Capítulo Uno

Escalpelo en mano, el doctor Seth Mahoney estaba considerando dónde empezar la incisión. En pie junto a él, la enfermera contemplaba también el corazón que aguardaba, con tanto interés como él, pero sin un gesto ni una palabra que pudieran interferir con su decisión. La cosa era peliaguda, y eran muchas las personas pendientes del éxito de la operación.

Consciente de todo ello, el doctor Mahoney se tomó unos segundos para reconsiderar con cuidado el dilema. Podía hacer la incisión de arriba abajo. O

transversalmente. ¿Qué tal en diagonal? Ah, y, si la hacía en diagonal, ¿mejor de la aurícula izquierda al ventrículo derecho? ¿O del ventrículo izquierdo a la aurícula derecha? Y, por cierto, ¿cuáles eran las aurículas, las de abajo, o las de arriba? Siempre le entraban dudas de eso.

A todo esto, ¿en cuántos pedazos le habían dicho que cortara el corazón aquel? ¡Ya se le había olvidado! Se estaba hartando de aquel encargo, así que susurró:

—Bueno, ya está bien.

Y, empuñando el escalpelo, lo alzó en alto y lo dejó caer con brutal impulso, clavándolo profundamente en el mismísimo centro del corazón.

—Menudo estilo, doctor Mahoney —comentó, sin levantar la voz, la enfermera que se encontraba a su lado.

—¿Y qué quieres, Renee? —contestó el médico, volviéndose hacia ella. Estaba muy harto, así que se pasó ambas manos por el pelo, desordenándose los mechones rubios, y acabó por plantárselas en las caderas—. Me estás presionando como si fuera... no sé, ni que fuera cirugía cerebral.

Ahí sí, por supuesto, ahí sí que el doctor Mahoney se habría sentido seguro.

Porque de cirugía cerebral, sí que entendía. Aunque estuviera mal que él lo dijera, bueno, que se lo dijera, era uno de los mejores neurocirujanos de New Jersey... y, para no quedarse cortos, de Estados Unidos. Lo único que pasaba era que de corazones no entendía un pimiento.

Sobre todo, de corazones de bizcocho.

—Una vez más, te felicito por lo de tu boda, Renee —dijo, y, dejando el escalpelo donde estaba, clavado en mitad de la llamativa cobertura de azúcar coloreada de rojo, añadió, mientras daba un par de pasos, alejándose—. No sabes lo que me alegro por ti. Vamos, es que estoy que me muero de alegría, y, por eso mismo, no puedo cortar el pastel este. Chicos, apañaos como podáis —

eso era, que lo cortaran ellos, si sabían cómo hacer partes iguales de un pastel con una forma tan rara—. Hay quienes nos hemos chupado dos turnos seguidos en pie, y estamos deseando llegar a casa, así que, si me disculpáis... —pero, pensándoselo mejor, el doctor Mahoney se volvió para extraer el escalpelo del pastel, y poder devolverlo a la vitrina de material de donde lo había sacado.

Con él en la mano, trató luego de reanudar la retirada, pero no pudo dar ni dos pasos sin que se elevara un coro de súplicas.

—Ay, doctor Mahoney, por favor... —enfermeras, médicos y celadores le pedían perdón y le rogaban que se quedase con ellos.

—Perdónanos, Seth...

—No sabes cómo lo sentimos...

—Era broma...

—El trozo más grande, para ti...

—Solo tú puedes repartirlo bien...

—No te lleves el escalpelo, que no tenemos con qué cortarlo...

Normalmente, tanta zalamería habría producido su efecto enseguida, pero ese día el doctor Mahoney estaba muy cansado e irritable. Llevaba recibiendo pequeños disgustos todo el día, y no tenía ganas de seguir más tiempo en el hospital. El día había sido suficientemente largo, y, además, era viernes.

Un viernes en el que nada le salía bien. Nada de nada. Su fantástico BMW

tenía un ruidito raro, y él, el doctor Seth Mahoney, genio de la mecánica, no conseguía dar con la causa. Al salir del coche, se había empapado, mientras recorría a la carrera la distancia entre el aparcamiento y el hospital, porque él, el doctor Seth Mahoney, genio de la organización, se había dejado el paraguas en casa. Y, al quitarse su ropa y ponerse la del hospital, vio que él, el doctor Seth Mahoney, dandy entre los dandys, llevaba un calcetín de cada color.

Por fortuna, la operación de la señora Hammelman había ido bien. Bueno, después de todo, él era uno de los mejores neurocirujanos de New Jersey... y, para no quedarnos cortos, de Estados Unidos Pero todo lo demás había ido de pena. Cuando tuvo un momento para escaparse a comer, en la cafetería no quedaban ni sándwiches; por lo menos, no los que le gustaban a él. En la máquina de refrescos, se había acabado el zumo de naranja. Después, el cajero automático que había en el vestíbulo del hospital tuvo a bien comunicarle que él, el doctor Seth Mahoney, genio de las finanzas, tenía un descubierto de tres dólares con ochenta y seis centavos. Y llevaba como tres horas con un dolor de cabeza que no cedía con nada. Y, por si fuera poco, era viernes. Era viernes y él, el doctor Seth Mahoney, objeto de deseo de tantas mujeres, no había quedado con nadie.

Nadie había quedado con él, se repitió una vez más, sin dejar de sentir el mismo asombro que todas las veces anteriores. Pero, ¿cómo podía darse una contingencia así?

Como fuera, consideraba que llevaba demasiadas horas en el hospital, y lo último que le apetecía era seguir de fiesta con sus compañeros. Quería irse a casa, quitarse los zapatos, y con ellos, sus desparejados calcetines, hacerse un sándwich de los que a él le gustaban, y que, por supuesto, estaría mucho mejor que los de la cafetería del hospital, abrirse una botella de zumo de naranja, o mejor, dos, y llamar a la línea de, atención tal cliente de su banco, para poner el grito en el cielo por el inexistente descubierto de su cuenta.

Ciertamente, con todo eso no solucionaba el quedar con alguien, y la verdad era que no se le ocurría a quién invitar a salir. Por lo menos, no se le ocurría nadie que le fuera a decir que sí, y, de momento, no tenía mucho interés por...

Lo que fuera que estaba pensando no lo acabó nunca de pensar, gracias a la mujer que entró en ese momento a toda prisa en la sala donde se celebraba el compromiso de boda de Renee. Seth se encontró sonriendo de oreja a oreja, a la vista de Prudence Holloway, la mujer más incitante, irritante e imprevisible que a él le hubiera cabido en suerte conocer. Además de ser la que tenía el nombre que menos le pegaba, se dijo, y su sonrisa se acentuó aún más. «Prudence. ¿En qué estarían pensando sus padres?» Se debía a sí mismo el intentar salir con ella una vez más.

—Hola a todos —saludaba en ese momento a los presentes, sin aliento, la recién llegada, tratando al mismo tiempo de colocarse un poco el cabello, pasándose la mano. Empeño inútil, porque sus rizos cobrizos oscuros se agitaban con cada movimiento suyo, y ella estaba siempre en movimiento.

En general, a Seth le gustaba el cabello largo en las mujeres, pero, en el caso de Prudence, le encantaba que esos rizos no llegaran a cubrirle la nuca. Tenía un cuello precioso, entre otras muchas cosas.

Inevitablemente, su mirada resbaló hacia la región cubierta por la informe chaqueta del hospital. Aunque, por desgracia, carecía de datos de primera mano, tenía el convencimiento de que esa prenda sin forma ocultaba unas formas realmente espectaculares.

Pero la verdad era que las únicas ocasiones en que la había visto sin el uniforme de enfermera, la vio vestida, una vez más por desgracia, con cosas bastante feas, llenas de lacitos y puntillas que no veía ponerse a ninguna mujer que no estuviera embarazada. Prudence había estado inmensa, incómoda e irascible durante su embarazo. Y, se dijo melancólicamente Seth al recordarlo, a él le había gustado más que nunca durante esos nueve meses, porque Prudence Holloway no habría podido dejar de resultar fascinante ni empeñándose en ello.

Desde que Seth llegó al hospital Seton General, hacía dos años, estaba fascinado por la enfermera Holloway. ¿Y por qué? Vaya usted a saber. Él no tenía ni idea. Quizá por lo expresivos que eran sus ojos verdes, incapaces de guardar secreto alguno. Quizá por la exuberancia de su boca que, sonriente o con los labios apretados, abierta o cerrada, haría perder la cabeza a cualquier hombre. Tal vez por el sentido del humor y el ingenio que enseguida manifestó.

O, a lo mejor, por lo mal que había llevado el embarazo. Uno no debería decir esas cosas, pero Prudence resultaba deliciosa al enfadarse.

Y, naturalmente, también cabía la posibilidad de que fuera esto último, porque, una vez recuperado su volumen normal, Prudence Holloway seguía teniendo muy poquita paciencia, al menos con Seth. Y Seth no tenía ninguna costumbre de que las mujeres reaccionaran ante él más que con entusiasmo.

Todas, jóvenes y menos jóvenes, compañeras del hospital o perfectas desconocidas, se rendían al encanto del doctor Mahoney. Y hete aquí que, tras más de dos años, la aversión manifestada por la enfermera Holloway se mantenía constante.

Hacía dos años, esa falta de interés podía atribuirse al hecho de que estuviera saliendo con otro. Y luego, cuando ese otro se esfumó, Seth se dijo que la firmeza con la que Prudence repelía sus avances debía de obedecer a la alteración causada por el embarazo. O tal vez aún se acordaba del necio que la había abandonado. Aunque el tener el corazón así ocupado no les había impedido a otras chicas caer rendidas a los pies de Seth. A bastantes chicas, por cierto.

No era que él se fijara especialmente en las casadas o comprometidas. Pero no dejaba de coquetear con ninguna mujer por ninguna circunstancia tan frívola como su estado civil, o su trabajo, edad, raza, creencias, religión, especie u origen planetario. Solo la belleza contaba, y a Seth todas las mujeres le parecían bellas, de un modo u otro. Todo ser que segregara estrógenos en cantidad suficiente era merecedor de un coqueteo, y Prudence Holloway no era ninguna excepción.

Pero...

Pero Seth no podía dejar de coquetear con ella, o, mejor dicho, de intentarlo, porque un coqueteo es algo de ida y vuelta, y ella llevaba dos años dejándole, a él y a todo el mundo, sobradamente claro que no pensaba cumplir su parte. Y, al cabo de esos dos años, Seth se encontraba sumido en la perplejidad. Para empezar, Prudence no salía con nadie, ni parecía estarle guardando ausencias a nadie. Y esa inquebrantable vocación de soltería era algo que alimentaba la, digamos, curiosidad de Seth.

Pero, ¿por qué no correspondía al flirteo, aunque no tuviera la menor intención de ir más adelante? Todas las enfermeras, y las doctoras, lo hacían.

Era una pura cuestión de buena educación. Pero Prudence no. Oh, no, ella no.

Ella se negaba a salir con él, lo rechazaba una y otra vez, y, últimamente, no lo hacía con ninguna moderación. Total, porque él se lo había pedido unas cuantas veces... Bueno, o unas cuantas docenas de veces, ¿qué más daba?

Pero, ¿cómo se le podría resistir a él? A él, al doctor Seth Mahoney, más conocido por el Doctor Irresistible. ¿Cómo era eso posible?

Al final, había acabado por no invitarla a salir, puesto que le había quedado claro que nunca jamás, ni aunque pasaran miles de millones de años, ni aunque él fuera el último hombre vivo en el planeta, mejor dicho, ni aunque fuera el último hombre, ni vivo ni muerto, iba a salir con él. Le había quedado claro porque ella se lo dijo, con esas mismas palabras. Lo había encajado, pero le seguía pareciendo un escándalo que él, el doctor Seth Mahoney, el amante de las mujeres, no consiguiera hacer cambiar de opinión a la bella Prudence.

Así que había cesado de invitarla a salir, pero, claro, eso no significaba que no le dirigiera la palabra. Y, siendo él quien era, dirigirle la palabra significaba proseguir con su galanteo, unilateral y no correspondido. También seguía teniendo fantasías con ella, cuando estaba fuera del hospital. O cuando estaba en el hospital. Como en ese preciso momento, sin ir más lejos, en el que su pensamiento se remontaba hacia el empíreo, mientras Prudence Holloway sacaba una... fiambrera. Depositó la fiambrera, que debía de estar llena de algo así como lazos de hojaldre, si Seth no se engañaba, sobre la mesa, junto a otra serie de fuentes con los diversos dulces que habían llevado los miembros del servicio, para celebrar el compromiso de su compañera.

La fatalidad, que nunca andaba lejos de Prudence, quiso que soltara su fiambrera con un poquito de energía de más, y, como la mesa estaba algo inclinada, el recipiente se deslizó cuesta abajo por ella, empujando los demás, y terminó su carrera despeñándose por el otro extremo volcando todo su contenido en el suelo. Eran, en efecto, lazos de hojaldre. Trozos de lazos de hojaldre, más exactamente.

« ¿Pero en qué estarían pensando sus padres?»

Ella no se inmutó demasiado.

—Siento llegar tan tarde, chicos —dijo, dirigiéndose a todos y a ninguno, mientras empezaba automáticamente a recoger lo que se había caído. Claro que, por lo que Seth tenía visto, a Prudence le ocurrían cosas así con tanta frecuencia, que era lógico que no se sorprendiera—. Tanner protestaba hoy tanto de quedarse solo en la guardería, que me ha costado mucho dejarlo medianamente convencido.

Tanner era el niño de Prudence, y Seth lo conocía desde que tenía diez horas de vida. Había cumplido ya nueve meses, y pasaba las horas de la jornada de trabajo de su madre en la guardería del hospital. A él le encantaban los niños, sobre todo los bebés, y pasaba no pocos ratos en la unidad de neonatología, arrullando tanto a las enfermeras, que eran las más atractivas del hospital, como a los ocupantes del «nido», que a él también le resultaban muy atractivos.

Sin saber por qué, mientras contemplaba las curvas marcadas por el pantalón de la enfermera Holloway, inclinada recogiendo las migas de las pastas, el doctor Mahoney se descubrió pensando que a él también le gustaría tener niños, algún día, y que la media docena de veces que había visto a Prudence con Tanner, le había parecido la mujer más cariñosa del mundo.

Claro que esa efusividad estaba reservada a su hijo. Con el resto del género masculino, mostraba bastante más... prudencia. Cierto que eso era en el momento presente. Evidentemente, en su día, su actitud debía de haber sido algo distinta, como la propia presencia de Tanner indicaba. Pero eso parecía cuestión del pasado.

—¿Así que el joven Tanner no estaba hoy de buen humor, eh? —le preguntó Seth, inclinándose ligeramente hacia ella, resignado a verla contestarle con una sonrisa de compromiso.

Y así fue. Prudence se irguió levemente para mirarlo y dirigirle exactamente ese tipo de sonrisa, y, como estaba debajo de la mesa del festín, puní, se dio un golpe en lo alto de la cabeza.

—Uf —dijo Seth—. Eso ha tenido que dolerte —y volvió a preguntarse en qué pensaban los padres de Prudence al bautizarla así.

Ella no contestó a esta última observación, puesto que, evidentemente, no requería respuesta. Acabó de ponerse en pie, se pasó la mano por la coronilla, y dijo:

—Sí, hoy estaba de mal humor, pero no es nada raro que un bebé de nueve meses tenga ansiedad al separarse de la persona a quien quiere —parecía que por su boca hablaba la experiencia.

—Seguro que sí —se apresuró a corroborar él—; y, créeme, tampoco es nada raro que la sufran los hombres de treinta y tres años —hala, que meditara un ratito sobre eso.

Si esa era la cara que ponía Prudence al meditar, a Seth le parecía adorable.

Qué mona que era. Y qué preciosidad de cuello. Pero, quizá por suerte para él, que no habría sabido qué contestarle, no le preguntó por su comentario. Así que volvió a mirar el corazón de dulce, como le reclamaban sus compañeros e, impulsivamente, se decidió a quedarse un ratito. Un ratito nada más: lo justo para cortarlo, mientras le echaba un vistazo a Prudence, tomarse un pedazo, mirando a Prudence, y luego se marcharía a casa, a recuperarse... y a fantasear con Prudence.

Con cuidado, partió el corazón de arriba abajo y luego de izquierda a derecha, y siguió haciendo divisiones en el pastel, sin preocuparse excesivamente por cómo resultaran de tamaño. Eran todos adultos, para no pelearse por quién se llevaba más o menos. Al terminar, se sirvió una selección de los dulces que componían el bufé, y, platito en mano, empezó a circular por la sala. Como quien no quiere la cosa, terminó parándose justo al lado de Prudence, que era una cosa que le sucedía con bastante frecuencia.

Había dejado de preguntarse a sí mismo cuál era la causa de aquella extraña fascinación, y la verdad era que, últimamente, ni siquiera hacía gran cosa cuando se encontraba junto a ella. Le daba un poco de vergüenza que la interesada, y el resto del personal del hospital, se dieran cuenta de lo patético de su situación.

Por muy bien surtido que Seth habitualmente estuviera de compañía femenina, que lo estaba siempre, excepto ese viernes, también era lo habitual que no le quedaran muchas ganas de prolongar la relación demasiado tiempo.

De hecho, cada vez le duraban menos, y cada vez le resultaban menos satisfactorias. Quizá eso requiera una explicación: a Seth le seguían gustando muchísimo las mujeres. Y siempre había apreciado mucho la variedad femenina. El único inconveniente era que, desde que conocía a Prudence, esa variedad había empezado a parecerle menos apetecible. Y, cuanto más tiempo pasaba con ella, tiempo dedicado en su mayor parte a escaramuzas verbales, dicho sea de paso, más descontento se encontraba con su vida social.

Ese descontento lo tenía muy preocupado. Sospechaba que tenía algo que ver con un deseo de «sentar la cabeza». Y él no se sentía capaz de hacer tal cosa. Le encantaba pasar de una mujer a otra. Era impensable que Seth Mahoney pudiera renunciar a galantearlas a todas. Y tampoco su edad era como para alarmarse. Claro que la mayor parte de los hombres de treinta y tres, si no estaban casados, sí que tenían relaciones estables. Hasta su mejor amigo, Reed Atchinson, que Seth no pensaba que llegara jamás a tener relación alguna, acababa de casarse. Y su mujer, Mindy, estaba a punto de dar a luz.

Sin darse cuenta de lo que hacía, Seth había dejado que su mirada volviera a clavarse en Prudence. La verdad es que era preciosa. Y también simpática, inteligente y amable. Por lo menos, él veía que era así con los demás. Con él, por supuesto, estaba casi siempre a la defensiva, cosa que no podía comprender. Así que, con el día que llevaba, Seth decidió que no hacía falta llegar a casa para discutir con alguien. Mejor en directo con Prudence que con alguien del banco por teléfono.

—Entonces, Prudence —le dijo, cortando la conversación que sostenía con otra enfermera—, vas a hacer el turno de tarde, hoy viernes. Qué faena, ¿no? Te deja sin tiempo para arreglarte para la noche.

La vio volverse hacia él, sin ningún entusiasmo, o, mejor dicho, bastante molesta.

—No es que sea asunto tuyo —replicó, sin demasiada acritud—, pero no tengo planes para salir esta noche.

—Increíble —observó Seth.

—Ramona necesitaba la noche, y a mí no me costaba nada cambiarle el turno

—explicó ella—; y no hay más que hablar.

—Oh sí, con lo que te cuesta encontrar un hueco para salir conmigo —atacó Seth, y vio complacido que Prudence fruncía los labios en una forma deliciosa.

Ay, pero qué transparente que era la enfermera Holloway. Él no tenía dudas de que le gustaba. Bueno, casi ninguna duda.

—Eso está más que justificado —le contestó, con cierta dureza.

—¿Sí? Pues dime por qué.

—Ah, vamos —dijo Prudence, encogiéndose de hombros, pero sin la menor despreocupación—, todo un doctor en medicina, seguro que te lo puedes imaginar tú solo.

Él se quedó un rato callado, con el índice de la mano izquierda apoyado en la mejilla, aparentemente absorto en su reflexión. Y, transcurridos unos instantes, exclamó:

—Pues no. Lo siento. No me lo puedo imaginar. Me lo vas a tener que explicar tú.

Y ella le sonrió, pero sin alegría ni cordialidad. A Seth le dio la sensación de que la temperatura de la habitación bajaba de golpe como quince o veinte grados.

—Vaya —dijo Prudence—, pues parece que no eres don Listísimo, después de todo.

—Oye, Prudence —contestó Seth, supuestamente muy ofendido—, haz el favor de llamarme doctor Listísimo.

—Y tú —replicó ella, ofendida de verdad—, recuerda que para ti soy la señora Holloway, doctor don Listísimo.

Seth sabía por experiencia que su proximidad física la ponía sumamente nerviosa, así que dio un pasito hacia ella, y luego otro. Por cada uno de sus pasos, Prudence daba otro, mucho mayor, hacia atrás. La enfermera que había estado conversando con ella, al ver que ninguno de los dos le dirigía la palabra, se alejó sin decir nada. Seth dio un pasito más hacia Prudence, y ella, automáticamente, dio uno más hacia atrás, y se metió sólita en la trampa.

Estaba contra la pared, junto a un rincón, del que acababa de cerrarle la salida un armario.

«Pero qué poca prudencia,» se dijo Seth, y sonrió. Sin prisa, pero sin pausa, soltó el platito de los dulces sobre la mesa y dio los dos últimos pasos hacia Prudence. Luego plantó una de sus palmas en la pared, a la altura de la cabeza de ella, y la otra en el armario. Perfecto, por fin tenía a la bella esquiva exactamente donde él deseaba.

Con que desaparecieran las otras diez o quince personas que había en la sala, podrían empezar a hablar de cosas interesantes.

—Verás —le dijo en un susurro, acercando aún más su rostro al de ella—. No sé si sabes que muchas enfermeras, y muchas doctoras, también, me llaman de otra manera. Nada de don Listo.

—Pues tú dirás.

Le habló con tanta sequedad, que estuvo a punto de convencerlo de que su proximidad la dejaba indiferente, pero el ojo clínico de Seth, siempre alerta, estaba al mismo tiempo captando el latido del cuello de Prudence, que se había acelerado al acercarse él. Y, observando con atención, también podía verse cómo habían subido de color sus mejillas, se habían entornado sus párpados y se le habían entreabierto, de forma muy ligera, pero perceptible, los labios.

Vaya, vaya, pero qué interesante. No recordaba haber tenido una clase de fisiología aplicada tan apasionante desde primero de medicina, por lo menos.

Él, por su parte, tomó aire, lo retuvo unos instantes en los pulmones, y lo fue soltando lentamente, soplando suave y deliberadamente sobre la garganta desnuda de Prudence. El pulso se le volvió a acelerar, y las pupilas se le dilataron al máximo, hasta casi borrar el verde del iris. Qué ojos tan bellos tenía.

Bellos, radiantes, apasionados. Unos ojos incapaces de ocultar ningún secreto.

Aunque lo había sospechado a veces, durante aquellos dos años de vana persecución, ese día, por primera vez, Seth se dio cuenta de que a Prudence no la dejaba ni mucho menos tan indiferente como ella pretendía. Así que era cuestión de que llegara a reconocerlo.

—Pues el sobrenombre que algunas veces les he oído darme —prosiguió, muy quedamente—, cuando no se daban cuenta de que las estaba oyendo, era el de doctor... Irresistible. No es que yo esté de acuerdo —se apresuró a matizar —. A mí me parece que me va mejor el de doctor Irreprimible. Eso de

«Irresistible» es un pelín exagerado, ¿no te parece? Yo, desde luego, no pretendo serlo. Aunque hay que reconocer —no pudo evitar añadir— que muchas mujeres me lo han llamado.

Prudence dio un bufido muy poco halagador, aunque la sangre seguía latiéndole aceleradamente en la arteria del cuello, y sus ojos permanecían oscuros.

—Ya, pero también hay otras —dijo, con un leve temblor en la voz—, entre las que me incluyo, que te llaman doctor...

Mientras ella hablaba, él aprovechó para pasarle la mano suavemente por el cabello. Lo hizo con la esperanza de descolocarla, y hacerle olvidar lo que le iba a decir. Y también, por supuesto, porque hacía muchísimo tiempo que tenía unas enormes ganas de hacerlo.

—... Insufrible —concluyó ella, a pesar de todo, apartando la cabeza bruscamente, para evitar la caricia—. Hay quien te llama, quienes te llamamos, doctor Insufrible.

Caramba, eso no lo había oído Seth jamás. A él nadie, por lo menos nadie del bello sexo, lo encontraba insufrible. Impresionante, inmenso, incomparable, intrépido, todo eso, sí. Y, por supuesto, irresistible. Bueno, y, a veces, incluso, impertinente, impetuoso, irreverente, incorregible. Pero, ¿insufrible? ¿Él, insufrible? Ni hablar. Eso era... inconcebible.

—Prudence —dijo, conteniendo la risita que, cada vez que tenía que llamarla por su nombre le asaltaba—, me parece que te lo estás inventando.

—Que te crees tú eso.

—Sí, es lo que creo.

—Pues no tienes ni idea.

—Qué va. Ahí te equivocas. Se me ocurren montones de ideas relacionadas contigo.

—Y ninguna decente —contestó ella, y él sonrió.

—Pues no, ninguna. ¿Qué gracia tendría, si no?

—Doctor Mahoney... —empezó Prudence.

—Seth —se apresuró él a corregirla—. ¿Cuántas veces te he pedido que me llames Seth?

—Doctor Mahoney —repitió Prudence, con énfasis—, tenga la bondad de disculparme. Me esperan en la sala de guardia de enfermería.

La voz de Prudence salió sofocada y mucho más grave de lo habitual, y esa alteración bastó para despertar la libido de Seth, es decir, para llevarla a un punto todavía más alto del habitual. Entendía claramente que la enfermera Holloway le estaba pidiendo que se apartara, pero su cuerpo no tenía la menor intención de obedecer. Siguió inclinado sobre ella, mirándola a los ojos, y enroscando uno de sus rizos en torno a su índice. Los ojos de Prudence eran del color de las aguas del Caribe. ¿No sería fantástico ir juntos de vacaciones a alguna de esas islas? Alquilar un velero...

—Ahora.

La insistencia de aquella única palabra consiguió arrancar a Seth de su ensueño. Bien, la enfermera Holloway no parecía, por el momento, en buena disposición para hacer un viajecito sentimental. De acuerdo, él podía asimilarlo.

De acuerdo, no pasaba nada, tenía otras cosas que hacer, de todos modos.

Como... irse a casa, solo, prepararse algo de cenar, para él solo, y pasar la velada del viernes, sin nada que hacer, solo.

«Maldita sea.» Seth odiaba estar solo.

Así que, mientras separaba las manos de donde las tenía apoyadas y daba un paso, mejor dicho, un pasito, hacia atrás, se resolvió a hacer un último intento por hacerla cambiar de opinión.

—Entonces, saldrás esta noche a las once, ¿no? —dijo, sonriendo seductoramente—. Es una hora perfecta, todavía, para cenar y pasar un rato con alguien que te guste.

Y ella, milagrosamente, le devolvió la sonrisa, y asintió lenta y afablemente.

Al mismo tiempo, apoyó una mano en el pecho de Seth, y la excitación de él se disparó de inmediato. Quién lo iba a pensar. Eso iba a ser mucho más fácil de lo que jamás hubiera creído.

—Tienes razón —dijo Prudence, en un susurro—. Aún me quedará un rato, al salir de trabajar, para pasar la velada con alguien que me gusta. Porque es verdad que hay un chico que me gusta.

El corazón de Seth se disparó al ver el brillo de su mirada. Por fin, por fin Prudence se decidía a reconocer lo que él ya sabía. Que estaban hechos el uno para el otro. Por lo menos, para una aventura, seguro que sí.

—¿Ah, sí? —preguntó.

Y ella volvió a asentir con aquel gesto lento y absolutamente tentador.

—Desde luego que sí. Es guapo, listo, divertido...

—¿Sí? —Seth ansiaba que siguiera con esa lista.

—No es solo para pasar un rato con él, sino toda la noche.

—Vaya.

—Y no solo una noche —siguió ella, sonriendo—, sino muchas, muchísimas noches.

—¿De verdad?

—Para mucho tiempo.

—Oh, Prudence —Seth consiguió decir aquello, que le salía del alma, en voz baja, para que no lo oyera más que ella—, cómo me alegro de que al fin reconozcas que hay algo muy fuerte entre nosotros Iba a tomarle tiernamente la mano, cuando sintió que ella le pegaba un buen empujón con la suya, y vio que su sonrisa se convertía en mueca amenazadora.

Mientras luchaba por conservar el equilibrio y no acabar sentado en el suelo sobre su... amor propio, la vio pasar delante de él, mirándolo con desdén.

—Querrás decir, entre mi hijo y yo —le informó, por encima del hombro, mientras se alejaba—. Tengo la intención de pasar esta velada, y todas las veladas que pueda, con Tanner —y, con eso, se marchó definitivamente de la reunión, sin mirar atrás.

«Valiente imbécil que estás hecho», se dijo, inmisericorde, Seth. ¿Pero cuándo pensaba darse por fin por enterado de que Prudence Holloway nunca se interesaría por él? ¿Cuándo dejaría de hacer el ridículo de esa manera? ¿Por qué volvía una y otra vez a la carga?

Pues porque no lo podía remediar. Porque Prudence Holloway sí que era la enfermera Irresistible. Y porque... porque había algo en sus ojos... algo imposible de definir... cuando lo miraba a él. Era difícil de detectar. Había que acercarse mucho a ella para verlo. Y, por lo tanto, irritarla aún más. Pero, mientras ese... lo que fuera... siguiera estando ahí, Seth no podía dejar estar las cosas.

Se enderezó la corbata, sonrió a los presentes, y, al verlos bajar rápidamente la vista hacia los dulces que cada cual tenía en su platito, dijo en voz alta:

—Bueno, ya lo habéis visto. La chica se derrite por mis huesos.

Todos sonrieron, y Seth salió, confortado. Todo el mundo en el hospital sabía que Prudence y él se gastaban esas bromas. Todos sabían que era en broma y se lo tomaban como tal.

Ojala también él lo pudiera tomar a broma.