59
POSCENA
EN el vestuario había dos escuetas duchas. Escuetas duchas por llamar de alguna manera a aquello que tapaba una cortina blanca semitransparente. Allí fue donde Pablo se dio una ducha antes de colocarse la chaquetilla y salir a saludar a los clientes. Y allí es donde yo estuve tentada de entrar doscientas veces. Pablo bajo el agua, con el pelo goteando y el recuerdo de la primera vez que nos acostamos. Pero aguanté porque… ¿imagináis que hubiera sucumbido a la fantasía? Nos hubieran escuchado hasta los clientes.
Cuando salió, yo le seguí con los ojos, porque con el pelo mojado ensortijándose con esas ondas tan aparentemente estudiadas lo veía tan guapo… Soy consciente de que lo más magnético de la belleza de Pablo es que no es absoluta. No. No tiene pinta de abrir una pasarela, pero tiene ese encanto tan masculino, magnético, especial…, no le hace falta parecerse a nadie más en el mundo. Él es quien es y así es… perfecto. Te guste o no. Pero claro, a mí me gustaba.
Cuando volvió y terminamos en la cocina, me pidió que fuera arreglándome antes de que el resto entrara en el vestuario.
—¿No querrás que todos vean esas braguitas que sé que te has puesto hoy? —susurró en mi oído cuando nadie miraba. Y no, jodido Pablo, no quería que nadie más que tú las viera. Más que nada porque eran… pequeñas.
Amaia había insistido muchísimo en que me pusiera lo más elegante que tuviera en el armario y algo me decía que no se refería a mi traje de chaqueta. Eso y el hecho de saber que la ex de Pablo era estilista (y seguramente un bellezón) me hicieron replantearme mi idea de ponerme unos vaqueros y una blusa. Elegí un vestido negro que solo me había puesto una vez… y creo que ese día alguien debió meterme psicotrópicos en el Cola Cao para animarme yo solita a embutirme en semejante trapo. A ver…, era bonito, pero no tenía nada que ver con mi definición de pragmatismo en el vestuario. Me llegaba hasta la rodilla, era entallado (muy entallado) y bastante escotado. No es que tenga la delantera de Carmen Electra, pero acepto que voy servida y en consonancia con mis caderas redondeadas. Tengo forma de mujerona. Así que el escote dejaba una autopista sin peaje para todas aquellas miradas que quisieran estudiar la forma y el tamaño de mis tetas. Además, debajo del pecho tenía un triángulo también al aire, donde se veía la piel de mi abdomen. Manga tres cuartos y parte de la espalda al aire. Aquel vestido era un desacato, pero oye, yo soy muy bien mandada.
Me subí a unos zapatos de tacón (comedido) y me pinté los labios de color vino y los ojos con un poco de sombra negra y mucho rímel. Me hice una trenza deshecha a un lado y salí a la cocina, donde Pablo, que se había cambiado mientras tanto en su despacho (supongo que para no avivar más las miraditas de soslayo que nos seguían si estábamos juntos), me esperaba mirando el reloj. No me pasó desapercibido el hecho de que, efectivamente, todo el equipo nos miraba.
—Pareja…, ¿dónde vais tan elegantes?
Yo no contesté. Él tampoco. Con el pelo apartado hacia un lado, como siempre, una camisa negra algo holgada colocada perfectamente, no muy tirante, por dentro de un pantalón pitillo del mismo color, Pablo me había dejado no sin palabras…, sin voz. Tuve que carraspear. En su muñeca, un reloj viejo con muchísimo encanto. Los dedos llenos de anillos. Y esos dos botones gamberros que nunca se abrochaban y que, si se movía, permitían ver volar a las coloridas golondrinas de su pecho. ¿Me podía desmayar?
—¿Vamos? —Me tendió la mano.
—Sí.
Le cogí la mano y entrelazamos los dedos por primera vez delante de todos nuestros compañeros. Sonreímos y se llevó mis nudillos hasta sus labios.
—Buenas noches, grumetes.
—Pero… —Llegamos a escuchar antes de que una sonora carcajada y algunos aplausos nos acompañaran hacia la puerta.
Al parecer Pablo sí consideraba familia a la gente que llenaba aquella cocina. Tan familia que no sentí que fuera a ser juzgada por llevar allí un mes y haberme liado con el chef. Fue como quien confiesa delante de unos amigos que se ha enrollado con alguien de la misma pandilla. Ya fuera, bajo la luz anaranjada de una farola, Pablo se detuvo y tiró de mi mano para pegarme a él. Me sonrió y se miró a sí mismo, esperando mi aprobación.
—¿Lo suficientemente poco Pablo para que cuele?
—Pablo… —Puse cara de pena, arqueando las cejas como lo hacen los dibujos animados—. Yo no quería que dejaras de ser quien eres. Solo…, no sé lo que quería. No tendrías que haberme hecho caso y haberte puesto esa camisa…, la de las estrellas.
Levantó las cejas y sonrió. Sus dos hoyuelos aparecieron diabólicamente en sus mejillas.
—La de las estrellas, ¿eh? ¿No te gusta esta?
—Sí, sí me gusta. Estás… —carraspeé— muy guapo.
—¿Muy guapo? —Apretó mi cintura con su antebrazo—. Pues tú no estás guapa…, estás jodidamente espectacular.
—¿Ah, sí? —Me reí.
—Sí. Y antes de marcharnos, tengo que decirte un par de cosas… urgentes.
—Soy toda oídos.
Pablo se mordió con deseo el labio inferior y cerró los ojos.
—No te frotes que no llegamos.
Me había pillado. Estábamos tan pegados y él tan accesible…, él y su bulto.
—Hable, señor Ruiz.
—Tienes que saber algunas cosas sobre mí antes de que lleguemos allí. No sé qué nos deparará esta noche de locos, así que… me veo en la obligación de desnudar mi alma para que lo sepas todo sobre mí.
—Interesante. Sigue.
—Bailo de culo. —Me eché a reír, pero él con gesto falsamente mortificado me pidió seriedad y le dejé seguir—. Como te decía…, bailo realmente mal y me suele parecer buena idea hacer gala de mis nulas habilidades cuando me he tomado unas copas de más. Además, me río a carcajadas… sonoras. Fumo más cuando bebo y me pongo sobón. Muy sobón. Cachondo como un perro. Babearé contra tu falda en cada uno de los garitos a los que entremos y querré quitarte las bragas. No te dejes… o déjate. Eso lo dejo a tu elección. Pero si te dejas…, iremos a casa. Directos. —Pegó sus labios a los míos y siguió susurrando sucio—. Te follaré en tu cama con tanta fuerza que la romperemos del todo y tendremos que seguir en el suelo.
¿Qué le contestaba a eso? Porque lo que me apetecía era atarme a una mesa y darme como ofrenda al salvaje dios de su sex appeal. Joder con Pablo. Era brutalidad en estado puro. Y con esa camisa…, más.
Tiré de él y eché a andar hacia la parada de metro, pero él dijo que mis tacones merecían que olvidara su animadversión hacia los taxis por una noche. Cuando ya dábamos el alto a uno, se acercó por detrás y susurró junto a mi oído:
—Es posible que hoy quiera hacerte cosas más sucias que de costumbre. Ten paciencia conmigo y… mente abierta.
Y yo ya fui apretando los nudos de las cuerdas imaginarias con las que me ataría de pies y manos para darme a él.
Amaia y Javi salieron del restaurante cogidos de la mano; ya casi no se sentían raros al hacerlo. Se habían mentalizado y estaban elevando a nivel de arte su papelón de aquella noche. El Goya para la mejor pareja falsa es para… ¡Amaia y Javi por Noche en el infierno!
—Hemos quedado con Martina para tomar una copa…, ¿os animáis? —les invitó Javi ganándose un codazo disimulado de su acompañante.
Ariadna miró esperanzada a Mario, pero él declinó la invitación.
—Estoy un poco cansado. Pero muchas gracias por la invitación, pareja.
—¿Hacia dónde vais? —preguntó Ariadna.
—Hemos quedado en Corazón, en la calle Valverde —informó Javi.
—Os acompañamos. Cogeremos un taxi desde Gran Vía. ¿Te parece? —preguntó Mario a Ariadna.
—¡Claro!
Bien. Alargamiento de la agonía. Y lo único que querían Javi y Amaia era beberse otra copa que terminara de ponerles pedo. Charlaron sobre el hospital un rato y sobre lo divertidas que podían ser algunas guardias y, cuando quisieron darse cuenta, estaban llegando a la puerta del local.
—Bueno, chicos, aquí os dejamos —se despidió Mario.
—No veo a Martina. Quedé con ellos en la puerta —le dijo Amaia a Javi.
—No pasa nada, les esperamos aquí.
—Me ha encantado volver a verte, Amaia. Estás guapísima. Y llevas un vestidazo impresionante —se despidió también Ariadna.
—Gracias. Lo mismo digo. —Se dieron un educado y escueto abrazo y se sonrieron. A Amaia aquella chica, pese a todo, le caía bien—. Hasta el lunes, Mario.
—Buenas noches.
Dos besos. Un apretón de manos. Javi y Amaia solos frente a la coctelería y Mario y Ariadna, cogidos de la mano, calle abajo, hacia Gran Vía. Respiraron hondo.
—No deja de darse la vuelta —musitó Amaia viendo que Mario miraba hacia ellos cada dos por tres—. Pero ¿qué espera ver? No lo entiendo.
—Quiere el postre.
Javi la apoyó en la pared con un movimiento rápido y se acercó hasta que entre sus dos bocas no cabía más que un alfiler.
—¿Estás loco?
—Me tomo muy en serio mi papel.
—Eres un actor de método, desde luego.
Miraron hacia donde habían dejado alejándose a Mario y a Ariadna, y se dieron cuenta de que habían vuelto a darse la vuelta, como quien dice «Oh, qué cachorrito más mono» y se para en la calle para acariciarlo. Javi tiró de ella y la arqueó para encajarla a las formas de su cuerpo. Ella jadeaba…, hacía mucho tiempo que no se sentía tan cerca del cuerpo de un hombre. Cerró los ojos y rezó, casi a media voz, para que él no lo hiciera, pero los labios de Javi se pegaron a su boca ya entreabierta.
Algo pasó. Algo movió el mundo y lo paralizó. Algo prendió y los congeló en un tiempo y espacio diferente al de los demás. Javi abrió la boca y Amaia le acompañó en el mismo movimiento. La lengua de los dos se enredó, húmeda, lenta, envenenada de cosas que creían no sentir por el otro. Las manos de Javi la apretaron contra su cuerpo y ella enredó los dedos entre su pelo. Gimieron de alivio y deseo y sus lenguas…
Pablo y yo salimos del taxi en la esquina. El taxista se había hecho un lío con la ruta y nos había dejado un poco más arriba, ganándose algunos resoplidos de Pablo que iba ya mentalizado de que la carrera no le iba a gustar. Saqué mi pintalabios del bolso de mano y me retoqué con un espejito mientras él sujetaba el bolso.
—Acaba ya. Este bolso no me combina.
—Te combina estupendamente. Aunque quizá hubiera ido mejor con la camisa de los pájaros.
—Ja. Ja. Ja.
Bajé el espejo y lo cerré justo en el momento en que mis ojos se encontraban con una pareja que, apoyada en la pared, se besaba con desesperación…, tanta desesperación que hasta me resultó erótico. Ella tenía las manos en el cuello de él y él repartía caricias entre el pelo ondulado y rubio de su compañera y el culo de la misma en un claro intento por pegársela más a la bragueta. Cinco minutos más y esos dos necesitarían calificación para mayores de edad.
—Joder. Mira…
—Joder con Amaia.
Abrí los ojos de par en par. ¿Cómo que «joder con Amaia»? Pero si esa chica con el pelo ondulado de color caramelo, no muy alta, voluptuosa, con un vestido negro de lentejuelas era… ¡¡Amaia!!
—Dime que no es Javi. ¡¡Dime que no es Javi!! —rogué más alto de lo normal.
—A él no lo conozco. Vas a tener que comprobarlo tú misma. Pero vamos, que parece que no nos necesitan demasiado.
Por un momento olvidé que Pablo llevaba mi bolso y eché a andar con el pintalabios y el espejo en la mano. Él me cogió del codo con mirada risueña.
—Vamos a ver, pequeña…, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a separarlos a la fuerza? ¿A llamar a sus madres?
—Es que… es su mejor amigo. Lo van a estropear. Yo…
Amaia abrió los ojos y sus pestañas hicieron cosquillas a Javi en las mejillas. Este abrió los ojos también. Sus labios se separaron unos milímetros y volvieron a fundirse, inclinándose hacia la dirección contraria. Desde donde yo estaba pude ver cómo volvían a cerrar los ojos, satisfechos como un adicto que vuela sin alas a caballo de su adicción. Eso y sus lenguas.
—Vamos.
Pablo tiró de mí y pasamos al lado de Amaia y de Javi sin que se enteraran. La gente empezaba a comentar. Nunca había visto a nadie besarse así en público; era el tipo de besos que das cuando estás a punto de quitarte las bragas.
El interior del local estaba oscuro. Sonaba música muy… Pablo. Todo estaba revestido de madera y en las paredes destacaban algunas cabezas de ciervo y demás animales que Pablo me aclaró que no eran de verdad.
—Son reproducciones, no pongas esa cara.
Madera oscura, terciopelo rojo, moderno y decadente a la vez. Había algo en el ambiente que se parecía peligrosamente a él. Era ese tipo de sitio en el que no encajaba pero en el que me quedaría a vivir solo por ese algo…
Estaba abarrotado y todas las mesas parecían ocupadas, pero Pablo llamó la atención de un camarero que le saludó con familiaridad y le señaló la mesa que quedaba junto a la ventana que daba a la calle, justo al lado de donde Amaia y Javi se estaban besando. Bien, qué suerte.
—Siéntate. ¿Qué quieres tomar? No sé si a estas horas siguen teniendo servicio de mesa. Así saludo.
—Cualquier cosa que no lleve whisky. Ni ron. Ni…
—Vale. Vale. Me hago a la idea. —Se rio.
—No me dejes aquí sola mucho tiempo o tendré que matarte.
Desapareció con una sonrisa insolente en los labios, llamando la atención de todas las chicas de la misma especie que él. ¿Qué hacía conmigo Pablo Ruiz?, se preguntaban. Y yo no tenía la respuesta, pero sí la seguridad de que lo estaba porque quería. Libertad, qué gran amiga de las cosas bien hechas.
Miré hacia la ventana. Amaia y Javi seguían besándose. O eso parecía desde aquel ángulo. A lo mejor a uno de los dos le había dado un jamacuco y el otro estaba practicándole con placer un RCP de urgencia en posición vertical. Poco probable, Martina. Pestañeé y deseé que Pablo llegara pronto con las bebidas. Una copa alta llena de un líquido blanquecino aterrizó delante de mí y después Pablo se sentó a mi lado en el banco corrido y me rodeó la espalda con el brazo.
—Te he pedido un Gin Fizz. Tienes que probarlo.
—¿Y tú?
—Whisky. Los combinados me dan ardor.
—Como a Sandra…
Abrí más aún los ojos con horror.
—Vale, Pablo. Sandra tiene que estar al llegar y si ve a Amaia y a Javi morreándose en la puerta no es que vaya a flipar como yo…, es que va a armar una escena que te aseguro que no querrás ver.
—Oye, Martina, tu vida es apasionante, ¿lo sabes?
Sin alterarse dio un par de golpes con el puño en el cristal y Amaia y Javi se separaron asustados y desorientados. Pablo les saludó y Amaia puso cara de querer morir. La vimos desaparecer y no deseché la posibilidad de que se hubiera largado a casa, pero lo siguiente fue que se plantó frente a nosotros.
—Hola. —Fingió una sonrisa—. ¿Lleváis ahí mucho rato?
—Pues más o menos desde que habéis alcanzado la primera base —se burló Pablo—. He dejado de mirar después porque Martina me ha dicho que es de ahí de donde vienen los niños y me he asustado.
—Joder.
—¡Hola! —saludó Javi, que seguía intentando quitarse pintalabios rojo de la barbilla—. ¿Qué tal? Soy Javi. Encantado.
Le dio la mano a Pablo y él se presentó con una sonrisa.
—Vamos, Javi. Vamos a la barra a pedir algo de beber.
—Por favor.
Amaia se dejó caer a mi lado, ocupando el sitio que Pablo acababa de dejar libre. Ni siquiera gritó por encima de la música su comanda para el barman, como haría en una situación normal. Solo me miró como si en realidad yo no estuviera allí.
—Martina…
—Pero Amaia… ¡Como se entere Sandra te la va a liar muy parda!
—No sé qué ha pasado. —Se tapó la boca—. Se nos ha ido la olla. Se nos ha ido mucho la olla.
¿Qué esperas que pase entonces? Que llore. Lo normal es que alguien en esa situación llore, ¿no? Iba un poco pedo y acababa de darse el filete de su vida con alguien a quien quería demasiado como para estropearlo. Pues no. Amaia apartó la mano con la que tapaba su boquita y se echó a reír. Reír es decir poco. Era como una hiena en celo emitiendo su sonido más gutural en mitad de la sabana africana en busca de compañero.
Javi se giró y, entre la gente, vio a Amaia reírse a carcajadas. No pudo evitar sonreír.
—Maldita loca —dijo con una sonrisa.
—A algunas chicas es eso lo que las hace especiales —contestó Pablo a su lado, esperando que el camarero preparara dos whiskies más y un Gin Fizz para Amaia.
—No sé qué ha pasado. No… entiendo. Yo… —Miró a Pablo. Joder, no lo conocía de nada. ¿Iba a ser uno de esos tíos que cuentan su vida al primer desconocido que les presta atención en la barra de un bar? Pues… sí—. Ella es mi mejor amiga.
—Somos adultos. Esas cosas pasan.
—Pero es que nunca la había visto de esa manera.
—Pues hoy sí. ¿Nos tomamos unos chupitos? Verás qué bien lo ves todo después.
—Vale —asintió—. Pero de licor de café no, por favor.
—¿De licor de café? —Pablo se descojonó—. ¿Qué coño te ha hecho esa loca?
Pidieron dos chupitos de tequila, que una camarera muy mona les sirvió rauda y veloz, a pesar de que otro de sus compañeros les estaba atendiendo ya. Brindaron. Se lo bebieron de un trago. A los dos les lloraron los ojos. Ese tequila había estado macerándose desde la creación de la Península ibérica por lo menos.
—¿Mejor?
Javi miró hacia atrás.
—No. Lleva despollándose cinco minutos.
—Las mujeres son pozos de sabiduría… a veces. Otras se comportan como unas psicópatas. Como nosotros. —Sonrió Pablo—. Pero déjame hacerte una pregunta. ¿Cuál es el problema? Han sido unos besos. Todos los amigos de diferente sexo se han besado alguna vez. Incluso del mismo sexo.
—Es que… —Hizo una mueca—. Llevo toda la noche poniéndome un poco… tonto.
—Os habéis metido demasiado en el papel de la pareja, ¿eh?
—¿Te lo contó Martina?
—Claro. Pero ninguno de los dos entendemos por qué habéis ido a esa cena y por qué seguís fingiendo que sois pareja. Es casi más complicado que…
—Creo que a los dos nos apetecía. —Se mordió el labio con desazón—. ¡Guapa! ¿Nos pones otros dos? —gritó hacia la camarera.
La puerta del local volvió a abrirse y una chica con una melena castaña espectacular, piernas eternas y buenos melones entró contoneándose y riendo junto a un hombre moreno, alto, atractivo. Sandra dio un golpe de melena y nos saludó. Detrás, Fer hizo lo mismo pero sin el golpe de melena.
—¡Hola! —dijo antes de robar una banqueta de la mesa de al lado sin preguntar y sentarse, preocupada por que su vestido corto, cortísimo, no dejara demasiado a la vista.
—Joder, qué despliegue —exclamé nerviosa antes de levantarme a darle un beso a Fer. Mierda. Aún no le había contado lo de Pablo—. ¿Qué haces aquí?
—Me invitó San. Pasaba por vuestra casa de casualidad y llamé. Me invitó a subir y hemos cenado algo. Como ya no me quieres tengo que buscar otras amigas que sí lo hagan.
—Te he invitado por pena, Fer. Deberías conocerme un poco mejor —bromeó Sandra.
—De qué buen humor estás.
—Es que… me he visto con este vestido y… joder. ¡Estoy buena!
—Siempre has estado buena, dentro y fuera de ese vestido —dijo Amaia—. No sé a qué santo viene ahora esa sorpresa.
—Es un decir. Me ha dado subidón.
—¿Dónde está tu novio? —me preguntó Fer con una sonrisita de suficiencia.
—Mierda, Sandra, tienes la boca como un buzón de correos —rezongué.
—¿Ibas a escondérmelo?
—¡Claro que no! Solo…, no es mi novio y… quería contártelo yo. Y más después de la conversación que tuvimos aquel día en tu casa.
—Tía, se me ha escapado. Ni siquiera le dije quién era. Solo que habíamos quedado contigo y con tu churri. Él supo el resto.
—¡Él es más listo que el hambre! —Me eché a reír; no parecía molesto ni alucinado. A decir verdad…, supongo que hacía tiempo que lo imaginaba—. Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
—Vieja tu madre —se defendió él con una sonrisa.
—Molaría un montón que ahora os pelearais como gallitos de corral por ella. —Se rio Amaia, que aún le duraba la tontería del «estado de shock».
—No juegues —mascullé entre dientes.
—Vale, vale —me respondió mansa a media voz.
Javi volvió a girarse.
—Mierda. Mierda puta.
—¿Qué pasa?
—Ha venido Sandra. No me dijo que vendría Sandra…
—¿Qué te pasa con Sandra?
—Yo…, bueno…, nosotros…
—Habéis follado.
—Un par de veces, sí.
—¡Dime que Amaia lo sabe!
—Sí, sí…, lo sabe de sobra. No es eso. Es que… no la he vuelto a ver desde que le dije que no quería repetir.
Pablo miró por encima de la gente.
—Pues está buen… —empezó a decir, pero vio a Fer y se echó a reír—. El ex de Martina también ha venido. Ole, ole y ole. Qué noche más divertida vamos a pasar. ¡Preciosa! ¿Nos pondrías dos chupitos más? Se nos complica la noche.
—Yo os la soluciono —respondió la camarera muy coquetona mientras servía.
—¡Ay, si tú quisieras y yo me dejara! —bromeó Pablo.
Javi y él se tomaron el chupito de un trago, volvieron a contener las arcadas y después chocaron la mano. Siempre me ha fascinado la facilidad con la que los tíos hacen amigos en un bar.
—Vamos. Que empiece la juerga —dijo Pablo cogiendo su copa—. La de Amaia llévala tú que para eso eres su novio.