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LA FIESTA. PARTE I. PRESENTACIÓN. ACICALAMIENTO
AMAIA me dijo que si tenía que conocer a Pablo después de la cena del infierno, sumaría estrés a su ya estresante situación, de modo que le pedí que pasara a recogerme antes del trabajo aquel sábado.
—Te la presento y de paso meto en tu coche el vestido para esta noche; así no tengo que cargar con él en el autobús.
—Qué pragmática es mi niña —respondió.
A las tres y cuarto llamó al timbre y yo me pasé por la habitación de Amaia para avisarla.
—Amaia. Pablo está subiendo. Van a ser cinco minutos a los sumo porque nos tenemos que ir. Intenta ser… persona. Con que seas persona me vale.
Abrió la puerta con unos rulos puestos en la cabeza y una bata estampada.
—¿Me visto o le da igual? Total, soy fauna marina en pijama, con bata o vestida de Diane Von Furterjer.
—Creo que el apellido no es así —dije frunciendo el ceño.
—Me la come.
—No hace falta que te vistas.
Unos nudillos golpearon la puerta y yo me acerqué para abrir de un tirón. Pablo llevaba una camisa de las suyas, pero de la parte más discreta de armario. Cuadros. Colores extraños pero cuadros. Estaba claro que él también había planeado cambiarse después del trabajo.
—Hola, pequeña. —Me sonrió y me dio un beso.
Sus ojos se desviaron a algo que había detrás de mí y esbozó una sonrisa enorme.
—Madre mía. ¿Amaia?
—La misma que viste, calza y se peina. —Sonrió ella—. Por el amor de Dios, Pablo, qué susto me habían dado estas dos zorras. Por su descripción te juro que me imaginaba una especie de Camarón de la Isla reencarnado. Y las fotos no te hacen justicia.
Pablo se descojonó.
—Pues perdona que te diga, pero Martina me había dicho que eras preciosa y pensé que era amor de amiga. Ya veo que ella es siempre precisa.
—Como una maquinaria bien engrasada.
Se dieron un abrazo y un beso que me llenaron por dentro de una sensación insoportablemente placentera.
—Uhm…, eres alto.
—Gracias, supongo.
—Me gustan tus botines. ¿Son de chica?
—Es posible. Me los regaló mi madre, que está convencida de que me compro la ropa en Zara Kids, en la parte de niñas.
—¿Puedo probármelos?
—Claro.
—Amaia… —dije asustada por los derroteros de la conversación.
Ambos desaparecieron tras la puerta de doble hoja del salón. Al asomarme vi a Pablo quitándose uno de los botines y cediéndoselo sonriente a Amaia.
—Me gustan tus calcetines —le dijo esta. Ese día tocaban dibujos de hamburguesas.
—Mi madre de nuevo.
—Cuidado, Martina. Eso suena a niño con mamitis.
—Créeme, no es el caso. —Se descojonó él.
—¿Qué pie calzas?
—El 42.
—¡¡Qué pequeño!! Pero ¡si eres muy alto!
—Ya. Misterios de la vida. Digamos que no cumplo la proporción áurea.
—¿Pene pequeño? Martina no me habla de él, así que me imagino lo peor.
—Minúsculo —le respondió él con fingida cara de disgusto—. Es muy discreta, pero a veces no le queda más remedio que preguntarme si ya la he metido.
Me tapé la cara y me di un cabezazo contra la pared. Ojalá tuviese una capa de invisibilidad. Amaia se puso el botín y se lo abrochó. Se miró, conforme con vete tú a saber qué, y se lo devolvió con la ceja arqueada.
—Mentiroso. Ningún hombre con pene pequeño bromea sobre ello.
—¿Podéis…? —empecé a suplicar.
Pero Pablo me interrumpió.
—Yo sí. Tengo un pene pequeño, pero un gran sentido del humor.
—¿Sabes? Eres muy guapo. Tienes unos ojos muy bonitos.
—Tú también. Tendríamos hijos divinos. ¿Estás segura de que no te apetece pasar de la cena de hoy y fugarte conmigo?
—Después de la que he liado con este asunto, si me fugo contigo me busca hasta la camorra siciliana.
—Estoy de acuerdo.
Pablo se volvió a poner el botín y se levantó.
—Ha sido un placer, Pablo Corazón de León.
—Lo mismo digo, Amaia Ojos de Cristal.
—Me cae bien tu novio —dijo mirándome muy seria, como si él no estuviera allí.
Perdona. Amaia acababa de decir delante de Pablo que era mi novio, ¿verdad? Es por asegurarme antes de que las ganas de tirarme por la ventana se hicieran incontenibles. Abrí la boca para tratar de arreglar la situación pero solo me salió un gemidito al que Pablo contestó con una carcajada. Sin saber qué hacer ni qué decir di media vuelta, recogí mis cosas y salí al rellano.
—Por cierto, qué elegancia. —Escuché que le decía Pablo a Amaia antes de salir.
—Soy de esas pocas mujeres a las que los rulos les favorecen, ¿qué le vamos a hacer?
Pablo se unió a mí sonriente en el ascensor y yo le miré durante buena parte de la bajada con cara de confusión.
—¿Qué? —preguntó al fin.
—Yo no le he dicho que eres mi novio.
—Ajá.
—Quería que quedara constancia.
—Entonces…, ¿qué dices tú que somos?
—Amigos.
—¿Amigos con derecho a orgasmo? —Me pinchó.
—Algo así.
—Ehm…, no. Creo que no. Me quedo con la definición de Amaia. NOVIA.
Resoplé.
—¿No podríais ser normales una puñetera tarde en vuestra vida?
—Si lo fuéramos, tú no estarías tan loca por mí.
La portera se encontró con una pareja besándose apasionadamente en el ascensor cuando fue a cogerlo. Eso y un montón de cosas por el suelo, tiradas de cualquier manera, como si el beso más elocuente de mi vida me hubiera pillado con las manos ocupadas. Estaba visto que mi vestido iba a arrugarse un poco más de lo que en un primer momento pretendí.
Javi llegó a casa a las siete y media de la tarde. Habían quedado a las nueve y media en la puerta del Dray Martina. La reserva estaba hecha para las diez, pero así les daría tiempo de tomarse una copa primero y distender el ambiente un poco. Y quisiera o no, Javi se había contagiado de los nervios de Amaia y no se aguantaba ni él. Cuando esta le abrió la puerta con el pelo lleno de rulos, maquillada y en bata, no supo si reírse o llorar, así que la empujó hacia el interior del piso y le pidió algo que Amaia no esperaba:
—Ponme una copa.
Empezaron tomándose un chupito de licor de café pero les supo a mierda porque todos excepto Amaia sabíamos leer la fecha de caducidad de las cosas antes de beberlas, así que se pusieron otro de lo primero que encontraron, que en este caso fue Mistela, un licor valenciano hecho a base de uva moscatel que nos había hecho agarrarnos grandes y simpáticos pedos en el pasado, en las vacaciones locas en la playa. Tomaron otro más.
—Es suave. Ponme otro.
Y otro más. Cuando entraron en el dormitorio de Amaia notaron calor en las mejillas, pero ni atisbo de nada más. Iban a tener que echar mano de la artillería pesada antes de salir de casa. Amaia sacó el vestido de lentejuelas del armario y lo dejó colgando de una de las manillas del mismo.
—Es muy bonito —dijo Javi, apoyado en el escritorio con los brazos cruzados sobre el pecho.
Amaia se fue quitando los rulos uno a uno, tirándolos sobre una cestita que había en un mueble modular que usaba de «tocador».
—Me da miedo parecer la típica tarada que para una cena cualquiera se pone el vestido de boda de su abuela.
—Si fuera el vestido de boda de tu abuela estaría acojonado.
—Ya lo estás. Y el vestido de boda de mi abuela no me cabría ni con magia. Era talla hurón, la jodida.
Con el pelo suelto e increíblemente ondulado, Amaia se quitó la bata sin pudor. Era Javi, por Dios, su mejor amigo. No pasaba nada porque la viera en ropa interior. Y más llevando faja. No habría visión menos erótica en el mundo, pero él parecía ser un buen actor. Sabría hacerles creer a Mario y a su chica que estaba tremendamente enamorado de ella.
Javi llevaba unos segundos luchando con una voz interior que le decía que, con esos mechones ondulados del color del caramelo cayendo por la espalda, los ojos perfilados por aquella fina línea negra que se alzaba hacia el final, las pestañas tan negras y rizadas y los labios rojos, Amaia estaba un poco más guapa (y deseable) de lo que se había imaginado. El dormitorio olía a ella, a perfume y a maquillaje. Debía ser por los chupitos, se dijo. Pero cuando la vio quitarse la bata y colgarla en la percha de detrás de la puerta, la polla le dio una fuerte sacudida dentro de los pantalones vaqueros. Hasta le dolió. Carraspeó y miró al suelo, pero sus ojos le dijeron que se fuera a tomar por el culo con sus melindres, porque ellos iban a mirar. Y allí estaba ella, parloteando sin parar sobre qué zapatos ponerse, subida a unos tacones negros que, decía, eran más cómodos que otros que quedaban mejor. Subida a unos tacones y con una braguita alta de lo más sexi. Si aquello era una faja que bajara Dios y lo viera. Le cubría hasta justo por encima del ombligo, ajustándose a todas sus formas, y tenía unos pedazos de encaje en la parte baja que creaban la falsa impresión de llevar menos tela de la que cubría el cuerpo de Amaia. Javi sabía que Amaia era una chica guapa. Todo el mundo se lo decía y él, que no era ciego, lo veía. Tenía unos labios preciosos. Lo confesase o no, había estado buscando a una chica con una boca así durante muchos fines de semana, en cada garito en el que entraba. Pero ninguna boca, ningunos labios llegaban a satisfacerlo del todo. Los besos siempre le parecieron sosos intercambios de saliva que preceden al momento en que las manos buscan por debajo de la ropa. Pragmatismo, no romanticismo. Pero… ¿qué era aquel «pero» que le cruzaba la cabeza cuando miraba su boca? Los ojos de Amaia, además, eran grandes, claros, cristalinos. Y… había cosas de Amaia que no había visto y que no imaginaba. No imaginaba unas piernas carnosas pero torneadas, firmes. No imaginaba aquella cintura tan marcada. Y los pechos… que ahora se elevaban triunfales gracias a un sujetador que ella había pagado a precio de oro solo por la sensación de tener las tetas bien sujetas y altas. Cuando se dio la vuelta hacia él, el pelo le voló alrededor dibujando una parábola perfecta. Javi tuvo que hacer muchas cosas entonces y todas a la vez: carraspear para quitarse el nudo de la garganta, obligarse a mirar al suelo, cerrar la boca y colocar ambas manos delante del prominente bulto que presionaba su bragueta.
Amaia se giró, preguntándose si Javi no estaría horrorizándose con la visión de ella en ropa interior. Sabía que no era precisamente una modelo de lencería, pero se sentía cómoda y no encontraba sentido a irse de la habitación para ponerse el vestido. Lo cogió, se lo colocó por encima de la cabeza y se atusó el pelo después.
—Esta mierda rasca —dijo a media voz—. Quizá debería ponerme medias.
No recibió contestación y cuando se giró en busca de una, se encontró con Javi. Pero no con Javi, sino con JAVI. No le había prestado la menor atención cuando había llegado, y ahí estaba en ese momento, frotándose las manos con ese gesto tan suyo cuando se ponía nervioso. Y joder…, cuánta razón tenían sus compañeras al decir que Javi era un chico guapo. Apoyado en la mesa de su escritorio, con unos pantalones vaqueros de un bonito azul oscuro y una camisa blanca. El pelo le caía un poco sobre la frente, como siempre, brillante, negro. Levantó los ojos hacia ella casi a cámara lenta y Amaia se chocó con el color de sus iris. Tan… caramelo. Caramelo fundido impregnándolo todo.
Un silencio sobrevoló la habitación. ¿Qué era aquello? ¿Se habría pasado quedándose en ropa interior delante de él? ¿Por qué de pronto el tiempo parecía intentar alcanzarlos sin lograrlo? Las frondosas pestañas de Javi casi la despeinaron cuando parpadeó. Se frotó los ojos.
—Estás… increíble.
—Define «increíble».
—¿De verdad tengo que hacerlo?
—Hola, soy Amaia, tu mejor amiga y tengo una enfermiza necesidad de buscar la reafirmación personal en los ojos del que me mira. ¿Puedes decir algo que no me suene a que lo estás diciendo para salir del paso?
—Amaia, estás increíble. No diría eso para salir del paso. Diría: ¡Qué mona!
—Tú me dices mucho eso de «qué mona». —Le miró frunciendo el ceño.
—Porque eres mona y el pijama de enfermera no es que destaque mucho la figura femenina. Todo lo contrario a ese vestido que llevas, por cierto.
A Amaia le pareció que Javi estaba nervioso. Quiso pincharle un poco más.
—Sigo sin tenerlo claro. ¿Me marca demasiado?
—No.
—¿Voy arreglada en exceso?
—No.
—¿Es muy corto?
—No.
—Pero…
—Estás follable, Amaia. FO-LLA-BLE.
Amaia puso la misma cara que hubiera puesto si un haz de luz hubiera atravesado la ventana, hubiese elevado a Javi y se lo hubiera llevado a una nave extraterrestre.
—Voy a retocarme. —Y cuando bajó los ojos juraría que la bragueta de Javi escondía el «piquetón».
No se atragantó con su propia saliva de milagro.
—Voy a por una copa —anunció él.
—Pon dos.