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EN LA CAMA

ME desperté con una sensación extraña. No. No era mi cama. Pestañeé. Era la de Pablo. La habitación seguía sumida en la penumbra. Habría dormido unas dos horas como mucho. Todo estaba en calma; ni un sonido. Ni un movimiento. Ni una luz. ¿Qué me habría despertado? Unos labios húmedos en mi cuello.

—Pequeña. —Un susurró en mi oído, poniéndome la piel de gallina e irguiendo mis pezones contra el algodón de la camiseta prestada. Su boca se abrió sobre mi cuello y lamió la piel—. No puedo más. Me dueles.

—¿Dónde?

—Aquí…

Cogió mi mano y la llevó hasta su polla dura. Me mordí el labio. Apreté los muslos. Un cosquilleo intenso subió llenándome el vientre de deseo. Cerré con fuerza mis dedos alrededor de su erección.

—Necesito follarte. Tenerte en la boca. En los dedos.

Me desperté conteniendo el aliento. Era esa misma habitación. Todo estaba en penumbra. Todo estaba quieto. Dormido. A mi lado Pablo me cogía de la cintura con languidez. Por entre sus labios se escapaba su respiración sosegada. Joder… pero ¡¡qué mono!! Me acerqué. Solo un besito. Dejé mi boca sobre la suya, pero no pude dejarlo solo en una huella…, tuve que pellizcarla suavemente con mis dientes. Pablo respiró hondo y gimió. Me pareció que abría un poco los labios y no pude evitar acariciarlos con mi lengua.

—Uhmm… —volvió a gemir.

Succioné con cuidado su labio inferior. Su lengua salió a mi encuentro y la lamí. Abrió los ojos despacio, pesados, despertando. Nos besamos con profundidad y sonrió.

—Pequeña…

Uffff. Él decía «pequeña» y yo ¡brum! Antorcha humana. Y seguro que se lo decía a todas, pero no me importaba en absoluto. Sensaciones. Solo quería ir a la deriva al menos en el único plano en el que, al parecer, dejaba de ser distante: en el sexo. Me subí sobre él y me quité la camiseta. Moví las caderas en círculos y su mano derecha apretó mi pecho izquierdo a la vez que empujaba su erección contra el vértice de mis muslos.

—Te he despertado. —Sonreí con malicia.

—Puedes hacerlo cuando quieras si siempre vas a hacerlo así. Te daré las llaves de mi casa.

—No quiero las llaves de tu casa.

—Y ¿qué quieres?

—Que me toques.

Me arqueé. ¿Qué te pasa, Martina? Lo que me pasaba se llamaba Pablo Ruiz y estaba más duro que una piedra contra mis bragas. Me froté.

—Coño, Martina, eres un puto sueño.

—Pero estás despierto.

—Eso es lo mejor.

—Dámelo…, lo que quiero. Dámelo —le exigí.

—Eres dos jodidas personas a la vez.

—¿Debería preocuparme?

—No. Porque puedo satisfacerlas a las dos.

Sus dedos se agarraron al elástico de mis bragas y me las bajó. Me sostuve sobre mis rodillas y me las quité. Después bajé sus pantalones de pijama liberando su erección. Me mordí el labio. Qué rápido iba todo. Los dos desnudos ya. Pero bueno…, no iba a ponerme remilgada en aquel momento. Yo quería que pasara. Puto sueño. Estaba encendida.

—Eres tan… diferente —musitó mientras se incorporaba hasta llevar mi pecho a su boca. Apretó sus dientes alrededor de mi pezón con suavidad y me arrancó un gemido—. Estás empapada.

—He soñado contigo.

—¿Y qué te hacía?

—Me decías que querías follarme con los dedos y con la boca.

Empujó con sus caderas y su erección se deslizó entre mis labios. Peligro…, me saltaron todas las alarmas, pero las apagué. Abrí más las piernas y me balanceé sobre él. La punta de su polla se coló entre mis pliegues.

—Espera…, espera…

—Dios…, párame.

Allá iba. Íbamos a follar. Cabalgaría encima de su polla dura hasta que los dos explotáramos en un gemido, y una vez hecho, nadie podría deshacerlo. Pablo se giró hacia la mesita de noche y abrió un cajón. Sacó una caja de preservativos y tiró el contenido sobre su pecho desnudo, pero en lugar de un cuadrado metalizado cayó un papel doblado. Frunció el ceño y lo desplegó…, era una hoja de libreta en la que se podía leer: «Jódete».

—¡Hija de la gran puta! —Gruñó con rabia. Oh. Oh—. ¡Será puta! —masculló furioso. Se echó hacia atrás y se tapó los ojos con las manos, para deslizarlas después por su pelo. Libido bajando en 3, 2, 1… Joder… Pablo Ruiz desnudo debajo de mis muslos llamando a otra tía (porque esperaba que se lo dijera a otra tía) puta…, una tía que había sustituido sus condones por un insulto. Cuando vio mis intenciones de salir de la cama, me detuvo sosteniéndome entre sus brazos alrededor de mis caderas—. No, pequeña, perdona…

—Eso ha sido muy raro —dije.

—Lo sé. Perdona…, son… cosas mías. Yo… he estado con alguna que otra loca.

Mec. Error. Me bajé y me senté a su lado. Cogí las braguitas y me las puse de nuevo.

—¿Qué pasa?

—¿Hablas así de todas las chicas con las que estás?

—Claro que no.

Me levanté de la cama y recogí mi ropa de encima de la cómoda. Cuando me estaba poniendo el jersey, Pablo me preguntó si me iba.

—Sí, creo que va a ser lo mejor.

—Martina…, son las cuatro y media de la mañana. Estoy medio sobado. Me ha jodido encontrarme eso…, no le demos más importancia de la que tiene.

—No se la doy —musité metiendo las piernas dentro de las perneras de mi vaquero—. Es solo que me ha parecido desagradable.

—Pero…

—No pasa nada, Pablo. Ya comprarás condones.

No se me ocurrió nada mejor que decir, la verdad. No era una salida melodramática a lo «sígueme, sostén mi brazo y bésame apasionadamente contra la pared». Yo… soy rara, ya lo he dicho. En aquel momento me apetecía irme, así que cogí el bolso y abrí la puerta del dormitorio.

—Pero Martina… —suplicó.

—Mira Pablo, no sé de qué iba eso, ni siquiera sé por qué me pongo tan tonta cuando estoy contigo, pero lo que sí tengo claro es que no me quiero meter en temas que no me incumben y no quiero complicarme la vida por acostarme contigo. Dijimos que seríamos honestos, ¿no? Pues honestamente te digo que no me apetece quedarme en esta habitación después de que hayas sacado de un paquete de condones una nota que te dice que te jodan, y no en el buen sentido.

Las cejas de Pablo estaban levantadas; sorprendido, claro. Yo también. Todo, cuando estaba con él, se convertía en una sinrazón y en un vaivén de sensaciones que se contraponían unas a otras. Un par de minutos antes estaba dispuesta a comérmelo entero y ahora… no.

—Siento haberte hecho sentir incómoda, Martina. Y entiendo lo que me estás diciendo, pero…

—De verdad, Pablo. No pasa nada. —Sonreí tirante—. Nos vemos mañana.

—¿Te vas?

—Sí.

—Vale, eh…, pues… deja al menos que llame a un taxi.

—No te preocupes. En Alonso Martínez hay tropecientos.

Ni siquiera esperé a que volviera a vestirse; salí de la habitación antes de que recuperara los pantalones de pijama, pero me alcanzó en el pasillo.

—Espera, cerré con llave.

Los postigos de la puerta resonaron en el edificio silencioso y después se apoyó en ella…, despeinado, sin camiseta, a oscuras… Puto asco que me daba desearlo tanto.

—Hasta mañana.

Me cogió la mano, tiró de mí hasta darme un beso y me preguntó si quería irme de verdad. Y yo… sonreí y me fui.

En la calle cogí mi móvil y entré en la aplicación de mi banco…, lo cierto es que iba justa con lo del piso y la independencia. No era lo mismo compartir gastos con esas dos taradas (una de las cuales ni siquiera había pagado aún ni lo que se comía) que vivir con tu pareja. Arg. Eché un vistazo a mis finanzas y decidí que sí, que si había una situación que exigiera coger un taxi era aquella: salir a las cuatro y media de la mañana de casa de Pablo Ruiz, con un calentón físico de narices y un enfriamiento mental a juego, después de una mamada y dormir un rato. Hola, vida normal…, ¿dónde estás? Te echo de menos.