Capítulo Diez

«¿Y ahora, qué?»

Totalmente desnudo, y no solo en un sentido literal, junto a Prudence, esa era la cuestión a la que daba vueltas Seth.

E, inmediatamente, le seguían otras preguntas, más y más comprometidas.

¿Por qué demonios le había hecho el amor a Prudence? ¿No acababa de oír de sus propios labios que no estaba dispuesta a acostarse más que con un hombre con el que pudiera considerar el casarse, y que se convirtiera en padre de su hijo? ¿Que no volvería a hacer el amor más que con un hombre del que estuviera enamorada? Acababan de hacer el amor, luego prácticamente acababa de confirmarle que estaba enamorada de él. Y que estaba considerando la posibilidad de casarse con él. ¿O no?

¿Casarse?

¿Y él? ¿En qué estaba él pensando, al prescindir de toda protección? Siempre llevaba preservativos encima. ¿Por qué no los había utilizado? ¿Cómo podía ser tan irresponsable? Más y más preguntas, y ninguna respuesta. Seth necesitaba salir de allí, quedarse a solas, para poder reflexionar y llegar a entender aquella conducta tan atípica en él.

Bueno, no era exactamente una conducta atípica en él. No tenía nada de sorprendente que Seth Mahoney deseara hacerle el amor a una mujer hermosa.

Lo que lo tenía desconcertado era la respuesta emocional que acompañaba a esa conducta. £1 sexo había sido hasta entonces para él un maravilloso pasatiempo, una manera más divertida y simpática que el deporte de descargar adrenalina.

Pero con Prudence todo había sido igual de maravilloso, y, a la vez, bastante más complejo. Hacerle el amor iba acompañado de sentir amor. Y eso era algo que tenía que asimilar a solas.

—¿Prudence? …— —¿Seth?

Los dos hablaron a la vez, y se callaron luego, simultáneamente, como si ninguno supiera cómo seguir. Pero la forma que tuvo ella de pronunciar su nombre, como si estuviera en éxtasis, le dio a Seth una idea bastante aproximada de lo que Prudence estaba a punto de decirle. Iba a invitarle a pasar la noche juntos. Mahoney tenía demasiadas horas de vuelo para que sus sensores no detectaran esa alarma.

Estaba a punto de volverse hacia él, sonriéndole dulcemente. Lo besaría tiernamente, y le propondría que ambos se retirasen al dormitorio. Y allí volverían a hacer el amor. Quizá dos veces, porque Seth se sentía con fuerzas para ello, y, saciados al fin, se dormirían profundamente, y tendrían sueños eróticos. En el curso de la noche, Prudence tendría que levantarse una vez al menos para ocuparse de Tanner, y Seth participaría de un nuevo ritual familiar.

Y luego los dos se volverían a la cama, y dormirían fuertemente abrazados.

Estaba seguro de que esos eran los pensamientos de Prudence, así que le sorprendió no poco que ella le dijera, aún de espaldas a él:

—Más vale que te vayas a casa, ¿no? Era exactamente lo que él necesitaba oír.

Podía marcharse sin remordimiento alguno. «Verás, Prudence, me encantaría quedarme, pero, ya que me pides que me vaya, cumpliré tus deseos...», irse a casa y quedarse a solas para reflexionar.

Así que todavía lo sorprendió más su propia respuesta.

—¿Tan pronto? La noche es joven todavía.

—Tengo mucho que hacer este fin de semana —le dijo Prudence, sin andarse con rodeos—. Mañana tengo que madrugar. Y seguro que tú también tienes cosas que hacer. Me parece un buen momento para que te marches.

—No tengo nada que no pueda esperar —le contestó.

La conversación resultaba extraordinaria en la situación en que se hallaban.

Seguían tendidos de lado en el sofá, apretados el uno contra el otro, con las piernas enlazadas, la espalda de ella contra el pecho de él, la mano de Prudence sobre la mano de Seth, que sostenía uno de sus senos desnudos. Seth debería haber aprovechado aquel prosaico intercambio para acelerar la despedida, que no podía sino resultar un poco embarazosa, y, en lugar de ello, no hacía más que tratar de dilatarla.

Se incorporó a medias, apoyándose en un codo, e hizo que Prudence girara un poco, hasta quedar boca arriba, para poder verle la cara, y que ella se la viera a él. No tenía ni idea de cuál sería su propia expresión, porque no sabía muy bien qué era lo que sentía, pero la de ella era de confusión e inseguridad, y algo más, de lo que él no podía hacerse cargo en ese momento.

La pálida piel de Prudence parecía desprender más luz que la única lámpara que habían dejado encendida en el cuarto de estar. Sus ojos verdes relucían como esmeraldas claras, en contraste con las ondas oscuras de su pelo. Jamás podría cansarse de contemplarla así. Jamás.

—¿Qué sucede? —le preguntó— ¿Por qué quieres que me marche, cuando acabamos... con lo que acaba de suceder entre los dos?

Ella lo miró un momento a los ojos, y enseguida desvió la mirada a un punto perdido, por encima del hombro de Seth.

—¿No es eso lo que te apetece? —preguntó, quedamente—. ¿Irte a casa?

Pues no. En ese momento, Seth se dio cuenta, con toda claridad, de que, a pesar de su confusión y perplejidad, no le apetecía irse. Lo que deseaba era quedarse con ella. Quedarse toda la noche, si ella también quería. Y volverle a hacer el amor, y pasar la noche con ella entre sus brazos. Y levantarse en mitad de la noche y darle a Tanner el biberón, si el niño lo aceptaba. Quería despertarse al lado de Prudence, y luego desayunar con ella, y con su hijo, y pasar el sábado con los dos, como una familia cualquiera.

Era increíble, pero era eso lo que le apetecía.

—Lo que me apetezca a mí —empezó, sin mencionar de momento sus extraordinarias pretensiones—no es lo único que cuenta. ¿Qué me dices de ti?

Siempre sin mirarlo a la cara, Prudence respondió:

—¿Qué quieres que te diga?

—Hace un rato... hablamos de...

—¿De qué?

—De cosas... Tú dijiste algunas cosas, de las que deberíamos hablar.

La mirada de ella se posó brevemente en su rostro, pero las palabras de Seth más parecían preocuparla que aliviarla.

—Hablaba por hablar, Seth. Es evidente que no tiene la menor importancia.

Seth se obligó a responderle, haciendo caso omiso del breve y agudo dolor que había sentido al oírla.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué tiene de evidente? Ella sacudió la cabeza, sin decir nada, y sin mirarlo.

—Prudence —volvió a empezar, pero no supo cómo seguir. No se atrevía a decirle lo que tenía en la cabeza: que deseaba quedarse esa noche con ella, y pasar el día siguiente con ella y con Tanner. Que debían hablar de lo que ella había dicho antes, sobre el amor y el compromiso, y la capacidad paternal. Pero solo consiguió decir—. ¿De verdad quieres que me marche?

Y ella asintió, pero seguía sin mirarlo y sin dirigirle la palabra.

—¿De verdad, Prudence?

Nuevo gesto con la cabeza, acompañado de una contracción de la garganta.

Nada de contacto visual.

—Mírame —le ordenó suavemente. Ella solo dudó un momento, antes de volver la cabeza para mirarlo directamente.

—Ahora, dime que quieres que me vaya. Brevísimo titubeo, y luego, muy bajito:

—Yo... quiero que... que te vayas.

En cambio, Seth contestó sin vacilaciones.

—No te creo.

Y ella cerró los ojos al oírlo. Solo entonces pudo él ver el brillo de sus pestañas. Buscando otra forma de comunicarse con ella, Seth cambió de postura. Apoyando la mayor parte de su peso en los codos, se situó encima de Prudence, su vientre contra el de ella, su torso contra sus pechos, ambas piernas entre las de ella. Le tomó la cara con las manos. No pretendía un acercamiento sexual. Solo buscaba aproximarse a ella, física, emocionalmente, en todas las formas posibles.

Le pasó la yema de los pulgares por las pestañas.

—Estás llorando. ¿Por qué lloras?

Ella movió lentamente la cabeza, y le aferró ambas muñecas, tratando de apartarle las manos de su rostro

—No, no lloro.

Él dejó que le retirase las manos de la cara, pero no se apartó. Hundió los dedos en su cabello, a la altura de las sienes y, al cabo de un momento, se inclinó suavemente para darle un besito en cada mejilla.

—Sí que lloras, Prudence —dijo—, y necesito que me digas por qué.

Ella sacudió de nuevo la cabeza, pero esta vez le respondió. ? —

Porque estoy harta de ser una irresponsable, por eso —y esa sorprendente declaración fue acompañada de un par de lagrimones, que él barrió de su cara.

— ¿Tú? ¿Irresponsable? ¡Qué me dices! —pero Seth no pudo evitar decir eso en tono de guasa —¿Lo ves? —Prudence no le veía la gracia, y Seth Él empezó a preguntarse si, verdaderamente, la tenía Tú piensas lo mismo.

Sí —No, de verdad que no —le dijo, en serio—. Por lo menos, en este caso, no.

—¿Pero cómo puedes decir eso? Si acabo... acabamos de... justo después de decirte que nunca...

—Pues precisamente por eso.

—No te entiendo. Él dio un suspiro.

—¿De verdad no me entiendes, Pru?

—No —contestó ella, moviendo lentamente la cabeza.

—Entonces, déjame que me quede a pasar la noche —le dijo él, impulsivamente—, y tal vez entre los dos nos lo expliquemos.

Ella se lo quedó mirando largo tiempo, sin decir nada, pero con tanta intensidad, que a Seth le parecía ver los pequeños engranajes de dentro de su cabeza ir moviéndose, mientras Prudence consideraba su propuesta. Y, al final, muy quedamente, respondió.

—No —sin más. Sin explicaciones, sin excusas, sin paliativos.

No era la palabra que a Seth más le gustara oír pero había llegado, evidentemente, el momento de dejar la persuasión y ejercer el respeto.

—De acuerdo —contestó, quitándose de encima de ella, para sentarse en el sofá.

Inmediatamente, recogió su ropa y empezó a vestirse. Con el rabillo del ojo, la vio a ella tomar un chal que había sobre el respaldo del sofá y echárselo por los hombros. Prudence apartó la mirada de él, mientras él se vestía.

Seth no sabía qué decir. Nunca le había pasado algo parecido. Nadie le había pedido nunca que se marchara, cuando él deseaba quedarse. Y lo malo era que nunca había tenido las ganas de quedarse que tenía en ese instante. Deseaba quedarse junto a Prudence, y no solo por esa noche, sino por mucho, muchísimo tiempo. Lo cual debía de querer decir que le convenía salir cuanto antes de esa casa, pero eso no cambiaba lo que sentía.

Ya en pie, se metió a toda prisa la camisa dentro de los vaqueros y se subió la cremallera. Se calzó los zapatos sin molestarse en sentarse, ni en ponerse los calcetines, que se guardó en el bolsillo trasero del pantalón, y se volvió hacia ella. Prudence estaba sentada en el mismo borde del sofá, como si se dispusiera a saltar y salir corriendo, si él se le acercaba.

—Ya hablaremos de esto, Prudence. No te imagines ni por un momento que no vamos a hablar de lo sucedido. Después de todo —dijo, tratando de quitarle dramatismo a la situación—, sigo siendo tu marido, por lo menos quince días más.

Pero ella no encajó bien su sentido del humor. Se ajustó más el chal que la cubría, mientras denegaba con la cabeza, y luego la levantó para mirarlo.

—No, no lo eres. Nos han dado la anulación, desde este mismo momento. No vamos a ir a la reunión. Yo no pienso ir. Nunca he querido ir, y fue una estupidez el cambiar de idea.

—Muy bien —contestó él—. No se va a la reunión. Pero a nosotros nos sigue haciendo falta hablar.

—Sí —dijo ella, con un suspiro—, supongo que va a ser inevitable. A fin de cuentas, seguiremos viéndonos a diario en el trabajo.

—No estoy hablando de saludarnos en el hospital, Prudence.

—Quizá tú no, pero yo sí.

Seth se la quedó mirando unos momentos, tratando de no dejarse ganar por la gélida paralización que se iba apoderando de él.

—¿Es que ni siquiera estás dispuesta a tener una conversación? —preguntó—

¿No quieres hablar de lo que ha sucedido aquí esta noche?

—No hay nada de lo que hablar.

—¿Ah, no?

—¿Qué hay que decir? Que, una vez más, he cometido una imprudencia. Eso no es ninguna novedad. La irresponsabilidad es mi forma de vida.

—Ya está bien, Prudence. ¿Por qué hablas así? Si te concedieras a ti misma una oportunidad, creo que te darías cuenta de que hace muchísimo tiempo que dejaste de conducirte con irresponsabilidad.

—¿Qué?

—Que, al parecer, no te enteras de que ya no eres; la chiquilla que iba al Instituto y que Hazel recuerda.

Ella no dijo nada, pero lo miraba de hito en hito.

—Si te dieras una oportunidad, quizá te darías cuenta de que tus decisiones no se basan en impulsos —siguió él—. Se basan en las cosas que para ti tienen valor.

Por parte de ella, continuaba el silencio.

—No sé si lo que ha ocurrido entre nosotros esta noche —continuó Seth, aunque con la sensación de estar perdiendo miserablemente el tiempo— te sorprende porque no era algo de lo que fueras consciente, pero te aseguro que no es algo que haya ocurrido porque sí.

—¿Ah, no? Perdona, Seth, pero me parece que no sabes lo que dices.

Él sacudió el cabeza, frustrado.

—Maldita sea. Bueno, olvídate de lo que te he dicho —y se dirigió hacia la puerta de la calle, pero, al llegar, se volvió de nuevo hacia ella, y dijo—. El caso es que en algo sí tenías razón. Alguien se ha comportado irresponsablemente esta noche. Pero, desde luego, no eras tú, Prudence —y, sin esperar respuesta, salió.

La semana siguiente, Prudence hizo todo lo posible para evitar al doctor Mahoney, y lo consiguió plenamente, porque él parecía tener el mismo interés, si no más, en evitarla a ella. La cosa, en cambio, era diferente con Tanner. El viernes siguiente al de su «tropezón» con Seth, Pru bajó a la guardería durante su hora de comer, y se encontró a Tanner muy ocupado... jugando con el doctor Mahoney. : Estaban ambos sentados en el suelo, y, cada pocos segundos, un muñeco emergía de detrás del médico. Unas veces por la derecha, otras por la izquierda; arriba, abajo, asomando tras la solapa de su bata blanca, o por la bocamanga. Y, cada vez que asomaba, era por donde menos se lo esperaba Tanner, que apuntaba a otro sitio, y luego se partía de risa al verlo aparecer. Y, cada vez que él se reía, Seth se reía también, y sus maravillosos ojos azules chispeaban de placer.

Pru se quedó un minuto observándolos, sin avanzar, tratando de sobreponerse a la emoción que la iba embargando por momentos. Ya sabía que al doctor Mahoney le gustaban los niños, pero, hasta que no lo vio en contacto directo con Tanner, no había comprendido cuánto talento natural tenia para ocuparse de ellos. Y, desaparecido ya el motivo que, en teoría, él tenía para acercarse al niño, lo que resultaba incomprensible era que hubiera ido a verlo.

—Lleva toda la semana viniendo —comentó alguien, como si le leyera el pensamiento.

Prudence giró en redondo y se encontró con la sonrisa de su amiga Teresa, que era la encargada de la guardería. Teresa sonreía contemplando la misma escena que ella.

—Viene mucho por aquí, ¿no? —preguntó Pru. Todos en el hospital conocían la debilidad del doctor Mahoney por los bebés.

—Ah, sí. A los niños les cae muy bien. Bueno, y, últimamente, Tanner es que se vuelve loco en cuanto lo ve aparecer. Adora al doctor Mahoney —y Teresa, alta, esbelta y rubia como una modelo, y con la misma absoluta confianza en sí misma, si guió—, y al doctor Mahoney le encanta estar con Tanner.

Con un suspiro, Pru volvió a contemplar a los dos hombres de su vida.

—Sí, ya lo sé.

Tanner iba a echar de menos a Seth. Prudence no sabía cómo privar a su hijo de una compañía que tan evidentemente grata le resultaba, y, por otra parte, no se sentía con fuerzas para seguir viendo a Seth. No, ya que sabía que él era un hombre resuelto a mantenerse libre de ataduras toda si: vida. ¿Por qué, si no, aún no había formado una familia, con lo que le gustaban los críos? Mientras; que ella... ella estaba enamorada de él. Ya no tenía ningún sentido tratar de engañarse a sí misma, como llevaba tanto tiempo haciendo. Debía de haberse enamorado de él el mismo día que lo conoció, porque, desde entonces, no había dejado de obsesionarla.

¿Y qué posibilidades había de que un hombre como él le correspondiera?

Una entre un millón, quizá.

Como si hubiera pronunciado esa pregunta en voz alta, Seth levantó la vista por encima de la cabeza de Tanner, y su mirada se clavó en, la de ella, tomándola completamente por sorpresa. Prudence no estaba preparada para el escrutinio al que él la sometió, como no lo estaba, en general, para la presencia de Seth en su vida.

¿Por qué no era todo de otra manera? ¿Por qué era ella irresponsable, y él irreprimible? ¿Qué futuro podía tener semejante mezcla? Al menos uno de los dos tenía que ofrecer cierta estabilidad, para que la cosa funcionara.

A todo esto, ella se mantenía a una prudente distancia, y Seth seguía mirándola, intensamente, aunque, al parecer, sin resentimiento. Tanner aprovechó la inmovilidad del doctor para lanzarse sobre el muñeco, y Seth se lo dejó quitar. Luego se puso en pie, y levantó al niño en brazos. En un momento, estaban los dos junto a Pru, que vio, sorprendida, las ojeras que tenía el médico, y las líneas de fatiga marcadas junto a su boca. Su pelo rubio estaba revuelto, y, en conjunto, tenía aspecto de estar tan estresado como ella se sentía, lo cual, curiosamente, le dio ánimos.

—Tenemos que hablar —dijo Seth, sin más preámbulo.

Y Teresa se apartó de ellos.

—Me parece que me llaman. Hasta luego, chicos.

Prudence estuvo a punto de llamarla, de pedirle que no se fuera, pero no se atrevió, y se quedó sola ante el peligro. El peligro alto y rubio, que sostenía a su hijo cómodamente sobre su brazo, el peligro rubio al que le habían manchado de babas la corbata de seda, el peligro que había creado un estallido tan perturbador en sus sentidos hacía solamente una semana.

—¿De qué? —preguntó, después de tragar saliva varias veces.

—De ti y de mí.

Vaya, eso era ir directo al grano.

—Yo... esto... me parece... creo que ya nos lo dijimos todo. Todo lo que había que decir —consiguió responder ella.

—Pues qué raro —replicó Seth—, porque a mí me parece que no hablamos de nada que nos importase de verdad. —Bueno, es tu opinión.

—Pues sí, y tengo unas cuantas opiniones más, que me gustaría contarte, y oír las tuyas. ¿Te parece bien en mi casa, esta noche? —la imaginación de Pru se disparó inmediatamente, pero se apresuró a echarle el freno.

—Seth, no creo que sea buena idea —empezó, pero él la interrumpió.

—Ven esta noche a mi casa, Prudence. Venid Tanner y tú —se apresuró a especificar—. Siempre he ido yo a la vuestra —siguió—. Ya va siendo hora de que empiece a ocuparme yo de vosotros.

—No vamos a empezar... —pero él siguió, como si no la hubiera oído.

—Venid hacia las ocho, ¿de acuerdo? —la miraba con tanta intensidad, que Pru no consiguió reunir el valor de negarse— Y a ver si venís con ganitas.

A Prudence la expresión le sopó muy ambigua, y su mirada debió de manifestarlo, porque Seth siguió.

—Sí, con ganas de todo —le dijo, y sus ojos relampagueaban en ese momento

—. Os voy a preparar cordero para cenar, pero el postre... —hizo una pausa dramática—, ah, el postre corre de tu cuenta.