Capítulo Cinco
Seth sintió al oír a Prudence cómo se le congelaba la espina dorsal. Solo podía referirse a una cosa... ¿O podían ser dos? No, sin duda ella estaría pensando en la farsa que habían representado hacía una semana. No podía tratarse de otra cosa. Él era el doctor Irresistible, todo el mundo en el hospital lo sabía. No el doctor Consorte, ni, líbrenos el cielo, el doctor Papá.
—Tú me... esto... me necesitas..., ¿para qué?
—Perdona —dijo ella, con una marcada preocupación en el rostro—. Ha sonado a lo que no es.
—Bueno, eso espero.
Prudence tardó en responderle, y se lo quedó examinando largo rato. Seth empezó a sentirse como un ejemplar de laboratorio. Más precisamente, un ejemplar de laboratorio que fuera a ser sometido a un complicado experimento de laboratorio. Bueno, se había puesto a disposición de ella, incondicionalmente, así que tenía que estar preparado para lo peor.
—Quería decir —habló Prudence al fin— que me hace falta que finjas ser mi marido. Para ir a la reunión. Es dentro de un mes.
«Oh. ¿Conque eso era todo?»
—Bien —le contestó—. Me alegro de que por fin hayas decidido ir —y, al decirlo, se quedó maravillado, porque de verdad lo alegraba infinitamente esa decisión, aunque, a fin de cuentas, la que habría tenido que pasar por un trance bochornoso, en caso contrario, era ella.
—Entonces, ¿puedo contar contigo? —preguntó ella, y a Seth le pareció que sus palabras trataban de ocultar la esperanza de que él se negara.
Ni hablar.
—Claro que puedes contar conmigo —le aseguró.
—Qué bien —dijo ella, serenamente.
—Es una misión muy delicada —amplió Seth—, pero has ido a dar con alguien adecuado para ella. Ya verás cómo te alegras.
—Oh, pues... —Prudence nunca llegó a contestarle, porque en ese momento la estaban empujando por detrás. Alguien trataba de abrir la puerta, primero con suavidad, y luego más vigorosamente, con lo cual ella, que no se lo esperaba, acabó impulsada hacia los brazos de Seth. A él, aquello le pareció una señal divina.
La auxiliar de enfermería que entraba en ese momento en el almacén, en cambio, lo debió de tomar por excelente materia prima para propalar por el hospital.
—Disculpen —murmuró suavemente, mientras les sonreía con cierto descaro, y, tan inesperadamente como se había presentado, se marchó.
Y, antes de que Prudence pudiera volver a apartarse, Seth la rodeó con ambos brazos. No pensaba exponerse a una fractura de vértebras, arriesgándose a besarla de nuevo, pero pensaba explotar la situación todo lo posible.
—Más vale que te vayas haciendo a la idea, señora Mahoney —le dijo—. De hoy en adelante, y hasta el fin del mes que viene, al menos, vamos a ser marido y mujer.
—Sí, pero eso...
—Tenemos que hacernos el uno al otro, si queremos convencer a los demás de que estamos casados. De que llevamos casados lo suficiente como para haber fabricado un chavalote como Tanner. Y, además —añadió Seth, en un tono confidencial—, la que se acaba de asomar aquí era Melody Applebaum. La bocazas de Melody. Quieras que no, nos vamos a convertir en la comidilla de Seton... Hasta puede que a estas horas ya lo seamos.
Unas horas y una semana más tarde, Pru se daba un momento de respiro, mientras contemplaba la mesa que acababa de poner, en el diminuto comedor de su diminuto apartamento. Se le hacía muy raro, ver dos cubiertos para adultos. La trona, que normalmente estaba junto a su puesto, se encontraba entre el de ella y el que iba a ocupar Seth Mahoney.
El puesto que Seth Mahoney iba a ocupar a su mesa.
La tranquilidad volvió a evaporarse. Ni en sueños se le habría ocurrido que algo así pudiera llegar a suceder. Y, aunque había dispuesto de una semana para irse haciendo mentalmente a la idea de estar casada con él, para la galería, se entiende, lo que no habían tenido era ocasión de practicar.
Naturalmente, no tenía la menor intención de practicar los aspectos físicos del matrimonio. O, bueno, el aspecto carnal. Pero era necesario que se acostumbraran a estar el uno en compañía del otro, para poder intercambiar sin esfuerzos los pequeños gestos de afecto que se espera de una pareja casada.
Tampoco había por qué exagerar con esos gestos, pero, en fin, uno o dos harían falta. Estaba dispuesta a llegar a los tres o cuatro. O diez o doce. En fin, ya se vería.
La desesperación de oír a Hazel confirmarle que le había contado a todo el mundo qué tipo de vida llevaba Pru en el presente, era lo que la había empujado a embarcarse en aquella locura. Y no faltaban más que tres semanas, en las que tendría que reconciliarse con la idea de que Seth Mahoney era su marido. Su marido y el padre de Tanner.
Inmediatamente, su mirada se volvió hacia el pequeño, que estaba en la habitación contigua, sentado en la alfombra del cuarto de estar, rodeado de juguetes de plástico brillante o de peluche. Y, como si la sintiera, el niño levantó la vista hacia su madre y le dirigió su desdentada y adorable sonrisa. Tanner había sacado el pelo un poco más oscuro que ella, pero tenía sus mismos ojos verdes y rasgos muy parecidos a los de ella, de lo cual Pru siempre se había alegrado, porque, para ser sinceros, así la criatura era bastante más guapa que si hubiera salido a su padre. Con el valor añadido de que en Pittsburgh nadie se empezaría a preguntar a quién se parecía el pequeño... Mahoney.
Por Dios bendito, ojala le fuera posible dejar de pensar en todo en función exclusivamente de la dichosa reunión. Una vez más, se recordó que no era más que eso, una reunión, un grupo de gente que no se veía desde hacía mucho tiempo, y que, para empezar, no eran, la mayoría, santos de su devoción. No tenía modo de explicar racionalmente por qué era tan importante para ella que aquellos burlones no tuvieran ocasión de volver a ridiculizarla.
Y lo malo era que lo que estaba intentando hacer, para librarse, era ridículo.
Señor, señor, ¿por qué no tenía el coraje de llamar a Hazel Dubrowski Debbit y explicarle las cosas, y acabar? ¿Qué entonces los de Pittsburgh pasarían el fin de semana riéndose de la pobre Prudence Holloway? ¿Y qué más le quedaba a ella, si, total, entonces no estaría allí para oírlos?
Pues el caso era que, aunque no consiguiera explicárselo, sí que le importaba.
No soportaba que la pusieran más en ridículo. Quería ser una buena persona y una buena madre, por Tanner. Darle un buen ejemplo, además de ocuparse de él. Su llegada al mundo era una prueba más de la irresponsabilidad de su madre, pero estaba resuelta a que el resto de la existencia del niño fuera perfecto. La farsa que iban a interpretar en Pittsburgh, por idiota que pareciera, serviría para ahorrarle a Tanner, por pequeño que fuera, una mortificación que él no había merecido. Dentro de diez años, Pru podría presentarse en la reunión del vigésimo aniversario como una divorciada, sin el menor estigma. Salvo, claro está, el de ser una mentirosa putrefacta.
Pero, en fin, nadie es perfecto.
Sonó el timbre de la casa, sacando a Pru de su ensimismamiento y haciendo que Tanner emprendiera una veloz carrera, a cuatro patas, para acudir a la puerta. Era como un perrito: siempre quería ver a los que iban de visita. Ojala se llevara bien con Seth Mahoney.
Pru se estiró un poco el largo jersey azul que se había puesto con unas mallas a juego, tomó en brazos al niño, que estaba muy guapo con un pelele azul eléctrico, y fue a abrir. Y, al abrir, casi le da un pasmo al ver al doctor Mahoney esperando a la puerta. Siempre lo había visto vestido de médico, y nunca enfundado en vaqueros, como, por ejemplo, los muy desgastados y bastante ajustados que llevaba esa noche. En cuanto le puso la vista encima, comprendió que también le apetecía ponerle otras partes de su cuerpo encima.
Vio la picara sonrisa con la que él correspondía a su saludo y tuvo la sensación de que se daba perfecta cuenta de lo que pasaba por su mente, y que, por él, perfecto, aquel era buen momento, y varias veces seguidas, preferiblemente.
Pero lo que dijo, muy suavemente, fue:
—Hola, cariño. Ya estoy en casa —y, para acompañar esas palabras, se inclinó hacia ella, le dio un beso en la mejilla, y se enderezó nuevamente, todo con la misma naturalidad que si llevara años haciéndolo.
Ella, en cambio, se sofocó un poco y se llevó la mano a la cara, al punto exacto donde la había besado.
—Para ti —dijo entonces Seth, y le tendió un ramo de claveles y margaritas.
Y ella apartó, no sin esfuerzo, la mano de su mejilla para tomarlo. Vio entonces que también sostenía una botella de vino, y se alegró mucho de la cortesía. Ella lo compraba muy pocas veces, pero le parecía que esa noche le iba a venir bien un vasito, para calmarse.
—Cómo ha crecido Tanner —dijo el doctor Mahoney, cuando ella se hubo hecho cargo del ramo— Está alto para sus nueve meses, ¿eh? En cambio, no hay ni sospecha de dientes, ¿verdad?
—Vaya —contestó Pru, con mucha suspicacia—. Así que también eres experto en pediatría. ¿O es que lo sabes por experiencia personal?
El se rió, pero sin mirarla. Estaba pendiente de Tanner.
—No, no tengo hijos. Pero me gustan los niños.
—Claro —contestó ella.
—¿Por qué «claro»?
Como él le daba el pie, estuvo en un tris de decirle que era lógico que le gustara la gente de su misma edad mental, pero se lo pensó mejor, y cerró la boca. Seth le estaba haciendo un favor. No se merecía una pulla, aunque fuera una sobradamente justificada.
—Pues... es que... pareces el tipo de persona... de hombre, al que le gustan los niños —improvisó.
Esta vez Seth dejó de mirar a Tanner y, por su expresión, Pru se dio cuenta de que él sabía qué había estado a punto de decirle. Pero no comentó nada, sino que volvió a sonreír con aquella sonrisa suya que ablandaría las piedras y despertaría la libido de cualquier animal hembra.
—Eh... entra —le dijo, apartándose para dejarlo pasar. Tanner se había apoderado de una de las margaritas, y la estaba deshojando, pétalo a pétalo.
Pru procuraba mantener al niño y el lamo lo más alejados posible, sin demasiado éxito.
—A ver, déjamelo a mí —dijo el doctor Mahoney.
Y ella dio un paso de nuevo hacia él, pero, en lugar de hacerse cargo nuevamente del ramo, como Pru esperaba, lo que hizo fue tender las manos hacia Tanner, y el traidorzuelo de Tanner le echó los bracitos. Pru tomó entonces la botella de vino y así, cada uno cargado con los regalos del otro, entraron en la casa.
Mira qué curioso, se dijo. Con lo retraído que era Tanner normalmente, hasta con personas conocidas. Después de saludarlos estrepitosamente en la puerta, le hacía falta un cuarto de hora o veinte minutos para quedarse luego con alguien que no fuera su madre. Así que, desde luego, Seth Mahoney le había caído muy bien.
Y a Seth era evidente que también le gustaba Tanner, porque se le veía muy cómodo con el niño en brazos, absorto en él, sin preocuparse para nada de Pru.
Y esto no era menos sorprendente, en un soltero que, al parecer, estaba empeñado en seguir soltero el resto de su vida. Alguien que no tenía problemas para relacionarse con las mujeres y que, encima, tampoco los tenía para relacionarse con los bebés. Qué curioso.
Tanner gorjeaba incesantemente, y Seth asentía y murmuraba de vez en cuando, como si estuviera siguiendo sumamente interesado la historia que el niño le contaba.
—No me digas —decía con incredulidad—. ¿Y qué más? ¿Qué te dijo después? ¡Anda ya!
Cuando pudo encontrar un hueco, Pru anunció:
—Voy a preparar la cena.
—Muy bien —contestó el invitado, sin mirarla, e, inmediatamente, volvió a su «conversación» con Tanner—. Bueno, ¿y qué hizo esa niña entonces? — y los dos se alejaron en dirección al sofá.
Sin salir de su asombro, Pru fue a la cocina. Lo de la cena se le había ocurrido a ella, para que Seth Mahoney y ella tuvieran ocasión de charlar y ponerse de acuerdo sobre su ficticio pasado como pareja. Y el hacerlo en casa servía, además, para que Tanner se fuera acostumbrando a estar con su «papá» y no diera un respingo cuando él se le acercara durante la reunión de antiguos alumnos. Siempre habrían podido decir que el niño estaba atravesando una de esas «fases» que tienen los niños, que su papá se pasaba el día entero en el hospital, en fin, cualquier cosa, pero era mejor estar preparados. Y resultaba que no había razón para preocuparse. Tanner se quedaba a solas con el doctor Mahoney sin chistar. Lo único que faltaba era que su mamá se sintiera igual de cómoda con el médico, y eso parecía un poco más difícil.
Cuando se le ocurrió lo de la cena, lo de cenar tantas veces antes de ir a Pittsburgh, para irse familiarizando, parecía una buena idea. Sobre todo por Tanner, claro. Pero eso era antes de que el doctor Mahoney apareciera con unos vaqueros ajustados y muy desgastados en algunas zonas estratégicas. Antes de percatarse de lo muy anchos que tenía los hombros, por lo menos cuando llevaba un jersey amplio como el de esa noche, que parecía invitarla a explorar bajo él. Antes de ver lo contento que su niño se quedaba en su compañía. Antes de apreciar qué efecto producía la presencia de Seth Mahoney en su casa.
Efecto... marido. No había otra palabra para describirlo. Desde el preciso instante en que puso el pie dentro del pequeño apartamento, la casa había empezado a parecería a Pru aún más grata, más familiar, más hogareña. Y no era que antes no lo fuese. Aunque tuviera que administrarse muy estrictamente, su casa era muy acogedora. Mitad por gusto personal, y mitad gracias a las aportaciones de sus padres, cuando, al dejar de vivir en el Norte para ir a pasar su jubilación a Florida, le regalaron todo lo que a ella le venía bien, la casa parecía la de una abuelita con inclinación por las antigüedades inglesas, y sin el suficiente dinero para ser cliente de los anticuarios.
A Pru la alegraba siempre volver a entrar en su casa, pero dudaba que, a partir de ese momento, todo volviera a ser igual. De repente, era como si Seth Mahoney formara parte de ese mundo que ella creía haber formado por sí misma y a su gusto. Pero el efecto que él producía no lo podría recrear ella. Y
mucho se temía que lo iba echar de menos.
Era una situación paradójica, porque, a pesar de llevar trabajando dos años con él, y, a pesar de llevar coladita por él dos años, Prudence no lo conocía más que muy imperfectamente. Sabía de sobra que era un hombre encantador, simpático, extrovertido, con gran sentido del humor, pero nada más. Ningún detalle de su vida, pasada o presente, fuera del hospital, salvo que al trabajo iba al volante de un BMW, y que llegaba de una zona residencial próxima, la de Cherry Hill, donde poseía un piso. Ni si había nacido en New Jersey, o era de otro estado, ni si vivían sus padres, o tenía hermanos.
Nada.
Y eso no era muy frecuente, se dijo mientras abría el vino y llevaba copas al comedor. A la mayoría de sus colegas de neurología los conocía bastante bien, y varios la habían invitado a sus casas. Normalmente, en dos años trabajando codo con codo hay tiempo más que suficiente para enterarse de la vida de la gente. Pero el doctor Mahoney había revelado bien poco sobre sí mismo. Mejor dicho, nada.
Claro que, bien pensado, como ella había procurado coincidir con él lo menos posible, tal vez no tuviera nada de sorprendente que no hubiera llegado a enterarse de nada acerca de él.
Cuando fue a decirles que la cena estaba servida, se encontró al doctor Mahoney... es decir, a Seth, que alguna vez tendría que empezar a llamarlo Seth, echado en el sofá. El sofá de Pru era de madera oscura, no muy grande, tapizado en chenil estampado con rosas. Seth tenía la cabeza apoyada en un brazo, y el otro brazo pasado por la cintura de Tanner. Porque Tanner se hallaba a horcajadas sobre el buen doctor, riéndose como un loco, mientras tiraba de su nariz con ambas manos. Y el doctor Mahoney, es decir, Seth, se reía también, más bajito, de aquella indignidad.
—La cena está... está ya. Cuando quieras —le dijo, trompicándose un poco, mientras trataba de asimilar la escena.
El doctor Mahoney, o sea, Seth, se volvió al oírla, pero no por eso retiró Tanner sus manilas gordezuelas de su apéndice nasal. '"
—Ah, muy bien —contestó, al cabo de un momento, como si se le hubiera olvidado que también Pru se encontraba en el piso. Se incorporó con mucho cuidado, y Tanner aprovechó para darle dos cachetes en las mejillas. En respuesta a la nueva afrenta, el doctor Mahoney, es decir, Seth, se rio aún más fuerte.
—Qué niño más rico tienes, Prudence —dijo, al ponerse en pie, levantándolo sobre su cabeza.
—Sí, eso creo yo también —contestó ella, sonriendo—. Estoy casi decidida a quedármelo, cuando pase el período de prueba.
—Es una buena adquisición —replicó Seth, poniendo una mano abierta debajo de Tanner, para que recorriera la distancia hasta su madre «volando»—.
Pero tendrá garantía, ¿no?
Ella se rio, negando con la cabeza.
—No, venía sin garantía, pero me lo voy a quedar, de todos modos.
—Sigue siendo una buena pieza. No te has equivocado.
—Ojalá a su padre le hubiera parecido lo mismo. Seth se detuvo en seco, rematando el «vuelo» de Tanner con una especie de parábola.
—¿Tú crees? —le preguntó a Prudence, mirándola con una expresión singular, que ella no consiguió descifrar.
—No —le contestó, después de reflexionar un momento—. Es mejor así. Fue horrible cuando Kevin me abandonó, pero creo que lo nuestro no habría durado, con independencia de la llegada de Tanner. Y, evidentemente, para ser padre, no daba la talla. Así que supongo que más vale que me haya enterado más pronto que tarde. Más tarde habría sido aún peor, para el niño y para mí.
—Supongo que sí.
—De todos modos —siguió ella, mirando absorta al niño, que había descubierto un hilo suelto en el jersey de Seth, y no se daba cuenta de que su madre lo miraba—, va a ser difícil educarlo sola. Si fuera una niña, estaría más tranquila, porque creo que mi influencia bastaría. Bueno, no sería una mala influencia —corrigió, recordando la cuestión de la irresponsabilidad—, pero considero que los niños necesitan una presencia masculina en sus vidas, y a Tanner le falta eso. Con mi padre viviendo en Florida, no estoy nada segura de que no vaya a tener una carencia, con el cielo de niño que es —al llegar a ese punto, Pru sintió que se le formaba un terrible nudo por dentro, y añadió—. Me da pavor pensar que llegue a convertirse en uno de esos adolescentes amargados y resentidos, solo porque su madre lo trajo al mundo sin tener ni mucho menos las cosas resueltas.
Y, sintiéndose incapaz de seguir soportando ni siquiera la reducida distancia que la separaba en esos momentos de su niño, Pru se inclinó para tomarlo con delicadeza de los brazos de Seth y lo estrechó contra su pecho, cubriendo la cabecita de Tanner con su barbilla. Le dio un besito en la cabeza, cerró los ojos, y lo apretó aún más contra ella. Le daba igual que su comportamiento resultara irracional. Como madre primeriza, tenía todo el derecho del mundo a serlo.
Estaba aún empeñada en una batalla diaria para superar los miedos y ansiedades que surgían continuamente, y llegar a encauzar los nuevos sentimientos que la situación despertaba en ella. Algún día llegaría el momento en el que no se produjera continuamente lo inesperado, quizás. O quizás no.
Pero, por el momento, no pensaba preocuparse de si se conducía o no con racionalidad, en lo tocante a su hijo. Y le daba igual si Seth Mahoney lo presenciaba. ¿No decía que era su marido, aunque fuera por unos días? Pues que se fuera acostumbrando a la conducta de las mamas primerizas.
Seth la vio cerrar los ojos y estrechar al niño, como si estuviera tratando de tranquilizarse, o de exorcizar alguna terrible inquietud. Y, contemplándola, algo en su propio interior, que hasta entonces no sabía que estaba helado, empezó a descongelarse. Siempre la había considerado una mujer muy hermosa, pero en ese momento empezó a considerarla algo que, bien pensado, jamás había considerado a nadie que no fuera él mismo.
Empezó a ver que Prudence Holloway era humana. Y él nunca había contemplado así al resto de las personas. No tenía mala opinión de la mayoría de la gente, pero, la verdad, no solía pensar en ellos como humanos.
Él era humano. Y, como los demás no eran como él, ni él como los demás, consiguientemente, los demás eran otra cosa. No necesariamente malo, ni inferior, pero decididamente distinto.
Todo esto, para Seth, resultaba perfectamente inteligible. Era su forma natural de pensar.
Como jamás había formado un lazo auténtico con ningún otro ser humano, creía que él era el único ser humano. Pero con Prudence sentía una afinidad que no había experimentado nunca. Un sentimiento que aspiraba a explorar detenidamente.
—No sé qué decirte —empezó, bajito, para no sobresaltarla, viendo cómo le ponía Tanner a Pru labios y encías en la mejilla, en lo que debía de ser un beso
—. Tal como yo lo veo, creo que te has ocupado fantásticamente de este mozalbete. Yo no veo que le falte de nada.
Y, cuando ella abrió los ojos y lo miró, había algo en su mirada que confirmó a Seth que, en efecto, los dos compartían algo inexplicable. Por un instante, fue como si Pru entrase dentro de él y, al hacerlo, absorbiera algo muy íntimo de él, también. Pero ese instante se esfumó y los dos se quedaron en el presente, en pie bajo el arco que separaba el comedor del cuarto de estar de la casa de Prudence Holloway. La cálida conexión había desaparecido. Y, sin embargo, algo había cambiado entre ellos. Seth miró a Pru, y vio que también ella lo notaba, aunque sacudía la cabeza, como si quisiera despejarse.
—No te voy a decir que no me haya costado ocuparme de Tanner sola hasta la fecha —volvió ella al asunto que los ocupaba anteriormente—, porque, desde luego, es lo más duro que he hecho en toda mi vida. Pero me temo que resulte ser pan comido, comparado con lo que me espera más adelante. No sé si voy a poder hacer de padre, la verdad. Yo no sé nada de los hombres.
Seth sonrió, pensando que, seguramente, Pru sabía bastante más de lo que creía. Pero no le dijo eso.
—Saldrás adelante, Prudence —y estaba totalmente seguro de que así sería.
Ella sonrió también, aunque sin la misma convicción.
—Ojalá tuviera tanta seguridad como tú.
—Algún día la tendrás —dijo Seth con firmeza, pero no dio más explicaciones, sino que cambió de conversación—. ¿Qué hay de cena?
Con esa pregunta los dos acabaron de tomar contacto con la realidad.
—Tenemos pasta —le informó Prudence, hablando con más resolución—, que es una cosa segura. Macarrones al horno.
—Me gustan.
—Bien —ella se rio—, porque también le gustan a Tanner.
—Pues qué mejor recomendación. No sé vosotros, pero yo tengo ya hambre
—mintió Seth, por cuya cabeza lo último que rondaba en ese momento era la comida.
—Pues vamos a la mesa —dijo Prudence, señalándola con la cabeza.
Y, al ver ese gesto, dentro de la cabeza de él explotó la imagen de esa mesa de comedor, aplicada a un placer que nada tenía que ver con su propósito original. Sonrió.
—Vamos —y se dijo que tal vez, con un poco de suerte, él y Prudence podrían disfrutar de un postre especial, cuando Tanner estuviera acostado.
Uno tenía derecho a soñar, ¿no?