EPÍLOGO
AMANECIÓ un día radiante de mediados de mayo, pero a estas horas es como si el calor se hubiera condensado en densas nubes gordas y oscuras que amenazan con deshacerse sobre las cabezas de la gente que camina por la capital. Una gota gorda se desprende de una de las nubes y se precipita en caída libre hacia el suelo, que va haciéndose más real conforme avanzan los metros. Por fin se estrella sobre una superficie sedosa. Es el pelo oscuro de una chica que, aunque normalmente se lo recoge, hoy no ha encontrado el ánimo suficiente para hacerlo. Ha estado varios días sin salir de casa y considera que reunir la fuerza necesaria para meterse en la ducha y borrar del todo el olor de él en su piel es un gran paso.
Al notar la gota golpeándole la cabeza mira hacia el cielo y luego acelera el paso. Su destino está a unos cien metros, serpenteando entre las calles repletas de coches aparcados. Se cruza con una madre que riñe a su hijo porque llora y eso le hace estremecerse. Se abraza a sí misma y acelera una vez más. Cuando se da cuenta, está corriendo, sorteando a la gente que pasea por la acera.
Cuando entra, siente náuseas pero se tranquiliza con palabras lógicas dichas hacia dentro con voz queda. Se convence de que tiene que estar tranquila y espera pacientemente a que le toque su turno. Toquetea nerviosa con las manos húmedas de sudor el billete arrugado que guarda en uno de sus bolsillos. Billetes. Dinero. Trabajo. Pasa de un pensamiento a otro a grandes saltos y piensa que debería estar trabajando en ese preciso instante, pero no puede hacerlo. Sencillamente, no puede hacerlo. Ni ir ni llamar y decir que no volverá. Jamás se imaginó a sí misma encontrándose tan paralizada.
—Buenas tardes. —Le saluda llamando su atención la persona que se encuentra tras el mostrador.
—Hola —dice dubitativa.
—¿En qué puedo ayudarla?
¿Puede ayudarla? No. No cree que nadie pueda. Ya lo sabe. Quizá esté equivocada, pero desde ayer por la mañana tiene la horrible certeza de que es verdad, que no son imaginaciones suyas, por poco probable que sea. Y entonces tendrá que volver a verlo y decírselo. O no. Quizá pueda hacerlo todo por su cuenta. No. Sabe que no.
—¿Está bien? —le pregunta de nuevo.
—Sí, sí. Yo… necesito una prueba de embarazo.
Cuando sale de la farmacia, el cielo se desmorona sobre el asfalto. Diluvia.