Capítulo 7
Katie se estaba volviendo loca. No había salido del apartamento de Cooper desde hacía cinco días y, si no le daba pronto un poco de aire fresco, iba a terminar de volverse loca del todo.
Echaba de menos el simple acto de andar descalza sobre la hierba, almorzar fuera, bajo el toldo de algún pequeño café. Echaba de menos oír las voces de otras personas, ir al cine…
Y, sobre todo, echaba de menos que la tocara alguien más que un niño.
Además, ese apartamento era muy aburrido, una decoración muy simple y nada de libros ni revistas. Nada de recuerdos de viajes ni fotos.
¿Cómo podía él vivir en semejante sitio? Era como la habitación de un hotel.
Uno se podía ir de allí con sólo una maleta y no echar nada de menos.
Tal vez fuera por eso. Tal vez él no poseyera nada o guardara nada porque no quería sentirse demasiado atado a nada.
O tal vez no fuera capaz de hacerlo.
No supo por qué ese pensamiento la alteró tanto. La verdad era que ella ya tenía suficientes problemas en su vida como para andar preocupándose por los de los demás. Cuando arreglara los suyos ya vería lo que hacía con los de los otros.
—Andy, muchacho, ¿qué te parece si nos vamos a dar una vuelta? —le preguntó al niño.
Andy pataleó un poco y ella se tomó eso por una afirmación.
Se miró al espejo y decidió que estaba bien y, además, no se parecía demasiado a la mujer que William había visto hacía más de nueve semanas. Y, además ¿por qué la iba a buscar por ese barrio? No lo conocía ni ella misma, así que, razón de más para ir a explorarlo un poco.
Metió todo lo necesario en su bolsa habitual, colocó al niño en la mochila y se la echó a la espalda. Luego se aseguró de que tenía dinero suficiente para el autobús y el almuerzo y se dirigió a la puerta.
Dudó un momento antes de salir. No sabía por qué, pero después de haber estado tan cerca de Cooper últimamente le resultaba divertido ir a alguna parte sola.
Pero no estaba sola, pensó mirando hacia atrás. Aunque, por muy guapo que fuera su hijo, no sería de mucha ayuda si tenía problemas.
Eso era una tontería, pensó. Estaba completamente a salvo. La verdad era que tenía muchos más problemas permaneciendo en esa casa con Cooper que en cualquier otra parte. La forma en que la hacía sentirse… Las cosas que deseaba hacer con él… Los sueños que estaba teniendo por las noches…
Una noche de ésas, incluso había salido del dormitorio y se había acercado al sofá para verlo dormir. No supo lo que la había hecho hacer algo así, pero se había despertado en medio de un sueño en el que él era el protagonista, pero que no recordaba demasiado claramente cuando despertó y, por alguna razón, no había podido evitar ir a verlo.
Él estaba tumbado de espaldas, desnudo hasta la cintura y respiraba profundamente y ella se quedó fascinada por el vello rubio que cubría su pecho.
Tanto que fue a tocárselo, pero debió hacer algún ruido porque él se agitó de repente y se puso de lado. Un mechón de cabello rubio le cayó entonces sobre los ojos y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Katie se lo colocó en su sitio. Cooper suspiró en sueños y murmuró algo que ella no comprendió. En lo único que podía pensar era en lo mucho que deseaba tumbarse a su lado.
—Definitivamente tienes que salir un rato de aquí —se dijo a sí misma—.
Porque está claro que estás perdiendo la cabeza.
Sin pensárselo dos veces, salió de la casa y cerró la puerta. Sólo entonces se le ocurrió que no tenía llave. Sabía que Cooper volvería a casa del trabajo a las cuatro y media y ahora eran las dos. En la bolsa llevaba dos pañales, dos botellas de agua y Andy acaba de almorzar. Estarían bien durante ese tiempo.
Sin preocuparse por más, se dirigió tan contenta a la parada del autobús, lista para una aventura y feliz de estar viva.
Cuando Cooper abrió la puerta lo que le sorprendió fue el silencio.
Normalmente, cuando volvía a casa, Katie tenía puesto el equipo de música o estaba cantando y bailando.
Pero ahora el apartamento estaba en silencio, como antes de que Andy y Katie aparecieran de nuevo en su vida.
—¿Katie?
Cuando no recibió respuesta notó una sensación extraña.
—¿Katie? —repitió, pero tampoco obtuvo respuesta.
Se dirigió a su dormitorio. Allí estaba la bolsa de viaje de Katie y la manta de Andy. Sólo cuando vio que ella no había hecho la maleta y lo había abandonado se dio cuenta de que el pulso se le había acelerado notablemente. Cerró los ojos y respiró profundamente algunas veces para tranquilizarse.
Y se dijo a sí mismo que no tenía que dejarse llevar por el pánico.
Evidentemente, no parecía que nadie hubiera forzado la puerta y no había ninguna señal de que Katie hubiera sido coaccionada a irse. Pero ¿a dónde podía haberse ido?
Sin dejar de preguntarse eso, empezó a desnudarse y puso la radio.
Ya se había quitado la camisa y se había puesto los vaqueros cuando sonó el timbre de la puerta. Sin molestarse en abrocharse el botón superior, la abrió.
Katie estaba afuera, llevando a Andy en una mochila. Detrás de ella estaba un hombre grande y sudoroso que llevaba una mecedora sobre la cabeza.
—¡Hola, Cooper! —dijo ella entusiastamente en cuanto lo vio—. Lo siento, pero me olvidé de que no tengo llave y no me di cuenta hasta que no estuve fuera.
Entonces ella entró abriendo camino a su enorme compañero y le dijo:
—Puedes ponerla en el salón, Conrad.
—¿Conrad? —preguntó Cooper atontado.
El hombre entró y dejó la mecedora donde le había indicado Katie. Luego le ofreció la mano a Cooper.
—Conrad Di Stefano, antigüedades finas —dijo sonriendo.
Cooper aceptó la mano y, antes de que pudiera decir nada, Katie le dijo:
—¿No es maravillosa? La encontré en Pennsauken Mart. ¿Conoces ese sitio? Es increíble. Andy y yo nos hemos pasado dos horas allí y no lo hemos visto todo.
Conrad es uno de los vendedores. Tiene una magnífica tiendecita de antigüedades y yo me enamoré de esta mecedora. Es casi igual a una que tenía mi abuela cuando yo era niña. Me la ha dado por una canción.
—Y ¿cuánto es eso? —preguntó Cooper.
Ella pareció extrañada y luego sonrió.
—No, quiero decir que, de verdad, me la ha dado por una canción.
Literalmente.
— Polvo de Estrellas —dijo Conrad—. Siempre ha sido una de mis favoritas. La bailé con mi Ginny el día de nuestra boda, hace cuarenta y seis años. Katie la cantó muy bien.
—¿No es una dulzura? —dijo ella.
—Por supuesto —añadió Conrad—, cuando me dijo que no tenía una mecedora para ese hijo suyo, bueno… yo pensé que era un crimen. Ginny y yo hemos acunado en nuestra mecedora a cada uno de nuestros seis hijos.
—¿Seis? —preguntó Cooper incrédulamente.
Conrad asintió y dio un puñetazo en el aire.
—Eso es. Todos son ingenieros ahora. Por supuesto, estaría bien que no se tomaran tan en serio su trabajo todo el tiempo, me gustaría tener cerca a un par de nietos. Pero supongo que tengo que respetar su forma de vida. Por lo menos Mickey y su Laura están hablando de ello ahora, así que, tal vez para navidades tengamos alguna noticia. ¿Quién sabe?
El surrealismo del momento estaba dominando a Cooper y lo único que pudo hacer fue murmurar:
—Um… debe… debe estar muy orgulloso.
—Eso es. Lisa es ingeniero aeronáutico, Benny ingeniero mecánico. Pauli de obras públicas y Mindy, la pequeña es…
—Um, no se ofenda, señor Di Stefano, pero…
—Llámame Conrad, por favor.
—No te ofendas, Conrad, pero Katie y yo deberíamos…
—No me digas más —dijo Conrad levantando una mano—, de todas formas yo he de volver ya a la tienda. Gracias, Katie.
—Oh, no Conrad, gracias a ti —dijo ella—. A ti y a Ginny. Asegúrate de que se cuida esa pierna, ¿de acuerdo?
—Lo haré. Trae pronto otra vez a la tienda a ese hijo tuyo, ¿quieres?
Cuando estuvieron solos Cooper la miró fijamente por un momento y ella le devolvió la mirada.
—Bueno, ¿qué? —le preguntó ella por fin.
—¿A qué ha venido todo esto?
—¿A qué te refieres?
—A cómo has pasado la tarde.
—Me fui de compras.
—Te fuiste de compras…
Ella asintió.
—Sí. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
¿Que qué tenía de malo? Tenía de malo que él había vuelto a casa del trabajo y se había quedado aterrorizado cuando vio que se había marchado. Tenía de malo que cuando estaba empezando a pensar que algo terrible le había sucedido a ella y a Andy, había aparecido por la puerta con su nuevo amigo como si no pasara nada.
Y tenía de malo que había llevado un mueble a su apartamento que no tenía que estar allí. Y lo que realmente tenía más de malo era que a él no le importaba nada que hubiera una mecedora, nada menos, en medio de su salón.
—Um… ¿Haces estas cosas a menudo?
Ella siguió mirándolo claramente extrañada.
—¿Qué clase de cosas?
—Hacer amistad con desconocidos.
Katie se encogió de hombros, no muy segura de que le gustara el tono de su voz. Evidentemente, por alguna razón, él estaba enfadado con ella, pero no podía comprender por qué, no había hecho nada malo.
La verdad era que no se había parado a pensar que aquella no era su casa. Que no tenía casa. Hasta ahora.
—Bueno, no exactamente —dijo—. Quiero decir que Conrad y Ginny no me parecieron unos desconocidos cuando empecé a hablar con ellos. Eran realmente agradables y…
Quiso decirle a Cooper que esa pareja le había recordado a sus padres y que la visión de esa mecedora la había llevado a los días de su infancia en Kentucky, en una época en que su vida había sido sencilla y feliz. Había pasado mucho tiempo desde que alguien se había mostrado así de amable con ella.
Pero no se lo dijo y continuó suavemente:
—La mecedora no me ha costado nada. Y la puedo utilizar. Es difícil acunar a Andy en tu cama y no ocupa mucho sitio, además de no hacer ningún ruido.
Probablemente ni te des cuenta de que está aquí.
Él la miró en silencio por un momento, con los brazos en jarras. La visión de su torso desnudo empezó a producirle cosas raras a ella. Luego él se llevó una mano a la cara y se frotó la barbilla.
Finalmente, le preguntó:
—Y ¿qué piensas hacer con ella cuando llegue el momento en que tengas que marcharte?
Sólo entonces se dio cuenta Katie de lo que había hecho. No había tenido en cuenta ni por un momento que pronto tendría que marcharse de allí. Entonces comprendió por qué estaba él enfadado. Estaba claro que pensaba que al llevar esa mecedora a su casa era una especie de petición para quedarse allí indefinidamente. Y
le había dejado muy claro en más de una ocasión que su presencia allí era sólo temporal.
—Te la puedes quedar cuando me marche —dijo suavemente—. De todas formas, no te vendrían mal un par de muebles más. No te ofendas, Cooper, pero tu apartamento no es el lugar más acogedor del mundo.
—No la quiero.
—Entonces la puedes vender. O guardármela hasta que yo encuentre un sitio donde quedarme.
Por la expresión del rostro de él, ella se dio cuenta de que no le gustaba tampoco esa idea. Pero no dijo nada. Andy empezó a agitarse entonces y ella pensó que debía tener hambre. Pero se quedó allí, mirando a Cooper, deseando que las cosas fueran diferentes entre ellos. Finalmente, el niño se puso a llorar.
—Tengo que cambiarle los pañales y darle de comer —dijo mientras lo sacaba de la mochila—. Perdona.
Se metió entonces en el dormitorio y cerró la puerta. Acababa de cambiarle los pañales y se estaba preparando para alimentarlo cuando oyó un leve golpe en la puerta.
—¿Sí?
La puerta se abrió lentamente y Cooper apareció llevando la mecedora. Sin decir nada la dejó al lado de la ventana de modo que quien se sentara en ella pudiera mirar al exterior, al parque. Luego se enderezó y miró a los ojos a Katie. Por último, sin decir nada, salió de la habitación, cerrando la puerta tras él.
Katie lo observó con una mezcla de un montón de emociones bullendo en su interior. Luego continuó con los preparativos para dar de mamar a su hijo y se preguntó cómo iba a poder olvidarse de Cooper cuando llegara el momento en que Andy y ella se tuvieran que marchar.
Tronaba fuertemente en el exterior y Cooper se dio la vuelta en el sofá para ver cómo las gotas de lluvia se estrellaban contra la ventana. Se había despertado hacía media hora cuando oyó a Andy llorar de hambre y no había podido volver a dormirse. La tormenta había empezado entonces, pero no le importaba porque siempre le habían gustado, cuanto más violentas, mejor. Le parecía bien que hubiera algunas cosas fuera del control humano y que lo seguirían estando por mucho que se empeñaran.
Entonces oyó un leve ruido cerca. Aprovechó el resplandor de un relámpago y vio a Katie de pie en la puerta del dormitorio. En esas fracciones de segundos vio que llevaba una camisa suelta de hombre con las mangas enrolladas hasta los codos y que le llegaba apenas a medio muslo. Luego, por suerte, la oscuridad volvió y se pudo decir a sí mismo que sólo se había imaginado el terror que había visto en sus ojos.
—Odio las tormentas —susurró ella cruzándose de brazos y frotándose los hombros nerviosamente—. Me dan mucho miedo.
Cooper se sentó en el sofá y se colocó mejor la sábana rodeándole la cintura.
—¿Por qué?
Katie se acercó entonces, pero aceleró el paso cuando retumbó otro trueno.
—No lo sé. Siempre lo he tenido. Todo ese poder desatado. Todo ese viento que desafía cualquier control…
Él sonrió.
—Yo estaba pensando en que precisamente eso es lo que me gusta de las tormentas.
—Bueno, a mí no.
Se quedó allí, mirándolo, deseando claramente que él le dijera que se sentara a su lado, lo que él sabía que era lo último que debía hacer. La noche era oscura, tormentas, romántica…
—Entonces, ¿quieres quedarte aquí un rato mientras pasa? —se oyó decir a sí mismo.
Ella asintió vigorosamente.
—Sí…
Cooper se tumbó de nuevo y le hizo sitio en el sofá. Ella lo aceptó inmediatamente y se hizo una pelota.
—Gracias —dijo ella.
—De nada.
En vez de aplacarse, la tormenta aumentó de fuerza y Cooper se dio cuenta de que el temor de ella aumentó de la misma forma. Empezó a agitarse y a murmurar una canción.
—¿De verdad que te gustan las tormentas? —le preguntó ella incrédulamente.
—Sí. Ya ti, ¿de verdad que te dan miedo?
—Sí.
—Entonces supongo que está bien que estés aquí y no ahí fuera, en la calle.
—Eso supongo.
A pesar de lo inapropiado del momento, Katie miró de reojo a Cooper. Sabía que él dormía sólo con los calzoncillos y se preguntó si no lo haría porque ella estaba en su casa.
Lo mismo que cuando lo fue a ver furtivamente hacía unas noches, se quedó fascinada por la mata de vello rubio que le cubría el pecho, por no mencionar al pecho en sí mismo, sólido y musculoso. La parte superior de la sábana le llegaba hasta arriba del ombligo, pero sabía que su vientre era plano y fuerte también y estaba llamando a gritos a su mano para que se lo acariciara.
Katie tuvo que contenerse y apartó la mirada de mala gana para quedarse mirando la oscuridad de la habitación.
—Lo he visto —dijo él tranquilamente entonces.
Una llamarada de calor se encendió en el cuerpo de ella y se extendió hacia algunas partes de su cuerpo que no necesitaban en absoluto de ese calor.
—¿Qué has visto?
—Esa no demasiado sutil inspección que acabas de hacerme.
—No sé de lo que me estás hablando.
—Déjalo ya, Katie. No va a desaparecer.
Ella se volvió y lo miró de lleno.
—¿Qué no va a desaparecer?
Él agitó la cabeza lentamente, como si realmente no quisiera decir lo que le iba a decir.
—Incluso antes de que aparecieras aquí… incluso desde la misma noche en que nos conocimos, ha habido algo ardiendo en el ambiente entre nosotros. Si lo niegas, diré que eres una mentirosa; y sabes que tengo razón.
Ella se sentó entonces y, levantando las rodillas, apoyó la barbilla en una de ella sin dejar de mirarlo.
—De acuerdo, lo admito. Creo que eres muy atractivo.
—Y yo creo que tú también lo eres.
Ese calor que ella sentía en su interior se hizo más fuerte y se humedeció los labios sin saber lo que decir. Por lo que Cooper sabía, ella era una mujer casada. Le había dicho que eso era lo único que lo mantenía a distancia y, esa distancia era de lo más tenue. ¿Qué sucedería si ella le diera las explicaciones que le había pedido desde el principio y le hacía saber que no estaba casada? ¿Qué sucedería si él descubría que no tenía ninguna atadura, ni emocional, ni legal ni nada con ningún otro hombre?
¿Qué sucedería si supiera que ella estaba dispuesta y libre para lo que fuera? Se dijo a sí misma que no tenía que ser idiota. Sabía muy bien lo que sucedería. Y lo disfrutaría con ganas.
—Cooper —empezó, no muy segura todavía de lo que le iba a decir.
Pero él la cortó antes de que lo pudiera hacer.
—Espero que te des cuenta del tremendo esfuerzo que estoy haciendo para que ese marido tuyo no pueda acusarte de adulterio y para que los dos podáis resolver vuestras… dificultades maritales aunque sea con un divorcio. Pero ya ves, es que yo soy así.
—Cooper…
—Quiero decir, amable. Cariñoso. Decente. Esas cosas.
—Cooper…
—Yo diría que es una suerte. De otra forma, probablemente me estaría metiendo en este mismo momento en algo en lo que no debiera meterme. ¿No dirías tú eso?
Katie supo que tenía que decirle que lo olvidara. Mejor aún, tenía que levantarse en ese mismo instante y volverse al dormitorio, donde Andrew dormía tan profundamente. Supo que no tenía que decirle lo que realmente quería decirle.
De todas formas, las palabras le salieron de la boca por sí solas.
—Él no es mi marido.