Capítulo Once

Naturalmente, al decirle a Prudence que el postre corría de su cuenta, Seth no pensaba precisamente en la bandeja de la pastelería con la que ella se presentó a su puerta. El esperaba algo dulce, desde luego, y sabroso, y más bien caliente, y no creía que lo que deseaba compartir con Prudence cupiera en aquella bandejita. No, les iba a hacer falta bastante más espacio.

Bueno, por lo menos había ido. Claro que iba sin Tanner, lo cual no auguraba que pensara quedarse mucho rato.

—¿Dónde está el enano? —preguntó enseguida.

—Con una canguro —le contestó ella, algo nerviosa, pero con seguridad—.

La hija de una prima mía. Si tú y yo tenemos que hablar, más vale que no esté Tanner para que nos podamos concentrar.

—Bien —dijo Seth—. Tengo buen recuerdo de la última vez que te he visto...

concentrada.

Prudence lo miró con sorpresa, pero él no dijo nada más, sino que se limitó a apartarse para invitarla a pasar. Hacía muy buena temperatura, así que ella se había puesto un vestido para la ocasión, en verde turquesa, que realzaba el color de su pelo y de sus ojos. Aunque el postre se fuera a limitar al contenido de la bandejita, Seth se felicitaba por la elección de Pru, y estaba dispuesto a no presionarla en absoluto. Esa noche, pensaba comportarse como el adulto serio y responsable que, en realidad, había sido casi toda su vida.

Lo único que pasaba era que esa fase se había terminado precisamente al acceder al mundo de los adultos, y, en realidad, ya le iba apeteciendo clausurar su etapa de irresponsabilidad e inmadurez, y recuperar el contacto con su antiguo ser. Prudence Holloway merecía sobradamente cualquier pequeña renuncia que tuviera que hacer.

—¡Qué guapa! —dijo, suavemente, y vio un chispazo de incertidumbre en los ojos de Pru al oírlo, que enseguida pasó, sustituido por una sonrisa. Buena señal.

—Gracias —le contestó, y, a su vez, le echó un vistazo prolongado a él—. Tú también estás muy bien.

Esa noche, Seth se había esforzado mucho por no ir trajeado como en el trabajo, sin caer en la informalidad. Llevaba unos pantalones de algodón caqui, no muy ajustados, y un jersey, también de algodón, azul marino. Por supuesto que pretendía estar... bueno, como siempre, irresistible, pero también dar una impresión de solidez y responsabilidad a Prudence. Esa noche se jugaba mucho.

—Bueno, ¿y qué me has traído? —le preguntó—Para postre, quiero decir.

Ella le tendió la bandeja, pero, cuando él fue a soltar el nudo de la cinta que tenía alrededor, sonrió y le dijo:

—Ah, no, eso no. Hay que esperar hasta los postres —y, al oírla, él sonrió a su vez.

—Me encantan las sorpresas.

—A mí... —empezó ella, y su sonrisa se nubló un poco—. No sé qué decirte.

Él tampoco dijo nada, y se quedaron un momento de pie, mirándose, momento que se prolongaba incómodamente, cuando fue a romperlo el súbito pitido de un temporizador. Seth volvió a toda prisa a la cocina, lo desconectó, abrió el horno y sacó el asado.

—Cómo huele —comentó Prudence, que había ido tras él.

—Eso es el romero. Ya verás cómo sabe.

—Vaya —ella soltó una risita—, si ahora resulta que también sabes cocinar.

Seth ya había dejado la fuente del asado sobre la encimera y metido el pan en el horno, para calentarlo con el calor residual, así que se volvió hacia ella.

—Yo diría que hay muchas cosas que ignoras de mí.

—Yo diría que tienes razón —contestó Pru—. Nunca contestas a las preguntas personales. Él tuvo un momento de vacilación.

—Cierto —dijo después—. Pero había buenas razones para ello.

—¿Ah, sí? —había despertado su curiosidad, y él asintió.

—No demasiado buenas, la verdad, pero las había.

—¿Las había? ¿Quiere eso decir que ahora estás dispuesto a hablar más de ti mismo?

—Quizá —contestó él, enigmático—. Acabaré por hacerlo. Igual después de la cena —y, al verla abrir la boca para decirle, seguramente, que había ido solo a cenar, se apresuró a pedirle—. ¿Te importaría encargarte del vino? —y, asombrado, vio que cerraba la boca y abría un cajón, buscando el sacacorchos.

Sorprendente. Prudence siguiendo instrucciones.

Y de él.

Mientras se ocupaba de la comida, la vio descorchar la botella de tinto de crianza que reposaba sobre la encimera y servir con cuidado dos copas. Una vez le tendió la suya, Prudence se acercó, copa en mano, al distribuidor, desde el que se veía toda la casa, porque ya se había cuidado él de que no hubiera ninguna puerta cerrada.

—Tienes una casa muy bonita —le dijo, al cabo de un momento—. Me gusta mucho. Entre tus talentos desconocidos, ¿está también el de la decoración?

—No, contraté a profesionales —y Seth se dijo que eso era exactamente lo que reflejaba su casa: profesionalidad, no una cualidad de hogar, como la casa de Prudence—. Verás, en mi infancia, entender de decoración no era vital para mi supervivencia —prosiguió—. En cambio, comer sí. Así que aprendí a cocinar, no a combinar muebles.

Pru tenía expresión de curiosidad, pero no dijo nada.

—También coso bastante decentemente —siguió confesando Seth, que daba vueltas a su copa—. No llego a hacerme yo la ropa, pero pego botones y arreglo bajos y cremalleras bastante mejor que la mayoría. Ah, y sé zurcir. Si es preciso, le puedo hacer durar la ropa a un niño en pleno crecimiento hasta dos años.

Ella tomaba de vez en cuando un sorbo de vino, pero seguía examinándolo con gran interés, sin decir nada, por lo que Seth decidió seguir con el catálogo de sus virtudes domésticas. El contexto se iría revelando, irremediablemente.

—También sé estirar el dinero como si fuera chicle. Si se trata de comida, con un paquete de macarrones y una lata de bonito, puedo hacer los almuerzos de una semana.

Por fin, Prudence dejó su copa sobre la encimera.

—Así que —dijo, evitando mirar a Seth— eras pobre de pequeño.

—Pobre —repitió él. Y también él se dedicó a estudiar las profundidades color rubí de su copa, para no arriesgarse a ver la expresión de ella al oír lo que iba a decirle—. No, la palabra no es pobre —empezó—. Si uno dice «pobre», parece que a la familia le cuesta llegar a fin de mes. Verás, Prudence, a mi madre y a mí nos costaba empezar, seguir, promediar y terminar el mes. Nos íbamos a la cama con la tripa vacía más veces que llena.

Al cabo de un breve silencio, ella preguntó, muy quedamente:

—¿Y tu padre?

—No sé nada de él —dijo él, sin la menor vacilación.

—Pero con tu madre sí que pudiste contar, ¿verdad? —había algo de inseguridad en su voz.

—Sabía siempre dónde estaba mi madre —contestó Seth, siempre con la vista fija en el vino—, pero la verdad es que apenas la veía. Tenía dos trabajos de jornada completa, y todo lo que ganaba se iba a una cuenta de ahorro especial para mis estudios. Te aseguro que, en aquella época, yo habría votado por invertir más bien en cosas como... comida, pero le agradezco que hiciera lo que hizo.

—Tenía entendido que habías conseguido becas en todas partes.

—Sí, he tenido becas —reconoció él—, pero no lo cubrían todo, ni mucho menos. Créeme, con todo lo que dieron de sí los ahorros de mi madre, hubo momentos en los que me vi con el agua al cuello —por fin levantó la vista, para encontrarse con que entonces era Prudence la que parecía hipnotizada por su copa.

—Lo siento, Seth. No tenía ni idea.

—Claro que no la tenías. Ya procuro yo no hablar de eso con nadie —dio un pequeño suspiro—. Pero creo que ha tenido bastante influencia en mi manera de ser —finalmente, Pru levantó la vista, llena de curiosidad, hacia él.

—¿A qué te refieres?

Antes de contestarle, Seth se volvió a poner en marcha. Buscó una caja de cerillas para encender las velas que había sobre la mesa, sirvió la salsa en la salsera y las guarniciones en sendas fuentes. Trataba de concentrarse en esas tareas para no ser arrollado por recuerdos que preferiría no fueran los suyos, pero que tenía que reconocer eran vivencias que lo habían formado como ser humano.

—Mi infancia —empezó— tuvo muy poco de infantil. En cuanto pude nacerlo, o quizá un poco antes, ya estaba a cargo de mí mismo. A mi padre nunca lo conocí. Mi madre se pasaba todo el día, todos los días de la semana, trabajando. De muy pequeño, me llevaba con ella. Jugaba con los periódicos que había para tirar en las casas en las que ella limpiaba, hasta que pude ayudarla a limpiar. Y, en cuanto cumplí la edad mínima, empecé también a trabajar.

—Pero, como ya te he dicho —prosiguió—, todo dólar que no fuera absolutamente imprescindible para el alquiler, o la comida, era ingresado religiosamente en la cuenta de mis estudios. Mi madre estaba resuelta a que me hiciera médico. No porque creyera que yo tenía tal vocación, sino para estar segura de que saldría adelante, de que siempre pondría encontrar trabajo.

Contaba con que a la gente siempre le harían falta médicos.

Había ido llevando cosas al comedor, y Prudence fue a reunirse con él, llevando la botella y las dos copas de vino. Las dejó sobre la mesa, en puestos contiguos, y se sentó, esperando que él la imitara.

Pero a Seth había dejado de importarle que todo saliera perfecto, y ni siquiera parecía tener hambre. En lugar de sentarse, tomó su copa y se alejó con ella hacia la zona del cuarto de estar.

—No me quedó más remedio, Prudence —le dijo, mirándola desde la distancia a la que se había situado— que cuidar de mí mismo desde que tengo memoria. Los demás niños se iban a casa después del colegio y jugaban con sus videojuegos, o montaban en bici. Yo tenía que limpiar la casa, preparar la cena y ocuparme de mí mismo. Y, de mayor, después del Instituto, me iba a trabajar, y, después del trabajo, a limpiar la casa, preparar la cena y ocuparme de mí mismo.

Hizo una pausa y se sentó en el sofá. Por respeto hacia él, o por preservarse ella, a Prudence no se le ocurrió acercarse.

—Tenía dieciséis años cuando a mi madre le diagnosticaron cáncer —

prosiguió, tratando de mantener un tono de frialdad que estaba muy lejos de sentir—. Pasé los dos años siguientes cuidándola también a ella. El dinero de la cuenta de estudios se gastó casi entero en pagar sus gastos médicos. Así que, después de su muerte, tuve que seguir trabajando para poder ir a la Universidad.

»Porque, después de su muerte —siguió, en un tono más resuelto—, decidí que me convertiría en lo que ella había deseado. Resultó que sí tenía vocación, y sacaba bastante buenas notas. Pero te aseguro que, aunque tenía aptitud, estudiaba muchísimo. Trabajaba mucho, estudiaba mucho, me sacrificaba mucho. Así que, cuando acabé la especialidad y empecé a ganar dinero de verdad con mi trabajo, decidí... verás, decidí regalarme esa niñez que no había tenido nunca.

Y se interrumpió para mirarla. Como esperaba, la expresión de Prudence le decía que lo estaba entendiendo, que no había por qué detallar exactamente en qué consistía ese regalo.

—Te comportas como un crío —dijo ella, poniéndose en pie sin ruido—

porque no has tenido la oportunidad de ser un crío hasta hace un par de años.

—Sí.

—El motivo —siguió Prudence, que, dejando su copa en la mesa, empezó a avanzar hacia él, paso a paso— de que seas tan... irreprimible, de adulto, es lo muy cohibido que te obligaron a ser tus circunstancias de niño.

—Sí —volvió a decir Seth. Lo había entendido todo... hasta el momento. Aún le faltaba una última bomba que soltarle.

La vio en pie delante de él, sin atreverse a dar el siguiente paso, sin saber qué más decirle o preguntarle, y se resolvió a ayudarla. Dejó su copa en la mesita, junto al sofá, y tomó la mano de Prudence. Tirando levemente de ella, la hizo sentarse a su lado. Lo confortó que lo hiciera de buena gana, pero se abstuvo de pasarle el brazo por la cintura, como le apetecía, y enlazó, en cambio, los dedos de su mano con los de ella.

—Y el motivo, Prudence —prosiguió, muy bajito—, de que siempre haya evitado prolongar la relación con una mujer, es que no he sabido nunca cómo afrontarlas —esperó hasta que ella lo mirase a los ojos, y siguió—; hasta hace muy poco.

—¿Qué me estás tratando de decir?

Ya la tenía demasiado cerca para poder resistir sin abrazarla, así que Seth le apretó un poco más la mano, invitándola a recostarse contra los almohadones.

Los dos se echaron hacia atrás, y él le pasó el brazo por los hombros.

—Las horas que he pasado estas dos últimas semanas contigo y con Tanner

—empezó a contestarle— me han servido para darme cuenta de lo que me estaba perdiendo. Mejor dicho —corrigió, con vehemencia—, los minutos que he pasado contigo, estos dos últimos años, son los que me han hecho ver lo que me estaba perdiendo.

—Pero, ¿cómo puedes decir eso? —respondió ella, asombrada—. Has estado con docenas de mujeres, solo en Seton General, y seguro que ha habido docenas más, antes de aquí. ¿Qué tengo yo de particular?

—Oye, para empezar, no han sido docenas. Por lo menos, no como tú te figuras. Y, para seguir... —dio un suspiro, porque no estaba seguro de cómo decirle lo que le tenía que decir—. Claro que tienes mucho de particular, Prudence. Mi relación contigo ha sido distinta de las demás desde el primer minuto. ¿Es que no lo ves? Ya llevo detrás de ti dos años. Con otras mujeres, si me decían que no, pues nada, pasaba a la siguiente, y solucionado. Pero contigo he sido incapaz de hacerlo. Contigo, no he dejado de volver a por más y más noes. Has resultado... —sonrió abiertamente— irresistible.

Prudence abrió la boca para replicarle, pero no pudo. Sonrió, a su vez, y se quedó callada, reflexionando. Seth supuso que le estaba costando asimilarlo todo, y siguió con su explicación.

—Aunque no haya llegado a salir contigo, a bailar contigo... he estado dando vueltas constantemente en torno a ti. Y ahora, al conseguir estar más tiempo a tu lado, al llegar a hablar contigo, a hacerte el amor... —Pru enrojeció al oírlo, y su pulso se aceleró, e, inmediatamente, se aceleró también el de Seth—. En fin, todo lo que hemos hecho estas dos semanas me ha confirmado que llevaba dos años contándome a mí mismo un cuento chino. Te quiero, Prudence. Te he querido desde el primer día. Y quiero estar contigo.

—No creo que lo digas en serio —le dijo ella, pero en su tono había un vestigio de esperanza.

—Claro que lo digo en serio —insistió Seth—. Por supuesto que te quiero y que...

—No —lo interrumpió ella, y le puso la mano sobre los labios—. No digas algo que no sientes de verdad.

—Claro que lo siento de verdad —dijo él, contra sus dedos—. Te quiero —

ella le retiró la mano de los labios, pero siguió negando con la cabeza.

—Quizá sea verdad ahora —le respondió—, pero no durará, Seth. A ti no te duran las cosas. Él se rió, y su risa era sincera.

—¿Pero cómo no lo ves? Ya ha durado. Dos años, Prudence. Aunque yo no lo quisiera reconocer, y aunque tú te resistieras todo el tiempo... Con los dos en contra, llevo dos años enamorado de ti. Y te sigo queriendo ahora. Y te querré siempre.

—Oh, Seth —después de la exclamación, esta vez Prudence se llevó la mano a sus propios labios, como si no se fiara de lo que podía decir. Pero sus ojos estaban velados, y con el otro brazo se cubría la cintura, inclinándose hacia delante, sin mirarlo a él directamente.

—No me crees —dijo él.

—No sé qué creer.

—Estoy dispuesto a demostrártelo, si tú colaboras.

—¿Cómo?

—Casándote conmigo.

—¿Qué?

—Cásate conmigo, Prudence. No hay por qué esperar. Podemos hacerlo este mismo fin de semana.

—¿Qué?

—Nos casamos, y así ya podemos ir el próximo fin de semana a tu reunión de antiguos alumnos como marido y mujer.

—¿Qué?

Seth no pudo retener la carcajada ante la expresión de aquel rostro adorable: escéptica, estupefacta, esperanzada.

—Es la solución perfecta, créeme —y él mismo lo creía. Se le había ocurrido en el último momento, pero estaba seguro de que todo podría arreglarse—.

Anda, cásate conmigo —repitió—, y así podremos ir a Pittsburgh y todo será verdad. No habrá ninguna mentira podrida. Yo seré tu marido, y el padre de Tanner. Y los dos estaremos viviendo felicísimamente casados.

Prudence aún se mantuvo unos minutos mirándolo como si fuera un lunático, y luego le dio un golpe de risa y estuvo a punto de ahogarse.

Maravilloso, se dijo Seth.

—¿Y qué hay de la fantástica mansión de Cherry Hill? —le preguntó, cuando se recuperó. t

—Bah. Les podemos contar que estamos buscando una casa nueva, porque contamos con seguir incrementando la familia, y así no estaremos contando ninguna mentira —se detuvo un momento, dudoso—. No será ninguna mentira, ¿verdad?

—¿Y se nos van a quedar pequeños casi cuatrocientos metros cuadrados? —

preguntó ella, con incredulidad, más consciente que él de las dimensiones de las mentiras que habían contado.

Pero lo principal era que no le había contradicho, observó Seth.

—Ah, yo estoy dispuesto, si tú lo estás —dijo jocosamente, y la vio enrojecer, pero, una vez más, no dijo que no.

—¿Y qué pasa con todas las asociaciones y clubes y todo eso? —preguntó ella.

—Todo eso se soluciona con un par de llamadas de teléfono. Dalo por hecho.

—Pero...

—Dalo por hecho, Prudence —insistió él—. Todo. Yo me hago cargo de todo, y te aseguro que soy perfectamente responsable.

—Lo que eres —dijo ella, hablando despacio, como si aún no lo hubiera asimilado todo— es un perfecto chalado.

—Ah, pues igual sí —admitió él, sintiendo que todo su cuerpo, su mente y su alma se inundaban de dicha—, pero tengo que decirte, Prudence, que esta es la primera cosa que hago en mi vida que de verdad me parece madura y responsable. Y me hace sentir maravillosamente en paz —la atrajo hacia él y la besó suavemente en los labios, una, dos, y hasta tres veces, y se apartó luego—.

Cásate conmigo.

Pero ella, que había dejado hacía mucho de decirle que no, seguía sin decirle que sí. Lo que dijo fue:

—No sé, Seth. Tengo que pensar. Y él asintió, porque aquello no podía turbar su dicha.

—Por supuesto. Eso es tomarse las cosas con responsabilidad.

La expresión de Prudence cambió al oírlo, como si el chalado acabara de tirarle un pellizco.

—¿Cómo dices?

—Digo que el pensárselo sería tomarse las cosas con responsabilidad.

—Eso me había parecido entenderte —dijo ella, pero seguía desconcertada.

—Y, desde luego, no me sorprende —siguió él—, porque, como he podido comprobar a lo largo de estos dos largos años, eres una mujer sumamente responsable.

—No te entiendo.

Bueno, al fin habían llegado al punto crucial, lo que más necesario era que llegara a entender.

—Verás, Prudence —le dijo, suavemente—, si de verdad hubieras sido una irresponsable, habrías salido conmigo cuando yo te lo pedí. No te habrías resistido al famoso «doctor Irresistible». Pero lo hiciste, porque no estabas interesada en alguien que no sirviera para marido y para padre.

—Sí, claro, y por eso tuve el novio que tuve.

—¿Y qué?

—¿Cómo que «y qué»? Pues que me dejó embarazada y me abandonó.

—Pero tú estabas utilizando un anticonceptivo. Fue el anticonceptivo el que falló, ¿no? —ella asintió y él continuó—. Pues eso es mala suerte, circunstancias imprevisibles, pero no irresponsabilidad.

—De todos modos acabé abandonada.

—Clara muestra de irresponsabilidad por parte del padre, no tuya. Tú has luchado desde el primer momento para que a Tanner no le faltara nada. Lo has convertido en el centro de tu vida, Prudence. Y es un bebé sano, feliz y simpático a causa de ti. A mí no me parece que eso se pueda considerar irresponsabilidad, sino todo lo contrario.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas y, de repente, se precipitó en los brazos de Seth, que se cerraron instintivamente en torno a ella, resueltos a no dejarla escapar nunca más.

—Te quiero —dijo ella, con la respiración entrecortada, confirmando al fin lo que él siempre había sospechado—. Eres maravilloso.

Declaración que Seth no pensaba contradecir. Llevaba... ya no sabía cuánto tiempo esperando una reacción así, de modo que lo que hizo fue besarla.

Besarla como llevaba una semana deseando hacer, y ella sintió su beso con todas las fibras de su ser. Desde luego, el doctor Mahoney era irresistible.

Prudence ya no podía entender cómo ni por qué lo había rechazado durante tanto tiempo. Así que cesó toda resistencia, y, poco a poco, a medida que los labios de él iban recorriendo sus labios, y pasaban luego a la cara, al cuello, fue perdiendo la noción del tiempo. Y no porque las cosas fueran lentas. La seducción de la semana pasada había sido pausada, pero esa noche, Seth no parecía dispuesto a tomarse su tiempo. Y a Pru aquel ritmo acelerado le parecía perfecto.

Seth se puso en pie y se inclinó hacia ella, urgiéndola a levantarse, al mismo tiempo que volvía a apoderarse de su boca. Y aprovechó el movimiento de ella al ponerse en pie para tomarla en brazos, pasando ambas manos por debajo de su vestido, deslizándolas por los muslos, hasta plantarlas firmemente sobre sus nalgas.

Así cargado, recorrió en unas cuantas zancadas la distancia hasta la puerta más próxima, que, como cabía esperar, era la de su dormitorio. No había dejado de besarla en ningún momento, y siguió besándola mientras la echaba en la cama, y se tendía junto a ella, y empezaba a levantarle el vestido, poniendo al descubierto sus piernas, sus muslos, su vientre, sus pechos. Se interrumpió un momento para librarla enteramente del vestido, pero enseguida volvió a lo que estaba haciendo: a saborearla, a torturarla, a tomar posesión de cada centímetro de su cuerpo.

Y, mientras su boca licuaba el sistema nervioso de ella, la mano de Seth se aventuró a rodearle el cuerpo y, sin ayuda de la vista, soltarle el sujetador y posesionarse de su carne. En cuanto tuvo a punto el pezón, lo tomó rápidamente con la boca y succionó, dejando la mano libre para seguir viaje hacia la suave curva del vientre, por la depresión del ombligo, adentrándose bajo la seda de sus braguitas, hasta que los dedos de Seth se enroscaron en los húmedos rizos, y entonces también Pru lo agarró del cabello y tironeó suavemente de su cabeza, al tiempo que él deslizaba su mano con levedad, con insistencia, hacia dentro, hacia fuera, hasta arrancarle un grito ahogado al introducir un dedo. Y, al instante, una nueva sustitución: la boca de Seth recorría la misma senda que habían trazado antes sus dedos.

Ayudado por ella, que alzó las caderas, le quitó la última prenda y reemprendió inmediatamente lo que tan ocupado lo tenía: recorrer con la lengua los delicados pliegues de Pru, mientras su dedo seguía concentrado en la abertura, cada vez más húmeda. Ella se fue paralizando, incapaz de más reacción que las súplicas, rogándole alternativamente que hiciera cesar esa tortura, y que nunca, jamás, se le ocurriera detenerse.

Alcanzó el límite cuando aún una parte de su mente creía poder evitar recorrer el camino. Así que, en tanto su cuerpo temblaba aún con los ecos de la onda expansiva, abrió los ojos, buscando a Seth, buscando más. Estaba allí, frente a ella, tan desnudo como ella, y, al tenderle la mano, aferró ambos muslos, arrastrándola hacia él, que se hallaba de rodillas. Ella prácticamente trepó por su cuerpo, mientras él se hundía dentro de ella, hasta que Prudence estuvo pegada a él, rodeándole el cuello con los brazos, con los senos desnudos aplastados contra su torso desnudo, mientras los dos corazones latían el uno contra el otro, con un mismo — e insistente ritmo. Pru se alzó, apoyándose en sus rodillas, y volvió a dejarse caer contra él, aprisionándolo, y Seth dejó escapar un grito de fiera. Asiéndola de un pecho y de la cadera, la urgió:

—Otra vez —dijo, roncamente—. Vuelve a hacer eso.

Y ella, investida de poder, volvió a erguirse y de nuevo se incrustó en torno a él, tomándolo no menos que entregándose a él. Una y otra vez, acelerando y retardando, subiendo la llama y moderándola después, hasta que ambos alcanzaron una cúspide febril y, con un grito, proclamaron su redención, apartándose una última vez, encontrándose definitivamente, cayendo empapados y jadeantes sobre la cama, con brazos y piernas enredados, y el tronco de Seth cubriendo prácticamente el de ella, en un gesto de protección, mientras trataban de recuperar una respiración normal.

Permanecieron un buen rato inmóviles y silenciosos, comunicándose solo mediante el abrazo. Después hubo algún beso, alguna pequeña caricia, y, poco a poco, empezaron a emerger de la burbuja que los mantenía aislados del tiempo y el espacio.

Pru fue la primera en hablar, en un susurro apropiado al silencio que reinaba.

—Ya sé, Seth. Ya lo he pensado. Seth se rio bajito, y se puso a recorrer con la punta de los dedos el muslo de ella.

—¿Qué has pensado? —preguntó, en un tono de voz no menos lascivo que el movimiento de la mano.

«Como si no lo supieras», pensó ella, y, en voz alta

—En lo que me has preguntado a la hora de cenar —dijo, y notó cómo él cambiaba de postura. Al cabo de un momento, Seth la estaba mirando, echado de costado, apoyándose en un codo.

—¿Y? —le preguntó, aunque no había ninguna ansiedad ni incertidumbre en su voz.

Pru levantó una mano y le apartó un mechón de pelo rubio húmedo para mirar a aquellos ojos tan profundamente azules como el mar.

—He decidido casarme contigo —contestó con una sonrisa—. Es la opción más responsable.

—Me alegro de que lo veas así —replicó él, con otra sonrisa.

Y ella rió, y se llenó luego de aire los pulmones, inundándose, al mismo tiempo, de paz.

—Te quiero, Seth.

Las yemas de él volvieron a deslizarse apaciblemente por el muslo de Prudence.

—Y yo te quiero a ti, Pru —declaró, con pleno convencimiento—. Me muero por tus huesos.

—¿Solo por los huesos?

Ante su fingida consternación, Seth negó gravemente con la cabeza.

—Y por todo lo demás también. Adoro cada eslabón de tus cadenas de ácido desoxirribonucleico, cada mitocondria y cada célula. Y, si quieres, te puedo nombrar todas y cada una de las partes de tu cuerpo que me gustan.

—Adelante, doctor Irresistible —contestó ella, levantando ambas manos para sostenerle la cara—. Me encantará enterarme de cómo se llaman todos esos huesecillos que tengo en los pies.

Y, con una sonrisa llena de picardía, Seth empezó a satisfacer sus deseos.