27
FUEGO Y DESAPARECER
CUANDO salí de mi dormitorio al día siguiente, Sandra estaba en la cocina tomándose un café y fumando. Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa sorprendida.
—Vaya…, ¡qué carita! Hacía tiempo que no sonreías así. ¿Te tomaste al final las pastillas para dormir que te recomendé?
—No. ¿Quieres un bollito?
—¿Casero?
—Claro.
Saqué del horno un plato con unas medianoches caseras que había hecho después de que se fuera Pablo el día anterior. Dios…, ¿estaba colgándome? Hasta el tiempo se medía en función de cosas que tenían que ver con él. Las dejé sobre la mesa y me volví para prepararme un café. Sandra se terminó el cigarrillo en silencio y yo me senté a su lado, a dar vueltas al líquido de mi taza.
—Martina…
—¿Uhmm?
—Amaia me dijo ayer que…, que Pablo te gusta. ¿Es verdad?
—No suelo acostarme con tíos que no me gustan.
—¿¡Os habéis acostado ya!? —preguntó preparada para ponerme de vuelta y media si le decía que sí y ella no sabía los detalles.
—No exactamente. Bueno…, ya sabes. ¿Cómo lo llama Amaia? Hemos… cochineado.
—¿Anoche también?
—Anoche lo hicimos por videollamada. —Y me sonrojé.
—Joder…, ¿le llega la chorra?
La miré con intención de reprenderla, pero me hizo gracia y dejé salir una carcajada con la boca cerrada a modo de pedorreo.
—Me vuelve un poco loca, este Pablo —confesé.
—Ya sé que ahora mismo no tengo mucha credibilidad para dar consejos y eso pero…
—¿Por qué no vas a tenerla?, ¿porque eres una okupa? —Sonreí.
—Sí, esas cosas. Pero escúchame, Marti…, tú vienes de una relación muy larga con Fernando y… muy seria. Estás habituada a relacionarte con los hombres de una manera muy determinada y este no tiene pinta de buscar una novia. A decir verdad tiene pinta de vivir en una autocaravana.
—¡No tiene pinta de vivir en una autocaravana! —me quejé divertida.
—Bueno…, una camicaravana. En serio, Martina…, este tío es un «viva la vida» emocional.
—Ya, ya lo sé. Yo… en realidad hace solo unos meses que rompí definitivamente con Fernando.
—Hace casi un año.
—Sí, bueno, pero seguíamos viviendo bajo el mismo techo. Y tengo la sensación de que… acabo de salir de un cascarón. Quiero vivir cosas y Pablo es…, es tan intenso. Y quiere divertirse, sin complicaciones, y a mí me apetece probar.
—Sientes que quieres dejarte llevar.
—Algo así. —Agaché la mirada avergonzada a mi café.
—Sí, te entiendo… —Su tono cambió y se volvió mucho más pizpireto—. Me pasa lo mismo con Javi. ¿Crees que a él también le gustará decir guarradas por teléfono?
Había que quererla por obligación.
Como venía siendo costumbre en los últimos días, pasé mucho tiempo frente al armario, preocupada por escoger algo que no me hiciera parecer demasiado estirada. No es que mi estilo fuera muy clásico o formal…, es que no tenía estilo. Siempre he sido muy pragmática, incluso con la ropa. Quería estar cómoda, no enseñar demasiado y parecer lo más normal posible, y si con eso pasaba desapercibida y nadie me miraba, mejor que mejor. A Fernando siempre le dieron igual los conceptos estilísticos, pero claro, tampoco tenía un estilo determinado fuera del de «treintañero sexi». Y ahora que me cruzaba con alguien como Pablo, que me hacía sentir tan viva y que tenía tan claro qué imagen de sí mismo quería dar (y no tenía nada que ver con pasar desapercibido precisamente), yo me sentía sosa a más no poder. Total, tanta vuelta a la cabeza para terminar poniéndome unos pantalones vaqueros negros, mis Converse bajas de color hueso y un jersey con rayas blancas y negras. Eso sí…, la coleta, más tirante imposible, porque había algo erótico en ese juego que nos traíamos Pablo y yo con mi pelo. Que solo me hubiera visto con la melena suelta en circunstancias sensuales lo hacía todo un poco más interesante. Me apetecía que siguiera siendo así.
Cuando entré en El Mar aún no había nadie por allí… o eso me pareció, porque al escuchar mis pasos Pablo salió de su despacho. Llevaba una camisa holgada negra con un pequeño jaspeado en blanco, unos pantalones pitillo negros y unos botines del mismo color. Se había peinado un mínimo y llevaba el pelo apartado de la cara hacia un lado, dejando ondas sueltas en la punta de sus mechones. Estaba espectacular. Al verme me sonrió…, y qué sonrisa, por Dios. Casi me mató.
—Buenas tarses —dije nerviosa, trabándome. Tenía la boca seca.
—Por ejemplo. —Se rio.
Fui avergonzada y con la cabeza gacha hacia el vestuario y escuché el sonido de la suela de sus botines seguirme. Se me hizo un nudo el cuerpo entero. Entré, él se paró en la puerta, me cogió de la mano y tiró de mí hasta el pequeño cuarto de baño que había dentro. Echó el pestillo en cuanto los dos estuvimos dentro y, con las palmas de las manos en mis mejillas, me besó. Mis dedos se enredaron entre su pelo y nuestras lenguas hicieron el resto.
—Mmm… —Escapó de su garganta.
La punta de mi lengua recorrió sus labios y la suya violó la intimidad de mi boca con intensidad. Un beso húmedo y profundo, de los que dejan sin respiración, que se acompañó de un movimiento que me levantó del suelo. Rodeé sus caderas con mis piernas y me aplastó contra la pared.
—Pablo…
—No hay nadie.
—Empezarán a llegar en breve.
—Me da igual. —Sonrió de lado, canalla.
Volvimos a besarnos y me dejó en el suelo para darme la vuelta, aplastar su boca contra mi nuca despejada y atrapar mis pechos entre sus manos.
—Joder, Martina…, pequeña. Déjame tocarte.
La derecha se coló por la cinturilla de mi pantalón y buscó el interior de mis braguitas. Apoyé la frente en la pared y me desabroché el botón de los vaqueros para que tuviera más espacio para mover los dedos. Cuando llegó a mi clítoris, me retorcí, pero sus dedos siguieron hacia abajo, hasta que dos de ellos se colaron en mi interior.
—Estás empapada… —Jadeó—. ¿Es por mí?
—Sí —gemí.
—A la señorita control le gusta que la folle con los dedos, ¿eh?
Puse los ojos en blanco y apoyé la cabeza en su hombro.
—Estás tan prieta que te siento hasta en la polla… Quiero que te corras. Quiero que te corras como lo hiciste anoche.
—Más rápido. Más…, más —gemí.
Sus dedos se precipitaron dentro y fuera de mí con velocidad y mis piernas empezaron a temblar. Mi mano derecha se unió a la fiesta y me acaricié el clítoris.
—Quiero follarte —susurró muy cerca de mi oído—. Pero quiero hacerlo en mi cama, para que tu olor se quede en las sábanas. Quiero follarte toda una noche entera.
—Ah…
—Córrete. Ahora córrete rápido. Empápame la mano. Apriétate a mi alrededor.
Aceleré el movimiento de mi mano y me froté contra su entrepierna. Sus dedos siguieron penetrándome con ritmo, fuerza y velocidad. Con la otra mano tapó mi boca para que mis gemidos no salieran de aquellas cuatro paredes y le mordí.
—Eso es…, eso es…, palpitas…, córrete.
Mi mano izquierda se estampó con fuerza sobre los azulejos de la pared y los dedos se retorcieron cuando me corrí, moviéndome contra su cuerpo. Estaba duro pegado a mi culo. Y yo quería hacerle tantas cosas para que dejara de estarlo…, con mi boca. La vista se me nubló y todo mi cuerpo se tensó; las piernas me flaquearon y el brazo izquierdo de Pablo impidió que acabara de rodillas en el suelo. Cuando apartó la mano de mi boca, los jadeos finales escaparon y llenaron la pequeña estancia.
—Qué ganas te tenía, pequeña…
Me volví, me arrodillé y sin pensarlo mucho le desabroché el cinturón y el pantalón.
—¿Me la vas a chupar? —preguntó con la mirada empañada.
—Sí.
Bajé un poco el pantalón y después saqué su erección de la ropa interior negra. Me la metí en la boca sin protocolo y succioné. Me sujetó la cabeza a él y llegó hondo, hasta mi garganta. Sus dedos se dedicaron entonces a localizar la goma de mi pelo y a deshacerse de ella. Tuvo la suficiente sangre fría en el momento para colocársela en la muñeca antes de volver a sujetar mi pelo y tirar de él.
—Así, nena, así…, húmedo, hondo…, más rápido.
La saqué y lamí desde la punta hasta la base, lo que provocó que Pablo pusiera los ojos en blanco.
—Tócame…, no pares. Me pones tan cachondo que ya estoy a punto.
La agarré y subí y bajé la suave piel. El resto lo metí en la boca y seguí chupando, acompasando la succión con el movimiento de mi mano. Pablo apoyó la cabeza sonoramente contra la puerta.
—Joder…, me corro. En tu boca…
—¿Pablo? —Se escuchó decir desde fuera.
Le miré, allí arrodillada.
—¿Qué? —contestó con la voz estrangulada mientras mi lengua se paseaba por la punta.
—Tienes visita —dijo Alfonso al otro lado de la puerta.
—Ahora salgo.
—Ya, ya me imagino que no vas a quedarte ahí toda la noche.
—Qué gracioso estás… —Y se mordió con fuerza el labio después para controlar sus gemidos.
—El caso es que… no es una visita agradable.
—Me voy…, me voy… —musitó mirándome, con los dientes apretados.
—¿Qué?
—¡Que ya voy, joder! ¡¡Me cago en la puta!! —Y la última expresión no era una queja, sino resultado de la intensidad con la que yo estaba entregándome a la mamada.
Pablo empujó con las caderas hacia el fondo de mi boca.
—Quiero follarte la boca hasta que se acabe el mundo —susurró.
—¿Estás bien?
—¡¡Joder, Alfonso, que ahora salgo, cojones!!
Levanté su polla con la mano y pasé la lengua por debajo. Él se apresuró a volver a meterla dentro de mi boca y tras unos segundos se tensó para lanzar a mi garganta el primer disparo de semen. Golpeó con el puño derecho la pared. Le miré mientras recogía el resto de su placer; tenía la cabeza apoyada contra la puerta, los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Cuando terminé, besé la punta y me levanté de un movimiento ágil. Todo mi pelo se movía libremente y me sentí casi desnuda.
—¿Me devuelves la goma del pelo? —pregunté antes de morderme con suavidad el labio inferior.
—No. —Sonrió—. Es mía.
Besó mi cuello y se quedó allí apoyado.
—Dios…, qué coñazo de Alfonso.
—Devuélvemela. Me siento desnuda con el pelo suelto.
Levantó la cabeza y sonrió.
—Pues eso no puede ser. Vas a tener que acostumbrarte a llevar el pelo suelto.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
Me tocó la nariz en un gesto cariñoso y después se concentró en abrochar su pantalón y el cinturón.
—A ver qué mierdas quiere este.
—Te veo luego.
—Claro. —Me guiñó un ojo.
Un beso en mi frente y desapareció tras la puerta… Un minuto más tarde, yo también salí de allí. Cogí mi cepillo de dientes de viaje del bolso y me los lavé. Me arreglé el pelo como pude sujetándolo en un moño con una pinza y salí hacia la cocina. Carolina se me quedó mirando con cara de sorpresa cuando me reuní con ella frente a nuestra mesa de trabajo.
—¿Dónde estabas?
—En el baño, perdona.
—¿Has escuchado los gritos? —Y en su cara no había reproche por haberme retrasado, sino necesidad de compartir con alguien su inquietud.
—No. ¿Qué gritos?
—Bufff… —Rebufó con cara de preocupación—. La que se nos viene encima, Martina.
—¿Por?
—Pablo —contestó crípticamente.
¿Alguna discusión con Alfonso? Pero Alfonso estaba por allí, ocupado con sus cosas.
—¿Con quién discutía?
—No lo sé. Pero…
Pablo cruzó la cocina procedente del salón en dos zancadas y se encerró en su despacho. El portazo nos dejó a todos con la misma cara de susto.
—¡Joder! —gritó desde dentro.
Un golpe sordo dentro. Otro. Otro. ¿Qué era aquello? ¿Estaba dando puñetazos contra las paredes? Alfonso trató de disimular sus prisas, pero acudió corriendo haciéndole un gesto a Marcos, el otro jefe de cocina. Después entró sin pedir permiso.
—¡¡Déjame!! —Se escuchó bramar a Pablo.
Otro golpe. Otro. Otro. Una voz calmada, la de Alfonso, seguro, que decía cosas que no llegaban a ser inteligibles desde allí. Todos mirando hacia la puerta cerrada. Silencio. Más silencio. El personal cada vez más nervioso. Pero ¿qué coño había pasado? Hacía apenas cinco minutos Pablo y yo nos deshacíamos dentro del pequeño cuarto de baño. Él estaba tranquilo, cariñoso e incluso bromista. Como siempre. La puerta del despacho se abrió de golpe y Pablo salió con la chaqueta en la mano, rojo y con la vena del cuello marcada. Todos bajaron la mirada, pero yo no pude evitar fijarme en que los nudillos de la mano derecha sangraban.
—Pero… ¿qué…?
—Calla —musitó Carolina mientras fingía estar muy concentrada en los ingredientes que reposaban sobre la mesa de trabajo.
Otro portazo en la puerta de servicio y el silencio total dentro de la cocina. Todos respiraron por fin, como si la plantilla al completo hubiera estado conteniendo la respiración. Y no se habló de ello. Y aquella noche, mientras yo miraba sin cesar la puerta esperando verlo volver, todo el mundo estuvo mucho más callado que de costumbre. No se escucharon carcajadas, ni guasas…, solo comandas. Y no…, Pablo no volvió. Alfonso y Marcos se hicieron con el control de todo como si estuvieran permanentemente preparados para ejecutar un protocolo de emergencia; como si estuvieran acostumbrados a que aquello pasara de vez en cuando. Y yo me sentí una imbécil por ser la única que no sabía qué significaba aquello, aunque empecé a imaginar que algo tenía que ver con la fama de Pablo de ser poseedor de un carácter explosivo.