Ethan.

Louis y ella intentaron abrirse camino con el codo durante treinta segundos, pero al final Angie tuvo que rendirse ante la mayor fuerza y el estatus de cabeza de familia de su padre.

A regañadientes ocupó la silla que quedaba enfrente de Ehtan. No quería perderle de vista. Al fin y al cabo, su madre había preparado la mesa con la cubertería de plata.

Sorprendentemente, excepto por un pequeño accidente que estuvo a punto de ocurrir cuando Angie le pasaba a Ethan la guarnición, que a punto estuvo de caerle en los pantalones, accidentalmente por su puesto, la cena transcurrió sin incidentes. Fue después de la cena cuando las cosas cambiaron, empezando por la sugerencia de su madre de que Ethan y ella tomasen el café solos en la terraza. A la luz de la luna.

–Hace una noche deliciosa –comentó Millie–. El cielo está cuajado de estrellas. Quizás si miráis con atención, podríais descubrir a Bob y ganar el premio por ser los primeros en verlo sin ayuda de telescopio.

Tengo entendido que este año el premio es un fin de semana en el lago Modoc –añadió a modo de incentivo.

–Es demasiado pronto para ver al cometa sin telescopio –dijo Angie–. Aún tienen que pasar unos cuantos días para eso.

Millie clavó la mirada en su hija. –De todas formas, ¿por qué no salís a echar un vistazo?

«Genial», se dijo Angie. Ahora su madre estaba intentando prepararle una cita con el elemento criminal.

Pero en lugar de discutir, ya que sabía que sería inútil con u madre, Angie sirvió el café en dos delicadas tazas de porcelana y le entregó una a Ethan. Intentó no pensar en lo incongruente que resultaba un hombre tan grande tomando café de una frágil tacita con rosas pintadas a mano. Las mismas manos que seguramente habrían dejado un cuerpo sin vida podían sostener la taza con tanta delicadeza como la mismísima reina de Inglaterra.

Entonces, sin hacerle indicación alguna pero segura de que la seguiría de todas formas, ya que no dejaría pasar la oportunidad de prolongar su agonía con su presencia, Angie salió por la puerta de atrás al aire fresco de la noche.

Y no pudo evitar un estremecimiento. –¿Tienes frío? –le preguntó él, pasando una mano por su cintura para acercarla a su costado.

Angie sujetó con cuidado su taza y se separó de él. –Estoy bien –mintió desde el otro extremo del patio, mientras acariciaba con nerviosismo una tardía zinnia roja, pero desgraciadamente su cuerpo la traicionó con otro escalofrío involuntario. Rápidamente apuró su café, pero cuando el líquido caliente no consiguió que dejase de temblar, comprendió que se trataba de la proximidad de Ethan y no del frío de la noche.

–No estás bien –dijo él–. Te estás helando. Ten.

Dejó la taza sobre la barandilla de piedra, se sacó la camisa de los pantalones y empezó a desabrocharla. Angie observó sus movimientos fascinada, incapaz de decir ni una palabra porque la voz se le había atascado en algún punto de la garganta.

Estaba desnudándose. Por ella. Ese era su único pensamiento al ver cómo iba desabrochando uno a uno sus botones. Y lo único que pudo hacer fue quedarse allí y desear que las circunstancias fuesen diferentes, que en lugar de estar en el porche de la casa de sus padres, estuviesen de nuevo en el dormitorio de Ethan, con Bob interfiriendo en sus quehaceres.

Por fin terminó de desabrocharse la camisa y se la colocó sobre los hombros antes de que pudiese echar a correr. Inmediatamente Angie se sintió rodeada por su calor y'su olor, algo que le recordaba vagamente a un lento amanecer del desierto. Y sin pretenderlo, se encontró arrebujándose en el suave tejido de la camisa e inspirando profundamente.

–Gracias –le dijo–. Pero ahora vas a ser tú quien tenga frío.

El arqueó las cejas mientras se bajaba las mangas largas de su camiseta.

–Vaya, vaya, señorita Ellison. No me vaya a decir ahora que de pronto se interesa por mi bienestar.

Angie se llevó la taza a los labios para apurar el poco café que le quedaba.

–Digamos sólo que no quiero que te mueras de frío en la terraza de mis padres. No me gustaría ser objeto de una de las venganzas de la mafia.

Él se echó a reír y se sentó en la barandilla de piedra antes de recuperar de nuevo la taza.

Después, la miró fijamente por encima del borde mientras tomaba un sorbo de café, y no dijo una palabra hasta que Angie ya no pudo soportar el silencio.

–¿Qué estás mirando? –le preguntó con impaciencia.

–A una mujer con una imaginación desbordante –replicó al punto.

Ella suspiró, exasperada.

–Eso me han dicho.

–No te desilusiones. Una imaginación desbordante no es algo tan malo.

–Ya. Para ti es fácil decirlo. Seguramente nunca has tenido que preocuparte por inventar escenarios delirantes cuando eras pequeño para poder mantener el interés por la vida. Tú has crecido en Filadelfia, y seguramente ocurrían cosas excitantes constantemente en tu barrio.

Él se quedó callado un instante y después preguntó:

–¿Alguna vez has salido de Endicott?

Ella frunció el ceño.

–Por supuesto. Fui a la universidad en Bloomington.

Ethan ni siquiera se molestó en disimular la gracia que le había hecho su respuesta.

–Ah, ya. Así que has estado un poco por todas partes.

–Es un lugar muy agradable –replicó.

–No lo dudo.

–Y he estado en Cincinnati un par de veces también. Y en Indianápolis y con un poco menos de vehemencia, añadió–: y he estado en París, en Versalles, Glasgow, Londres, Varsovia... y en Atenas y Esparta también. ¿

Eso le sorprendió.

–¿Has recorrido Europa?

Ella bajó la mirada.

–Mm... no. No exactamente. Era... mm... París, Kentucky. Y... y Versalles, Kentucky –

aclaró, pronunciando Versalles con un acento mucho menos francés–. Glasgow y Londres, Kentucky. Y Varsovia, Kentucky. Y... –carraspeó delicadamente– ...y Atenas y Esparta...

Kentucky –lo miró con una disculpa en los ojos–. Tenía que escribir un artículo para el periódico. Europa queda al Sur.

El volvió a reír.

–Así que de verdad has estado un poco por todas partes.

–Puede que no haya estado en tantos lugares como tú, pero no soy tan inocente como pareces creer. La experiencia de la vida no sólo se adquiere viajando.

–Tienes toda la razón –contestó, sorprendiéndola–. Viajar es algo genial, Ángel, no me malinterpretes. Pero me gusta el hecho de que hayas vivido una vida tan protegida. Te hace más...

No estaba segura de querer saber la palabra que buscaba, sobre todo teniendo en cuenta el tono desigual que había adquirido su voz, pero de todas formas se lo preguntó:

–¿Más qué?

Él elevó la mirada hacia el cielo de la noche y después la clavó en el café.

–Más... pura –dijo en voz baja–. Eso es todo.

–Sí, justo lo que yo siempre he querido ser –murmuró ella–. Pura. Y yo que creía que ésa era la etiqueta que todo el mundo le ha puesto a Kirby. No es que ella no haya intentado...

–¿Quién es Kirby?

–Una amiga.

Ethan miró a Angie el Ángel y a pesar de la oscuridad vio que estaba empezando a perder la hostilidad y que se dulcificaba su actitud hacia él. Era curioso cómo la noche podía afectar a las personas. Era curioso cómo lo oscurecía y lo igualaba todo de modo que fuera lo que fuese lo que envolviera, o a quien envolviera, lo hacía parecer de la misma clase. Uno podía ocultar su verdadera personalidad en la oscuridad, aunque fuese sólo por un tiempo limitado. Y de pronto Ethan deseó hacer precisamente eso. De pronto deseó ser otra persona.

Aunque fuese sólo por un tiempo limitado. –¿Por qué estás siendo tan agradable conmigo de repente? –le preguntó sin pensar–. ¿Por qué has dejado de lanzarme dentelladas?

Ella miró al cielo, examinándolo de un confín al otro, como si estuviese buscando algo.

Después, se volvió a él y contestó:

–Yo podría hacerte también la misma pregunta: ¿por qué estás siendo tan agradable con mi familia y conmigo?

Él se encogió de hombros.

–Eso es fácil de contestar. Me gustas, Ángel. Y me gusta tu familia también.

–Pero pretendes arrebatarles su forma de vida. Él sonrió de medio lado.

–¿Ah, sí?

–Sí –replicó, aunque con cada minuto que pasaba iba perdiendo su convicción a ese respecto–. Y no sólo eso –continuó–: yo sé quién eres en realidad y puedo dejarte al descubierto en cualquier momento. Volvió a sonreír.

–¿De verdad?

Ella asintió pero sin aplomo. Ethan se preguntó hasta dónde debería llegar con aquel juego improvisado, y al final, preguntó:

–¿Y estás pensando... dejarme al descubierto, como tu dices? ¿Quién soy, Angie? De verdad, quiero decir. ¿Estás segura?

–Sé quién eres. Como ya te he dicho, tengo mis... Fuentes. Ya lo has dicho, sí. Ella lo miró con mucha menos dulzura que antes, pero no dijo nada.

–Pero ¿tienes alguna prueba? –continuó–. ¿Algo, además de tus sospechas y de tus supuestas fuentes, que pueda respaldar lo que dices de mí? –cuando ella se volvió de nuevo a mirar la noche, él asintió–. No. Me lo imaginaba.

–Es sólo cuestión de tiempo –le aseguró, y volvió a mirarlo–. Me sorprende que hables tan desenfadadamente de todo esto. Es como si estuvieses admitiendo que tienes una doble identidad.

–¿Ah, sí? No es lo que pretendía.

–Entonces, ¿estás admitiendo que no eres quien dices ser?

–No lo sé. ¿Lo estoy?

–Tú me dirás.

Ethan la miró con curiosidad.

–¿Y si no soy quien digo ser... pero tampoco soy quien tu piensas? ¿Cambiaría eso tus sentimientos hacia mí?

Ella emitió un sonido de disgusto.

–Yo no siento nada por ti.

–No puedo creerte, Ángel. Ninguna mujer le responde a un hombre como tú me has respondido a mí a menos qué sienta algo por él. Esos sentimientos pueden no ser buenos, pero sé que sientes algo por mí.

–Ni lo sueñes.

–Pues ya lo he soñado –le respondió con voz cálida–. Créeme. Pero mis fantasías no son el tema de esta conversación. Ya tendremos todo el tiempo del mundo más adelante para hablar de ello –Angie fue a decir algo, así que él se apresuró a continuar–. De lo que estamos hablando ahora es de tus verdaderos sentimientos hacia mí.

–Yo creía que estábamos hablando de tu verdadera identidad.

–¿Ah, sí? De acuerdo. Entonces, hablemos de mi verdadera identidad.

Elle lo miró con desconfianza.

–¿Que es...?

Él volvió a sonreír.

–Tú eres quien lo ha sospechado. Tú me dirás.

–No. eres quien debe decirlo.

–¿Decirte qué?

–¿Por qué estás jugando conmigo?

–¿Crees que estoy jugando?

–¿Por qué contestas a todas mis preguntas con otra pregunta?

–¿Es eso lo que he estado haciendo?

–¿Acaso no es verdad?

Él se encogió de hombros pero no dijo nada, sino que siguió sonriendo como queriendo decir «yo sé algo que tú no sabes». Y era verdad: sabía algo que ella ignoraba. Y esperaba estar cerca cuando lo averiguase.

Angie el Ángel se volvió una vez más a mirar al cielo.

–Gracias, Bob –dijo con disgusto–. Muchas gracias por nada.

Ethan siguió su mirada hacia el velo negro y aterciopelado de la noche, y la curiosidad se apoderó de él.

–¿Consigues que los cometas te hagan favores, Ángel?

Ella se echó a reír.

–Ojalá. Maldito cometa... ¿a quién se le ocurre hacer los sueños realidad? ¿Quién se habrá creído que es: Ethan esperó que siguiese explicándole, pero como no fue así, siguió con la conversación.

–Ahora que hemos aclarado lo de mi verdadera identidad...

–Nada de eso. No hemos aclarado nada.

–Podemos seguir con él otro tema –concluyó como si ella no hubiera hablado.

–¿Qué otro tema?

–El de tus verdaderos sentimientos hacia mí, los cuales son bastante intensos, como ambos sabemos.

Angie le dio la espalda y caminó hasta un extremo más oscuro del patio. Él la vio dejar la taza sobre la barandilla, cruzarse más la camisa y después los brazos. Aunque su postura era de todo menos alentadora, se acercó a ella tanto como pudo.

–Estás loco –le dijo ella con suavidad–. Yo no siento nada por ti, y mucho menos bueno.

Él se sonrió.

–Sí, ya.

Ella no dijo nada y Ethan deseó poder adivinarle el pensamiento. A pesar de lo que acababa de decirle, presentía algo, algo que no podía definir pero que le empujaba a acercarse, a tocarla, a abrazarla, a besarla como había hecho aquella primera noche en su habitación.

Ethan siempre había vivido de forma peligrosa, desde que era un crío, y siempre actuaba por instinto. Y aquella noche no iba a ser diferente, así que hizo exactamente lo que el instinto le decía que hiciera. Dio un paso hacia Angie y con un dedo trazó la línea elegante de su mandíbula. Entonces ella lo miró, y Ethan vio algo en sus ojos que le hacía parecer perdida de algún modo, y de pronto deseó ayudarla a encontrar el camino hacia dondequiera que fuese, así que rodeó su cintura con un brazo y la besó en los labios.

Lo que ocurrió después fue algo que nunca llegaría a explicarse. Algo dentro de él se desató despacio, como si la cuerda de una guitarra se hubiese soltado tras años de tensión.

Tras años de correr persiguiendo algo que no habría podido definir, o quizás huyendo de algo, tuvo la sensación de estar por fin donde debía estar. En el lugar al que pertenecía. En el lugar en que necesitaba quedarse para siempre.

Así que volvió a besarla, primero apenas un roce; después, profundamente. Y bebió de ella su dulzura, su ternura, su sensibilidad, y encontró en ella el alimento que necesitaba para sobrevivir un día más.

Angie sintió el beso de Ethan de arriba abajo, desde la cabeza a la punta de los pies, y sólo pudo maravillarse de que algo que evidentemente estaba mal, pudiera hacerla sentir tan maravillosamente bien. Olvidó por un instante que Ethan Zorn era un hombre peligroso.

Olvidó por un momento que debía huir de él, y no lanzarse deseosa a sus brazos. Olvidó por unos segundos que lo que estaba haciendo era una locura y no sólo se dejó llevar, sino que le respondió a él, a la noche, a la oscuridad y al cometa. Porque estaba segura de que lo que estaba ocurriéndole era todo culpa de Bob. Sí, una excusa estupenda. Pero también era un hecho documentado que la proximidad de Bob influenciaba enormemente a los habitantes de Endicott, y en aquella ocasión, ella lo estaba experimentando en sus propias carnes.

Y menudo hecho estaba siendo aquél para documentar. Estaba siendo un beso abrasador, salvaje y maravilloso. La exquisita perfección de su experiencia la tenían un poco sobrecogida, y sólo la necesidad de respirar la obligó a separarse de él, pero sólo un instante porque volvieron a besarse un segundo después.

Aquella vez, Ethan la apretó contra su cuerpo, hasta que ella sintió su excitación contra el vientre. Las piernas le temblaron al darse cuenta de que estaba tan excitado y tan rápidamente, y el corazón le latió como un loco cuando él deslizó la mano hasta alcanzar la curva de su pecho. Pero en lugar de separarse, como su lado racional le ordenaba que hiciera, Angie se apretó aún más contra él y cubrió la mano de Ethan con la suya.

Un grito ahogado se escapó de sus labios cuando acarició su pezón con la fuerza de una tormenta tropical, y tuvo que aferrarse a él, a su pelo, a su espalda, para que la pasión no la arrastrase.

Parecía rodearla por completo. Lo único que podía sentir, oler y saborear era Ethan. Su respiración era entrecortada y errática, y el calor de su cuerpo casi abrasador. Se moviera como se moviese, él estaba allí, acariciándola, consumiéndola, saboreándola. Sentía las manos en sus pechos, en el pelo, apretando posesivamente sus nalgas, abrazándola con más fuerza todavía hasta que sintió que sus cuerpos podían quedar pegados para siempre.

Ella exploró todo lo que estaba al alcance de sus manos: cada plano sólido de sus músculos, cada curva, cada enfebrecida parte de su cuerpo. Y a medida que lo acariciaba, dejó de considerarle un hombre al que hubiese que temer y evitar, y ella dejó de ser una mujer asustada e insegura. Él no era más que un hombre y ella sólo una mujer, pero juntos eran capaces de generar magia.

Sólo cuando llegó a la hebilla de metal de su cinturón, recordó que estaba en el jardín de sus padres, y que la última vez que la pillaron besándose allí con un chico, la habían castigado un mes sin salir. Pero estaría dispuesta a que la castigasen durante toda la eternidad si con ello podía saborear un poco más a Ethan Zorn.

Pero fue él quien puso final al beso. Se separó de ella violentamente, jadeante, aferrándola por los hombros e intentando mantenerla alejada. Angie estaba demasiado aturdida, demasiado delirante como para reaccionar, así que lo único que hizo fue preguntarse por qué de pronto tenía tanto frío cuando un segundo antes tenía tanto calor.

Ethan la miraba mientras su respiración salía como una niebla plateada, y sus ojos castaños parecían casi animales.

–¿Y si fuese de verdad quien tú crees que soy? –le preguntó con la voz teñida de angustia.

–¿Qué?

En lo único que podía pensar era en el calor que emanaba su cuerpo.

–Y si estoy en Endicott para desviar la empresa de tu padre hacia... algo ilegítimo, digamos?

La pregunta la sobresaltó.

–¿Qué es lo que quieres decirme?

Él la miró en silencio un momento con los dientes apretados, pero enredó los dedos en su pelo con suavidad.

–¿Y si de verdad fuese la amenaza que tú crees que soy?

Angie tragó saliva e intentó no pensar en el hecho de que no quería dejarle marchar...

jamás.

–¿Es esto una confesión? –le preguntó en voz tan baja que ni siquiera podría decir si la habría oído.

El siguió mirándola a los ojos.

–Necesito saberlo, Ángel.

–¿Saber qué?

–Si de verdad comprendes lo que está ocurriendo aquí.

Ella asintió, aunque sus pensamientos eran vagos

e incoherentes.

–Claro que lo comprendo. Es por Bob.

–¿Por Bob? ¿Te refieres al cometa?

Ella asintió.

–Cuando viene, pasan esta clase de cosas.

–¿Qué clase de cosas?

–Pues confundir a la gente. Todo el mundo hace cosas que no haría normalmente.

La expresión de Ethan se ensombreció.

–No me digas que crees en esa leyenda, Ángel.

–Por supuesto que sí. Lo he visto con mis propios ojos. Personas perfectamente normales empiezan a hacer cosas verdaderamente absurdas. Y es todo por culpa de Bob.

–Ya. Resulta muy cómodo echarle la culpa a Bob. Así uno puede olvidarse de todo, hacer algo impulsivo y salvaje incluso, algo que no se haga normalmente, disfrutarlo y después, echarle la culpa a Bob.

–No, no es eso –objetó ella–. Es una especie de interferencia galáctica. Cada vez que Bob se acerca a una distancia determinada de Endicott, la personalidad de la gente se ve afectada. Es un hecho documentado.

–¿Y quién lo ha documentado?

–No lo sé. Científicos, supongo. La actividad inexplicable de Bob ha traído siempre de cabeza a la comunidad científica – cuando se dio cuenta de que seguía sujetándole por los brazos con la posesividad de un amante, se obligó a soltarse, a dar un paso atrás y a bajar la mirada–. Lo que quiero decir –añadió con nerviosismo–, es que no creerás que yo iba a estar aquí, a la luz de la luna, besando a un hombre como tú si no mediase alguna clase de interferencia cósmica.

Él no contestó, así que Angie se aventuró a mirarlo. Estaba de pie con los brazos enjarras y los dientes apretados.

–¿Ah, sí?

Pero antes de que pudiese contestar, se acercó a ella, le quitó la camisa, y se la puso.

–Buenas noches, señorita Ellison –le dijo mientras se la metía en el pantalón–. Por favor, discúlpeme ante sus padres por marcharme sin despedirme de ellos. Es que de pronto no me encuentro bien. Y déles las gracias. Ha sido un placer.

Y desapareció en la noche como una sombra. Angie miró entonces hacia el cielo y maldijo al cometa por ser tan predecible. ¿Qué demonios podría hacer para detener el asalto de extraños sentimientos que estaba experimentando?

Sí, Ethan Zorn era un hombre excitante; era lo que ella había estado deseando desde hacía quince años, pero con cometa o sin él, tenía que controlarse. Aquel hombre era un mal advenimiento, para ella, para su familia y para toda la población de Endicott. De alguna manera tenía que asegurarse de que todos lo supieran, y de que ella no volvía a caer bajo su hechizo.

–Ya, claro –se dijo en voz alta–. ¿Y cómo vas a arreglártelas?

Sobre su cabeza y en la distancia, una estrella solitaria y más brillante que el resto, parpadeó con una luz de diamante. Y de algún modo, aunque era demasiado pronto para que fuera visible, Angie supo que Bob estaba allí, y que se reía.