26
ME ARDES…
AMAIA tenía ganas de hablar, de eso estoy segura. Me siguió hasta al baño donde iba a peinarme y parloteaba sin cesar sobre si Sandra (que se había ido a Pilates) le había dicho que Pablo era guapo pero un hortera. Yo no sabía si darle la razón por convencimiento o para convencerme de que había algo de él que no me gustaba. Venir a mi casa para aclararme que no estaba evitándome y ser honesto con sus intenciones había sido uno de esos detalles que me gustaban de un chico. Podría haber esperado a verme aquella tarde en el restaurante, pero no lo hizo.
—Entonces ¿te gusta?
—¿Quién? —respondí poniéndome un poco de rímel.
—Pablo, el de las camisas fiesteras.
—¿Por qué me haces estas preguntas? ¡Yo qué sé!
—Me inquieta. Nunca habías estado con alguien que yo no conociera.
—Nunca había estado con nadie que no fuera Fernando, pero es que además Pablo y yo… no estamos. Solo han pasado un par de cosas, pero porque es un hippy de esos que creen en el amor libre. En realidad… no busca ninguna historia de amor y eso es… liberador.
Amaia arqueó una ceja y entonces puso en duda todo lo que acababa de decirle.
—¿Liberador? Menuda loca del coño. Podías traerlo a la cena de inauguración del piso. Así lo conocería y podría darle el visto bueno.
—Preferiría la muerte, gracias.
—¡¡Martina!! Es solo una fiestecita en casa. Ambiente distendido. Yo bebo, él bebe, me cuenta sus intenciones contigo, le rajo como a un cochino, escondemos el cadáver, haces salami con él para que no nos pille la policía…
Como contestación solo le puse los ojos en blanco, pero lo cierto es que… me apetecía hacer algo con él que no fuera emborracharnos o calentarnos. Algo… más, como ser normales en una fiesta en mi casa, si es que en mi casa se podía ser normal.
«Cabrón», pensé cuando vi a Pablo paseando entre las mesas de trabajo en la cocina de El Mar. Cabrón una y mil veces, y no porque hubiera hecho nada malo en el lapso de tiempo que separaba la visita a mi casa y la hora de entrada en el trabajo. No. Cabrón porque me resistía a aceptar que alguien pudiera estar tan jodidamente espectacular con la camisa más horrorosa de la historia. Si la camisa blanca con bordados de color melocotón que había lucido días atrás me había dejado KO, esta, con pájaros y flores dibujados en negro sobre fondo morado, directamente me mataba y me dejaba ciega. Pero estaba increíble. Siempre lo estaba. Pelo revuelto, look con un punto excéntrico, ojos tan claros como la luz… siendo tan él. Creo que esa era la clave para que mis ojos no pudieran dejar de perseguirlo. Su esencia. Su luz. Era auténtico y no le importaba una mierda llevar una camisa terrible, porque sabía que defendía su aspecto con seguridad y coherencia. ¿Hay algo más sexi que la confianza? Así que, horrorosa o no, aquella camisa me hacía babear, bizquear, gritar por dentro. La fina tela sobre su cuerpo largo y fibroso, cayendo despreocupadamente por encima de su piel. Volvía a llevar desabrochado ese botón que, dentro de mi dormitorio, me pareció intolerable que estuviese sin abrochar; cuando se movía, a veces, se adivinaba el perfil de las alas de una de las golondrinas que llevaba tatuadas bajo las clavículas. Y yo quería deslizar mi lengua por allí, sin que me importara nada.
Por más que pasé la tarde y la noche tratando de racionalizar lo que me ocurría con Pablo, convenciéndome a mí misma de que era una fiebre pasajera y que cuando me volviera la cordura querría morirme de vergüenza…, era mucho más fuerte la tensión del hilo de deseo que me unía a él que el convencimiento de que no era para mí. Y no lo era. Como el sol y la luna. No teníamos nada en común, más que la cocina, alguna canción y querer tomar las riendas siempre en el sexo. Lo que me llevaba a pensar…, ¿cómo sería follar con él? La batalla más placentera jamás librada, quizá. O un desastre de magnitudes faraónicas.
Aquel día sonaba dentro de la cocina una concatenación de temas de un tal James Bay que, aunque no lo conocía, me removió algo por dentro. Pablo tarareaba entre dientes las canciones, mientras seguía el ritmo tamborileando con los dedos cuando se paraba a vigilar la preparación de algo. Y aunque no sonaba erótico, me pareció que aquel disco sería la música perfecta como telón de fondo para acompañarnos, jadeantes, después del sexo. Y me gustó más aún cuando vi sus labios dibujar de manera sorda en el aire las palabras que llenaban cada tema. Era tan… sexi. Siempre. A todas horas. Insoportable.
La noche pasó entre lamentos internos y conversaciones conmigo misma, llamadas de atención para concentrarme en lo que debía y no en lo que me apetecía. Así que después de que Pablo nos diera la enhorabuena una noche más por el trabajo, me escabullí hasta casa con la esperanza de que, poniendo tierra de por medio, los gritos insolentes de mi cuerpo hambriento se calmaran. Y si no, seguro que encontraría la manera de acallarlos. O me ponía a hornear bizcochos como una loca para mantenerme ocupada o me metía en la cama con los dedos entre mis muslos.
Cogí el bus nocturno y me senté cerca del conductor pues tenía miedo de dormirme y pasarme de parada. Saqué mi móvil y trasteé con él para descubrir que tenía un wasap… de Pablo. El estómago subió hasta mi garganta para después hacer caída libre y aterrizar sobre mi vientre.
«Hola, pequeña. Me pareció que te gustaba la música de hoy. Escucha esta…, es mi preferida».
Añadía un link de YouTube, así que lo pulsé y mientras se cargaba encontré y enchufé los auriculares. Madrid, casi dormido a aquellas horas entre semana, se deslizó tras la ventanilla con sus luces agónicas mientras la guitarra de James Bay dibujaba notas en el aire. «La oscuridad está sangrando», empezaba diciendo. Su voz algo áspera me recordó a la de Pablo y la música me pareció íntima. Quise estar escuchándola sentada en el mullido sofá de su salón, hundida entre los cojines, desnuda, recuperando el resuello mientras él, también desnudo, tendido en el suelo, se fumaba un cigarrillo. Pero… ¿qué me estaba haciendo?
Escuché la canción Clocks go forward unas seis veces seguidas antes de llegar a casa y desplomarme sobre la cama con los auriculares puestos y el móvil sobre el vientre. ¿Qué historia habría detrás de aquel tema? ¿Qué contaría de Pablo? Desprovisto de todo, sin excusas, sin sonrisas, con la mirada perdida en el techo, como lo había tenido esa misma mañana al visitarme. Ojalá mis sábanas olieran a él. Ojalá hubiera sudado sobre ellas, con mi cuerpo encima. Ojalá después me hubiera contado una historia mientras sus dedos recorrían mi espalda.
El móvil me vibró cuando estaba a punto de dormirme. Era Pablo y… estaba llamando. Podría acostumbrarme a aquellas atenciones, me dije.
—Hola, pequeña —susurró como contestación a mi tímido «diga»—. ¿La has escuchado?
—Unas seis veces.
—Te gusta, ¿verdad? Lo sabía.
Cerré los ojos y le imaginé sonriendo; me contagié.
—Es tarde —le dije.
—Lo sé.
—¿Querías algo?
Pablo se echó a reír.
—Quería charlar, Martina, pero si te pillo mal…
—No —me apresuré a decir—. Estoy… tendida en mi cama.
—¿Pensando en mí?
—No. —Me reí para disimular—. Pensando en la cena de inauguración del piso que quieren montar Sandra y Amaia.
—Uhmm…, ¿una fiesta? ¿Y vas a invitarme?
—¿Quieres?
—Según. ¿Estarás conmigo? —Y le dio a la pregunta un tono de súplica infantil que me hizo reír.
—Claro.
—¿Puedo quedarme a dormir después?
—Uhmm. Podemos llegar a un acuerdo.
—Pues entonces sí quiero ir. ¿Cuándo es?
—El jueves que viene.
—Anotado.
Tapé mis labios para que no se me escapara aquel suspiro adolescente que empujaba por salir. Pero qué tontita me ponía Pablo.
—¿Te has quitado ya esa camisa horrorosa? —le pregunté tras un silencio que me pareció demasiado largo.
Más risas. Sonreí y escondí mi cara en un cojín.
—Sí. ¿Es eso un torpe intento de empezar una de esas conversaciones?
—¿Qué conversaciones?
—Ya sabes. Esas que empiezan con un «¿qué llevas puesto?».
Fruncí el ceño.
—No te entiendo.
—¿Qué llevas puesto, Martina?
—La ropa de calle. Aún no he podido cambiarme. ¿Por?
—Ay, angelito —se burló—. Pon el manos libres y ponte cómoda.
—Ah, vaya. ¿Va a ser larga esta conversación?
—Quizá. ¿Quieres que lo sea?
—Joder…, no me entero de nada —musité divertida—. Pero ¿qué quieres?
—Así, de primeras, que se ponga usted cómoda, señorita.
Dejé el móvil sobre la cama en manos libres, bajé el volumen y empecé a desnudarme.
—Dime una cosa. ¿Por qué me llamas?
—Porque creí que me ibas a invitar a dormir a tu casa —respondió descarado.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Bueno, es lo que me apetecía.
—Tus apetencias no pueden ser siempre satisfechas, Pablo —dije en tono guasón.
—¿Ah, no? Vaya…, pues tú tienes pinta de saber satisfacerlas muy bien.
—Que sepa hacerlo no significa que siempre vaya a querer.
—¿Y no quieres?
—No quiero, ¿qué? —Me quité el sujetador, lo doblé y lo metí en el cajón de la ropa interior.
—¿Qué ha sido eso?
—El cajón. Estoy guardando lo que me quito.
—¿Y qué te has quitado?
—Todo excepto las braguitas.
Bufó.
—Eres mala.
—Tú preguntaste.
—¿Puedo ir?
—No. Estás en tu casa.
—Pero me visto en un minuto y tardo como mucho diez en llegar.
—No pienso abrirte la puerta a hurtadillas en mitad de la noche.
—Quiero dormir contigo. —Y sonó a súplica.
—Esta noche no podrá ser.
—¿Eso significa que otras noches sí?
—Tú lo que quieres no es dormir. —Me reí.
—Llevo todo el puto día preguntándome por qué cojones no te besé esta mañana.
—Ah…, ¿es que eso de besarnos se va a convertir en una rutina?
—La rutina no me gusta, pequeña, pero seguro que tú y yo encontramos la manera de esquivarla. —Una pausa y el sonido de su cuerpo moviéndose sobre las sábanas—. Déjame ir a darte un beso.
—Solo por un beso, ¿para qué vas a venir?
—Pues déjame entrar en tu dormitorio entonces.
—No. —Me reí.
—¿Estás jugando?
—Un poco. ¿No te gusta jugar? —contesté con una sonrisa mientras me enroscaba un mechón de pelo entre los dedos.
—Me gusta jugar de otra manera. Si quieres te enseño.
—¿Y quién te dice que no te voy a enseñar yo?
Recuperé el móvil y me metí en la cama con una camiseta y las braguitas. La risa de Pablo me estaba dando mucho calor.
—Pequeña… —susurró—. Me estás matando.
—¿Por qué?
—Porque necesito tocarte.
—¿Sabes a lo que suenas, Pablo? A que te pica y has marcado el número más reciente de tu chorbi agenda —dije con honestidad.
—Pues… ¿sabes cuál es la verdad? Que desde que el otro día estuvimos a punto de follar, no puedo dejar de imaginar lo que hubiera pasado si hubiera tenido condones. Lo imagino, me pongo duro, pienso en ti arqueándote debajo de mí y… —Una especie de gruñido salió de su garganta—. Quiero tocarte.
—¿Y eso va a solucionarse con una llamada de teléfono?
—No me piques. Soy muy capaz de presentarme en la puerta de tu casa.
—Y yo muy capaz de dejarte ahí…, en la puerta.
—Dijimos que siempre seríamos honestos. Dime que no te mueres por meterte debajo de unas sábanas conmigo y dejo de molestarte.
—Nadie ha dicho que me molestes.
—Quiero saber qué se siente al estar dentro de ti.
Me mordí el labio inferior y apreté los muslos.
—Creo que ya estarás familiarizado con la sensación de meterla.
—Pero es que quiero meterte la polla a ti. Y empujar muy despacio.
Ojos en blanco.
—Esta conversación está subiendo de tono.
—¿Quieres que la sigamos en persona?
—No. —Me reí—. Puedes llegar a ser muy insistente.
—No lo sabes bien. Déjame verte.
—Hoy no. Es tarde. No me sentiría cómoda abriéndote la puerta a estas horas ni colándome en tu casa.
—Bien, lo comprendo.
Un sonido vacío me llegó desde el otro lado de la línea. Me aparté el teléfono y vi que había colgado. Los ojos se me abrieron como platos. ¡¡El muy hijo de perra!! Le decía que no quería verlo y… ¿me colgaba? ¿Qué iba a hacer? ¿Intentarlo con la siguiente de la lista? Antes de que la nube de indignación me cegara la cabeza apareció en la pantalla del móvil la solicitud de aceptación de una videoconferencia desde el móvil de Pablo. Estuve a punto de rechazarla pero… no lo hice.
Después de deslizar el dedo sobre la pantalla, la imagen tardó unos segundos en aparecer. Arriba a la derecha, en un recuadro muy pequeño, aparecía yo tendida entre las sábanas. Pablo estaba en la misma posición, sobre unas de color granate que debía haber puesto recientemente; sonrió y después deslizó el labio inferior entre sus dientes.
—Hola.
—Creía que me habías colgado —le dije.
—Y te colgué… porque necesitaba verte.
—Pues ya estoy aquí. ¿Ahora qué?
—Suéltate el pelo, por favor.
—Córtatelo tú.
Los dos nos echamos a reír.
—No cambies de tema. Por favor…, suéltate el pelo.
Tiré de la goma y después me ahuequé un poco los mechones con los dedos. Pablo emitió una especie de gemido contenido. Se movió y atisbé a ver la piel de su pecho…, no llevaba camiseta.
—¿Estás desnudo? —bromeé.
—Aún no. Pero puedo estarlo si tú me lo pides.
—¿Qué es esto? ¿Cibersexo?
—¿Qué importa lo que sea? —Sonrió—. Quiero follarte muy lento.
Pestañeé y Pablo se echó a reír.
—Ahm… —musité.
—Quiero desnudarte, tenderte sobre la cama y metértela hasta que no quepa nada más dentro de tu cuerpo. Que me engulla lo húmeda que estás.
Mi respiración empezó a agitarse. La suya también.
—Me gusta —le dije sin saber qué más decir.
—Cuéntame un secreto, Martina…, algo que nadie sepa y que te ponga cachonda.
Tragué saliva.
—Esto sería infinitamente más fácil por teléfono, sin vídeo. —Sonreí notando cómo me ardía la cara.
—Pero infinitamente menos divertido. Venga…, dilo. Yo ya lo sé.
—¿Qué sabes?
—Cosas que te gustan. —Y su sonrisa fue tan… de todo lo bueno de este mundo…
—¿Como qué?
—Como que te digan cosas sucias…, cosas muy sucias.
Me mordí el labio.
—Para, Pablo. —Jadeé.
—No quiero. —Sonrió—. Quiero decirte esas cosas.
—Déjalas para otra ocasión.
—Quiero follarte a pelo y correrme encima de tu vientre.
Los labios de Pablo pronunciando aquello fueron demasiado. Su mirada turbia por el deseo…, no había visto nada más apetecible en toda mi vida. Mierda. Estaba muy caliente.
—Martina… —susurró.
—¿Qué?
—Tócate. Para mí.
Aparté la colcha de una patada. Por Dios. Estaba cociéndome viva.
—No sé si sabré hacer esto —le contesté.
—Es la primera vez que lo hago, pequeña. No es que yo tenga mucha experiencia.
—¿Por qué me pides que me… toque?
—Porque me ardes en las venas.
Cerré los ojos y me retorcí.
—¿Te gustaría? —preguntó llamando de nuevo mi atención.
—¿Tocarme?
—Sí.
—Sí.
—Hazlo.
—¿Lo harás tú también?
—Sí. ¿Quieres verlo?
Negué con la cabeza. Luego asentí. Me tapé la cara con un pedazo de almohada y me eché a reír nerviosa.
—Vale…, poco a poco, nena. Acaríciate. No tienes por qué enseñármelo. Solo… hazlo. —Metí la mano entre mis piernas y presioné, lo que envió una descarga eléctrica por todo mi ser—. Eso es. Dime…, ¿te gusta?
Mis dedos sortearon la tela de mi ropa interior y me acaricié arriba y abajo.
—Sí —gemí.
—¿Estás húmeda?
Su respiración y cierto movimiento en el móvil que sostenía me hicieron pensar que él también estaba acariciándose.
—No tanto como cuando estoy contigo. —Solté, y en medio de un gemido se coló una sonrisa.
—Quiero llenarte —respondió—. Follarte con la boca, con los dedos, con mi polla enterrada dentro de ti…, quiero correrme encima de tus tetas.
Puse hasta los ojos en blanco. Cómo me estaba poniendo…
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —me pregunté en voz alta.
—Queriendo llegar. ¿Qué te gustaría que te hiciera? Dímelo…, dime con qué fantaseas.
—No se me da bien…
—Quiero verte.
Alejé el móvil y enfoqué un poco hacia abajo, donde mi mano se adivinaba debajo del tejido de las braguitas, pasando de largo por la zona donde los pezones se clavaban en la camiseta. Pablo gimió y su respiración se aceleró más. Me enfoqué la cara de nuevo y retorciéndome le pedí que me enseñara lo que estaba haciendo.
La imagen se movió y vi aparecer su pecho desnudo, donde brillaba su piercing. Siguió bajando y su ombligo dio paso a la línea alba desordenada y después…, joder. Su mano acariciaba despacio pero firme su erección, subiendo y bajando la piel que dejaba al descubierto la punta brillante. Me retorcí de gusto. Su cara apareció de nuevo, con una sonrisa atrapada entre sus dientes. Empezó a jadear.
—Martina… —Cerró los ojos—. Me matas, me ardes…, Dios…, es que hasta me dueles. Te imagino encima de mí y creo que me muero…
—¿Y si lo hacemos y es peor que nuestras fantasías?
—Es imposible.
—¿Por qué?
—Porque has tenido mi polla en la boca y estoy a punto de correrme solo de acordarme. De eso y de cómo te sentaste encima de mí para que te lamiera. Joder, Martina…, quiero hacerte de todo. Quiero que grites. Quiero que te corras.
Cerré los ojos y me dejé llevar por sus palabras.
—A la mierda todo. Solo quiero meterme en la cama contigo y no salir jamás. Joder…, gime más fuerte —me pidió.
—No quiero que me oigan.
—Que te oigan y se mueran de envidia. Haz que me muera por no ser quien te está tocando.
—¿Te gustaría tocarme?
—¿Tú qué crees? —preguntó burlón—. Tocarte. Lamerte. Penetrarte. Tirar de tu pelo. Morder tus pezones.
—¿Y si mordiera yo los tuyos?
—Dios…, me corro. —Cerró los ojos.
Ese solo gesto sirvió para catapultarme hasta el techo. Gruñí y tuve la tentación de soltar el móvil para agarrar con fuerza las sábanas, pero no pude perderme la expresión de Pablo mientras se corría, boqueando desesperado por conseguir oxígeno, gimiendo, gruñendo, jadeando. Bajó la mano que sostenía el móvil y vi su boca, su cuello, su pecho y unas gotas perladas salpicarle el estómago. Por el amor de Dios. Me corrí diciendo su nombre, suavemente, casi de manera inaudible, temblando entera. Cogí aire, tiré el móvil encima de la cama y me arqueé para absorber todo el placer que me escalaba por la espalda. Le escuché maldecir y en un gesto involuntario me reí.
—Oh, joder. No te rías, que me enamoro —dijo su voz entre mis sábanas desordenadas.
Me levanté de la cama y fui al cuarto de baño tratando de hacer poco ruido. Enajenación mental transitoria, le llaman, porque no me di cuenta de que había dejado a Pablo colgado en una videoconferencia. Yo solo estaba relajada, temblorosa…, recién corrida, joder. Felicidad poscoital sin necesidad de coito. ¿Habría algo mejor? Sí, claro que sí. Terminar riéndome de aquella manera con él aún encima de mí y mi interior temblando y apretándole.
Me lavé con tranquilidad, me cepillé el pelo enredado y me refresqué la cara con agua fría. Me dio tiempo hasta de cambiarme la ropa interior de camino a la cama. Me había olvidado de todo por completo, hasta el punto de sorprenderme cuando escuché canturrear a alguien. ¡El móvil! Al verme aparecer de nuevo frente a la pantalla, Pablo sonrió.
—Menos mal. No sé ni el tiempo que llevo mirando el techo de tu cuarto.
—Yo…, eh…, me olvidé de ti.
Los dos nos echamos a reír.
—¿Eso harás cuando nos acostemos? ¿Te darás la vuelta y te olvidarás de mí?
—Ah, pero… ¿eso va a pasar?
—Incluso ahora que acabo de correrme no puedo pensar en otra cosa. Ha sido brutal. Solo ha faltado tenerte aquí.
—Nunca antes había hecho esto.
—Ni yo.
La luz de la habitación de Pablo había bajado de intensidad. Probablemente había apagado la general para encender solo la de la mesita de noche. Sus ojos parecían más cálidos. Pablo era…, era tan…, no sé. Auténtico. Intenso. Suyo. ¿Qué pasaría si de verdad viniera a la fiesta? ¿Podríamos estar allí, relacionándonos con los demás toda la noche, sin necesidad de meternos la lengua en la boca y lamernos? ¿Se quedaría a dormir después? ¿Follaríamos por fin? ¿Habría aceptado por compromiso?
—Oye, Pablo…, sobre lo de la fiesta… —Me sonrojé.
—¿No irás a retirarme la invitación ahora que ya tienes lo que querías de mí?
—Yo no tengo nada —contesté con un bostezo.
—Es tarde, pequeña.
—Sí —asentí.
—Iré a esa fiesta siempre que tú quieras que vaya. Podemos divertirnos.
—Tengo la intuición de que Amaia te caerá bien.
—Y yo. ¿Me invitas a dormir contigo?
—Ya te he dicho que podemos llegar a un acuerdo.
—No. —Sonrió—. Ahora.
—¿Qué? ¿Ahora? ¿Y cómo lo vas a hacer? ¿Teletransportación?
—Algo así. Deja el móvil sobre la almohada. Sujétalo con un cojín.
Rescaté un almohadón del suelo y parapeté el móvil con él. Sonreí al ver que se sujetaba mientras yo apoyaba la cabeza.
—Y ahora… duérmete. —Y sus ojos brillaron.
—¿Vas a estar ahí?
—Sí. Me fumaré un pitillo y colgaré. Me gusta verte dormir. Me relaja.
—Esto es raro —dije más allá que acá. Los párpados me pesaban tanto…
—¿Qué no lo es?
—Sentirte… —respondí balbuceando. Abrí los ojos asustada, pero tenía tanto sueño…, un pestañeo.
Cerraría los ojos solo un segundo…, solo un segundo…
—Duerme, pequeña. Sueña con hacerme arder…