Capítulo 6
Cuando Cooper se despertó oyó a una mujer cantando. No reconoció la canción y permaneció con los ojos cerrados un momento para escuchar mejor.
Era una canción de amor, como todas, melancólica, y la mujer cantaba con bastante sinceridad en la voz.
Abrió los ojos y entonces recordó que su vida había cambiado bastante en las últimas veinticuatro horas. Vio que la puerta del dormitorio estaba abierta y que Katie estaba sentada en el borde de su cama, acunando a Andy en brazos. De alguna manera, el sonido de su voz lo relajó también a él.
Entonces pensó en lo tranquilo que estaba su apartamento. Tenía un equipo de música, un aparato de televisión, todos los trastos ruidosos que suelen tener los hombres, sobre todo los solteros. Y, casi siempre se suelen tener encendidos. Pero la verdad era que él solía pasar muy poco tiempo en su hogar.
Su hogar, pensó. Bueno, sí. Esa palabra no tenía significado para él. Un hogar era una vaga ilusión que mantenían viva algunos políticos, sobre todo conservadores y otras organizaciones que no podían afrontar el hecho de que el famoso Sueño Americano había resultado ser una pesadilla.
¿Ningún sitio como el hogar? Que va. A él le parecía que ningún sitio era su hogar.
Cuando era un muchacho de apenas quince años se había escapado de su hogar. Como si el edificio en que había vivido con sus padres y su hermana fuera un hogar… En vez de pensar que se había escapado de su hogar, Cooper prefería pensar que se había escapado de milagro de las palizas de su padre. Había sido un acto de supervivencia, no de rebelión, como habían dicho los asistentes sociales. Si no se hubiera escapado, seguramente que su padre habría terminado matándolo algún día.
Así que, por una vez en su vida, Cooper dio el primer golpe y le había roto la nariz a su padre. La expresión del viejo lo aterrorizó. Así que salió corriendo de la casa. Huyó para salvar la vida. Y nunca más volvió.
Después de eso no volvió a ver a su familia. Vivió en una serie de hogares adoptivos cuando era bueno o en la calle y los reformatorios cuando era malo. En algún punto del camino se dio cuenta de que la vida se le estaba escapando un poco de las manos, que estaba empezando a no controlarla. Así que habló con una amiga de la calle, la única que tenía, y que había estudiado enfermería para ser algo en la vida.
Zoey lo ayudó a encontrar su camino como enfermero y a él le gustó lo que hacía.
Después se empezó a sentir como si estuviera a medio camino de ser un tipo decente al fin y al cabo. Últimamente había llegado incluso a descubrir algo tenue en su interior a lo que se podía agarrar cuando tenía problemas.
Pero ahora no lo encontraba.
Y eso era porque a menos de cuatro metros tenía a Katie Brennan cantándole a su hijo una canción de amor y Cooper lo único que deseaba en ese momento era ser ese hombre al que se refería la canción, pero sabiendo también que nunca lo sería.
Katie dejó luego a su hijo durmiente en medio de la cama y lo acomodó bien con las almohadas. Luego salió de puntillas de la habitación, dejando la puerta entornada. En silencio, se acercó a Cooper.
Entonces él se sentó en el sofá y se frotó los ojos. Por la noche se había quitado el uniforme de enfermero y se había puesto una camiseta y unos vaqueros viejos. Se dio cuenta de que Katie, por suerte, también se había cambiado, llevaba ahora unos pantalones anchos y una especie de túnica color marfil. A él le pareció muy bien que esas ropas no revelaran sus formas, porque no se podía quitar de la cabeza lo que había visto esa mañana en la cocina.
—Ha estado muy bien —dijo cuando ella se sentó a su lado.
—¿Qué?
—Esa canción. La forma en que la has cantado. Tienes una bonita voz.
Ella sonrió tímidamente y bajó la mirada.
—Gracias. Pero no es nada difícil hacer que una canción de Gershwin suene bien.
—Pero sigues teniendo una bonita voz.
—Gracias.
—¿Le gusta Gershwin a Andy?
Ella sonrió y asintió.
—Parece que funciona cuando trato de que se duerma. Aunque también parece que le gusta Cat Stevens.
Cooper se rió.
—Parece que se le va a dar bien la música.
Katie se rió también como una tonta.
—Algún día empezaré a introducirlo a la música clásica y el jazz, pero primero voy a tener que encontrar una casa donde instalar el equipo de música. Canturrear a Mozart y a Coltrane no es lo mismo que oír el original.
Luego se quedaron un momento mirándose, hasta que Cooper le preguntó: —¿Qué hora es?
—Las once y media.
Él asintió. Cinco horas no era dormir demasiado, pero servirían.
—Hay café hecho —dijo ella—. ¿Quieres una taza?
—Por favor. Sólo.
Ella se levantó de un salto, ansiosamente y se metió en la cocina. Esa forma de moverse le indicó a Cooper que ella no estaba más cómoda que él mismo con lo que había sucedido esa mañana. Probablemente sería mejor para los dos que lo olvidaran todo. Pero lo curioso era que él no tenía la menor gana de hacerlo.
Katie volvió con una taza de café y él la aceptó. Después de darle unos tragos se sintió lo suficientemente despierto como para decir palabras de más de una sílaba.
Pero a pesar de ello, lo primero que le salió fue:
—Todavía hemos de tener esa charla.
Ella asintió.
—De acuerdo.
Cooper esperó a que Katie continuara y, cuando no lo hizo, se preguntó si sería él quien tuviera que empezar. Pero como pensaba que era ella la que tenía que explicarse, y no él, espero un poco más.
—¿Y bien? —dijo por fin.
Ella se humedeció los labios y se frotó los muslos con las manos, nerviosamente, lo que le recordó a Cooper como eran esos muslos…
Se obligó a recordar que estaba casada.
Maldiciendo su conciencia y escrúpulos, le dijo:
—Estoy esperando.
—Ya lo sé. Te debo una explicación. Y, realmente tú te mereces una, de verdad.
—Y ¿dónde está?
—Bueno, es un poco complicado…
—Tómate el tiempo que necesites. No tengo ningún plan para hoy.
Pero aún así, ella continuó con sus muestras de nerviosismo y él con sus pensamientos libidinosos, seguidos siempre por el recordatorio de que estaba casada.
Por fin, al cabo de una eternidad, ella empezó.
—Es… es mi marido…
Eso, pensó Cooper, su marido. Estaba casada. No tenía que olvidarlo.
—Yo… hum… supongo que se podría decir que… Bueno, supongo que ya te lo habrás imaginado…
—¿Qué me tengo que haber imaginado?
—Yo, hum, se podría decir que me he escapado de casa.
Esa elección de palabras hizo que él diera un respingo en el sofá y la mirara con los párpados entornados.
—¿Que te has escapado de casa?
Ella asintió sin mirarlo.
—Es una larga historia.
—Como ya te he dicho, tengo todo el día.
Ella se llevó una mano a los ojos.
—Ya me gustaría que eso fuera tiempo suficiente.
—¿Qué quieres decir?
Katie bajó de nuevo la mano y la dejó en su regazo. Luego agitó la cabeza.
—Nada. Mira, no creo que te des por satisfecho si te digo que estoy teniendo algunos problemas en mi matrimonio y que necesito un sitio donde quedarme mientras los soluciono, ¿verdad?
—No. No es bastante. Me prometiste una explicación a tus actos, no una descripción de tu situación. Creo que tengo derecho a saber por qué me has colocado un hijo sin que yo lo supiera siquiera, un hijo que no quiero, un hijo que no he hecho.
Eso por no hablar de que me has expuesto a las iras de tu marido si llega a creerse que tú y yo hemos estado acostándonos.
Katie siguió mirando al suelo y dijo:
—Dije que tú eras el padre de Andy porque quería que tuviera alguna posibilidad de tener una vida feliz. Porque no quiero que mi… que William le ponga las manos encima a mi hijo.
—Bueno, yo diría que la custodia de Andy es algo que tendrías que arreglar con tu marido. O te consigues un buen abogado.
—No puedo pagarlo.
Cooper miró el anillo que ella llevaba en el dedo. Dudaba muy seriamente que Katie no se pudiera pagar algo. Pero de todas formas, le dijo:
—Están los de oficio para los que no los pueden pagar. Pueden…
—Para esto necesito un buen abogado —le interrumpió ella—. Uno de oficio no podría hacerlo.
—Entonces, deshazte del pedrusco que llevas en el dedo y consigue uno bueno.
Katie levantó la mano y miró el anillo que William le había regalado el día en que se casaron en Las Vegas. Era muy bonito, mucho más vistoso que el que había elegido ella. No tenía ni idea del valor de esa cosa. Seguramente varios miles de dólares.
—No sería suficiente —dijo suavemente—. Para mí, no hay suficiente dinero en el mundo para mantener apartado a ese cerdo.
Cuando miró a Cooper vio que él la estaba observando con los párpados entornados y no tuvo forma de saber lo que estaba pensando. Sin duda la veía sólo como la esposa de un millonario, caprichosa y superficial, que se había escapado porque su marido no la apreciaba o porque la depresión posparto le había afectado mucho al cerebro.
Realmente quiso contarle la verdad. Quiso darle la explicación que se merecía.
Pero supo que él no la iba a creer. ¿Por qué iba a hacerlo, cuando ella misma apenas se lo podía creer?
—¿Nos echarás a la calle a Andy y a mí si me desdigo de mis palabras?
—¿Qué?
—Si me niego a darte esa explicación que te prometí, ¿nos echarás a la calle a Andy y a mí?
—Por supuesto que no, pero…
—Entonces, me desdigo de mis palabras.
—Katie.
—Dame una semana de tiempo, Cooper. Luego nos marcharemos. Veré que corrijan lo de ese certificado de nacimiento. Luego nunca más volverás a saber de mí.
—Pero…
—Una semana. Eso es todo lo que te pido.
Él suspiró pesadamente, pero no dejó de mirarla.
—¿Cómo sé que ese marido tuyo no me va a buscar problemas en el futuro?
—Porque me voy a asegurar muy bien de que no me encuentre en la vida.
—¿Cómo sé que te marcharás dentro de una semana? ¿Qué te impide empezar de nuevo con esto cuando termine y que me digas que necesitas otra?
Estaba muy claro que él quería de verdad librarse de ella, pensó Katie. Y era lógico, después del lío en que le había metido, pensó inmediatamente.
—Tienes mi palabra —le dijo ella suavemente.
—¡Oh, muchas gracias! —exclamó él sarcásticamente—. Estoy seguro de que tu palabra es tan buena como el oro.
Ella bajó la mirada al anillo que tenía en el dedo.
—Sí, Cooper, lo es. En eso tienes que confiar en mí.
Cooper le dio la semana que le había pedido, pero se arrepintió de esa decisión a los pocos días. No sólo estaba durmiendo en el sofá y levantándose con la espalda destrozada por las mañanas, sino que, demasiado a menudo, se despertaba temprano y oía a Katie cantándole a su hijo mientras le daba de comer. La canción era siempre dulce y cariñosa, con esa voz que le llega en la oscuridad y casi dormido, cuando era más vulnerable. Cada mañana, ella le hacía el desayuno antes de que se fuera a trabajar, y cada noche la cena lo estaba esperando cuando volvía a casa. La razón que le dio es que siempre le había gustado cocinar y últimamente, no había tenido posibilidad de hacerlo muy a menudo. También le dijo que era lo menos que podía hacer para agradecerle su hospitalidad.
Pero la hospitalidad era lo último que se le pasaba por la cabeza cuando pensaba en Katie.
Y lo que más le preocupaba de todo era lo que pasaba después de cenar, ya que ella extendía la manta de Andy en medio del salón, donde se sentaban y Katie le ponía encima a su hijo. Luego se reía de las gracias del niño, lo levantaba de repente para que él le diera besos en las mejillas, a lo que Andy respondía sonriendo y haciendo ruidos diversos.
E, inevitablemente, por alguna extraña razón que él no podía explicar, Cooper se descubría respondiendo a esa escena y se ponía a jugar con el niño mientras trataba de ignorar las cálidas sensaciones que le producía tener en su casa a Katie y Andy y no paraba de recordarse a sí mismo que aquello era algo temporal y que Katie pertenecía a otro hombre, que tenía otra vida.
Y, aunque las cosas no se arreglaran entre ella y su marido, cosa que dudaba, Cooper no paraba de pensar en que ella no era la clase de mujer que le convenía. Ella necesitaba un hombre que la apoyara, que le diera cariño y que hiciera que nunca le faltara nada. Ella estaba acostumbrada a una clase de vida que él nunca podría darle.
No era un hombre para Katie.
Ni para Andy, se dijo a sí mismo una de esas noches, cuando ya llevaban cuatro días en su piso. Entonces no se sentía más cómodo con ellos que el primer día.
Bueno, aquello no era tampoco correcto, ya que sí se sentía cómodo con ellos, con lo que no se sentía igual era con los sentimientos que despertaban en él.
Entre los dos evocaban imágenes en su cerebro que eran completamente extrañas para él. Katie y Andy eran una familia prefabricada. Eran amor, felicidad.
En otras palabras, eran una aberración. Y él no tenía que pensar que podía encajar en sus vidas. No era de los que se casan. Y estaba completamente seguro de que no era tampoco de los que sirven para padre.
Esos sentimientos estaba seguro de que desaparecerían en cuanto Katie y Andy se marcharan. Tal vez antes. Aquello era sólo algo nuevo en su habitualmente aburrida vida. Katie y Andy eran una bonita diversión, pero algo pasajero.
Pero esa noche Cooper no estaba pensando en esas cosas, sólo estaba disfrutando de su presencia. Apoyó los codos en el suelo y la cabeza en las manos mientras observaba los movimientos de Andy con uno de los juguetes. Cuando logró alcanzarlo, inexplicablemente Cooper sintió un destello de orgullo y se rió.
—¡Muy bien, Andy! —dijo—. Adelante.
Katie se rió también y le dio unas palmaditas en la espalda al niño.
—Está más adelantado que muchos niños de su edad en lo que se refiere a motricidad —dijo ella orgullosamente—. Algún día se le darán muy bien las manualidades.
Cooper asintió.
—Tal vez sea un artista cuando crezca.
—Puede. Pero yo creo más bien que se encargará de eliminar el hambre en el mundo, de curar todas las enfermedades conocidas y de traer la paz a todo el planeta. Eso además de hacer realidad la colonización del espacio.
—Sí, pero seguro que, en sus ratos libres, pintará.
Katie sonrió.
—Ese es mi chico.
Ella también estaba tumbada en el suelo, perpendicular a Cooper, pero con la cabeza muy cerca de la de él.
—¿Tú siempre has querido ser enfermero? —le preguntó de repente.
Cooper arqueó las cejas, sorprendido, y la miró.
—Cielos, ¿de dónde ha salido eso?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Sólo me lo preguntaba. Es sólo que se trata de un trabajo poco habitual. Sólo era por curiosidad. No tienes que decírmelo si no quieres.
—No, no es eso.
—Entonces, ¿qué?
—Es sólo…
Esa pregunta era perfectamente inocente, se dijo a sí mismo, y se la habían hecho sin segundas intenciones. Entonces, ¿por que no le gustaba la idea de responderla?
Volvió a mirar al niño y, sin pensar siquiera en lo que estaba haciendo, extendió la mano y Andy le agarró un dedo. Luego, con alguna dificultad, volvió la cabeza hacia él y apretó ese nuevo juguete con mucha fuerza. Tanta que a Cooper le sorprendió.
—No, no siempre he querido ser enfermero —dijo por fin, pero no añadió más.
—Cuando eras niño, ¿qué querías ser cuando fueras mayor?
Estaba claro que ella no iba a dejar el tema.
—Cuando era niño sólo quería sobrevivir el tiempo suficiente como para llegar a ser adulto.
Ahora fue el turno de Katie para sorprenderse.
—¿Qué?
Cooper suspiró resignadamente.
—Durante un tiempo, cuando era realmente joven, quería ser mago. Quise poder desaparecer a voluntad. Luego pasé por una fase en la que quise ser camionero para poder viajar por todo el país y no tener que volver nunca a casa.
Volvió a suspirar y se encogió un poco de hombros, sin saber muy bien por qué le estaba contando eso a Katie, cuando era algo en lo que ni siquiera pensaba habitualmente.
—Luego —continuó—. Decidí que quería ser boxeador.
—¿Por qué boxeador?
—Porque una vez quise partirle la boca a mi viejo, antes de que él me la partiera a mí.
Entonces algo se oscureció en la expresión de ella, pero Cooper no supo por qué.
—¿Tu padre te pegaba? —dijo ella en voz tan baja que él apenas la oyó.
—Sí.
Entonces se esperó que ella se enfadara, que expresara su indignación por aquello y le preguntara si seguía acomplejado o algo así por aquello. Se esperó todo lo habitual en esos casos.
Pero en vez de eso, se limitó a decirle:
—No puedo comprender a la gente que les hace eso a sus hijos. Incluso antes de ser madre, me resultaba incomprensible esa clase de cosas. Y ahora, lo encuentro más difícil de entender todavía. ¿Quién puede querer hacerle daño a un niño? ¿Por qué pegarle a alguien que es mucho más débil e indefenso? ¿Como puede alguien vivir consigo mismo después de hacer algo así?
Buena pregunta, pensó él. Pero él era capaz de darle algunas respuestas.
—Siento que tu padre fuera así —añadió ella—. Eres demasiado buena persona como para haber tenido que pasar por algo así. Me alegro de que no hayas salido a él.
Cooper dudó sólo un momento antes de decirle:
—¿Quién dice que no haya salido a él?
La expresión de los ojos de ella reflejó su incredulidad cuando sus miradas se encontraron.
—Estás bromeando, ¿no?
Él agitó la cabeza.
—No.
Ella se rió nerviosamente.
—¿Cómo puedes decir eso? Cooper, tú eres el hombre más amable y cariñoso que he conocido en mi vida. El ser humano más decente con que me he encontrado nunca.
Él se rió con ganas.
—Eso. Cariñoso y amable. Sí.
—Es cierto. ¿Cuántos otros andarían por ahí en medio de tormentas de nieve para ayudar a los demás por ninguna otra razón más que estar en posición de hacerlo? ¿Cuántos otros aceptarían en su casa a una mujer aterrorizada y a su hijo sin pensárselo dos veces, aún sin recibir de ella una explicación decente de por qué necesitan un sitio donde quedarse? Eso es lo que hacen las buenas personas, Cooper.
Y tú eres una de ellas.
Él se volvió a reír, pero logró controlarse.
—Bueno, Katie, si es eso lo que quieres creer de mí, tienes derecho a tener tu opinión. O tus fantasías, que sería más apropiado en este caso.
—Cooper…
Antes de que ella pudiera añadir nada más, Cooper se retiró hacia la cocina.
Maldijo lo pequeño que era su apartamento, aunque generalmente le gustaba que tuviera ese tamaño. Luego se puso a buscar algo en los cajones del aparador, como si supiera realmente lo que buscaba.
Vivir en tan poco sitio hacía que la gente dijera e hiciera las cosas más raras.