Capítulo Seis
Al terminar la cena, Seth se dijo que era asombroso lo bien que lo estaba pasando con Prudence Holloway y su niño. Estaba resultando todo tan... tan agradable. Tan relajado. La charla, las sonrisas, la combinación de la comida y el vino, el reparto de macarrones por todas las superficies disponibles, seguida de una pasada con la esponja por todas ellas, incluida la cara y las manos de Tanner.
Pero si eso era asombroso, no era nada comparado con el shock que le aguardaba a continuación. En cuanto Prudence hubo guardado las sobras en el frigorífico y los platos sucios en el lavavajillas, le dirigió la pregunta más indecente que le habían hecho en toda su vida. Ante tamaña obscenidad, Seth se quedó sin habla.
—Entonces, ¿me quieres ayudar a acostar a Tanner?
Así, como si tal cosa. A dónde iba a llegar el mundo, si a un hombre se le podía hacer una petición semejante con tal desvergüenza. Pero, ¿cómo se le ocurría a esa mujer que él, el doctor Seth Mahoney, un hombre de mundo, podía desperdiciarse en una cosa tal como preparar a un bebé para meterlo en la cunita?
—¿Estás de broma, no? —le preguntó, tratando de concederle el beneficio de la duda.
—Pues no —dijo ella, mientras sacaba al pequeño de la trona—. Oye, que es hijo tuyo también —le dijo sonriente, mostrándole al diablillo, completamente salpicado de salsa de tomate—. Aunque solo sea para un fin de semana, deberías tener algo de idea de cómo se cuida a un niño.
—Anda, ¿y eso por qué? —se rio Seth—. Los demás padres no se ocupan de eso. Y se supone que su responsabilidad dura muchos años.
—Oye, claro que los demás padres se ocupan de sus hijos —replicó Pru—.
Ahora los papas participan mucho más.
—¿De verdad? —Seth no podía creerla.
—Claro que es verdad.
—Qué raro.
—Por favor... —ella elevó los ojos al cielo—. No pretenderás que me crea que es la primera vez que oyes esto.
—Te aseguro que para mí es un boletín de última hora.
—Qué barbaridad. Bueno, entonces agradecerás que tenga almacenados como seis meses de ejemplares de «Ser Padres». Nos vendrán de perlas.
¿Eh? ¿De qué estaban hablando?
—Me parece que no te sigo. Ella le sonrió afectuosamente.
—Puedes llevártelos a casa, para ponerte al día. Al ver la cara que ponía Seth, a la sonrisa se sumó un mohín de complicidad.
—O también —le dijo, suavemente—, puedes asistir a la operación baño y cuna esta noche. Si te aplicas, te convalido la sesión de estudio.
Verla sonreírle, y sonreírle con complicidad, era exactamente el tipo de respuesta que Seth esperaba despertar en Prudence al ir a su casa, pero no estaba muy seguro de cuánto esfuerzo estaba dispuesto a dedicarle al asunto a cambio de esas recompensas. Los bebés le gustaban, pero solo estaba acostumbrado a sostener suavemente en brazos a los recién nacidos, a los que ya habían dado de comer y limpiado las encantadoras enfermeras del nido.
Sobre todo, limpiado. Después de ver a Tanner en acción durante la cena, no estaba nada seguro de ser físicamente capaz de afrontar un encuentro en la tercera fase con un bebé.
En realidad, estaba ante un ejemplo crítico del dilema que caracterizaba la vida sentimental de Seth, en la que su deseo, o casi necesidad, de llegar a formar una familia, entraba en conflicto con su resistencia a experimentar de primera mano todo lo que tener familia implicaba. Y no se trataba únicamente de los niños. Lo mismo le sucedía cuando pensaba en la posibilidad de casarse.
Porque, sorprendentemente, Seth pensaba de vez en cuando en esa eventualidad. Soñaba con un futuro del que no se apreciaba claramente ningún rasgo, pero sí la coloración de todo, que era rosa. Él llegaba a su casa por la tarde. Era una gran casa, magníficamente arreglada, por cierto. Bueno, pues él llegaba al terminar su jornada en el hospital. Una mujer hermosa, aunque sin rostro, salía a recibirlo, martini en mano, y un puñado de niños muy guapos, también sin rostro, jugaban a sus pies, en tanto que papá tomaba asiento en su sillón favorito a tomarse su martini. Así instalado, los escuchaba mientras ellos le contaban, en total armonía, sus pequeñas aventuras del colegio.
Seth suponía que su pasado le daba cierto derecho a tener una fantasía tan repugnantemente sentimental, porque su infancia no se había parecido en nada a esas escenas. El problema era que, de repente, aquella esposa suya, tan convenientemente carente de rostro, empezaba a parecerse de forma alarmante a Prudence Holloway. Y el ramillete de pequeños Mahoney se resumía en la carita de Tanner Aún sentado en el comedor de la familia Holloway, Seth estaba empezando a ver que... Que, si Dios no lo remediaba, su imaginario futuro empezaba a parecerle totalmente realizable, y tan deseable como lo había soñado. Y, al comprenderlo, Seth se quedó aterrorizado.
Prudence debió de notarlo, y le dio unos golpecitos en el brazo para tranquilizarlo.
—No te preocupes —le dijo—. Por esta noche, puedes venir de oyente. Miras y aprendes, y ya te pondremos prácticas la semana que viene, ¿de acuerdo?
Le costó un momento recordar que habían estado hablando de la operación
«baño y cuna». Pero lo que le hizo tardar bastante en contestar a Prudence no fue la aprensión por las «prácticas», sino el notar un motivo más para sentirse aterrorizado.
Allí estaba Prudence, en pie ante él en la cocina, sin lugar a dudas, la habitación menos romántica de una casa. Prudence salpicada de manchas de tomate por culpa de su hijo. Manchas de tomate que habían ido a caer en un jersey largo, amplio y de cuello alto. Y, como remate, acababa de invitarlo a preparar a un bebé para acostarlo. Cualquiera de esos factores, por sí mismo, habría bastado normalmente para que Seth se apresurara a poner fin, con la menor mortificación posible por ambas partes, a la cita en cuestión. Y, sin embargo, allí seguía, con una mujer que había perpetrado media docena de ofensas contra las normas de la seducción, y cada vez sentía más excitación.
Lo único en que podía pensar era que, en cuanto el niño estuviera en su camita, ellos dos podrían retirarse a la de mamá. Y el seguir pensando en eso, en las actuales circunstancias, después de una velada en la que no había habido nada ni remotamente excitante, le decía a Seth que más le valía retirarse cuanto antes. Más aún, que lo mejor sería dejar de ser el marido de Prudence cuanto antes. Debía marcharse a casa. Podría dar cualquier excusa. Que iban a llamarlo por teléfono. Una conferencia. Que tenía que operar al día siguiente temprano.
Que sentía terror ante la escena doméstica que se abría ante él, por lo que, si Prudence lo disculpaba, empezaría a correr en aquel mismo instante.
No obstante lo cual, lo que, para su consternación, salió de su boca, fue lo siguiente:
—De acuerdo, encantado de ayudarte a acostar a Tanner.
Prudence llevaba un rato diciéndose que la velada debería haber terminado hacía ya mucho. Por ejemplo, cuando, al levantar la vista del plato, vio a Seth mirándola como si pensara convertirla en su postre. O quizá antes, cuando lo vio echado en el sofá, con Tanner encima de él. O más bien antes, cuando tuvo una reacción tan incongruente al abrir la puerta y ver al doctor Mahoney con vaqueros.
En fin, que debía de haber sido mucho antes, porque le estaba empezando a parecer imposible pedirle que se marchara. Para empezar, Tanner no lo soltaba, y, para continuar, ella tampoco lo quería soltar. Contemplándolo desde el umbral de la habitación de Tanner, sentado en la mecedora, con el niño en las rodillas, leyéndole un cuento, Pru empezó a notar, consternada, que en su interior iba creciendo un sentimiento nuevo, y que ese sentimiento era de cariño por Seth Mahoney.
Cariño Por el doctor Irresistible. Era lo único que le faltaba. Y el caso era que llevaba dos años tratando de engañarse a sí misma, diciéndose que la cálida sensación que experimentaba al acercársele Seth Mahoney era una reacción hormonal, o cualquier cosa por el estilo. Pero no se podía decir eso por más tiempo. Seth Mahoney le gustaba. Lo que tenía que hacer era procurar que no pasara de ahí.
Se concentró en Tanner, pero también ahí había mucho de sorprendente. Con qué facilidad había aceptado a Seth. «Hay que ver, cree una que conoce a su hijo, y mira...»
—Y colorín; colorado, o lo que digan ahora en la tele, este cuento se ha acabado —dijo Seth, cerrando el libro. Le pasó a Tanner las dos manos por las axilas y lo puso en pie—, y mamá te va a llevar a la cama.
Oyendo la indicación, Prudence se acercó a ellos. Había aprovechado los minutos del cuento para irse a cambiar el jersey y las mallas, mojadas por el chapoteo de Tanner en el baño, y llenas de manchas de salsa de la cena. Como iba con prisa, se puso las primeras cosas que vio limpias. Así que llevaba puestos unos vaqueros de talle bajo y un jersey rojo, cortito. Dos cosas muy normalitas, creía ella, hasta que vio cómo se encendían las pupilas de Seth al verla.
Eso había sido un grave error táctico. Con el jersey azul húmedo y entomatado, no había ese resplandor en su mirada. Con esa ropa, en cambio, la mirada de Seth no se despegaba de sus caderas, insistía en el punto en el que, Pru se daba cuenta en ese instante, al moverse, debía de aparecer un poco de piel entre el jersey y la cinturilla de los pantalones. Aun sabiendo que era inútil, tiró del jersey hacia abajo, y,
en cuanto lo soltó, volvió a subirse, llamando aún más la atención sobre la piel que ponía al descubierto, como se deducía de la dilatación de las pupilas de Seth, que casi no dejaba ver el azul de sus ojos.
—Oh —empezó Prudence—. Ah, eh —siguió, con gran elocuencia—, creo que... ah... ya me hago yo cargo —consiguió decirle al fin—. No creo que tarde mucho. Lleva despierto un montón de horas, y ya lleva un par de meses que duerme muy bien por las noches. Últimamente, duerme como... como... bueno, como un rorro —sintiéndose incómoda, Pru señaló la puerta, que comunicaba con el cuarto de estar, y sugirió—. Quizá te apetecería servirte otra copa de vino... —era urgente que Seth se alejara, porque el resplandor de su mirada se había convertido ya en una hoguera.
—Me apetece —contestó él, y, antes de entregarle a Tanner, le dio un besito en lo alto de la cabeza. ¿Por qué hacía cosas así? Como si el afecto que iba creciendo dentro de Pru necesitara más alimento.
Con el niño ya en brazos de su madre, Seth le pasó un dedo por la carita, caricia que le valió como respuesta un gorjeo de placer. Pru se ruborizó, creyendo por un momento que era ella quien había gorjeado, pero, al ver a Seth sonriendo al bebé, comprendió que debía de haber sido su hijo. Pero había algo en esa sonrisa que hacía daño, como si Seth pidiera algo que, al mismo tiempo, sabía que nunca podría llegar a pertenecerle.
—Hasta luego —dijo él, antes de que ella reuniera valor para preguntarle qué era eso, y, con una última mirada melancólica, salió.
Una vez fuera del dormitorio infantil, y en terreno familiar para él, el doctor Mahoney hizo bastante más que servir otras dos copas de vino. Apagó todas las luces del cuarto de estar, excepto una lámpara de pie que había en un rincón, dejando la habitación bañada en un suave resplandor crema. Luego encendió la cadena de música de Prudence y revisó todos sus discos, descartando la mayoría, hasta dar con uno titulado Gerswhin para enamorados, que le pareció perfecto.
Cuando llegó ella, a los pocos minutos, conforme a lo prometido, era dueño del terreno. Se había instalado en el sofá, con una copa en la mano, y tuvo la suerte de que su llegada coincidiera con una de las partes más románticas del disco. El doctor Irresistible, por supuesto, se sabía la letra. Sin dejar de tararear, levantó su copa para saludar a Prudence, le indicó que la otra la aguardaba sobre la mesita que estaba delante del sofá, y, finalmente, en voz muy queda, le dijo:
—Ven conmigo.
Nada más que dos palabras, pero que Seth esperaba contuvieran todo un mundo de sugerencias. Y no debía de andar desencaminado, porque ella se quedó blanca al oírlo, abrió de par en par los ojos y empezó a tartamudear.
—Yo... yo... yo...
Lo más difícil para el doctor Mahoney era no sonreír.
—Yo... yo... yo... ya voy.
Y Seth tuvo que luchar para no reírse.
Ella se estaba tirando de nuevo del jersey hacia abajo, y, de nuevo, para regocijo de Seth, el jersey volvió a subirse. Ah, cómo habían mejorado las perspectivas de la velada.
Con una considerable agitación, Prudence tomó su copa y empezó a avanzar hacia una butaca que, en opinión de Seth, estaba demasiado lejos.
—Vaya, vaya —dijo, y ella se detuvo y lo miró. Seth le sonrió y puso la mano abierta sobre el almohadón del sofá contiguo al suyo. Luego le dio unas palmaditas.
Prudence tragó saliva varias veces y se quedó inmóvil, como si necesitara tiempo para resolver aquel dilema. Dejó de dirigirse a la butaca, pero tampoco se acercaba al sofá, tratando de calibrar qué posición era más peligrosa.
Pero qué poca experiencia tenía. Si se sentaba en la butaca, estaría confesando su vulnerabilidad.
Como si al fin cayera en la cuenta, Prudence dio rápidamente los tres pasos precisos para llegar al sofá. Claro que, en lugar de ocupar el almohadón que Seth había señalado, lo que hizo fue sentarse en el otro extremo, arrinconándose lo máximo posible contra el brazo del sofá. Esa chica lo subestimaba.
—Aja —empezó él, mientras se deslizaba por el sofá, hasta sentarse a un par de centímetros de ella, y quedarse con el brazo sobre el respaldo del sofá.
Habría podido colocar la mano que no tenía ocupada con la copa sobre el hombro de ella, pero no lo hizo. Quedarse a escasos centímetros de Pru era quizá la cosa que más nerviosa podía ponerla. Así que, inclinando la cabeza hasta casi rozar su oreja, le susurró—. Cuéntame lo de la «Sumamente Irresponsable».
¿Fue un suspiro de alivio, o un respingo, lo que dio ella al oír de qué quería él hablar?
—Oh... no creo que... eso te... te vaya a interesar —contestó, con cierta inquietud.
—Claro que me interesa —dijo él, aproximándose unos milímetros.
—Seth... —profirió Prudence, en tono de inconfundible advertencia.
Y él sonrió al oírla llamarlo por su nombre, aunque el tono no fuera precisamente el que deseaba escuchar algún día en su labios.
—Me encanta oír mi nombre en tus labios —le dijo, al tiempo que se apartaba, casi imperceptiblemente, de ella.
—Seth... —repitió Prudence, con cierta amenaza sumada a la advertencia.
—¿Siii? —susurró él, volviendo a aproximarse. A estas alturas, lo mejor era mantenerla desconcertada, a lo que le ayudaba mucho también el no tener ni idea de lo que iba a hacer en cada momento.
El perfume de Prudence lo tenía embriagado. Estaba deseando hundir la nariz en él. Así que inclinó la cabeza hasta rozar la airosa curva donde el cuello se unía al hombro y aspiró la fragancia de la piel. Maravilloso.
A ella también debió de parecérselo, porque, al rozarla él suavemente con los labios, dejó escapar un suave gemido, que a Seth le sonó a glorioso abandono.
Lamentablemente, lo que dijo ella a continuación, estaba en total desacuerdo.
—Esto no es lo que deberíamos estar haciendo.
Pero lo dijo sin el más mínimo poder de convicción y, además, inclinando ligerísimamente la cabeza. Era un acto instintivo, y quizá trataba de apartarse, pero lo que hizo fue facilitar la exploración de Seth, que no pensaba renunciar a ninguna ventaja.
—¿Ah, no? —le contestó, al tiempo que seguía recorriéndole el cuello con los labios, aproximándose a la garganta, siempre con la levedad de una pluma, lo cual no impedía que el efecto que tenía en él el contacto con esa suave piel era endurecerlo cada vez más.
—No —susurró ella, pero sin apartarse.
Seth entreabrió los labios y los usó para pellizcarle suavemente el cuello, recreándose con la agitación que le causaba a ella al hacerlo.
—Y entonces, ¿qué deberíamos estar haciendo, Prudence? —le preguntó, sin separar los labios de su cuello
Ella tragó saliva, y él aprovechó para ir besando cada uno de los músculos de la garganta que se pusieron en movimiento.
—Oh... —gimió Prudence, e hizo luego un esfuerzo por responderle— Se...se supone que deberíamos conocernos mejor.
Y él se rio, casi triunfalmente, al tiempo que alzaba una mano para sujetarle la nuca.
—Si me das unos minutitos más —contesto—, te prometo que llegaremos a ser íntimos.