Capítulo 1
Era una ventisca de proporciones enormes, incluso para lo habitual en el noroeste. Cooper Dugan trató de ver algo a través de la nieve que cubría el limpiaparabrisas y cambió a primera velocidad. El frío viento de marzo se colaba fácilmente por las puertas y ventanas de plástico del Jeep, dejándole aún más helada la nariz y adormeciéndole los dedos.
Tomó como pudo el termo de café que había estado sujetando entré las rodillas y desenroscó la tapa. Luego bebió directamente del termo. El café estaba más caliente de lo que se había esperado y se quemó la boca, haciendo que una buena parte del mismo se le derramara por encima. Maldijo con ganas y se limpió la cara con el dorso de la mano.
—Vaya una forma de pasar una noche de sábado —murmuró.
Se recordó a sí mismo que se suponía que ése era su fin de semana libre.
Incluso, en ese mismo momento, debía estar con una chica, una nueva enfermera de cardiología, morena y muy guapa. Se suponía que debía estar pasándoselo bien después de dieciocho días sin parar. Y allí estaba él, haciendo de buen samaritano respondiendo a una llamada de socorro del alcalde de Brotherly Love, que ni siquiera le iba a pagar por aquello.
Pero no era su culpa el que los tipos del tiempo hubieran subestimado lo que estaba resultando la peor tempestad de nieve de la historia del estado de Pensylvania
¿no? No era su culpa que le dijeran cuando llamó al servicio meteorológico que podía ir al norte sin problemas. Y tampoco era su culpa, ni su problema, que un grupo de ciudadanos locales tuvieran problemas para conseguir la atención médica diaria que necesitaban.
Ni siquiera vivía en Philadelphia. Era un chico de Jersey desde siempre.
Entonces, ¿qué demonios estaba haciendo allí, helándose y luchando por mantener en la carretera ese Jeep, derramándose el café por encima?
Se dijo a sí mismo que la próxima vez dejaría que fuera otro el que hiciera esas cosas. La próxima vez que un ayuntamiento hiciera un llamamiento público pidiendo que todo aquel que tuviera un todo terreno y conocimientos de primeros auxilios fuera a su pueblo, preferiría que eso sucediera en las Barbados.
—¿Cooper, querido, estás todavía ahí?
Esa voz surgió de la radio que había dejado en el asiento de al lado y, sin apartar la mirada de la carretera, la tomó con una mano.
—Sí, Patsy, sigo contigo —respondió después de apretar el botón correspondiente.
—¿Por dónde andas?
—No tengo ni idea.
—Bueno, dame una estimación.
Cooper suspiró, casi detuvo el Jeep y vio unas casas dando a lo que parecía una calle.
—Creo que estoy en Chesnut Hill. Eso parece. Por lo menos hay algunos árboles. ¿En qué otra parte del centro de una ciudad iba a ver árboles?
—Por lo que dices, debe serlo. De acuerdo, perfecto, Cooper, tengo otro mensaje para ti. No entiendo muy bien la letra, pero parece que tienes un paciente con prisa, un chico de dieciséis años que no ha podido hacer su diálisis esta tarde. Será mejor que llegues pronto allí.
—Pronto —murmuró para sí mismo—. Sí, claro.
Estaba muy cansado y notaba la falta de sueño.
Ese mismo día había llevado a un niño de cuatro años al hospital con una pierna rota, y no había parado de llorar en todo el camino. Luego había resucitado a una anciana de ochenta años que había sufrido un ataque al corazón y había llevado medicinas a cuatro personas dispersas por toda la ciudad. Incluso había llevado a un perro al veterinario.
Al parecer, lo peor de esa tormenta era la desorganización que había causado.
—Patsy —dijo tan pacientemente como pudo—. Lo de llegar pronto no es una opción en este momento. Tal como está nevando, tendré suerte si puedo llegar mañana al amanecer.
—Pero llega.
La mujer estaba evidentemente tan cansada como Cooper. Le dio una dirección que él esperó poder recordar, ya que no había manera de apuntarla.
Tardó casi media hora en llegar a una calle que estaba a sólo una manzana de donde le había dicho Patsy. Por fin encontró la casa en cuestión, aparcó en medio de la calle sin preocuparle si alguien chocaba contra su coche. Al fin y al cabo, en una noche como ésa, sólo salían los idiotas como él.
Tomó el botiquín que siempre llevaba con él y abrió la puerta. Se echó sobre la cabeza la capucha de la sudadera que llevaba bajo la chaqueta, se abrigó todo lo que pudo y luego corrió hacia la casa.
Katherine Winslow estaba haciendo la maleta para hacer un largo viaje a cualquier parte salvo a donde estaba, cuando rompió aguas. Tragó saliva cuando sintió como el líquido le corría por las piernas y se quedó mirando desmayadamente el charco que se estaba formando a sus pies. Aquello había sido un embarazo complicado y, para terminar, el parto se presentaba con tres semanas de antelación y en medio de la peor tormenta de nieve en la historia de Pennsylvania. Además, acababa de descubrir que su marido no había resultado ser lo que decía que era, incluyendo su marido.
No hay nada mejor que el que te aparezca la esposa de un hombre en tu puerta para darse cuenta de que ella no lo era.
Ahora, Katherine estaba tumbada hecha un ovillo en la gran cama que había estado compartiendo con un desconocido desde hacía meses, apretándose el vientre mientras la recorrían espasmos de dolor y no tenía ni idea de qué hacer.
Pensó que William sí lo sabría. Si estuviera en casa en vez de viajando por negocios o, por con lo que le había dicho a ella que eran negocios, sabría que hacer.
La estaría cuidando como lo había hecho desde que se habían conocido. Como se supone que tiene que hacer un marido con su esposa.
Pero William no era su marido, se recordó a sí misma mientras le venía otra contracción. Él no le había dicho que ya estaba casado con otra mujer, ni siquiera cuando se habían casado en Las Vegas hacía casi un año.
Pero él sí que era una cosa, el padre de su hijo. Un niño que, si podía evitarlo, nunca conocería a su padre. Pero, al parecer, William tenía otra idea.
En ese momento era el menor de sus problemas. Llevaba horas de parto y no tenía ni idea de lo que hacer. William no había querido que fuera a un cursillo de preparto, le había dicho que tendría los mejores médicos y enfermeras que ya sabrían lo que hacer. De todas formas; ella había leído algunas cosas por su cuenta, pero ahora no podía recordar nada.
Pensó que debía llamar a alguien y miró el teléfono de la mesilla de noche. Pero los pocos amigos que tenía en Philadelphia lo eran de William antes que de ella. Si los llamaba, él se enteraría inmediatamente del nacimiento de su hijo, allá donde estuviera. Y entonces, ese hombre que no era su marido, iría corriendo a su lado, que era el último lugar donde quería encontrárselo.
Entonces, para empeorar las cosas, las luces parpadearon y luego se apagaron definitivamente.
Se giró al otro lado y deseó poder despertarse de lo que le estaba empezando a parecer una pesadilla terrible. Por primera vez, tuvo miedo. Y no sólo de que algo fuera mal con el niño, sino de pasar sola el resto de su vida, de haberlo arruinado todo irreparablemente.
Se puso las manos en el vientre, como si quisiera abrazar a su hijo aún no nacido.
—Lo siento —susurró entre lágrimas—. Lo siento mucho.
Cooper llamó a la puerta con el puño por tercera vez, maldiciendo a Patsy por haberle dado la dirección equivocada. Iba a llamar otra vez, cuando sonó la radio que llevaba en el bolsillo.
—¿Cooper?
Él la sacó y se la llevó a la oreja.
—¿Sí?
—Um, lo siento chico, pero creo que te he mandado a un lugar equivocado.
Cooper le soltó entonces todas las palabrotas y maldiciones que conocía, y algunas más que se inventó. Luego respondió más calmadamente:
—¿Qué?
—Uh, sí. Esas notas de diálisis eran para esta tarde y el chico ahora ya está de vuelta en su casa, a salvo. Lo siento, no tenías que estar ahora donde estás.
Cooper estuvo a punto de mostrarse de acuerdo con ella, de decirle que donde debería estar él era entre los brazos de una chica y con una copa de un brandy muy caro y caliente entre las manos. Entonces oyó un débil pero inequívoco grito femenino al otro lado de la puerta.
Puso la mano inmediatamente en el picaporte y trató de abrirlo, pero no giró.
Otro grito y, sin pensarlo más, tomó el botiquín metálico y golpeó con él el picaporte hasta que logró abrirlo, no sin destrozarlo antes.
Dentro de la casa estaba oscuro y sólo el reflejo de una farola de la calle impedía que estuviera aquello negro como la boca del lobo. Más allá de su campo de visión, alguien gritó de nuevo. Cuidadosamente, avanzó unos pasos.
—¿Hola? —dijo—. ¿Quién está ahí? ¿Está bien?
Sólo se oyó un gemido.
—¿Hoola? No tenga miedo, soy enfermero. Puedo ayudarla.
Al principio pensó que la mujer había dejado de respirar, por lo silenciosa que se había quedado la habitación. Se bajó la capucha y se pasó una mano por el cabello rubio.
Por fin, una leve voz femenina lo llamó desde el otro lado de la habitación.
—¿Pue… puede ayudarme?
Cooper avanzó unos pasos más en dirección a donde venía la voz.
—Sí, puedo ayudarla. Sólo dígame dónde está.
—Ayúdeme… Por favor.
Cooper abrió el botiquín y sacó una linterna. Por fin el haz dio en una mujer que estaba tirada en una esquina. Era morena y tenía el cabello empapado de sudor, a pesar del frío que hacía allí. Lo estaba mirando con unos ojos grises llenos de terror.
Y, evidentemente, estaba de lo más embarazada.
—Oh, no —murmuró Cooper—. No, no, no. Esto no. Cualquier cosa, menos esto.
La mujer levantó una mano.
—Ayúdeme —susurró—. Por favor. Mi hijo… Ayude a mi hijo.
Magnífico, pensó él. Aquello era magnífico. Con la mala suerte que tenía, iba a tener que enfrentarse a un parto doméstico. Porque no había manera de poder llevar a aquella mujer al hospital. Sólo había una cosa peor que un parto en casa: un parto en la parte trasera de un Jeep inmovilizado por una tormenta de nieve.
Suspiró resignadamente, dejó el botiquín en una mesita cercana y miró de nuevo a la mujer.
—¿Está sola? —le preguntó.
—Mi marido no está… en la ciudad.
—No creo que la pueda llevar a tiempo al hospital, así que parece que va a tener que dar a luz aquí mismo. ¿Le parece bien?
Ella asintió débilmente, pero no dijo nada.
Cooper fue entonces a cerrar la puerta y, de paso, vio una chimenea. Se dio cuenta de que ya estaba preparada para arder con sólo encenderla, lo que proporcionaría un calor de lo más bienvenido. Encontró una caja de cerillas, encendió una de ellas y, al cabo de unos momentos, las llamas empezaron a iluminar aquello.
Luego se dedicó de nuevo a la mujer.
—Muy bien —le dijo—. Así está mejor. Vamos a tener que dar a luz aquí mismo, dado que supongo que no hay calefacción en toda la casa. Vamos a necesitar unas toallas limpias y agua… Creo que yo traigo todo lo demás en el botiquín. Así que ¿dónde tiene esas cosas y dónde me puedo lavar?
Katherine miró a esa gran aparición que había surgido de la nada y se sintió cualquier cosa menos aliviada. Por lo poco que había podido ver de él a la luz de la linterna y ahora de las llamas, sólo sabía que era grande, ancho y rubio. Su voz, rica y masculina, no era nada consoladora, no reflejaba para nada que él estuviera asustado o impresionado. Pero le había dicho que era enfermero, y eso significaba que debía saber algo de cómo nacen los niños, ¿no? Ciertamente, más que ella sí.
Cuando volvió ese hombre, ella estaba tratando de ponerse en pie, él vio sus intenciones y la ayudó a levantarse y la instaló en el sofá. De nuevo, ella se quedó impresionada por su tamaño y solidez. Se dijo a sí misma que, si fuera inteligente, tendría miedo de él. Pero lo cierto era que ella nunca había sido muy inteligente en lo que se refería a los hombres y, además, a ese tipo lo que menos le podía apetecer, teniendo en cuenta el estado lamentable en que se encontraba ella, sería violarla. Así que, a pesar de todo, ese hombre no la asustó nada.
—¿De dónde ha salido usted? —logró preguntarle entonces—. ¿Cómo ha sabido que estaba aquí? ¿Lo… lo ha mandado William?
El hombre le estaba dando la espalda y estaba sacando cosas de lo que parecía un botiquín muy completo.
—¿Quién es William?
—Mi… mi marido. ¿Lo ha…? ¿Está usted aquí porque lo ha mandado él?
El hombre agitó la cabeza sin mirarla.
—No. Ha sido sólo cosa de suerte. Pura suerte, ¿desde hace cuánto tiempo que no hay luz?
Entonces Cooper se volvió hacia ella.
Katherine se puso una mano en el vientre cuando le llegó otra contracción, pero menos intensa.
—No lo sé. Todavía era de día cuando rompí aguas, sobre las cuatro o cuatro y media. ¿Qué hora es ahora?
El hombre se iluminó el reloj con la linterna.
—Las nueve. ¿Lleva cinco horas de parto?
Katherine lo pensó por un momento. Los dolores no habían empezado realmente al mismo tiempo de la rotura de aguas, pero no podía recordarlo.
—No lo sé.
El hombre se puso de rodillas a su lado. Eso le permitió a ella darse cuenta de que, además, tenía los ojos verdes. Y unos labios que, además de ser hermosos eran muy, muy masculinos.
Él empezó a extender la mano hacia ella, luego pareció pensárselo mejor y se la apoyó en una rodilla.
—¿Cómo se llama? —le preguntó.
Ella fue a decirle la verdad, pero entonces se dio cuenta de que, la verdad era una mentira. Ella no era Katherine Winslow. Eso lo había sido cuando se casó con William, pero como esa boda había sido una farsa, no tenía ni idea de quien era ahora.
—Me llamo Katherine Brennan.
Así era como se había llamado en otra vida, hacía siglos. Ahora bien podía volverse a llamar así.
—Katie Brennan —repitió el hombre.
Entonces él sonrió y, por primera vez en lo que le pareció mucho tiempo, se sintió aliviada. Ésta vez, cuando él extendió su mano hacia ella, se la tomó.
—Encantado de conocerte, Katie —dijo—. Yo soy Cooper Dugan. Como te he dicho, soy enfermero. Pero he de serte sincero, nunca antes he ayudado a dar a luz.
Sé lo que hay que hacer, bastante bien, pero nunca lo he hecho…
Se calló cuando vio que ella parecía preocuparse.
—¿Es éste tu primer hijo?
Ella asintió, sintiéndose un poco menos aliviada ahora.
Cooper asintió.
—Entonces, supongo que ya tenemos algo en común.
Ella fue a decir algo más cuando los dolores la asaltaron de nuevo, con más intensidad incluso que antes. Gritó, apretando la mano que Cooper le había ofrecido.
Iba a ser una noche muy larga.
No se dio cuenta de que eso lo había dicho en voz alta hasta que Cooper asintió y le dijo:
—Sí, lo va a ser con toda seguridad.
Ella lo miró cuando tomó su chaqueta, se sacó del bolsillo una radio y llamó.
—Patsy —dijo suspirando—. Soy Cooper. Será mejor que me saques de la lista de rondas. Voy a estar… er, no disponible durante un rato.