Capítulo Cuatro

Que llamar a todo el mundo, o sea, a todo el mundo el curso del Instituto Easton del año 90, para contarles las novedades. Que aquella misma Prudence Holloway, votada la Sumamente Irresponsable, había resultado ser la mujer más seria y más formal del mundo, y que, además, se había casado con un médico no menos serio, rico y, todo hay que decirlo, que era un auténtico bombón.

—Ay —gimió Pru, bajito, al recordar cómo se le había venido el mundo encima al oír todo aquello. Aturdida ante la inesperada agravación de los acontecimientos, Pru, horrorizada, había sido incapaz de refutar ni una palabra de lo que la otra le explicaba. Las pocas veces que trataba de reconducir la conversación, Hazel se lanzaba a otro monólogo sobre lo maravillosamente divertido que iba a ser ver la cara de todos al enterarse de cómo se había desarrollado, tan en contra de lo previsto por ellos, la vida de su antigua compañera. Ah, iba a ser magnífico, cuando todos conocieran la verdad acerca de Pru.

La verdad acerca de Pru.

—Ay, ay, aaay....

Pero, ¿cómo se había atrevido a hacer una cosa así?, volvió a preguntarse a sí misma, por enésima vez. ¿Quién se había creído que era ella, para engañar así a todo el mundo? Y la respuesta era evidente: una persona Sumamente Irresponsable.

—Hombre, Prudence. Justamente, el tierno bocadito que yo andaba buscando.

¿Pero es que no era posible quitarle al doctor Mahoney la manía de llamarla por su nombre de pila? Para empezar, nunca le había entusiasmado, y, además, le recordaba constantemente lo poco prudente que había sido a lo largo de su vida.

No parecía que su cabeza fuera a dejarle esa mañana ni un segundo de respiro. Era un hervidero de cuestiones sin resolver, pero el problema de los problemas, el que se impuso a todos los demás que la torturaban, era, sin embargo, el porqué su cuerpo se convertía en un flan cada vez que el doctor Mahoney se hallaba a menos de tres metros de ella. ¿Qué motivo podía haber para un fenómeno tan extraño? Ninguno.

Bueno, era verdad que era terriblemente guapo. Eso podría ser un motivo.

Bueno, no pasaba nada. Y también era muy simpático. E ingenioso. De acuerdo, eso también podría haber tenido alguna influencia. Y, además, había que reconocer que era... digamos, atractivo.

Pero que fuera guapo, simpático, ingenioso y atractivo tampoco era una justificación para sentirse como un caramelo cada vez que él se acercaba, gritándole mentalmente «¡Desenvuélveme!»

—¿Te sientes bien, Prudence? —a la pregunta de Seth Mahoney, hecha en un tono muy delicado, solo asintió, sin decir nada, pero luego hizo un esfuerzo por sacudir toda la ansiedad que sentía, para recordarse a sí misma que, desde que Tanner nació, había hecho un gran esfuerzo por vivir responsablemente.

No tomaba ninguna decisión en la que no contemplara, ante todo, el bienestar del niño. La única mancha en esa vida era la mentira podrida esa en la que había sido cómplice de Seth Mahoney... por lo demás, vivía con una enorme sensatez, gracias a Tanner.

Claro que también gracias a Tanner había dejado de salir con cualquier hombre, lo cual, bien mirado, a lo mejor tenía algo que ver con lo de sentirse un caramelo, etcétera.

Una vez más, rechazó esos pensamientos, e hizo un esfuerzo por no darse de cabezadas con el mostrador, que era lo que le parecía le iba a proporcionar un alivio más inmediato. El doctor Mahoney seguía delante de ella, esperando una respuesta. Levantó la vista hacia él.

—Buenos días —dijo él, y sonrió con su sonrisa de derretimiento, y Prudence sintió que se derretía.

«¡Por caridad, Pru! ¡Haz el favor de controlarte!» Y, en voz alta, le contestó:

—Buenas —y, con disimulo, se pasó la mano por la barbilla, por si había babeado.

—Hay que ver lo guapísima que estás hoy —canturreó, más que dijo, él, y el corazón de Pru, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, se puso a latir como un loco.

—Eh... gracias —y luego, sin saber por qué, añadió—. Tú también estás...

muy... elegante.

Al oírla, el rostro de Seth se iluminó. Nunca lo había visto así... radiante.

Duró como cuatro o cinco segundos, y, súbitamente, su expresión se volvió truculenta.

—¿Qué diablos has querido decir con eso?

—¿Qué quieres decir, con qué he querido decir? —repitió ella, a su vez, asombrada ante semejante cambiazo.

—Me acabas de hacer un cumplido —precisó él—. No creerás que te vayas a librar de darme una explicación.

—Pero... —Pru estaba cada vez más confusa—... parece que te hubiera insultado.

—No, señorita, no me has insultado. Ese es el problema.

—¿Cómo dices? ¿El problema es que no te haya insultado?

—Naturalmente. Cuando me insultas, sé a qué atenerme, Prudence, pero un cumplido....

—¿Un cumplido, qué?

—Pues que no venía a cuento, francamente.

—¿Qué? ¿Cómo?

Se declaró, lenta y solemnemente:

—Que no vuelva a suceder.

—Bu… bueno.

Pensándolo un poco, la propia Pru tenía que reconocer que también a ella le sorprendía el haberle dicho algo agradable al doctor Mahoney. Aunque rara era la ocasión en que no lo encontraba elegante, o maravilloso, o comestible, o... en fin, para qué seguir, nunca jamás le había dicho nada parecido. Ya era bastante incómodo que ella sintiera y pensara así, para encima comunicarle a él esas sensaciones y pensamientos…Y, además, ¿quién se había creído ella que era, para andar haciéndole cumplidos? Como si pretendiera propiciarlo, predisponerlo a favor suyo. Hablando de favores, ni que ella estuviera tratando de que estuviera del mejor humor posible, para que no se negara a hacerle un favor. Ni que ella estuviera contemplando en serio el pedirle...

«Oh, no», se dijo. «No, por favor. Eso no. Cualquier cosa menos eso.»

No podía estar contemplado una cosa así en serio. No podía estar dispuesta a perpetuar la mentira que le habían contado a Hazel. ¿Cómo iban a mantener el tipo, fingiendo de allí a un mes que estaban felizmente casados y eran los felices padres de Tanner?

No, no podía ser. ¿O sí?

Seth no podía creer lo que le parecía estar viendo. Prudence Holloway no le quitaba la vista de encima, desde hacía largos minutos, y lo miraba... él juraría que era eso, como si se sintiera como un caramelo y le estuviera pidiendo que lo desenvolviera.

No, no podía ser. ¿O sí?

Sacudió la cabeza, para alejar la imposible, aunque deliciosa, ocurrencia, y entonces pensó en la forma tan ruin que había tenido de rechazar el cumplido que ella le había hecho. Sobre todo, porque lo más probable sería que nunca se repitiera.

Lo había pillado totalmente por sorpresa. No podía recordar cuándo fue la última vez que ella le dijo algo agradable. Bien mirado, no recordaba que le hubiera dicho alguna vez algo agradable... Por lo menos, hasta su enfrentamiento conjunto con la bruja Hazel, hacía una semana. Y él acababa de asegurarse de que nunca volvería a oír nada grato de sus labios. Pero, ¿cómo podía velar tan mal por sus propios intereses?

—Esto... ¿doctor Mahoney?

La suavidad de su voz iba acompañada de algo indefinible que le hizo dar el paso, o, más bien, salto, que lo separaba del mostrador de enfermeras, al instante, para quedarse apoyado sobre él con un antebrazo, mientras la otra mano sostenía su barbilla.

—¿Sí, Prudence?

Ella parpadeó y él vio cómo se expandían un momento sus pupilas, antes de que los iris se recuperasen. Por Dios mío, cómo eran de verdes esos iris.

—Esto... —dijo ella, muy bajito— ¿podría hablarte?

Vaya, qué interesante sonaba aquello. Sobre todo, acompañado de la expresión de total incertidumbre que ella tenía al decirlo.

—Claro que sí. Puedes hablar conmigo de lo que quieras.

Ella se inclinó un poco hacia delante antes de responderle, e, instintivamente, Seth hizo lo mismo. Con las dos cabezas casi tocándose, Prudence murmuró:

—¿Te puedo hablar... de algo... de algo personal? Oh, oh, oh, pero qué interesante sonaba aquello.

—Por supuestísimo.

—¿Podría ser ahora? —preguntó ella, tras vacilar unos instantes.

Tratando de no parecer demasiado fuera de sí, Seth asintió con la cabeza, varias veces.

—Naturalmente.

—¿A solas?

Esta vez, no hubo respuesta verbal. Seth dio un nuevo cabezazo, y dio media vuelta, apartándose a toda velocidad del mostrador. Y a toda velocidad empezó atravesar el vestíbulo, esperando que Prudence lo siguiera sin dilación, porque él no estaba dispuesto a perder ni un instante en quedarse a solas con ella para hablar de aquel asunto personal del que ella necesitaba hablar personalmente con él en persona. Sin mirar atrás, torció por un pasillo y luego por otro, hasta llegar a un cuarto que servía de almacén, y que a él le había servido de mucho en muchas ocasiones. Abrió la puerta, entró, encendió la luz y esperó.

Y, a los pocos segundos, Prudence entró tras él, confusa, agitada, sumamente ruborizada... y absolutamente embrujadora. Su boca, por ejemplo, que tantos insomnios le había causado, era como un fruto... dos frutos maduros, que ya estaba tardando en probar. Así que, en cuanto estuvo dentro de la alacena, él cerró la puerta, rápida y silenciosamente, tomó a Prudence en sus brazos, la apoyó firmemente contra la puerta y se apoyó él con no menos insistencia contra su cuerpo.

Puso una mano sobre la madera, para mantenerla bien cerrada, sonrió, y dijo:

—Tenemos que dejar de vernos en sitios así —y, al momento, se inclinó hacia ella y la besó.

Sin ningún motivo. Simplemente, porque tenía que hacerlo. Esperando todo el tiempo que lo rechazara con todas sus fuerzas, como había hecho la última vez que se atrevió a acorralarla de un modo parecido. Pero, para su sorpresa, e inmarcesible deleite, esta vez, Prudence no empezó por rechazarlo, por lo hecho, lo que hizo fue devolverle el favor, y con ganas.

Le rodeó la cintura con un brazo y apoyó la otra mano en el hombro de Seth, y luego inclinó la cabeza, para recibir de lleno su beso. Con lo cual, él se apresuró a ampliar el alcance del abrazo, rozando sus labios levemente con los suyos, recorriéndole el inferior con la punta de la lengua, antes de introducirla en su boca para completar la degustación. Y, como Prudence suspiró al sentirlo, entreabriendo la boca, Seth se sintió obligado a superarse.

A la vez que el beso se hacía más profundo, llevó una mano a la cadera de Pru, y empezó a deslizaría, acariciándole el muslo. Y, cuando percibió el sutil cambio de postura de ella, abrió los dedos, abarcando la curva de la nalga. ¡Qué delicia de curvas!

Entretanto, ella debía de encontrarlo también a él bastante a su gusto, porque Seth sentía el calor de su palma, acariciándole la nuca, y deslizándose entre sus cabellos; notaba el rápido latir de su corazón, contra el de él, y la veía jadear tanto como él.

En ese momento Seth alcanzó una de sus grandes fantasías, tener a Prudence exactamente donde había deseado tenerla, tocarla tal y como había deseado tocarla, y, con la ventaja añadida de que no le quedó tiempo para saturarse del cumplimiento de su fantasía, porque aquello no duró mucho.

Con la misma velocidad con la que Prudence se le había entregado, súbitamente desenterró el hacha de guerra. Cuando Seth ya se estaba reconciliando plenamente con la vida y el destino, habiendo encontrado el lugar en el que deseaba permanecer el resto de sus días, en los brazos de la Enfermera Irresistible, se encontró, de repente... en otra parte.

O sea, sentado sobre su trasero en medio del suelo del almacén, donde había ido a parar cuando Prudence recuperó su antigua visión de las cosas y le dio un buen empujón.

Caray. Ya se estaba empezando a hartar de esa manera suya de acabar las entrevistas.

Y, la última vez, Seth estaba preparado. Contaba con que algo así podía suceder, y consiguió mantener el equilibrio. Pero esa vez, absorto en otras ocupaciones, la reacción de Prudence lo había pillado totalmente por sorpresa.

Estuvo un buen rato sentado en el suelo, mirándola boquiabierto, tratando de rehacerse. ¿Cómo era posible que él, el doctor Seth Mahoney, hubiera llegado a tal posición? Y, sobre todo, ¿cómo iba a colocar a la enfermera Holloway de nuevo en la posición que le interesaba?

Porque, a pesar de todo, una cosa le quedó clara a Seth en esos momentos pasados en el almacén, tanto los que transcurrieron pegado a ella, como luego, contemplándola desde donde ella lo había enviado: nunca había deseado a una mujer como deseaba a Prudence, y haría lo que hubiera que hacer, absolutamente todo lo que fuera preciso, para estar con ella.

Solo que esos planes, de momento, claro, sufrían un aplazamiento.

—Bien, vale, puede que me lo haya ganado —dijo, recogiendo las largas piernas, y abrazándose las rodillas» como si se hubiera sentado allí por comodidad— Pero lo que no pienso hacer es disculparme por algo que hace mucho tiempo que debería haber hecho.

Dicho lo cual, aprovechó para pasar a la siguiente fase de su plan de recuperación del terreno perdido. Es decir, que se puso en pie, se sacudió los pantalones, se colocó la corbata y la bata, y soltó un poco los músculos del cuello y los hombros. «Aquí no ha pasado nada».

Pero, por supuesto, había pasado. A él las mujeres no se le resistían, ni le daban empujones, ni le miraban luego con esa cara de alucinadas. Claro que, mirando bien esa cara, comprendió que también para ella aquello era algo insólito. Lo que se leía en su mirada era prácticamente pánico, y tenía una mano puesta sobre los labios, no se sabía si para despegarse el beso, o para que no pudiera evaporarse.

—¿Por qué? ¿Por qué has hecho una cosa así? —la oyó preguntar, siempre con la mano tapando la boca—. ¿Por qué me has besado así?

—Ah, ¿eso? —contestó él, tratando de llevar las cosas a lo jocoso—. Verás, pues ese tipo de beso, el número siete, para ser más precisos, es uno de los que mejor domino. Claro que sé otras muchas formas de besar, y, cuando quieras, las probamos.

Pero ella no le debía de ver la gracia, porque seguía con la misma postura y expresión.

—¿Pero por qué lo has hecho? —insistió.

—¿Y tú por qué me has dejado?

—Yo no...

—Tú sí —la cortó—. Me has dejado, y lo sabes perfectamente.

Y esta vez Prudence no lo negó, sino que sus ojos se agrandaron de sorpresa, como si, en efecto, solo entonces se diera cuenta de hasta qué punto había participado en lo que tan conmocionada la tenía. Por lo menos, durante unos minutos, se dijo él, y luego, a regañadientes, «Bueno, de acuerdo, habrá sido como un minuto.» Pero ella había tomado parte gustosamente. Su cuerpo parecía volver a la vida, al recordar cuan gustosamente había participado ella.

—No vuelvas a hacerme una cosa así —dijo Prudence, retirando al fin la mano de sus labios.

—¿Y por qué no? A mí me parece que te gustaba tanto como a mí.

Ella empezó a negar con la cabeza, y luego dejó de hacerlo y le dijo:

—No quiero que vuelvas a hacerlo. Nunca.

Seth tomó aire muy profundamente y lo fue soltando con calma. Y, cuando se hubo calmado, preguntó:

—Entonces, mi querida Prudence, cariño mío, encanto de mis ojos, ¿me quieres decir qué es lo que quieres? Porque creo recordar que había un asunto personal, urgente, del que tenías que hablar conmigo, a solas. ¿Qué es, entonces, lo que quieres, o querías?

La vio tragar saliva y tratar de concentrarse, pero seguía con cara de susto, y era evidente que le costaba hacerlo.

—Quería... querría... quiero... que tú... hagas... me hagas... —no consiguió acabar de decirlo, pero lo que dijo le devolvió a Seth la vida.

—¿Que yo te haga... qué?

—No, no, no quiero decir eso. Lo que quiero decir es que te necesito...

—¿Me necesitas? —Seth dio un paso hacia ella—.

Con un enorme esfuerzo para hablar claro para decir

—Te necesito... necesito que seas mi marido.