52

ELLAS

JAVI entró a toda prisa en la sala de descanso y se chocó contra alguien.

—Perdona.

—¿Dónde irá tu culo tan deprisa? —Escuchó decir a Amaia.

Miró hacia abajo y sonrió. Amaia llevaba el pelo recogido en una coleta danzarina que se movía cuando hablaba, como si quisiera poner énfasis a sus palabras.

—A por un café. Se me han pegado las sábanas.

—¿Mucho porno anoche?

—En cantidades ingentes —le respondió este siguiéndole el rollo—. Tenerte como novia no me satisface, Amaia.

Ella se echó a reír y le pidió cincuenta céntimos para una botella de agua.

—No tengo cambio.

—Lo sorprendente sería que lo llevaras —se burló él.

Rebuscó en el bolsillo de su pijama azul marino y le dio un euro. Ella fue hacia la máquina y mientras él hacía lo mismo hasta la de café, la siguió con la mirada. El pijama de Amaia colgaba demasiado.

—¿Llevas pijama nuevo? —le preguntó.

Amaia se miró y después negó con la cabeza dándole un buen trago a la botella de agua.

—No. Lo he planchado. Debe ser eso.

—Es que… te viene muy… ¿holgado?

—¿Holgado? Tú te drogas. —Se rio.

—No, en serio. Has perdido peso.

Ella arqueó una ceja. Es verdad que notaba que la ropa le apretaba menos, pero pensaba que era porque a fuerza de sentarse con ella puesta, sus prendas habían cedido definitivamente y no tendría que volver a luchar con ellas. Quizá tenía razón. Se levantó un poco la parte de arriba y metió dos dedos bajo la cinturilla del pantalón.

—Pues sí. Creo que sí. Mira tú qué bien.

—¿Estás a dieta? —insistió Javi.

—No.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—Entonces, ¿cómo es que estás más delgada?

—Estar más delgada implicaría que estuviera delgada. Creo que esa expresión no es aplicable a mi caso.

—Amaia. —Javi frunció el ceño—. ¿No estarás haciendo ninguna tontería?

—Siempre estoy haciendo tonterías; concreta un poco más.

—Dietas de esas estúpidas que nunca me quieres confesar; ayuno a líquidos, tomar solo piña y nueces… Ya sabes a lo que me refiero.

—No. No. —Levantó las cejas sorprendida—. ¿En serio me notas menos gorda?

—Tú no estás gorda, Amaia —dijo muy serio.

—La palabra «gorda» solo es eso, una palabra. Lo feo en ella son las intenciones con las que se dice y no me estoy insultando a mí misma; solo definiéndome.

—Pues será que yo te veo de otra manera. —Gruñó él—. ¿Te encuentras bien?

—Sí.

—¿Te sigue molestando el estómago?

—A ratos. —Arrugó la nariz.

—¿Dónde?

—Aquí. —Se señaló la boca del estómago.

—¿Puedo? —le pidió acercándole las manos.

Ella frunció las cejas y él le tocó un poco el vientre. Se frotó las manos sobre el pantalón y después las metió por debajo de la ropa de Amaia, lo que hizo que diera un saltito sorprendida. Las yemas de sus dedos estaban un poco frías, pero sintió calor. Calor deslizándose hacia abajo, como gotas densas de algo que no conocía. Se miraron. Javi estaba muy concentrado pero su cuerpo emanaba algo…, algo que la calmaba. Su Javi. El de siempre. El que le regalaba una manzana de caramelo el día de su cumpleaños. Al que una vez le vomitó en la pernera del pantalón de pijama tras un turno duro en el hospital (y una resaca más dura aún). Sonrió al pensar que, pasara lo que pasara, esa relación siempre lo soportaba todo. Daba igual qué tipo de envites sufriera; siempre resistía.

—No aprietes ni metas tripa —le pidió él lanzándole una mirada de soslayo.

—Vaaaleee. De todas formas, tendría que estar tumbada para que pudieras hacer esto en condiciones.

—Menos da una piedra. Solo quiero ver que no tienes abdomen en tabla.

—No tengo peritonitis. —Se rio ella.

—Lo de meterse mano en la sala de descanso es nuevo. Vuestra pasión no tiene límites —dijo Mario Nieto que apareció, de repente, de la nada.

—Y lo de que vengas a nuestra sala de descanso en lugar de codearte con el resto de médicos en la cafetería, una sorpresa continua. No le estoy metiendo mano. Le duele el estómago.

—No sabía que fueras médico.

La tensión cruzó la sala y Javi sacó las manos de debajo de la ropa de Amaia y se giró hacia él.

—Bueno, se me había olvidado que me dedico a la mecánica y no a la salud.

—¿Qué te pasa, Amaia? —le preguntó Mario a la vez que ignoraba a Javi.

—Nada. No es nada. Solo que de vez en cuando tengo como ardor.

—Uhmm…, ven. Pásate por mi consulta y te echo un vistazo.

—No sabía que fueras estomatólogo —respondió Javi a regañadientes.

—Al menos soy médico.

Amaia no había percibido tanta testosterona en el aire jamás. Ni cuando el perro de su madre estaba en celo y trataba de montarse hasta las patas de las sillas del salón. ¿Qué narices estaba pasando?

—Me voy a trabajar. —Gruñó Javi.

—Adiós, amor —añadió ella.

—Luego te veo.

Javi se acercó, se inclinó hacia ella y le besó en la mejilla.

—Podéis besaros en la boca. No pasa nada. —Les pinchó Mario.

—Si quieres ver más, hay un par de páginas en internet que pueden ayudarte —respondió Javi mientras salía.

—¿Me ha recomendado porno o me lo parece?

—Pero ¿¡qué ha sido eso!? —rugió Amaia.

—¿Eso? Pues no sé. Tu chico está un poco tenso.

—¡Y tú un poco tonto del culo, ¿no?!

—Bueno…, perdona. No quiero meterme con tu chico. Pero ven un segundo a la consulta; quiero echarte un vistazo.

—Estoy bien. De verdad.

—No te lo he pedido, te lo estoy ordenando —le dijo este con un guiño—. Soy tu médico.

Ella le siguió a la vez que dos voces gritonas discutían dentro de su cabeza, pero en silencio, por no asustar al personal. Una decía que Mario se había puesto más desagradable de la cuenta con Javi y que no debía permitirlo, a lo que la otra gritaba como una descosida que Mario Nieto iba a hacerle una exploración abdominal y que se callara como una hija de puta si no quería una muerte horrible. Ella se convenció de que la segunda era la que tenía razón y le puso un candadito a la primera en la boca. Se tumbó en la camilla y Mario le subió la camiseta. La tocó y ella saltó de la impresión cuando sintió sus dedos fríos.

—Joder, Mario, ¡tienes la temperatura de un muerto!

—Perdón, perdón. —Se rio este—. ¡Qué ombliguito más mono, Amaia!

—Doctor, sea usted serio.

Y por dentro «grrrrrrr».

—A ver…, no hay rigidez abdominal.

—Y yo que creía que el ABS Shapper estaría dando resultados…

—¿Cuando te da el ardor tomas algo?

—Omeprazol de vez en cuando.

—No abuses, que tampoco es bueno.

—Ya, ya lo sé.

—¿Tomas mucho café?

—El de siempre.

—¿Y bebidas carbonatadas?

—Las de siempre.

—Rebájalas un poco, ¿vale? Puede que el esfínter esofágico se relaje y suba un poco de reflujo.

—Cómo te gusta decir cochinadas.

Mario sonrió de medio lado y le bajó la camiseta.

—Pues ya está, señorita. Cuídese un poquito que la queremos muchos años por aquí. Es prescripción médica.

Amaia sonrió.

—Ya reservé mesa —le dijo.

—¿En el Dray Martina? A Ariadna le hacía también mucha ilusión ir.

—Sí —asintió ella—. ¿Te sigue apeteciendo?

—Claro. ¿Por qué me preguntas eso?

—No sé. A Javi y a ti no os veo muy en sintonía.

—Solo vigilo que cuide bien de ti. Te quiero mucho. Lo sabes, ¿verdad?

—Claro —contestó con un hilo de voz.

La vocecita a la que había amordazado tiró del candado y gritó dentro de su cabeza que no necesitaba que nadie la cuidara y era lo primero que Javi había entendido de ella. La otra le respondió que se callara y le tocara el paquete a Mario. Ella las ignoró a las dos.

Sandra estaba cabreada. Y no es que ella no estuviese familiarizada con la sensación. No es una gruñona, solo demasiado exigente. Es algo que hemos comentado con ella muchas veces y que admite sin dolor de corazón; algo con lo que lucha cada día y que probablemente no sea tan culpa suya como del modo en que la criaron. Pero vaya, que estaba cabreada. Y lo estaba por muchas razones que a ella le parecían objetivas y un puñado de otras que le rondaban pero que no lograba cazar. Se sentía ninguneada. Se sentía abandonada. Y sobre todo, se sentía perdida. Creo que esperaba que fuera el mundo el que se amoldara a sus necesidades y encontrarse en una encrucijada que le demostraba que era ella quien debía hacerse ese hueco, no le hacía ninguna gracia.

Apoyada en la mesa del despacho de la funeraria, rodeada de facturas para contabilizar y archivar, se preguntaba qué había pasado con el brillante futuro que esperaba para sí misma. Frustrada, como tantas veces nos sentimos, Sandra no sabía hacia dónde canalizar todo aquel torrente de emociones. Se sentía sola. Sus padres disfrutando de una segunda luna de miel, viviendo junto a la playa, dejándola a su suerte. No es que fuera así…, la llamaban cada dos por tres y aguardaban esperanzados a que su hija espabilara. Dejada de lado por sus amigas. Tampoco se correspondía mucho con la realidad; Amaia y yo estábamos viviendo nuestras propias vidas intensamente y quedaba poco margen para hacer un hueco a Sandra y su historia interior. Yo con abrirme al amor más enajenado de mi vida, dejándome llevar, rompiendo mis propias barreras…, ya tenía suficiente. Vale, dediqué más atención a Amaia, pero es que siempre creí que ella era la verdadera gran incomprendida. Sandra tenía que encontrarse dentro de sí misma y nada podíamos hacer las demás.

Miró su móvil y recordó que hacía poco aún le quedaba la ilusión de tener a alguien nuevo en su vida. Esperar un mensaje con emoción, contestar con una sonrisa tonta en la boca y follar como una descosida con Javi contra una puerta. Había sido lo más increíblemente loco que había sentido en la vida. Estaba habituada a sensaciones estándar, a emociones estables. Y Javi había revuelto su interior. Pero ya no había más. Siendo sincera con ella misma debía confesar que siempre pensó que Javi no estaba demasiado implicado. Él había sido muy claro: era un rollo con el que pasarlo bien y poco más. Pero Sandra había albergado la esperanza de que él se prendara de ella y no porque estuviera locamente enamorada sino porque el ser humano se mueve por instintos tan primarios como el «querer gustar». Lo comprendo, que conste. Hay ocasiones en las que una necesita ser rondada, hacerse la remolona y dejarse llevar aunque no sea ni el momento ni el lugar. Pero Sandra ya se había imaginado a sí misma redecorando un piso en el barrio de Salamanca.

Le habían cundido aquellas semanas. Hacía cosa de un mes que había roto con su novio. Y no cualquier novio. Era el chico con el que había compartido su vida y planes de futuro desde que tenía dieciséis años. ¿Qué pintaba ahora sola? ¿De quién había sido la culpa? ¿Qué habría vivido él en aquellos días? La última vez que lo vio, cuando tuvo aquel encontronazo tan tremendamente violento, había estado amable y parecía dispuesto a volver a implicarse de alguna manera en su vida, ¿no?

Cogió el teléfono y abrió un mensaje nuevo para él. Le dolió ver el último que guardaba en la memoria del móvil. Íñigo le decía que pasaría por su casa sobre las siete y media y que le llevaría un té y un bollito. Se despedía con un «te quiero». Cogió aire y le dolieron las vísceras, aunque sabía que era imposible que aquel dolor fuera real.

«Hola Íñigo. Me ha costado mucho escribirte este mensaje. No estoy contenta con cómo fluyeron las cosas cuando nos encontramos. Estoy pasando por un momento un poco estresante. Pero ¿sabes? Estoy trabajando y poco a poco todo empezará a colocarse en su sitio. Lo sé. Y tú ¿qué tal?».

Lo leyó un par de veces y, aun metida hasta las cejas en un sentimiento de autocompasión, se dio cuenta de que no era un mensaje del todo sincero. No le había costado ningún esfuerzo escribirlo porque hasta aquel momento ni siquiera se lo había planteado. Quiso convencerse de que Javi había tapado algunas cosas. Pero ahora que no estaba, salían a la superficie y flotaban frente a sus ojos. Y ella no podía mirar hacia otra parte. Aunque quisiera. Aunque quisiera hacerlo tan tan fuertemente…