Epílogo

—¡Prudence Holloway Mahoney! ¡Al fin!

Pru se dio la vuelta al oír la voz de Hazel Dubrowski Debbit, sorprendida, y agradecida, de que la otra hubiera tardado nada menos que veinte minutos en descubrirla, mezclada con los demás invitados del cóctel.

Hazel se acercaba a ella, arrastrando a otras dos invitadas. A una de ellas, Pru la reconoció inmediatamente: era Stacy Barrett, una de las mayores pelmazas que Pru recordaba. Y la otra era Cathy Jenings, que no le iba mucho a la zaga. No habían cambiado gran cosa, salvo de talla y de peinado.

—¿Dónde está tu marido? —preguntó Hazel, en cuanto hubieron intercambiado los saludos de rigor.

Pru levantó su brazo izquierdo, en apariencia para apartarse un rizo de pelo de la cara, y, al hacerlo, se remangó discretamente la manga del carísimo traje de un conocidísimo diseñador que se había comprado para la ocasión. Y, no menos discretamente, permitió que los diamantes de los que estaba cuajado su anillo de bodas captaran y reflejaran toda la luz del salón. Y observó, complacida, que las gemas no pasaban desapercibidas.

—Ah, pues por ahí —contestó, sin el menor apuro—. No puede andar muy lejos. Pobrecito, si no sabe vivir sin mí. Ni sin Tanner, claro.

Y, como si sus palabras lo hubieran conjurado, Seth se acercó al cuarteto. Estaba tremendamente elegante y atractivo, con uno de sus mejores trajes, y todos los accesorios habituales en él. Como el traje era gris marengo, llevaba una corbata de seda color rubí, a juego con los gemelos, y una mochilita con un estampado verde grisáceo y rojo oscuro.

Dentro de la mochilita iba Tanner dormido.

Seth le entregó una copa a ella, y se llevó la suya a los labios, mientras, con la otra mano, sostenía el culete de Tanner. Las otras tres mujeres contemplaban, con asombro e incredulidad, la cariñosa pose del papá.

—Ya sabes que tenemos guardería —le dijo Hazel, señalando al bebé—. Hay una zona con cunitas. Si lo dejas allí, estará perfectamente.

—Ya, gracias —contestó él, mirando al niño dormido—, pero prefiero que Tanner esté con nosotros. Y no da ninguna guerra.

Como las tres mujeres, en su asombro, se volvieron hacia Prudence, ella se sintió obligada a decir algo.

—Es un padre fantástico.

Hazel trató de introducir otro asunto en la conversación.

—¿Qué tal esa casa vuestra, tan grande y tan bonita? Cuéntanos cómo es.

—Oh, estamos buscando una nueva —dijo Pru, quitándole toda importancia

—. Ya sabes, un sitio que no se nos quede pequeño en unos pocos años.

—¿Pero es que una casa de casi cuatrocientos metros cuadrados no os va a bastar?

Pru se limitó a sonreír, sin responderle. Enlazó su brazo con el de Seth, apoyó la cabeza cariñosamente en el hombro de su marido, y le dio un sorbito a su copa de champaña. Y, antes de que Hazle insistiera, comentó para todos:

—¿Sabíais que esta temporada van a poner el Otello de Verdi? Es una de las óperas que más ganas tengo de oír.

Hazel sacudió lentamente la cabeza, examinando a Pru y a Seth como si acabaran de aparecer dentro de un glaciar prehistórico.

—Vaya, vaya —dijo—. El mes pasado, se me pasó por un momento por la cabeza que os estabais inventando lo de que estabais casados. Pero la verdad, Prudence, es que estás irreconocible. Radiante. Nunca creí que llegaría a verte tan llena de madurez.

—Venga, Hazel —contestó Pru, enderezándose, pero sin desenlazar su brazo del brazo de Seth—; para empezar, yo nunca fui la irresponsable que tanto te gusta repetir. Era impulsiva, espontánea. Me gustaba reírme. Eso es todo.

Se estaba pasando un poco, pero tenía que corregir un prejuicio demasiado asentado, durante demasiado tiempo. Ya estaba bien de juzgarse a sí misma a través de los ojos de los demás. Ella no era irresponsable, sino, sencillamente, irreprimible, igual que su marido.

—Y ahora —dijo—, si nos disculpáis, vamos a charlar con más personas.

Tengo que ponerme al día.

Y Prudence Holloway dio media vuelta, llevándose a sus chicos consigo.

Efectivamente, pensaba aprovechar ese fin de semana para ponerse al día. Y no se trataba solo de recuperar el contacto con algunos de sus antiguos compañeros. Estaban de luna de miel, y no habían hecho más que empezar.

Fin