Capítulo Ocho
Hasta la semana siguiente, no recapacitó Pru sobre el intercambio de información de esa noche lo suficiente como para darse cuenta de que, en tanto que ella le había contado la historia de su vida, de la de Seth no se había enterado de nada sustancioso.
Sí, por supuesto, él le había dado unos cuantos datos básicos y detalles superficiales: que había nacido en New Hampshire, era hijo único, y huérfano desde hacía ya tiempo. Que siempre había tenido buenas notas, y, por consiguiente, becas para estudiar. Que cumplía años el trece de agosto, su color preferido era el azul y los libros que más le gustaban las novelas históricas de Bernard Cornwell.
Pero de sus amigos de la infancia, de sus sueños y esperanzas para el futuro, de las cosas que para él tenían importancia en la vida, ella no sabía nada. Él había esquivado ágilmente todas esas cuestiones, diciendo que no eran relevantes para la invención que pretendían reforzar con aquella puesta en común. Le mostró fotografías que había tomado el verano pasado, en una fiesta, de la casa de unos amigos suyos en Cherry Hill, y que les servirían para enseñárselas a quienes se interesaran por la famosa mansión. En cuanto a la relación entre ellos, se atendrían todo lo posible a la verdad: se habían conocido cuando Seth llegó a Seton General a trabajar, y la chispa saltó de inmediato entre ellos. Y, a los seis meses de conocerse, por impulso, se marcharon a Atlantic City y se casaron. Y, ya de paso, encargaron a Tanner en la propia luna de miel.
Para ir a Pittsburgh alquilarían un coche mayor que el de Seth, y más lujoso que el —de ella, en suma, adecuado para la familia con posibles que pretendían representar. Seth aportó el magnífico juego de maletas que poseía, y Pru, rebuscando en los armarios algo adecuado para meter en esas maletas, se dijo más de una vez que, de haberse dado plena cuenta de lo que comportaba la farsa, no se habría embarcado en ella.
«Aún estás a tiempo», decía una vocecita interna. «No hace falta que llegues hasta el final.»
Pero, ¿y qué? Si no iba a Pittsburgh, Hazel era muy capaz de presentarse en su casa, y averiguar cómo vivía realmente. ¿Y entonces qué? La humillaría públicamente, contándoles a todos los antiguos alumnos cuál era su estilo de vida y cómo había tratado de engañarla a ella, y a los demás a través de ella.
No, gracias.
Así que habían dedicado los sucesivos encuentros, que a ella le costaba mucho llamar «citas», a completar los detalles de la historia, y ensayar hasta que pudieran contarla sin errores. Siempre se veían en casa de Pru. Seth pasaba todo el tiempo posible con Tanner. El vínculo entre los dos era el único éxito indiscutible.
En cambio, la presunta unión matrimonial entre Seth y Pru iba de pena. Sí, los dos se sabían la historia de carrerilla. Por ahí no los cazarían. No, lo que a Pru le daba miedo era ella, su cuerpo. Su cuerpo, que no podía quedarse tranquilo cada vez que Seth andaba cerca.
Volvían a reunirse esa noche, pero ella sentía que no avanzaban. Mientras preparaba las cosas, fijó la vista en el magnífico juego de maletas dé cuero, que tan incongruentes se veían en su cuarto ¿e estar, y suspiró. Eso no iba a funcionar. No porque ella no pudiera fingir que tenía una vida tan compleja y lujosa como le habían diseñado entre Hazel y Seth, sino, sencillamente, porque no conseguía estar cómoda con su supuesto marido cerca. Qué menos se podía esperar de dos personas casadas, sino que se sintieran cómodas la una con la otra. Y ella, en cambio, daba un bote cada vez que detectaba la presencia de Seth.
Bueno, hasta cierto punto, la reacción era la adecuada. A una mujer debería atraerla sexual—mente su marido. Pero es que ese era el problema, que Seth no era su marido.
—Esto es una chifladura —dijo, en voz alta, y Tanner, que era el único otro ser humano presente, levantó la cabecita al oírla, e hizo unas pompitas. Bueno, no era un comentario inadecuado. Pru sonrió—. Al menos —dijo al niño—, tu papá y tú os lleváis estupendamente.
Eso era la pura verdad, hasta el punto de que a veces se sentía celosa.
Evidentemente, Seth le aportaba algo a Tanner que, hasta, el momento, el niño no había tenido en su vida. Pero no se sentía celosa de Tanner: sabía que su hijo no podía querer a nadie más que la quería a ella. Lo que le producía despecho era contemplar el alegre salvajismo con el que Seth se entregaba al niño: cuando estaba con él, estaba con él, al cien por cien. En cambio, en cuanto su mirada se posaba en ella, casi podía oírse cómo se deslizaban las barreras a su posición. Al fin sonó el timbre y Pru recogió a Tanner y fue a abrir la puerta. En cuanto el niño vio a Seth, empezó a patalear y agitar los brazos, a reírse y gorjear, alborozado. Aunque ya se había acostumbrado a ver a Seth vestido informalmente, no por eso dejaba de causarle efecto. Esa noche llevaba de nuevo vaqueros y una camisa azul, que centuplicaban el poder de sus ojos.
Nerviosa, se pasó la mano por sus propios vaqueros y por la camisa de color claro que llevaba. Esperaba no haberse echado ninguna mancha cocinando.
—Hurra, llega papá —y, como hacían siempre que él llegaba, le tendió al bebé.
Y, como siempre, él lo levantó al máximo por encima de su cabeza, lo cual le arrancaba a Tanner una cascada de grititos de júbilo, acompañada de un pataleo frenético y una parrafada vivaz e ininteligible. Luego, Seth lo bajó, lo estrechó contra sí, y, apoyando los labios con fuerza contra" el cuello del niño, hizo una sonora pedorreta, que hizo partirse de risa a Tanner.
—Pero cómo me gusta este enano —exclamó Seth, sosteniéndolo en el aire, con las manos bajo las axilas del niño, para mirarlo bien—. Qué bien te está saliendo, Prudence.
Ella sonrió. Quizá no fuera la sonrisa más radiante del mundo, pero era una sonrisa.
—Buenas noches, a ti también —le dijo. Y él sonrió, con aire de culpabilidad.
—Perdona —se inclinó hacia ella y le dio un beso en la cara—. Hola, ¿qué tal día has tenido?
—Lo normal. Gracias por preguntar.
Pero Seth ya estaba en el cuarto de estar con Tanner. Se sentó en el sofá, con el niño a horcajadas en sus rodillas, y empezó a imitar el trote de un caballo.
—Aserrín, aserrán,...
Tanner estaba entusiasmado. Prudence dio un suspiro, y esperó un rato.
Cuando los caballitos de San Juan se cansaron un poco, Seth preguntó:
—¿Qué nos toca esta noche?
—No sé. Creo que ya hemos repasado todas las mentiras que forman nuestra vida.
—Huy, huy. ¿Qué te pasa?
Pru trató de encogerse de hombros, sin conseguirlo, así que lo que hizo fue dar otro suspiro, bien hondo esta vez.
—No me pasa nada, creo.
—¿Sigues preocupada porque nos descubran?
—Algo así.
—Saldrá bien, Prudence; solo son tres días.
—Ya, ya lo sé.
—Y aún tenemos dos semanas más de ensayos.
—Ya.
—Entonces, ¿por qué te preocupas?
Ella no sabía qué decirle, y, como Tanner emitió un ruidito de impaciencia, Seth volvió a hacerlo cabalgar. Pero, aunque miraba al niño, volvió a hablarle a Pru.
—A ver, repasemos juntos el calendario de la reunión. Si hay algún punto débil, lo encontraremos. Pru se sentó junto a ellos en el sofá.
—Llegaremos el viernes por la noche, y nos encontraremos de modo informal. Habrá unos aperitivos y unas latas. Nada de sentarse, se supone que todo el mundo estará en circulación, buscando a quienes quieran ver para saludarse, charlar, intercambiar teléfonos... ese tipo de cosas.
Él asintió.
—...piden queso, piden pan —siguió canturreando, y luego, a ella—. Pues no me parece que ahí puedan surgir problemas.
Pru estuvo de acuerdo. Charla superficial: ahí encajaba plenamente la superficialidad que era su vida.
—El sábado por la mañana, nos dividiremos por grupos: los de Ciencias, los de Letras, los que eligieron tal o cual idioma extranjero. Seremos únicamente los antiguos alumnos. Las familias, no. Yo quiero ver a alguna gente de español y del grupo de teatro.
—Estupendo —dijo él, mientras mantenía el trotecillo para el jinete—.
Tanner y yo nos iremos al parque mientras tú estás ahí. ¿A que sí, enano?
Eso no la dejaba completamente tranquila. Seth se llevaba bien con el niño, pero nunca había tenido que vérselas con la peor cara de Tanner.
—¿Estás seguro de que no te importa quedarte con él a solas?
—Pues claro que no.
—¿Y cambiarle los pañales?
—Vamos, Pru, tengo ya práctica. Y más que puedo adquirir en estas dos semanas.
—Pero nunca se los has cambiado... ya sabes. Seth palideció un poco, pero se recuperó enseguida.
—No me preocupa. No puede ser tan terrible. Pobrecillo, si él supiera.
—No se te ocurra darle kiwis —le avisó, y, como él la miraba de reojo, con extrañeza, insistió—. Hazme caso.
—Vale, vale.
—El sábado por la tarde, el picnic —prosiguió ella—. Ahí sí que están invitadas todas las familias. Se supone que es la oportunidad para conocer a los niños de todo el mundo. Así que habrá juegos y concursos para hijos y padres: carreras de tres piernas, y cosas así. Ah, y cada uno se ocupa de su merienda.
—Pues Tanner y yo buscaremos una mantequería el sábado por la mañana, y compraremos la merienda de los tres.
—Gracias.
—¿Y el sábado por la noche? —preguntó, mirándola esta vez a ella, en lugar de a Tanner.
—Fiesta por todo lo alto. Ya sabes: cena de gala, baile con orquesta, en fin.
Seth estuvo unos momentos en silencio, como si reflexionara. Luego, asintió para sí mismo.
—Baile —dijo, al fin, despacio.
—Baile —confirmó ella, empezando a notar una sensación rara en la boca del estómago.
—Ujú —dijo él, como con dudas.
—¿Qué?
—No, nada.
—¿Cómo que «nada»? —preguntó Pru—. Acabas de decir «ujú»: eso querrá decir algo.
—No, nada. Es solo que... ya sabes: bailar.
—¿Y qué pasa con... ya sabes, bailar?
—Únicamente —dijo él, encogiéndose de hombros— que tú y yo nunca hemos... ya sabes... bailado.
—No me estarás diciendo que no sabes bailar. Él se quedó un momento boquiabierto, mudo por la afrenta.
—¡Naturalmente que sé bailar! —exclamó luego—¿Pero qué clase de doctor Irresistible sería yo, sin saber bailar? —Pru tomó aquello como una pregunta retórica, y él siguió—. Lo único que sucede es que tú y 310 no hemos bailado nunca.
—¿Y qué?
—¿Y qué, Prudence? Que, en cuanto notas que me acerco, te sobresaltas.
—¡Por supuesto que no!
—Y no veo —siguió él, haciendo caso omiso de la protesta— cómo vamos a bailar de forma convincente, si tú te escabulles por el salón, mientras yo trato de bailar contigo.
—Yo no me escabullo...
—¿Y cómo lo sabes, si hace semanas que no te pongo un dedo encima?
Entonces fue Pru la que se quedó boquiabierta.
—No creo que sea ningún problema —dijo al fin—. Ya se verá cuando llegue el momento.
—Yo creo que deberíamos practicar —dijo él, y aclaró, por si acaso—. El baile, no el ponerte dedos ni manos encima. Aunque, si quisieras, yo estaría encantado de...
—¡Seth!
—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no te gusta? ¿El baile? ¿Los dedos? ¿Las manos?
—Ninguno de los tres.
—¿Lo ves? Sigues asustada.
—No estoy asustada.
—Sí que lo estás. Asustada de mí.
—No lo estoy.
—Sí lo estás.
—Que no.
—Que sí.
—Que no.
—Pues pruébalo.
Eso le tapó la boca. ¿Probarlo? ¿Probárselo a Seth Mahoney? No, mejor no.
—No tengo por qué probarlo. Él volvió a hacer cabalgar a Tanner, pero siguió mirándola.
—De acuerdo —dijo—. Ya se verá cuando llegue el momento. Ojalá lo recuerdes, y no te sobresaltes en cuanto te ponga un dedo encima.
—Yo no me sobresalto...
Sin ninguna señal de aviso, y con extraordinaria elegancia y suavidad, Seth levantó una mano y rozó con las yemas de los dedos, brevemente, la mejilla de Pru. Un roce suave, inocente, que no podía intimidar a nadie, y, sin embargo, Prudence dio un bote, apartándose. Todos los movimientos debieron de transcurrir en poco más de un segundo, pese a lo cual, el corazón se le puso a cien, y sintió una oleada de calor que la recorría de pies a cabeza.
Y el maldito Seth había dejado demostrado lo que decía.
—No te sobresaltas —dijo, pero no lo dijo triunfalmente, sino con melancolía
—. Ya.
Con el latido y la respiración acelerados, Prudence hizo un esfuerzo para no levantarse inmediatamente del sofá e ir a esconderse detrás de algún mueble.
—No pasará nada —dijo—. Ahora es que me has pillado por sorpresa.
—Mira, Prudence —contestó él, con un sorprendente deje de tristeza en la voz—, esto hay que arreglarlo. En cuanto acostemos a Tanner, nos pondremos manos a la obra.
Por rápido que latiera antes el corazón de Pru, no era nada comparado con el ritmo que adquirió entonces.
—¿Qué… qué quie… quieres decir?
La mirada de él pasó un momento de los ojos a la boca de Pru, y, al volver a mirarla a los ojos, en los de él se había encendido una llama oscura y voraz.
Empezó a notar que le faltaba el aire, quizás porque esa luz a ella le parecía un reflejo de la que debía de arder en su propia mirada.
—Quiero decir —empezó él, lentamente— que esto... lo que está en marcha entre nosotros dos... —hizo una pausa, como si estuviera considerando cómo seguir, pero no porque vacilara en seguir, porque ni sus ojos se apartaron en ningún momento de los de ella, ni el fuego que en ellos ardía declinó lo más mínimo—. Bueno, ya ha durado bastante —concluyó—, y algo hay que hacer para ponerle remedio.
—¿Y qué... qué es exactamente —consiguió preguntar ella— lo que está en marcha entre los dos? Seth desplegó una sonrisa maliciosa.
—Oh, me parece que estás perfectamente enterada.
Ella denegó con la cabeza, sin convicción.
—Te hablo en serio, Prudence —dijo él, en un tono de voz más bajo y más grave—. No tiene sentido discutir por lo que hay entre tú y yo. Lo que hay que hacer es enderezar la situación. De hoy no pasa.
—Pero...
—Esta noche, Prudence.
—Pero...
—Esta misma noche.
«Bueno, si insistes», pasó por su mente por un instante, pero se sentía atropellada por la velocidad a las que la mente de él parecía moverse.
Él, en cambio, parecía dueño de la situación, y habló con total tranquilidad.
—Esta misma noche, en cuanto Tanner esté en la cama, y nos quedemos a solas, por fin, nos vamos a ocupar de ti y de mí. De esta noche no pasa, Prudence —le aseguró—. Esta noche... por fin, vamos a bailar.