14

DUDAS A NIVEL PERSONAL

EL viernes se montó en casa un circo impresionante. Me alegré mucho muchísimo de salir de allí para ir a trabajar después de comer, porque Sandra había entrado como una apisonadora en la casa, llenando todos los rincones de cajas y de sus trastos cuquis y ya empezaba a dar muestras de querer manipularme para que le cambiara el dormitorio porque, total, la había escuchado decir, yo prácticamente no iba a estar en casa y apenas iba a hacer uso del baño en suite.

Cuando estaba llegando a El Mar, a mi penúltima jornada de prueba (tras la que suponía que me dirían si había cumplido con las expectativas y me quedaba), me llamó al móvil la madre de Sandra y, durante diez minutos (en los que solo me dejó decir «ajá»), me explicó el enorme favor que les estábamos haciendo remando en la misma dirección.

—De esta, Sandrita se nos hace mayor, Martina.

No sé yo. De esta yo iba a pasar a tener muchas canas, eso seguro. Cuando llegué al restaurante la puerta estaba cerrada. No sé por qué, me puse a pensar que quizá dentro estaban Carol y Pablo follando como animales. Me ardió el estómago. Joder…, yo no pegaba nada allí, pero quería quedarme. Llamé al timbre de «la trastienda» y para mi soberana sorpresa me abrió Pablo. Creo que no logré disimular mi gesto.

—Buenas tardes, señorita —dijo en un tono correcto pero burlón—. Pasa, por favor.

Me dio la espalda, entró en la cocina y se perdió de mi vista, no antes de que pudiera regocijarme un momento con la visión de su trasero en aquellos pantalones vaqueros estrechos y deshilachados de estrella del rock. Por el amor de Dios. La verdad es que habría sufrido una noche toledana llena de ardores si no hubiera caído desnucada en mi almohada. Ya no recordaba lo que es tener una resaca de cojones y tener que ir a trabajar. Y para más inri, Pablo se había mantenido alejado de mí…, muy alejado de mí, durante todo el servicio. Me había ido a casa frustrada. Pero… ¿por qué? Quizá porque, aunque no quisiera pensar en ello, había llegado a la conclusión de que la madrugada del miércoles, en su casa, no me había quitado la ropa tan sola como me gustaría…

Fui al vestuario, dejé el bolso en la que ya era mi taquilla y me quité el jersey para ponerme el uniforme. Estaba de cara a la puerta, en sujetador de encaje negro y bermellón, cuando Pablo Ruiz abrió la puerta de par en par:

—Martina… —La «a» se quedó suspendida en el aire y sus ojos clavados en mis tetas. Lo cierto es que tengo una buena delantera y que aquel sujetador creaba un efecto «arrejunte» y «gravedad cero» bastante insinuante.

—¿Qué? —Cogí la camiseta de tirantes para ponérmela.

—Jodeeerrr. —Le escuché gruñir en voz baja y grave.

Pero no salió. Solo dijo «jodeeerrr». Tiré de la manga de la chaquetilla que tenía colgada en la taquilla y me la puse fingiendo tranquilidad. Pablo se dio la vuelta hacia la puerta y apoyó la frente encima de la madera.

—Perdona. Yo… venía a comentarte algo.

—Tú dirás.

Hubo un silencio. Una pausa demasiado larga. Se giró para mirarme de reojo y una sonrisa se le dibujó en la cara. Sí, cariño, son dos tetas.

—Nada…, no sé. No me acuerdo. —Abrió la puerta, volvió a mirarme.

Sus ojillos pillos me observaban interrogantes, como si esperase que me desabrochara de nuevo la ropa para que él pudiera pillarme otra vez en paños menores.

—¿No decías que «nada, no me acuerdo»?

—Estoy haciendo memoria.

Me apoyé en mi taquilla con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Tú dirás. —Mis tetitas borraban memorias, ¿eh? Debía recordarlo para futuras ocasiones en las que necesitara hacerle una lobotomía a alguien.

—Ah, sí. Esto… —Se revolvió el pelo—. Lo probé con comino en lugar de cardamomo. Tenías razón.

Di un saltito, asustada porque había olvidado mi atrevimiento del día anterior. Lo achacaré a la resaca del Jägermeister. O a la crisis. O a los leggins muy apretados.

—Yo…

—Sigue así. Eres buena.

No me di cuenta de haber estado conteniendo la respiración hasta que se marchó de nuevo. «Eres buena». Pablo Ruiz… ¿acababa de decirme que era buena en lo mío? ¡Sí! Solo por ese momento, por esas dos palabras, habría valido la pena hasta vomitarle en el felpudo. Bueno, igual no tanto.

Cuando empezaron a llegar mis compañeros me centré. Y que conste que no fue difícil concentrarme en lo que estaba haciendo a pesar de estar nerviosa porque mi semana de «prácticas» llegaba a su fin. Siempre he sido una persona muy seria para el trabajo; quizá por eso no solía desarrollar relaciones de amistad con mis compañeros. Yo iba a trabajar y siempre he sido de carácter más bien seco; cordial pero bastante rancia, según la definición de Fernando. Además, sumémosle los nervios de ser nueva en una cocina en la que la rotación de personal era enorme y donde el chef me tenía… inquieta. Donde el chef estaba buenísimo, tenía una boca para el pecado, era mi jodido héroe y podía partir nueces con el culo. Qué bien sienta ser sincera…

Empezamos con el trabajo rutinario con la música a toda pastilla, como siempre, pero como al chico que le tocaba se le había olvidado por completo y su móvil no conectaba con la peana, Pablo colocó su iPhone y dejó que sonaran un montón de canciones de rock de los cincuenta, perfectas. Él y sus anillos… siempre coherente y sexi. ¿Sexi? Sí, sexi. Después de un rato cenamos todo el equipo. La gente me preguntó cosas sobre mí, sobre mi experiencia, y yo, con más discreción de la normal, fui dejando caer algunos datos. Siempre he sido muy mía para mi vida. Me daba miedo que me relacionaran con Fernando y entrar directamente en la lista de personas que no merecían ni estima ni respeto. No quería ser la enchufada del equipo. Pablo, que se sentó con nosotros con una Coca-Cola en la mano, comía despreocupadamente como si fuera uno más y me miraba de tanto en tanto.

Creo que no disparé ni una en todo el día. Bueno, sí hablé, claro. Pero lo típico dentro de la cocina para coordinar con los demás jefes de partida y los ayudantes. Por lo demás, estuve callada, con el rictus de mi cara aparentemente sereno pero los dientes apretados, mientras veía a Pablo moverse por allí con soltura y le escuchaba aconsejar mejoras cuando algo no iba al milímetro. Y tengo que admitir que en esa cocina había muy pocas cosas que no funcionaran al milímetro. Era un trabajo de precisión duro y exquisito. Todo. La técnica, los ingredientes, las cantidades, la cocción, el emplatado. Todo funcionaba con la misma precisión de un reloj suizo sin perder el carácter y la pasión. Pero me daba la sensación de que Pablo parecía estar buscando la perfección absoluta. Estuvo vigilándome tan de cerca que a veces volví a sentir su respiración en mi nuca junto a su habitual «atrás» rasgado y grave. No dijo nada, ni siquiera abrió la boca, pero creí notar que algo no le gustaba. Algo de mí no encajaba en aquella cocina, estaba claro. O es que me había obsesionado con el tema de que todos fueran tan… joviales y yo no.

Al final del pase todo funcionó con normalidad. Él salió de la cocina hacia el comedor, nosotros limpiamos, almacenamos y recogimos. Alfonso y Marcos, los jefes de cocina, nos reunieron a los jefes de partida cuando ya empezaban a marcharse todos los demás, y hablamos sobre un par de cosas que seguían dándonos problemas a la hora de servir los pedidos, a pesar de que ni siquiera yo sabía si volvería el día siguiente a trabajar. Hablamos muy afablemente sobre la mejor manera de coordinarnos para tal o cual cosa y me dije a mí misma que, si no fuera porque eran todos una pandilla de hipsters medio hippies que no respetaban las costumbres y los protocolos normales de una cocina y que me «obligaban» a emborracharme y dejarme en evidencia delante de Pablo…, aquel era un buen sitio para trabajar. ¡Qué cojones! Aun así lo era.

Ya nos marchábamos cuando me encontré con la mirada de Pablo que, vestido con un jersey gris algo dado de sí («¿por qué, zeñó, por qué?») y unos pitillo negros, me observaba apoyado en el banco de trabajo más alejado. No supe qué hacer cuando me llamó con un gesto. Mis compañeros se iban y yo… ¿iba a quedarme sola en aquella cocina con él? La última vez terminé totalmente borracha hablándole de mis pechos… Me acerqué con paso dubitativo y dijimos adiós al último compañero.

—¿Puedes quedarte dos minutos?

—¿Pasa algo?

—Para nada. —Sonrió con la clara intención de infundirme tranquilidad.

—¿Te acordaste de algo más de lo que querías decirme en el vestuario? —Pero ¡Martina! ¡Es usted una provocadora!

—Sí, algo así. —Se mordió el labio con una sonrisa y dejó escapar una risa—. Soy un chico impresionable, lo siento. La lencería fina me deja sin palabras.

Puse los ojos en blanco para disimular que me estaba sonrojando. Él carraspeó y siguió:

—Solo quería…, bueno…, es posible que esto te suene raro.

—Todo lo que dices me suena raro. Eres raro.

Sus perfectos labios sonrieron hacia un lado y… ¡hola, hoyuelos! No lo había dicho con intención de gastarle una broma; yo pensaba que Pablo Ruiz era uno de los especímenes humanos más extraños que me había cruzado en la vida. Con esas greñas, con sus anillos de plata, con su pinta de estar a punto de sentarse en el front row de alguna pasarela solamente para ligar con las modelos y torturarlas con la mirada abrasadora de sus fríos ojos.

—Yo…, bueno, creo que es evidente, pero a todos nos gusta que nos digan cuando las cosas están bien hechas y estoy muy contento con tu trabajo —dijo—. Tienes sangre fría para soportar la presión sin casi inmutarte, aportas ideas de valor y pareces una máquina de precisión programada para hacer lo que haces.

—¿Me vas a contratar? —pregunté ilusionada.

—Creo que sí —asintió para sí mismo—. Pero tengo dudas… a nivel personal.

—Define «dudas a nivel personal».

—Quiero verte más suelta, llevarte por ahí y verte hacer alguna locura. —Sonrió—. Necesito saber que debajo de tanto control hay algo de pasión. Necesito… verte fuera de aquí.

—¿Lo haces con todos? —pregunté con un levantamiento de cejas.

—No. —Y sonrió en un gesto que parecía decir «pillado».

—¿Entonces?

—Tómalo como una… cita.

—¿Cita? Define «cita».

—Pides muchas definiciones. —Arrugó la nariz en un gesto adorable y quise tocársela. Y la nariz también.

—Me gusta saber de qué estoy hablando.

—Tú… ¿pierdes alguna vez el control?

—No suelo hacerlo —aclaré—. Ya te lo dije.

—La cocina no es algo comedido. ¿Cocinas a lo loco alguna vez?

—No sabría decir… pero… ¿no hemos tenido ya esta conversación?

—Es complicado hablar contigo. —Resopló con una sonrisa—. Yo necesito comunicarme de una manera fluida con mi equipo. No puedes contestar siempre con monosílabos. Caminas con la cabeza gacha, como pidiéndole al cielo que nadie se pare a hablar contigo y ya has visto cómo es el ambiente aquí.

—No encajo —musité.

—Tienes que demostrar que tienes sangre en las venas.

—Claro que la tengo —asentí, y me di cuenta de que empezaba a molestarme el tono condescendiente que utilizaba para dirigirse a mí, como si yo fuera tontita y tuviera que explicar las cosas como para un bebé—. Soy humana.

—¿Me lo demuestras?

—¿Cómo? —Me reí—. Vamos a ver, que me aclare. Como soy un poco hermética, has decidido que lo mejor es sacarme por ahí, ¿no?

—Sí.

—Pues a mí me suena a que me estás invitando a salir con toda tu cara.

Lanzó una carcajada y me tendió la mano derecha, que yo miré como lo haría con un atún de diez kilos al que tuviera que filetear. Pablo se echó a reír.

—Vale. Quizá sea una pésima excusa. Pero ¿qué me dices? Es viernes. ¿Tienes plan?

—Mañana trabajamos.

—Lo sé, pero que yo sepa no hemos cambiado la hora de entrada y hasta las cuatro de la tarde hay margen más que de sobra para recuperarse.

—¿Recuperarse de qué?

—¿Por qué haces tantas preguntas?

Me encogí de hombros.

—¿Te vienes o no?

—¿Adónde?

—Ay, por Dios… —Se rio—. A dar una vuelta.

—¿Me quieres emborrachar?

—Probablemente —asintió.

—Creo que tendrías que pensar seriamente en esa repentina obsesión por darme alcohol. —Miré el reloj—. De todas formas, no puedo.

Una expresión de sentida decepción le cruzó la cara durante un segundo, pero la controló muy pronto carraspeando.

—Claro. Bueno, es fin de semana. No es que pretendiera que no tuvieras otra cosa que hacer…, alguien a quien ver…

—No. No es eso. Bueno, sí, pero…

—No pasa nada, Martina. No tienes que darme explicaciones.

—Es que… —Respiré—. Joder…, qué nerviosa me pones.

Una sonrisa volvió a sus labios.

—¿Por qué será?

«Porque me pareces muy guapo a pesar de tus greñas».

—Una de mis mejores amigas se acaba de mudar a mi piso y ella y Amaia…, bueno, creo que ya te he hablado de Amaia, ¿no?, pues están locas y despechadas. Creo que tendría que ir a echarles un vistazo…, ver una peli con ellas y esas cosas. Controlar que nadie toma decisiones del tipo «voy a raparme la cabeza». Quizá… ¿otro día? —respondí con la esperanza de no haber perdido la oportunidad.

—¿Mañana? El domingo no hay que trabajar.

—¿Mañana? —Joder, a pico y pala, ¿no?

—Sí. Después del curro.

—Eh…, pues vale. Mañana entonces.

—Genial. Así tengo tiempo de organizar algo mejor.

—Mejor que emborracharme. —Sonreí.

—No puedo imaginar algo mejor que eso.

Y mientras sonreía, mordió su labio inferior. Me quedé mirando como una boba cómo sus perfectos dientes blancos presionaban la carne sonrosada. Un silencio nos sobrevoló. Un silencio bastante largo, y los ojos de los dos se deslizaron por la cara del otro.

—Es mejor que me vaya. Es tarde.

—¿Te llevo?

—No, no hace falta. —Cogí el bolso y me dirigí hacia la salida sin darle la oportunidad de insistir, pero no pude evitar la tentación y me giré con una sonrisa tonta en la cara—. Hasta mañana.

—Suena prometedor.