Capítulo Dos
Ethan Zorn llevaba mucho tiempo metido en aquel mundo, y hasta aquel momento había conocido unas cuantas personas que podrían calificarse de peculiares. Manny el Carnicero, por ejemplo. Y Dos Dedos Xick, Joey el Navaja, Lenny el Salvaje... pero nunca había conocido a alguien como Angie Ellison. Angie El Ángel Ellison, la bautizó. Aquel nombre encajaba con ella. Había algo en su persona que sugería una existencia superior, unos valores más elevados. Además de ser hermosa de una forma que sólo podría describir como etérea... sí, ese adjetivo le iba a las mil maravillas, había en ella un aura de inocencia y beatitud inconfundible. Y aunque en aquella ciudad todo el mundo parecía ser inocente al extremo, esa inocencia parecía alcanzar cotas distintas en aquella mujer.
Ojalá supiese quién demonios era y qué diablos estaba haciendo allí.
Debería estar aterrorizada, pensó. Él era dos veces ella, estaba armado y había cerrado la puerta de la habitación con llave. Es más, debía estar pensando que iba a matarla. Cualquier otra mujer se habría quedado muda de espanto, pero Angie Ellison estaba flirteando con él.
¡Flirteando! Era la única forma que se le ocurría de interpretar su mirada, su timbre de voz, el modo en que jugaba con las palabras. Sí, estaba intentando salvar su vida... no hacía falta ser un genio para darse cuenta de ello, pero es que lo estaba haciendo de una forma tan...
tan... inocente que le estaba poniendo los pelos de punta.
Podía atribuir aquel aparente candor al hecho de que fuese nativa de Endicott. Si algo había aprendido en el tiempo que llevaba viviendo allí era que la gente de aquella comunidad vivían una especie de era Eisenhower era que había vaciado sus vidas de cualquier contacto con la vida real. Aún festejaban el Día de los Fundadores, tenían un festival de calabazas y en él se celebraba un Baile de los Enamorados. Increíble, ¿no?
Vivir en Endicott era como estar atrapado para siempre en una película de Hayley Mills.
Y de ahí que Angie Ellison no pudiese seguramente apreciar lo precario de su situación, por lo que Ethan iba a verse en la necesidad de meter más presión.
–Ángel –empezó.
–Angie –le corrigió ella rápidamente.
–Ángel –repitió él–, sólo hay dos maneras de que salgamos de aquí.
Ella arqueó las cejas con curiosidad, como si de verdad estuviese interesada en lo que él iba a sugerir. Hasta podrían haber estado tomando el té, a juzgar por la preocupación que demostraba.
–Para empezar, sé que no has confundido mi casa con la de ese tal Boomer...
–Bumper –le interrumpió–. Bumper Shaugnessy.
–Como sea –contestó, y sintió que el arma perdía ligeramente el blanco, pero no se molestó en corregirla–. No sé por qué estás aquí, pero estoy seguro de que tiene que ver conmigo.
Ella se inclinó ligeramente hacia delante.
–¿Y tu nombre es...?
–Zorn –contestó, tras observarla pensativo un instante–. Ethan Zorn.
Ella asintió, pero parecía más concentrada en los movimientos de su boca que en lo que estaba diciendo. Él sonrió. Aquello se estaba poniendo francamente interesante.
–Es un placer conocerte –le dijo ella, y hasta parecía verdaderamente satisfecha de conocerle–. ¿Estás de visita en Endicott, o tienes familia por aquí?
–Lo que esté haciendo aquí, Ángel...
–Angie.
–Ángel, no es asunto tuyo. Sin embargo –continuó rápidamente cuando vio que iba a volver a corregirlo–, lo que tú estés haciendo en mi casa, sí que es asunto mío, sobre todo porque sigues evitando mi pregunta.
–No la estoy evitando –protestó–. Sólo pretendía mantener una conversación educada.
–Gracias, pero preferiría encontrarle el sentido a esta situación.
Se acercó más a ella, hasta que sus muslos se rozaron, y entonces le quitó la gorra negra y la tiró al suelo. Un torrente de cabello rubio y plata cayó hasta sus hombros en sueltas espirales, y ella contuvo la respiración por la sorpresa, a lo que él contestó con su sonrisa más siniestra antes de tomar unos mechones de pelo en la mano para enrollárselos en el puño.
No tenía ningún deseo de ponerse desagradable. Angie Ellison parecía una persona agradable, y él siempre intentaba no tener que utilizar la fuerza con esa clase de personas.
Desgraciadamente, en su trabajo la rudeza era casi uno de los primeros requerimientos que se veía obligado a utilizar. Ojalá aquél no terminase por ser uno de aquellos casos.
–Te lo voy a preguntar una vez más –dijo, intentando no prestar atención a la suavidad de su pelo y al aroma a flores de primavera que le había rodeado al quitarle la gorra–: ¿qué estás haciendo en mi casa? La suerte estaba echada, pensó Angie. O lo que quiera que se dijese en esas películas de gángster que solía ver en el Roxy cuando era pequeña. Ethan Zorn estaba empezando a impacientarse, y aunque no estaba segura de lo que la impaciencia podía empujar a hacer a los gángsters, lo más probable era que no tuviese buenas consecuencias para ella.
Y su sospecha se vio confirmada cuando él le tiró del pelo hacia atrás y apoyó el cañón de la pistola en la garganta.
–Contéstame –insistió.
Su corazón se lanzó a latir desesperadamente al sentir el metal frío y duro en la piel. Así no era como se había imaginado que saliera todo aquello, y cuando él volvió a tirarle del pelo, más fuerte esta vez, por fin empezó a comprender en dónde se había metido.
–Por favor... –le pidió con suavidad–. Me... me estás haciendo daño.
Para mortificación suya, los ojos se le llenaron de lágrimas, más como resultado del miedo que del dolor físico, y se mordió con fuerza un labio para evitar que cayeran. No quería que aquel hombre la viese llorar. Llorar era un signo de debilidad, y no quería aparecer débil ante Ethan Zorn.
Él aflojó un poco el tirón del pelo al ver sus lágrimas, y su expresión pareció suavizarse.
Era curioso que un gángster pudiera parecer sentir remordimientos por algo tan simple como las lágrimas de una mujer. Tras un momento, Ethan Zorn apartó la pistola, le puso el seguro, y volvió a guardarla en la pistolera, pero siguió con un puñado de su pelo en la mano, acariciándolo entre el pulgar y el índice, casi como si hubiese descubierto algo parecido a un talismán mágico.
–Voy a darte una última oportunidad –le dijo en voz baja, pero sin la amenaza que había contenido antes.
–De acuerdo –cedió; había comprendido que no iba a dejarla marchar hasta que no contestase a sus preguntas–. Como ya te he dicho, me llamo Angie Ellison, y... y trabajo para el Endicot Examiner.
–¿El periódico? –preguntó, sorprendido.
Ella asintió.
–He entrado aquí a sabiendas de que era tu casa.
Él la miró pensativo un instante.
–¿Por qué?
Angie tragó saliva y lo miró a los ojos, sorprendida una vez más por la profundidad de la inteligencia y de la emoción que tan claramente brillaba en ellos. De nuevo parecía lamentar haberle hecho daño.
–Porque sé quién eres –le dijo.
Él sonrió.
–¿Y quién soy?
El corazón de Angie latió más deprisa.
–Eres Ethan Zorn, y... y trabajas para la mafia.
Su única reacción ante la acusación fue un ligero oscurecimiento de sus ojos. De no haber estado tan cerca de él como estaba, le habría pasado desapercibido, y por un instante pareció sorprendido de su astucia, pero un segundo después, pareció también divertido.
–¿La mafia? –repitió con una sonrisa–. ¿Es eso lo que piensas?
–Es lo que sé.
–Ángel, he de admitir que tienes una imaginación muy activa.
–Me llamo Angie– le corrigió, irritada. Con arma o sin arma, la irritaba que la llamase Ángel con aquel tono demasiado familiar que usaba–. Y sé que trabajas para la mafia –
continuó–, así que no te molestes en negarlo, porque lo sé.
Él negó con la cabeza.
–Trabajo para la Cokely Chemical Corporation –le dijo–, y estoy aquí en visita de trabajo, que durará varias semanas. Intento abrir unas cuantas cuentas nuevas.
–Ya –le desafió, ahora que él parecía haberse relajado un poco–. Y Cokely envía siempre a sus ejecutivos con armas como ésa, ¿verdad? Supongo que es para garantizarse que consiguen todos los clientes que se proponga, ¿verdad?
Él miró su arma y luego a Angie.
–Los ejecutivos que viajamos mucho somos objetivos fáciles –contestó–. No me gusta estar desprevenido.
–O puede que nunca sepas cuándo vas a tener que hacer callar a una periodista fisgona,
¿verdad?
–¿Hacer callar a una periodista fisgona? –repitió, sonriendo–. Ángel, has visto demasiadas películas de Humphrey Bogart. Soy un vendedor de la Cokely Chemical Corporation, y nada más.
–Ésa es tu tapadera –dijo, asintiendo enérgicamente, y recordó demasiado tarde que él seguía sujetando su pelo–. Mira, mi padre es propietario de una empresa farmacéutica, y todavía no lo has llamado. ¿Podrías explicarme por qué un ejecutivo de una gran empresa farmacéutica lleva dos semanas en la ciudad y todavía no se ha puesto en contacto con la empresa que podría ser la más lucrativa? La empresa de mi padre debería haber sido tu primera visita, así que no tiene sentido. Tú no trabajas para Cokely.
–Muy bien: imaginemos por un momento que no trabajo para Cokely. ¿Cómo has llegado a la conclusión, a partir de ahí, de que trabajo para la mafia?
–Tengo mis fuentes.
–Ya. Pues evidentemente Cokely no es una de ellas. Si te hubieses molestado en llamarlos, te habrían dicho que llevo años en su nómina.
–Eso es exactamente lo que me dijeron –le confirmó–, pero como ya te he dicho, tengo otras fuentes. Y además, podrías simplemente haber contratado a alguien en el departamento de personal para que corroborase tu empleo en Cokely, si alguien preguntase por él.
Ethan Zorn la miró durante un largo momento y después soltó su pelo. Sin hablar, se levantó de la cama, caminó hasta la mesa y sacó un sobre blanco y grande de un de los cajones. Después se sacó la cartera del bolsillo, la abrió y la lanzó sobre el colchón, seguida del contenido del sobre.
–Mis credenciales –dijo–. Lee todo lo que quieras. Angie lo miró con desconfianza, pero no iba a desaprovechar aquella oportunidad, así que, con sumo cuidado, como si estuviese manejando una bomba, escogió su cartera e inspeccionó su carné de conducir.
Pennsylvania. Su dirección era de Philadelphia, una calle y un número que no significaban nada para ella, pero lo memorizó inmediatamente para poder verificarlo a la mañana siguiente.
Unas cuantas tarjetas de crédito estaban guardadas en las aberturas a tal efecto, y las inspeccionó cuidadosamente una a una. En todas ellas figuraba el mismo nombre: Etahn Zorn. Con un poco más de osadía, fue a mirar en el compartimiento del dinero, pero al final decidió mirarle primero para pedirle autorización.
–Adelante –le dijo él.
Abrió el las solapas reservadas a los billetes, y reparó en el hecho de que estaban perfectamente colocados de mayor a menor, y todos ellos con la cara del presidente hacia delante. Muy concienzudo. Trescientos setenta y ocho dólares. ¿Qué clase de persona llevaba todo ese dinero en la cartera? La respuesta le llegó de inmediato: un mafioso. Lo miró, y volvió a encontrarle sonriendo.
–No me gusta usar cheques de viaje –le dijo, siguiendo su línea de pensamiento.
–¿Por qué no? ¿Porque pueden localizarse?
–Las tarjetas de crédito también pueden localizarse –replicó.
–Sí, pero sólo si se usan –dijo–. ¿Quién dice que éstas no sean sólo para enseñar?
Él cabeceó despacio. La creía una idiota.
–Digamos que no me gusta que conozcan mi nombre por todas partes.
–Una persona muy celosa de su intimidad, ¿no?
–Digamos que sí.
–Ya. Pero tengo la sensación de que no utilizas cheques de viaje, ni tarjetas de crédito, por otra razón completamente distinta.
Él suspiró.
–¿Y qué razón puede ser?
–Pues que estés fichado.
El se echó a reír, pero el sonido de su risa resultó demasiado seco y nada persuasivo.
–¿Y qué iba a hacer un mafioso como yo en un lugar como éste?
Angie lo miró a los ojos con lo que esperó que él comprendiera como determinación.
–Meter tus sucias manos en el negocio de mi padre.
Su sonrisa fue suficiente e indulgente, la clase de sonrisa que una madre le dedicaría a su niño de dos años que se empeña en no respirar por enésima vez.
–Ya. ¿Y por qué iba yo a querer meter las manos en el negocio de tu padre?
–Pues para que tú y tu mafia podáis... blanquear el dinero de vuestros negocios sucios.
Aquello le valió una auténtica carcajada.
–Tienes que estar de broma.
–No te molestes en negarlo –replicó, irritada–. Sé que ésa es la razón de que estés aquí.
–Ángel, estoy aquí para expandir el negocio de Cokely, eso es todo. Esta ciudad está perfectamente situada para llegar desde ella a las comunidades más pequeñas de tres estados –tras una breve pausa, añadió–: Dices que tu padre es el dueño de una industria farmacéutica. ¿Podrías darle mi tarjeta?
–Muy gracioso.
–Estoy hablando en serio. Necesito aquí toda la ayuda que puede conseguir. Además, Cokely podría ofrecerle un acuerdo mucho más ventajoso que su proveedor actual.
–Gracias, pero mi padre no hace negocios con criminales.
Ethan Zorn cabeceó lentamente e hizo un gesto hacia los documentos del sobre.
–¿Quieres echarle un vistazo a todo eso? Soy exactamente quien digo ser. Confía en mí.
«Sí, sí...», se dijo Angie. El último tipo que le había pedido que confíase en él había pretendido tumbarla en el asiento delantero del coche en poco menos de treinta segundos.
Afortunadamente para ella, le había plantado la rodilla en sus partes casi sin esfuerzo. Pero algo le decía que Ethan Zorn estaría mucho más preparado para esa maniobra, si es que ella se viese en la necesidad de intentarlo.
Entonces miró los diferentes documentos, en variados tamaños y colores, que se amontonaban sobre el colchón. Una identificación de Cokely que parecía ser auténtica, varios pedidos, mapas de Endicott y de sus alrededores, invitaciones de la cámara de comercio, incluso una carta de la alcaldesa de Endicott invitándolo a visitar la ciudad.
Pero aunque todo aquello parecía indicar que Ethan Zorn no era nada más que un ejecutivo comercial de Cokely Chemical Corporation, Angie seguía sin tenerlas todas consigo. Tal y como le había dicho antes, tenía sus fuentes, además de las indagaciones que había hecho por su cuenta y de las razones personales que le empujaban a creer que era exactamente quien le había acusado de ser.
–¿Satisfecha? –le preguntó cuando volvió a levantar los ojos.
Angie volvió a meter sus credenciales en el sobre, evitando mirarlo.
–No –le dijo sin más–. No es difícil falsificar todas estas cosas.
–¿De verdad crees que falsificaría hasta la carta de la alcaldesa?
Ella se encogió de hombros.
–Puede ser.
–Entonces, ¿por qué no la llamas y averiguas si se ha puesto en contacto conmigo para hablarme de la industria local?
–Puede que lo haga.
–Mira, Angie Ellison... –empezó, pero de pronto se detuvo y un segundo después fue él quien se golpeó en la frente con la palma de la mano. Ojalá su intento anterior hubiese resultado más convincente que aquél.
–Un momento –dijo–. Claro, ahora caigo. ¿Dices que te apellidas Ellison?
Ella asintió.
–Ellison Pharmaceuticals –dijo–. Voy a verlos el viernes.
–Llevas en Endicott más de dos semanas, ¿y es ahora cuando vas a ver a mi padre?
La pregunta pareció dejarle sin respuesta un instante, pero lo disimuló admirablemente.
–Tenía un montón de trabajo preliminar que hacer. Además, he tenido que volver unos días a Philadelphia. De hecho, acabo de volver de allí.
–Ya.
En lugar de contestar, le tendió la mano como si estuviese haciendo algo tan inocente como invitarla a salir de un coche. Y Angie lo miró detenidamente por primera vez.
Tenía la camisa abierta sobre un pecho ancho y cubierto de un vello oscuro que desaparecía más allá de la línea de los pantalones. Tenía unas piernas largas, y a pesar de que los pantalones eran amplios, su impresión era que estaban muy bien formadas. Los antebrazos que las mangas subidas dejaban al descubierto eran un prodigio de músculos y venas, y sus manos... Angie contuvo un suspiro. ¿Quién habría sospechado que un asesino pudiese tener unas manos tan sexy como aquellas?
Una ola de calor la invadió al procesar la información que había recabado sobre su físico. Tenía la cara de un ángel... de un ángel caído, eso sí, pero no menos ángel por ello.
No tenía la clase de rostro que generalmente se asocia con un gángster. Sus ojos oscuros eran soñadores y hermosos, la nariz recta e intacta es decir, que nunca se la habían roto en una pelea. Los labios carnosos y muy masculinos y su boca quedaba centrada en el paréntesis que hasta entonces siempre había asociado con las estrellas de cine. Las pestañas eran densas e incluso más negras que el pelo, y la mandíbula firme y bien definida.
Y como colofón, la ropa italiana que vestía con descuido y su mirada seductora le hacían merecedor de la portada de cualquier revista masculina. No había forma alguna de que pudieran convencerla de que aquel hombre era un representante comercial. Con todo el debido respeto a los agentes comerciales, aquel hombre era demasiado... demasiado...
Demasiado.
Pero el problema era que, ahora que había hablado personalmente con él, tampoco le parecía un mafioso. ¿Podría haberse equivocado sobre él? ¿Podrían haberse equivocado también sus fuentes?
Seguía de pie frente a ella, ofreciéndole la mano, y sin tan siquiera pensar en lo que estaba haciendo, Angie colocó su mano en la de él. Inmediatamente, Ethan la cerró, y su mano quedó completamente engullida. Su piel era cálida y áspera, su mano confiada y posesiva, y a Angie se le ocurrió pensar que aquel hombre podría conseguir cualquier cosa que se propusiera en aquel mundo.
–Gracias –murmuró cuando él tiró ligeramente.
La ayudó a levantarse de la cama, pero mientras que ella se hubiese detenido en cuanto sus pies tocaron el suelo, Ethan Zorn siguió tirando de ella hacia delante hasta que colisionó con su pecho.
–Vaya... –susurró él, sujetándole ambas manos a la espalda.
–¿Te importa? –dijo ella, intentando soltarse.
–En absoluto –contestó él, apretándola con más fuerza.
–No me refería a esto –protestó, pero él siguió sujetándola.
–Has sido tú quien se ha metido en mi cama –puntualizó–, y lo único que estoy haciendo es llevar las cosas a su conclusión más lógica. ¿No crees que es normal que piense que estás tan interesada en algo así como lo pueda estar yo? Además, me has dicho que has estado admirándome de lejos, y la verdad, un trabajo en el que se viaja tanto como en el mío a veces resulta demasiado solitario.
Ella dejó se moverse y lo miró con el ceño fruncido.
–No hay conclusión lógica alguna –replicó–. Ni te he estado admirando desde lejos, ni me importa lo solo que puedas sentirte.
–Pero antes has dicho que me habías admirado desde....
–Te mentí, ¿vale? Además, me dijiste que no te lo habías creído.
Él inclinó la cabeza para acercarse más a ella y murmuró:
–Pues he cambiado de opinión. No me pareces una mentirosa.
Angie prefirió ignorar el comentario.
–Y yo no me he metido en tu cama.
Él ladeó la cabeza y arqueó las cejas, y Angie supuso que le debía al menos una explicación.
–Me he subido en tu cama –le clarificó–. Hay una gran diferencia.
–A mí me parece que no –replicó, y ladeó un poco la cabeza como si fuese a besarla–.
¿Estás segura de que no quieres que te ate? –le preguntó.
El corazón de Angie volvió a dispararse, y envió sangre a partes de su cuerpo que no necesitaban ya más calor. Estaba sintiendo su respiración en la frente, y sus brazos alrededor del cuerpo con una familiaridad extraña. Era como si hubiesen estado abrazándola toda la vida. Y cuando llegó a la cuna de sus nalgas, sólo pudo dejarle hacer, preguntándose cómo sería si aquella familiaridad fuese real.
Que Dios la ayudase, porque aquel hombre la había excitado como nunca: completa e irrevocablemente. Estaba respondiendo con un deseo visceral y hambriento a un hombre que, aunque fuese increíblemente sexy en una forma de macho que ninguna mujer que se respetase lo bastante admitiría encontrar atractiva, tan pronto estaba dispuesto a matarla como a hacerle el amor.
Tenía que empezar a salir más... eso era todo. –No –le aseguró, recordando casi a medias su pregunta. Dios, menudos ojos.
–¿No, que no quieres que te ate? –le preguntó con suavidad–, ¿O no, que no estás segura? Porque si es eso, Ángel, creo que deberíamos...
–No, no quiero que me ates –le interrumpió, aunque casi no se convenció ni a sí misma–.
Y me llamo Angie, no Ángel.
El sonrió, pero no hizo concesión alguna. –Como tú quieras. Quizás en otra ocasión.
Pero siguió sin soltarla. Y por un momento, Angie ni siquiera se debatió para soltarse, ni insistió en que la soltara, sino que se quedó así, sintiendo sus brazos alrededor, deseando en el fondo que de verdad fuese el agente comercial que decía ser, y que ella fuese la directora de la Cámara de Comercio de Endicott.
Porque en ese caso podría hacer algo que su parte más oscura y delirante deseaba hacer diciéndose que era sólo por el bien de la comunidad, que era algo que crearía puestos de trabajo e impulsaría la economía local.
Y entonces fue cuando se le ocurrió pensar que quizás el mito de Bob debía tener algo de cierto. Había presenciado por sí misma el hecho de que el cometa hiciera hacer y decir a los demás cosas que nunca harían o dirían en circunstancias normales, pero en aquel momento y por ridículo que pudiera parecer, estaba empezando a creer en esa otra parte del mito que decía que Bob era capaz de crear relaciones amorosas entre personas que normalmente nunca se sentirían atraídas la una por la otra.
Maldito cometa.
Mientras Angie estaba todavía dándole vueltas a todo aquello, Ethan Zorn inclinó aún más la cabeza para apoyar su frente en la de ella.
–¿Sabes? –murmuró, y su voz fue una cálida caricia–, debería llamar a la policía y que te arrestasen por irrumpir en mi casa.
Sin poder evitarlo, Angie ladeó también la cabeza de modo que sus bocas quedaron a punto de rozarse.
–Pero no vas a hacerlo –suspiró–, porque estás relacionado con la mafia y no quieres tener nada que ver con la policía, lo mismo que yo. Ni siquiera con la policía local.
–No –susurró–. No voy a llamarles porque no quiero perder el tiempo.
–Ya. Ésa es tu excusa.
–Para no llamarlos, puede, pero para esto, no tengo excusa.
Y Ethan Zorn la besó.
Angie respondió instintivamente, sin pensar, ladeando la cabeza y enredando las manos en su pelo. Por un instante de irreflexión, sucumbió a las sensaciones en lugar de ante la razón, y en aquel instante único, fueron ellas quienes gobernaron su vida.
Un calor líquido y perezoso recorrió su cuerpo, llegando a todas partes, hirviendo por sus venas para transformarse en vapor abrasador en su corazón. Sus labios apenas la rozaban, una y otra vez, pero Angie sentía la repercusión de esa caricia en lo más profundo de su alma, y lo único que pudo hacer fue maravillarse de que un hombre pudiese ser tan tierno y tan delicado.
Ethan estaba demasiado ocupado disfrutando de aquel beso como para preocuparse de nada, especialmente de qué le había empujado a besar a Angie el Ángel de aquella manera.
Aunque en el fondo sabía que estaba cometiendo la mayor de las estupideces, sencillamente no era capaz de ponerle fin. Le había respondido de una forma distinta a todas las demás mujeres, abriéndose a él completamente, confiando en que hiciese lo correcto.
«Bastardo», se insultó. «No deberías estarte aprovechando de una chica como ésta».
Pero su conciencia se negó a sentirse culpable, limitándose a recordarse que Angie el Ángel había aparecido en su cama y que no estaba lo que se dice pataleando y gritando para que la soltase, ¿no?
De todas forma, se obligó a separarse de ella antes de que las cosas pudieran llegar a desbocarse. La vio parpadear varias veces y ajustar su mirada a la realidad. Esperaba que se enfadase, que se sintiera ultrajada por lo que había hecho, pero sorprendentemente, parecía desilusionada porque se hubiera detenido, aunque no dijo nada que pudiera ayudarlo a confirmar ninguna de las dos cosas.
–Sí, puede que la próxima vez podamos probar con lo de la corbata –dijo con suavidad–, pero por ahora... –hizo una pausa y volvió a acercarse a ella para trazar su labio inferior con el pulgar–, por ahora creo que primero deberíamos conocernos un poco mejor.
Angie Ellison sólo pudo mirarlo hipnotizada un momento y después la vio asentir levemente.
–Tengo que irme –dijo al fin, casi como si hubiesen salido en una cita en lugar de haberse conocido gracias a un allanamiento de morada y a una acusación de mañoso.
Ethan asintió.
–Te llamaré.
Angie volvió a asentir.
–De acuerdo.
Atravesó la habitación en absoluto silencio hacia donde él había tirado antes la llave, pero en lugar de utilizarla, volvió a salir por la ventana. Pero antes de desaparecer, miró brevemente a Ethan y él habría vendido su alma, la poca que le quedaba ya, por saber qué pensaba. Si estaba tan sólo la mitad de aturdido que él, no sería buena idea que se descolgase de la ventana de un segundo piso.
Pero antes de que pudiera detenerla, y con una agilidad que le sorprendió, dio media vuelta y se descolgó por la pared, dejándole en medio de la habitación preguntándose si todo aquello no habría sido un sueño.
Apenas había prestado atención a las historias que circulaban por Endicott acerca del bueno de Bob, y de las cosas que, por su intervención, la gente llegaba a hacer. Cosas que de otro modo no haría ni en un millón de años. No había dado crédito a todas aquellas habladurías, pero en aquel instante empezó a preguntarse si no habría algo de verdad en todas ellas.
Porque, por más que lo intentase, no podía encontrar una sola razón lógica que pudiera explicar el hecho de que hubiera besado a Angie Ellison, periodista metomentodo, hija del hombre al que había ido a controlar, mujer decente y ciudadana notable. Era casi como si besándola hubiese pretendido salvarla de la perdición eterna. Si sus superiores llegaban a enterarse de aquello, lo decapitarían. Pero de todas las ideas que abarrotaban la cabeza de Ethan, había una que seguía dando vueltas con alarmante regularidad: ¿cómo podía haberse enterado de que estaba allí precisamente a instancias de la mafia, y que había llegado a Endicott para analizar el negocio farmacéutico de su padre y el potencial que podía tener para expandir su negocio?