Capítulo 4

Normalmente Cooper no tardaba nunca mucho en salir de los supermercados.

Trataba de permanecer en esos lugares el menor tiempo posible, ya que no podía soportar las legiones de lentas y parlanchinas amas de casa y sus hijos gritones que suelen llenarlos.

Pero hacía ya un tiempo que no se sentía precisamente normal, así que no se puso nervioso cuando se colocó a la cola de la caja, detrás de una chica rubia. Y no era por las bonitas piernas que asomaban por debajo de los vaqueros cortados ni por su rubia melena. Lo que le estaba llamando la atención era el niño que llevaba esa chica en el carrito.

No tenía ni idea de la edad que podría tener, ni de su sexo. Bien podía ser un niño de dos semanas o una niña de siete meses. La verdad era que, hasta ese día, la única vez que había estado así de cerca de un niño fue esa noche en que ayudó…

No iba a pensar en eso. No iba a pensar en Katie y Andrew Brennan y en el hecho de que ambos no paraban de aparecer en sus sueños desde hacía un par de meses. No iba a pensar en cuando volvió a casa de Katie y se la encontró habitada por una pareja de ancianos que decían que vivían allí desde hacía años y que nunca habían oído hablar de una familia que se llamara Brennan.

Tampoco iba a pensar en cuando descubrió que no había ningún Brennan en la guía telefónica de Philadelphia que viviera en ese pueblo. Ni tampoco en la razón por la que Katie hubiera dejado en el hospital una dirección falsa en Las Vegas. Y

tampoco iba a pensar en que no tenía ni la menor esperanza de volver a encontrarse con ella para pedirle respuestas a todas las preguntas que lo atormentaban.

En vez de eso, centró su atención en el niño del carrito, que le devolvió la mirada sin parpadear, con unos enormes ojos castaños. Entonces el niño sonrió ampliamente y le sacó la lengua.

Eso hizo que Cooper se riera. No se dio cuenta de que lo había hecho hasta que la rubia se volvió y empezó a reírse también.

—Le cae bien —le dijo ella—. Normalmente no sonríe de esa forma a los desconocidos.

—Es un niño, ¿no?

La chica asintió.

—Lo era la última vez que le cambié los pañales.

Cooper sonrió.

—¿Qué edad tiene?

—Cumplirá cinco meses la semana próxima.

—Es guapo.

—Sí, yo también lo pienso.

—¿Da muchos problemas?

La mujer se rió.

—Oh, sí. Mientras estaba embarazada, todos nuestros amigos no paraban de decirme que no me podía imaginar lo mucho que me iba a cambiar la vida cuando lo tuviera. Y mi marido y yo les respondíamos que ya lo sabíamos, que estábamos preparados para ello. Pero no teníamos ni idea. No se puede ni imaginar lo que te cambia la vida tener un hijo.

Cooper asintió.

—Pero merece la pena —continuó ella—. Es maravilloso. Tampoco se puede ni imaginar eso hasta que no se tiene un hijo.

—Sí, tal vez…

—¿Está pensando en tener uno usted?

Él agitó la cabeza resueltamente.

—No. Sólo era curiosidad.

Ella se volvió a reír.

—Mejor tenga cuidado. Eso era lo que yo solía decir.

Luego la chica se volvió y salió por la puerta.

Cooper la vio marcharse, pensando por primera vez en su vida que alguien podía tener un hijo y seguir siendo atractiva e interesante, además de seguir teniendo sentido del humor. Hasta entonces se había imaginado que eso de tener un hijo conllevaba casi inmediatamente ganar peso, quedarse calvo y volverse un señor mayor con todas las de la ley. Pero allí estaba esa chica, con la que, si no estuviera casada, bien podía haberle pedido que saliera con él. Parecía una chica… divertida y muy sexy.

Una vez en su casa seguía pensando en esas cosas cuando llamaron a la puerta, la abrió y se encontró de golpe con Katie Brennan al otro lado.

Así, de repente.

Por un momento sólo pudo mirarla, pensando que era una alucinación, un efecto de la luz, un espejismo. Pero no lo era, porque si lo fuera, tendría el mismo aspecto de la última vez que la vio y esa Katie era completamente distinta de la que había conocido hacía dos meses.

Estaba mucho más delgada, demasiado. Y su cabello era un poco más largo y le faltaba el brillo y la suavidad de antes. Estaba más pálida y tenía unas profundas ojeras, haciendo que sus ojos grises parecieran aún más grandes.

Parecía más agotada que la última vez que la vio. Más frágil, más nerviosa.

Cooper sólo pudo apenas creerse la buena suerte que estaba teniendo al volver a encontrarse con ella.

Por un momento sólo la miró a ella, pero luego vio el niño que llevaba en brazos. Mientras que Katie parecía haberse deteriorado mucho, Andrew tenía un aspecto inmejorable. Era como si el niño se hubiera quedado con toda la vitalidad de Katie, como si ella se lo hubiera dado todo.

El bebé miró a Cooper con sus ojos grises y luego le dedicó de nuevo su atención a su madre. Cooper no sabía demasiado de niños, pero hubiera jurado que Andrew estaba preocupado por ella.

—Ayúdame.

Esas fueron las primeras palabras de Katie, las mismas que dijo cuando se la encontró en esa noche tormentosa.

Le estaba pidiendo ayuda para ella, pero él estuvo seguro de que lo hacía por su hijo.

—Katie…

Pero le fallaron las palabras. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía decirle un hombre a una mujer con la que había pasado una noche espantosa, cuando había compartido con ella el nacimiento de su hijo? ¿Qué podía decirle a una mujer que lo había hecho figurar como el padre de su hijo a pesar de que eran unos completos desconocidos?

¿A una mujer que había desaparecido sin dejar rastro? ¿A una mujer que había atormentado sus sueños desde entonces? ¿Una mujer que había vuelto su vida cabeza abajo y había hecho que él se replanteara su vida seriamente?

—Cooper, por favor…. Tienes que ayudarme. Que ayudarnos. Andy y yo…

Luego, sin esperar respuesta, recogió la bolsa que tenía en el suelo y entró en el apartamento.

—Tenemos problemas —añadió ella—. Grandes problemas. Tienes que ayudarnos.

Todavía atontado, Cooper cerró la puerta, se volvió hacia ella y le dijo:

—Vaya, cuanto tiempo… ¿Cómo estás Katie? ¿Qué hay de nuevo?

—Yo… Cooper… Andy y yo… Nosotros…

Ahora fue el turno de que le fallaran las palabras a ella. Dejó la bolsa en el suelo y se acomodó mejor al niño. Cooper se acercó unos pasos sin darse cuenta siquiera de que se estaba moviendo. Luego se detuvo.

—Oh, ¿dónde está mi buena educación? —dijo él dándose una palmada en la frente—. ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Café? ¿Un refresco? ¿Apoyo con el niño?

Ella suspiró y se llevó una mano a los ojos.

—Te estás refiriendo a lo del certificado de nacimiento de Andy, ¿no? Mira, eso te lo puedo explicar…

—Oh, ciertamente, eso espero. No todos los días eres padre. Sobre todo después de una noche con la madre. Noche que incluye traer al mundo al niño, en vez de fabricarlo…

—Cooper, no entiendes…

—Es cierto, no entiendo. Y me has dicho que lo puedes explicar, así que…

espero esa explicación.

Pero Katie se limitó a seguir mirándolo en silencio. Por fin, le dijo:

—¿Te importa si me siento? Estoy realmente cansada.

Él le señaló el sofá.

—Ponte cómoda. Después de todo, al fin y al cabo, eres la madre de mi hijo.

Ella agitó la cabeza y, en vez de sentarse, se inclinó y abrió la bolsa. Sacó una manta de colores que extendió en el suelo y dejó allí a Andy con sumo cuidado.

Luego le colocó al alcance algunos juguetes y siguió sin decir nada.

Cooper se sentó en una silla y se dedicó a observarlos todavía anonadado por todos esos sucesos.

Cuando levantó la cabeza, que había tenido oculta por el cabello, Cooper vio que estaba llorando en silencio.

Algo se agitó en su interior.

—Katie —dijo por fin suavemente—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Cuando ella lo miró, lo hizo con una expresión de sorpresa, como si se le hubiera olvidado dónde estaba y con quién. Se enjugó las lágrimas y se incorporó.

—Llevo tratando de localizarte desde hace una semana —le dijo ella agitadamente—. No puedo seguir sola con esto por más tiempo.

—¿Con qué?

En vez de responder, ella volvió a mirar a su hijo y continuó.

—Tenía que encontrar a alguien en quien pudiera confiar. Pero no tenía a nadie.

Luego pensé en ti y pensé que sólo podía confiar en ti, que tú querrías ayudarnos a Andy y a mí.

Cooper la miró a la mano izquierda. Seguía llevando la alianza.

—¿Y tu marido? ¿No debería ser la persona en quien tendrías que confiar cuando estás en problemas? ¿Es que no te puede ayudar?

Kate levantó de nuevo la cabeza y, por un breve instante, una dureza repentina se reflejó en su mirada.

—No, no puede.

—¿Por qué no? ¿Dónde está?

Lo último que quería Katie era revelarle a Cooper lo idiota que había sido ella en lo que se refería a William. Y también estaba la pequeñez de que, a pesar de que había ido en busca de su ayuda, realmente no estaba segura del todo de que pudiera confiar por completo en Cooper. Después de esos dos meses que había pasado correteando por ahí, había averiguado que no estaba mal ser un poco paranoica cuando tienes a alguien siguiéndote los pasos.

Bien pudiera ser que Cooper estuviera también relacionado con William.

Después de todo, había sido muy oportuna su aparición y ella no había llamado a nadie. ¿Cómo podía saber si él no había llamado a William tan pronto como salió del hospital?

Pero de todas formas, no tenía a nadie más a quien recurrir y, en lo más profundo de su corazón, pensaba que podía confiar plenamente en ese hombre. Por lo menos eso había pensado cuando se le ocurrió que no sería mala idea ir en su busca.

Por supuesto, no tenía que darle inmediatamente la respuesta que él le pedía con respecto al paradero de su marido. Así que le soltó lo primero que se le ocurrió.

—Está en Tahití. Por negocios. En un viaje muy, muy largo. Y no volverá hasta fin de mes. Así que tú eres el único en que puedo confiar hasta entonces.

—¡Eso es! En Tahití, por supuesto. Y tu casa está en Chestnut Hill. ¿Por qué entonces no he encontrado en la guía telefónica del estado a ningún Brennan con tu dirección?

—Porque no figuramos en la guía.

Por lo menos aquello sí que era cierto, pensó Katie. Siempre había sabido que William era un tipo muy celoso de su intimidad, pero era algo que nunca la había molestado. Había dado por hecho que era así porque era rico y tenía una posición muy alta en la industria química y farmacológica. Había pensado que ese deseo de mantener la intimidad era para protegerla a ella. No se había dado cuenta de que era un bígamo que llevaba una doble vida.

Cooper asintió indulgentemente.

—Ya veo.

Lo que vio Katie era que no se estaba creyendo nada, pero en ese momento, aquella era la última de sus preocupaciones.

—Mira —dijo—. ¿Nos vas a ayudar o no?

—Tal vez debieras empezar de nuevo. Por el principio.

Ella asintió.

—Probablemente debiera hacerlo. Pero no lo haré. Empezaré por el final. Por la noche en que fuiste a mi casa.

Para Cooper, ese era realmente el principio, pero no se iba a poner a discutir con ella. No cuando Katie iba a empezar a darle esas respuestas que quería desde hacía un par de meses.

—Estaba haciendo la maleta para dejar a mi marido cuando rompí aguas. No importa por qué —dijo ella leyéndole los pensamientos—. Para mí es demasiado complicado como para tratar siquiera de explicarlo. Desafortunadamente, Andy decidió llegar pronto y eso cambió mis planes.

Cooper miró al niño, que parecía el doble de grande de lo que recordaba.

Dormía pacíficamente, ignorando el torbellino que agitaba a su madre. Cooper deseó poder dormir así de profundamente esa noche.

—Entonces apareciste tú —continuo Katie—. Fuiste como el legendario caballero blanco que apareció de entre la nieve para arreglarlo todo esa noche, Cooper. No sé si fue por el miedo que me produjo ese nacimiento prematuro o que mis hormonas alteradas me hicieron alucinar o qué, pero…

Entonces ella se rió y ese fue el primer sonido feliz que él le había oído desde que había aparecido en su puerta. Incapaz de evitarlo, él respondió sonriendo.

—Pero el caso es que fue como si fueras mi salvador esa noche. Creo que a eso le llamaste destino. A mí no se me ocurre otra forma de explicarlo. Tenía miedo y a punto de dejarme llevar por el pánico, pero apareciste tú de entre la tormenta y me hiciste sentir que estaba a salvo. Y seguí sintiéndome así todo el tiempo que estuviste allí, como si todo fuera a ir bien. Cuando rellené esos formularios en el hospital no podía pensar bien, pero creo que es por eso por lo que dije que eras el padre de Andrew. El verdadero padre… mi… mi marido…

Katie suspiró, se llevó una mano al cabello y luego la dejó caer en su regazo.

Pero no dijo nada más sobre el verdadero padre de Andy.

En vez de eso, continuó hablando.

—Tu nombre en ese papel fue como una especie de talismán, una palabra mágica que garantizaría que Andy estaba a salvo sin importar lo que pudiera suceder. Lo siento mucho, ya sé que no debía haberlo hecho. Estaba muy afectada cuando lo hice. Ya sé que fue algo imperdonable y, probablemente, bastante poco legal. No te culparía si llamaras a la policía ahora mismo —dijo mirándolo a la cara

—. Pero no creo que lo vayas a hacer.

Cooper agitó la cabeza.

—No, no creo que sea necesario. Pero sigo sin comprender nada de todo esto.

Todavía no comprendo por qué dijiste que yo era el padre de Andy, en vez de poner a tu marido. Eso no tiene sentido, Katie.

—Ya lo sé. Y ahora que estoy tratando de explicarlo, no estoy segura de poder hacerlo. Es sólo que… me entró el pánico en el hospital, Cooper. William y yo teníamos problemas y… Bueno, yo estaba agotada, asustada y confundida. Pero por tonto que parezca, lo hice porque me importabas. Y porque supe que a ti te importábamos el niño y yo.

—Tienes razón. Eso suena tonto.

Pero ¿lo era de verdad? Cooper tuvo que admitir que la confesión de ella de que él le importaba era en lo que más estaban enfocados sus pensamientos ahora; más que en el hecho de que lo había inscrito legalmente responsable del hijo de otro hombre.

Ella era una mujer casada, se recordó a sí mismo. Aunque hubiera abandonado a su esposo víctima del pánico, seguía llevando ese anillo que simbolizaba su unión con otro hombre. Fuera lo que fuese lo que había ido mal en ese matrimonio podía seguir yendo mal, pero podía arreglarse en cualquier momento.

Cooper no se podía permitir que le importara el que él le importara a Katie.

Evidentemente, la vida de ella estaba hecha un caos en ese momento y lo había metido también a él en ese caos. Debería estar llamando a un abogado para acusarla de algo y asegurarse de que ella rectificara eso de hacerlo figurar como padre de su hijo.

Pero en vez de eso, descubrió que lo que más le apetecía hacer era abrazarla y consolarla tanto física como emocionalmente. Descubrió que deseaba decirle a Katie que se podía quedar allí todo el tiempo que quisiera para solucionar su vida. Pero sabía que eso era lo último que tenía que hacer.

—Te puedes quedar aquí todo el tiempo que quieras —se oyó decir a sí mismo

—. Todo el tiempo que necesites para arreglar tu vida. Aunque tu marido vuelva…

de Tahití.

La expresión de ella era seria cuando lo miró, pero esperanzada.

—¿Lo dices en serio?

Cooper asintió de mala gana.

—Pero tienes que contarme lo que está pasando, Katie. Te ayudaré en todo lo que pueda, pero no podré hacerlo como no tenga por lo menos una vaga idea de la clase de problema en que estás metida.

—Andy y yo sólo necesitamos un sitio donde quedarnos un poco de tiempo —

respondió ella evasivamente—. Sólo hasta que me pueda reorganizar y pensar en lo que voy a hacer. No te estorbaremos, te lo prometo.

—Katie…

—¿Te importa si me tumbo un rato mientras él duerme? Una cabezada me vendría de maravilla. Después te contaré más cosas.

Él volvió a asentir aún de peor gana que antes. Realmente quería saber más del problema en que estaba metida ella. Pero también tenía que admitir que Katie tenía un aspecto horrible. Iba a necesitar mucho más que una cabezada antes de que pudiera parecerse a la mujer de antes.

Sin decir nada más, Kate se tumbó en el suelo al lado de su hijo, apoyó la cabeza en un brazo y el otro lo echó sobre Andrew. Cooper fue a decirle que, por lo menos podía hacerlo en el sofá, pero no lo hizo. Estaba claro que quería mantener el contacto físico con su hijo. Al parecer bien podía haberse pasado esos dos meses durmiendo en el suelo, por lo cómoda que parecía estar. Se quedó dormida inmediatamente.

Cooper agitó la cabeza y se dijo a sí mismo que era un loco. Luego se dirigió a su dormitorio y cambió las sábanas de la cama. Lo menos que podía hacer era que ella estuviera cómoda mientras se quedara allí. Y también Andy, por supuesto. Podía no saber nada de niños pequeños, pero creía que sí que sabía algo de mujeres. Y las mujeres parece que prefieren las cosas ordenadas y limpias. Realmente un poco demasiado ordenadas, que era una de las principales razones por las que siempre había rehusado mantener ataduras demasiado estrechas con ellas.

Volvió a pensar en Katie y su hijo. Ordenada era la última palabra que podría usar para describir su relación con ellos. Pero por alguna razón, atadura tampoco le parecía demasiado apropiada.

—Estás loco, Coop —se dijo a sí mismo mientras ponía toallas limpias en el cuarto de baño—. Un loco de primera.

Pero eso no hizo que cambiara de opinión.