Capítulo Cinco

Angie había ido demasiado lejos.

Ethan cabeceó mirando el título del diminuto articulo enterrado en la esquina izquierda de la página seis del Endicott Examiner, en la sección de local. ¿Llega el crimen a Endicott?, era el titular. Bajo esa línea, aparecía el nombre de Angela Ellison.

Bueno, por lo menos lo había formulado en forma de pregunta. Genial. Aquello era genial. Después de lo que ambos habían compartido, decidía acosarle en el periódico.

Debería haberla atado cuando tuvo la ocasión de hacerlo.

El teléfono de la mesilla sonó, volviéndolo a la realidad, que era el último lugar en el que deseaba estar en aquel momento. Recogió la chaqueta del traje y el maletín y salió de la habitación, fingiendo no haber oído el teléfono; después bajó por la escalera y salió al jardín, donde le esperaba una soleada mañana de septiembre.

Que la señora Mack se ocupase de contestar. Entre su dureza de oído, su mala caligrafía y el enfado de Palmieri por la situación, Ethan encontraría excusa suficiente para no entender nada de los mensajes que, sin duda, se encontraría al volver a casa aquella noche.

Si es que volvía. No podía adivinar hasta qué punto iban a tomarse en serio sus jefes lo ocurrido.

Cerró la puerta del coche con más fuerza de la necesaria, y el pequeño Porsche rojo se bamboleó como si no fuese más que un bolso de señora. Entonces puso en marcha el motor y aceleró tres veces, imaginándose a Angela Ellison delante del coche. Ni se imaginaba de qué modo aquel absurdo artículo había sellado su suerte. La de ella y la de él.

Sí, se dijo mientras ponía el coche en movimiento. Debería haberla atado cuando tuvo ocasión.

Angie estaba sentada a su mesa, tomando distraída un bocado de su sandwich de ensalada de pollo y leyendo una novela de espías, cuando un puño golpeó la mesa a escasos milímetros de su lata de refresco. El golpe le hizo dar un respingo, y a punto estuvo de caerse de espaldas. Entonces levantó la mirada, dispuesta a decirle un par de palabritas al imbécil que la hubiera asustado de aquella manera, y se encontró con que la cara que tenía frente a ella era la de Ethan Zorn; un Ethan Zorn verdaderamente enfadado.

–¿En qué demonios estabas pensando para publicar una basura como ésta? –le preguntó, lanzándole un ejemplar del Examiner.

Angie empujó la silla hacia atrás, se levantó y se frotó las manos para deshacerse de las migas antes de pasárselas por los pantalones para secarse el repentino sudor que hacía resbaladizas sus palmas.

–La verdad es que–dijo, y se maldijo por la especie de graznido que pareció su voz–, técnicamente, no he sido yo quien ha publicado el artículo. Ha sido Marlene, la editora. Yo no soy más que quien lo ha escrito.

–Entonces, ¿en qué demonios estabas pensando para escribir una basura como ésta? –

rugió.

–No es basura –le desafió Angie–. Es un buen artículo.

Él le echó una ojeada al periódico y después a ella.

–No es más que periodismo amarillo.

Angie lo miró ultrajada.

–No lo es. En el Examiner sólo imprimimos hechos, tal como los vemos.

–Como los veis –repitió, disgustado–. Supongo que hasta debería estar agradecido de que no hayáis dado nombres –pareció suavizarse un poco–. La verdad, imagino que hasta debería agradecer que el artículo no diga apenas nada de nada.

–¡Eh! –le interrumpió indignada, a pesar de que sabía que tenía razón. Marlene había aguado su historia hasta tal punto que el artículo había quedado reducido a un montón de palabras que decían, bueno... bastante poco.

–Pero estás jugando con fuego, Ángel –le advirtió–. Ni tienes ni idea de lo que estás haciendo. De lo que ya has hecho, incluso. Y te lo estoy advirtiendo por tu propio bien. No te metas en esto.

Eso sí que era una amenaza. No podía interpretarse como otra cosa. Angie miró a su alrededor y cayó en la cuenta de que estaba absolutamente sola. El equipo de la oficina lo componían sólo nueve personas, y todos, a excepción de ella misma, iban a casa a comer. A ella le gustaba quedarse por si alguien llamaba con algo interesante, lo que no ocurría casi nunca. Pero aquella mañana había tenido otra razón para quedarse en la redacción.

–¿Estás intentando intimidarme?

Ethan Zorn apoyó ambas manos sobre la mesa y acercó su cara a la de ella.

–Sí. Que no te quepa la menor duda.

Ella tragó saliva.

–Pues no te va a funciona porque no pienso dar marcha atrás. Eres un criminal que está intentando traer el crimen organizado a esta ciudad, y yo pienso descubrir tu juego ante la opinión pública –declaró, cruzándose de brazos–. Es mi deber moral y cívico.

Ethan se echó a reír.

–Ángel, si te acercas más a lo que tú crees que es una historia y vas a crearle un montón de problemas a mucha gente. Especialmente a ti misma.

–No te tengo miedo –le juró, a pesar de que su voz estaba cargada de inseguridad.

Él le dedicó una enorme y amenazadora sonrisa.

–Y una mierda.

–No te tengo miedo –repitió. Al fin y al cabo, le había besado. Dos veces. ¿Cómo podía seguir teniéndole miedo? Claro que siempre existía la posibilidad de que fuese un sociópata. Pero nadie es perfecto, ¿no?

–Ya lo veremos –replicó él sin dejar de mirarla a los ojos–. Otra idiotez como ésta puede costarte muy cara –añadió, irguiéndose.

Ella exhaló la respiración que había estado conteniendo sin darse cuenta e intentó tranquilizarse.

–Porque tú lo digas.

–Sí, porque lo digo yo –le aseguró–. Y un par de personas más.

Eso llamó su atención. Quizás pudiese sonsacarle algo.

–¿Ah, sí? – preguntó su instinto de reportera–. ¿Quiénes?

Su sonrisa se volvió feroz.

–Averígualo si puedes.

Ella sonrió.

–Y lo averiguaré. Te lo prometo.

Él movió despacio la cabeza.

–No me hagas repetirte lo que te he dicho antes, porque la próxima vez puede que no sea tan educado.

Ella lo miró boquiabierta.

–Me estás amenazando de verdad, ¿no?

Él se desabrochó tranquilamente la chaqueta y cuando los delanteros se separaron, ella reparó inmediatamente en la pistola.

–Nada de amenazas, Ángel –le dijo en voz baja–. Es sólo un consejo. Me disgustaría mucho que pudiese ocurrirle algo a una chica tan agradable como tú.

–Sí, ya. Seguro que sí.

–No lo dudes. Es poco corriente que un hombre como yo cuente con la admiración de una chica dulce y pura como tú, aunque sea de lejos.

Ella enrojeció y su sangre tomó velocidad como el fuego prende en la leña seca.

–Pero claro –continuó él–, últimamente tu admiración se ha hecho más... próxima,

¿verdad?

Se refería a aquel pequeño incidente en el patio de sus padres, claro, pero antes de que Angie pudiese replicar, él continuó:

–Vigila tu espalda, Ángel –le dijo–. No todos los que trabajan en mi misma línea son tan razonables como yo.

–¿Y qué línea de trabajo es la suya, señor Zorn? ¿Estamos hablando de su trabajo como representante de Cokely Chemical, o de su estatus como miembro de la mafia?

Él sonrió, indulgente.

–Míralo de esta manera: o terminas con una denuncia por difamación, o con un traje de cemento. De las dos posibilidades, ninguna es buena. ¿Me comprendes?

Y de pronto dio media vuelta y salió de la redacción como si tal cosa.

Angie se mordió el labio con la mirada fija en la puerta por la que había salido. Desde luego, tenía valor. Después de lo que habían compartido, era lo bastante audaz como para amenazarla. Pues iba a comprobar que Angela Ellison, periodista de investigación, no se asustaba fácilmente. En su mente empezó a conformarse un artículo de seguimiento al que había escrito en la edición de la mañana. Miró el reloj. Si se daba prisa, hasta podría aparecer en la edición de la noche.

Era ya de noche cuando Angie llegó a casa al día siguiente, y estaba agotada por haber tenido que defender a capa y espada su artículo en el Examine Todos y cada uno de los ciudadanos más relevantes de la ciudad habían llamado o se habían pasado por el periódico para preguntarle por el significado de su artículo. ¿Qué el crimen organizado estaba a punto de desembarcar en Endicott? Imposible. Angie se había pasado la mitad del tiempo intentando explicar por qué había escrito ambos artículos y la otra mitad intentando explicar de qué hablaban.

Menos mal que estaba segura de lo que decía. El hecho de que no tuviese todavía los hechos que pudiesen corroborar sus historia sobre Ethan Zorn no era tan terrible, ¿no?

Sabía sin sombra de duda lo que se proponía hacer en Endicott, aunque nadie más en toda la ciudad la creyera.

Tenía sus fuentes. Bueno, su fuente. Maury. Un amigo de la universidad que se había licenciado en periodismo y que trabajaba nada menos que para el Philladelphia Inquirer.

Había investigado la muerte de uno de los capos de la mafia unos meses atrás, y había alertado a Angie cuando el nombre de su ciudad había aparecido en algunos lugares sospechosos.

Maury había hecho un trato con ella: si quería seguir la historia, ambos compartirían información y entre los dos completarían la historia y la publicarían.

Sí, bueno, Maury trabajaba para el obituario en el Inquirer y había hecho el trabajo durante sus descansos, pero no por eso era una fuente menos fiable ni legítima.

Además todavía no había mencionado el nombre de Ethan Zorn en ninguno de sus artículos, se dijo mientras abría la puerta y recogía el correo del suelo. Ni el suyo, ni el de nadie más.

Si, bueno, también era cierto que, básicamente, sus dos artículos no decían nada sobre nada ni sobre nadie, concedió con un suspiro de frustración. Lo que mayormente había conseguido era confundir a los ciudadanos, y precisamente cuando el Festival del Cometa estaba en todo su apogeo, tal y como el alcalde había puntualizado. Pero ya tendría tiempo de ponerle nombre propio a aquellos artículos. No iba a terminar allí.

Había dado tres pasos en el salón y había dejado las llaves, el bolso y el correo en la mesa cuando se dio cuenta de que algo pasaba. Siempre dejaba la lámpara verde que tenía junto al sofá encendido cuando se iba a trabajar, y no la de pie de cobre que tenía en un rincón y que apenas daba un vago resplandor amarillo.

Y también estaba completamente segura de haber dejado la radio apagada al irse. En cualquier caso, siempre escuchaba las noticias mientras se vestía por las mañanas, y no una emisora de jazz. De pronto, la puerta principal se cerró a su espalda y Angie se dio inmediatamente la vuelta. No estaba sola: Ethan Zorn estaba apoyado en la pared y la miraba con una expresión muy inquietante, una expresión que le hacía parecer demasiado grande y demasiado peligroso. En el mismo instante en que Angie abrió la boca con intención de gritar, Ethan se abrió la chaqueta para dejar al descubierto su arma. Angie se lo pensó mejor.

Ethan sonrió, y su dentadura perfecta y su traje caro no parecían hacer conjunto con la postura amenazadora. Cuando el corazón empezó a martillearle en el pecho, cerró los ojos.

Ethan la había besado, se recordó. Con suma ternura, así que no podría hacerle ningún daño después de haber compartido con ella algo así, ¿no? A no ser que...

–Ángel –la saludó con una voz tan suave como un coñac de diez años–. Tú y yo ramos a tener que mantener una pequeña charla.

Angie no sabía qué hacer. Intentó recordarse que debía ser un hombre peligroso, pero decidió que por el momento, lo mejor sería no moverse y esperar. Esperar y ver qué hacía él. Esperar y escuchar lo que quisiera decir para explicar su presencia allí. Esperar y rogar para que en el edificio se declarase un incendio fortuito.

Pero él se limitó a seguirla observando, así que Angie intentó recordar si tenía algo en el salón que pudiera servir como arma, por si acaso se le había olvidado lo de sus besos. Pero a no ser que hubiera desarrollado la fuerza suficiente para doblar el palo de la lámpara, no iba a tener suerte.

–¿Ah, sí? –repondió al fin.

Ethan asintió.

–Ah, sí.

–¿So-sobre qué? –balbució.

Ethan se empujó para separarse de la pared, cerró la puerta y echó el cerrojo con un sonoro clic. Entonces se dio la vuelta, y su expresión seguía siendo tan amenazadora como antes. Se acercó a ella despacio y no paró hasta que la punta de sus carísimos zapatos italianos rozaron los corrientes mocasines de Angie.

Entonces se inclinó hacia ella hasta que sus frentes casi se tocaron.

–De cómo te estás convirtiendo en un verdadero incordio.

–¿Qué yo soy un incordio? –repitió, poniéndose de puntillas en un esfuerzo por ponerse a su altura–. No soy yo quien está intentando destrozar esta ciudad, guapo, sino tú.

Eso le hizo sonreír. Bueno, no es que fuese exactamente una sonrisa, sino un mero gesto ladeado de su boca. Algo es algo.

–¿Destrozar la ciudad? ¿De verdad crees que es eso lo que pretendemos?

–¿Por fin admites estar conectado? –preguntó, casi temiendo su respuesta.

–Creo que necesito beber algo –dijo tras un segundo de silencio, y con la misma naturalidad que se había acercado a ella, se separó–. ¿Dónde tienes el bar? –preguntó, como si todo el mundo lo tuviera en algún rincón de la casa.

–Hay vino en el frigorífico –contestó.

Ethan entró inmediatamente en la pequeña cocina que se veía desde la puerta principal.

En un instante, volvió al salón con una copa en cada mano, ambas llenas hasta la mitad de un líquido rojo oscuro. Le entregó una a Angie y ella bebió sin pensar con la esperanza de que aquel líquido pudiera calmar sus temblores, pero apenas había tomado un trago pensó que su invitado podía haber drogado el vino, así que devolvió el líquido que tenía en la boca a la copa.

–Lo sé –dijo Ethan, asintiendo–. Es horrible. Francamente tu gusto en vino es malísimo.

Un consejo para principiantes: nunca metas el vino tinto en la nevera.

Ella no contestó, sino que siguió mirándole cada vez más confusa. Él se encogió de hombros.

–Bueno, puede que un Beaujolais pueda refrescarse un poco, pero un burgundy, Ángel...

–movió la cabeza entristecido–. Es un tinto de mucho cuerpo, así que a temperatura ambiente.

–Pero a mí me gusta beber el vino tinto frío –le dijo–. Y Rosemary y Kirby se ríen de mí si lo pongo hielo.

Él se encogió y cerró los ojos, casi como si acabase de abofetearle, pero no dijo nada más, sino que se limitó a tomar otro sorbo, haciendo una mueca de desagrado al tragarlo.

–¿Cómo has entrado aquí? –preguntó cuando recordó que se trataba de un huésped no imitado–. Todas las mañanas cierro con llave la puerta.

Ethan asintió.

–Sí. Después de leer lo que se escribe en el periódico sobre la oleada de criminalidad que asóla la ciudad, no me sorprende.

Ella ignoró su sarcasmo.

–¿Cómo has entrado?

En lugar de darle una respuesta directa, se acercó al sofá y dejó la copa sobre la mesita, miró a Angie y dio unas palmadas en el cojín junto al que él ocupaba. Ella se acercó despacio para ponerse frente a él, dejó la copa al lado de la suya y después ocupó una mecedora de madera en el otro extremo de la habitación.

Ethan inclinó la cabeza para reconocer su gesto y le dijo:

–Otro pequeño consejo...

–Estás muy didáctico hoy, ¿no?

–Nunca compres los cerrojos en una tienda cualquiera –concluyó como si ella no hubiese hablado–. Cualquiera podría haber entrado. Tienes suerte de que no haya entrado ningún delincuente antes que yo.

–Hasta que tú llegaste, en esta ciudad no había delincuentes –murmuró.

La expresión que marcó su respuesta le resultó sorprendente. Si no le conociera mejor, hasta diría que le había herido con ese comentario.

–Mira –le dijo con suavidad–. Sé que estás un poco molesto por los artículos que he...

–¿Un poco molesto? –repitió con incredulidad–. ¿Un poco molesto!

–Pero no eran tan malos como podrían haber sido. Si los lees con atención, eran muy...

La sonrisa de Ethan, tan cálida, tan llena de vida, tan lejos de cualquier cosa maligna o amenazadora, la pilló desprevenida, y ella inmediatamente dejó de ponerse excusas y se quedó mirándole en silencio, diciéndose una vez más que era una pena que un hombre tan atractivo se hubiese dejado arrastrar por el crimen. La verdad es que no parecía el típico mañoso, ni mucho menos. Incluso parecía un tipo verdaderamente agradable, alguien a quien merecería la pena conocer.

–¿Quién eres? –se oyó murmurar.

–Vamos, Ángel. Tú sabes bien quién soy.

–No, creo que no –suspiró–. Antes creía saberlo, pero ahora no estoy tan segura. Ése es el problema. Uno de ellos, al menos.

La sonrisa que le dedicó como respuesta fue enigmática, mezcla de desilusión y satisfacción.

–Soy Ethan Zorn –dijo, casi como si se conocieran por primera vez–. Un nombre de negocios trabajador y que naja constantemente. Y desde que he llegado a vuestra preciosa comunidad, me he encontrado en una situación distinta a todo lo que he experimentado antes.

–¿Ah, sí? ¿Y qué situación es ésa?

Él pareció dudar.

–Pues que de pronto estoy empezando a sentir algo por una mujer que cree que soy algo que no soy.

Cuando empezó a caminar hacia ella, Angie tragó saliva. Tenía que decir algo, lo que fuese, porque aquella conversación estaba empezando a tomar un cariz muy extraño. Pero por mucho que lo intentó, no fue capaz de pronunciar palabra, así que sólo pudo limitarse a contemplar cómo Ethan se acercaba, haciéndose más grande y más dominante con cada paso.

–Una mujer –continuó con una voz muy suave–, que ha confesado haber estado admirándome desde lejos. Une mujer –continuó–, con quien he podido saborear... la magia... dos veces ya.

–Ya te he dicho– contestó, y su voz era apenas audible– ...que es por culpa de Bob. De no ser por él, yo ni siquiera...

–Éso no es cierto, Ángel.

Ethan se detuvo frente a ella y primero la miró a los ojos, pero después fue bajando la mirada hasta su boca, su cuello, sus pechos, sus piernas.

Inconscientemente Angie se llevó la mano al cuello de la camisa y la cerró, pero aquel gesto sólo sirvió para hacerle sonreír. Incapaz de soportar seguir sentada mientras él continuaba de pie delante de ella, se levantó muy despacio, pero sólo entonces se dio cuenta de que de pie era aun mucho más vulnerable.

Estar sentada le había ofrecido una explicación para que él resultase mucho más grande que ella, pero de pie la diferencia seguía siendo enorme, de modo que no tuvo más remedio que admitir que era un tipo grande y fornido, capaz de hacer con ella lo que quisiera.

Si es que lo quería, se dijo. Ethan Zorn era un hombre impresionante y poderoso. Un hombre que podía conseguir lo que quisiera cuando lo quisiera. Entonces, ¿por qué estaría perdiendo el tiempo jugando con ella? ¿Por qué no se limitaba a hacer lo que los mañosos hicieran con las chicas inocentes como ella? ¿Por qué quería volverla loca, acosándola para que adivinase sus pensamientos?

–Y como es evidente –continuó–, que los dos estamos muy interesados el uno en el otro, quizás deberíamos llevar ese interés a su conclusión lógica.

–¿Qué quieres de mí? –le preguntó en voz baja y temblorosa, que no era de ninguna manera la impresión que habría querido darle.

Él levantó una mano y pasó un dedo sobre sus labios y a lo largo de su cuello. Su contacto fue dejando un rastro de calor por su piel, que inmediatamente se extendió a todo su cuerpo. Los ojos se le cerraron como por voluntad propia, pero de pronto recordó quién era aquel hombre y qué hacía allí. No podía dejarse llevar por un gesto de ternura.

–¿Qué quieres? –repitió.

Entonces la sujetó por la barbilla para mirarla a los ojos.

–Quiero más de lo que puedo esperar tener –dijo–. Pero me conformaré con un par de cosas.

–No comprendo...

Él asintió, un gesto tan lento e intenso que ella casi no lo percibió.

–Sí. Yo tampoco estoy seguro de comprenderlo, Ángel.

Angie fue a preguntarle algo más, pero él bajó la mano y retrocedió, volvió junto a la mesa, recogió ambas copas y apuró la suya, no sin hacer después una mueca. Luego se acercó de nuevo a ella y le tendió su copa.

–Será mejor que te lo tomes –le dijo cuando ella negó con la cabeza–. Vas a necesitarlo.

Aunque la razón le dictaba que siguiera negándose, aceptó la copa, pero en lugar de tomar un sorbo, volvió a repetir la pregunta:

–Dime, ¿qué quieres de mí?

Él siguió mirándola y ladeó la cabeza, como si estuviera contemplándola tanto a ella como lo que tenía que decir.

–Quiero que elijas una fecha –le dijo con voz suave–. Una que nos venga bien a ambos.

Cuanto antes, mejor.

Angie sacudió la cabeza con la esperanza de acallar el zumbido que de pronto había empezado a reverberar entre sus oídos.

–¿Una fecha? –preguntó–. ¿De qué estás hablando?

–Una fecha para nuestra boda.

Ella se quedó callada un instante.

–Nuestra boda –repitió, convencida de que no podía haberle entendido bien. El zumbido de la cabeza era cada vez más ensordecedor–. ¿Me estás pidiendo que me case contigo?

Él volvió a acariciar su mejilla con el pulgar, una caricia algo áspera que le dio ganas de echarse a llorar.

–Ángel –dijo él en voz baja y seria–, voy a hacerte una oferta que no vas a poder rechazar.