CAPÍTULO 24
Leonardo miró fuera de la ventanilla empañada del auto, con un movimiento circular quitó el vapor condensado, formando una pequeña mirilla. El amarillo de los árboles se sacudió con rapidez delante de sus ojos pensativos.
—Gracias Vera —murmuró, despegándose de la ventanilla.
Vera si peinó, arreglándose el cabello, se mordisqueó casi hasta sangrar los labios, no lograba estar quieta, externando también en modo físico todo el malestar y el nerviosismo con que tenía sobrecargado el corazón:
—Estoy muy preocupada ¡oh Leonardo! Te han concedido dos días de permiso, pero con la condición de que te vigilara. Tú en cambio me estás diciendo que te deje solo. ¿Cómo puedes pedirme esto?
Leonardo respondió con voz pausada, pero con un dejo de amabilidad:
— ¡Quédate tranquila! Ya te dije, quiero regresar a mi pueblo natal para encontrar a mi abuelo paterno. Verás que me hará bien.
—Tu abuelo no ha venido a verte desde hace ya cinco años, y antes de eso, cuando venía al San Gregorio, se soltaba a llorar porque no lo reconocías.
Leonardo hizo como que no escuchó las últimas palabras de la mujer.
—Gira a la derecha. ¡Sigue adelante! Perfecto, ¡detente aquí! —Tocó con un leve beso los labios de Vera— ¡Confía en mí! ¡Todo irá bien! Regresa por mí mañana en la mañana.
Mientras hacía maniobra, Leonardo la despedía con ambas manos, enviándole una larga sonrisa de seguridad, pero en cuanto la mujer desapareció de su campo visual, aquella sonrisa se transformó en un guiño de desprecio: ‘Aquí estamos. ¡Mi plan puede comenzar!’ pensó encaminándose hacia la casa de su abuelo.
En el porche encontró a un gato somnoliento, que dormía sobre una maceta de gardenias. Leonardo lo saludó y lo acarició. El persa gris apenas y abrió los ojos, dejando entre ver dos zafiros, observó al extraño visitante y, considerándolo inocuo, se volvió a dormir.
Leonardo subió tres escalones de madera que crujía, tocó a una polvorienta puerta con la vidriera rota y esperó.
Nadie vino a abrir.
— ¡Abuelo! ¡Abuelo! Soy yo. —gritó.
Un viejo de voz ronca le respondió:
— ¿Quién diablos hace tanto ruido?
—Soy Leonardo, abuelo ¡ábreme!
—Escucha monigote, ¿qué bromas son estas? Ahora mismo te enseño a ser edu...—el viejo dejó de hablar, permaneciendo petrificado, porque había abierto la puerta y se había encontrado de frente con su nieto—. Oh ¡Dios mío! ¡Pero si eres tú! ¡Gracias al Señor! ¡Espera! Pero ¿tú te acuerdas de mí? ¿Sabes que soy el padre de tu padre?
—Estoy curado, abuelo, ¡recuerdo todo!
Aquel viejo lloró como un bebé.
Su rostro estaba atravesado de profundas arrugas que trazaban surcos en las mejillas caídas, las cuales mostraban venas púrpura en relieve, sus delgados labios casi desaparecían, los párpados cubrían casi por entero los ojos, dejando visible solo una parte gris de pupila y de la nariz y las orejas brotaban blancos vellos rizados.
—Querido nieto, ¡qué bello volver a verte! ¡Estoy tan feliz! —El viejo tenía pocos cabellos color gris hierro, apenas podía mantenerse en pie, gracias a la ayuda de una grueso bastón torcido. —Tommy Segundo, mira quién es, ¡Ven aquí guapo!
La sonrisa de Leonardo se alargó.
—Abuelo, ¿Quieres decir que este gato es hijo de mi adorado Tommy?
El viejo asintió.
—Sabía cuánto amabas a ese gato, por lo que lo tuve en mi casa. Cada tarde estaba en la terraza, esperando a verte regresar. De día, en cambio, iba en búsqueda de gatitas. Tuvo muchas crías, pero solo me quedé con este, porque era el que más se le asemejaba. Murió hace siete años, se acostó en la maceta de begonias que habías plantado cuando eras pequeño, miró por última vez hacia la calle, esperando que tu persona se asomara, para poderte ver por última vez, decirte adiós, luego cerró los ojos y murió. Parecía que dormía. Le di digna sepultura la parte trasera de la casa.
Finalmente sucedió: Leonardo lloró.
Por primera vez, desde que tenía diez años y se quedó solo, Leonardo lloró.
Habría querido llorar cuando Vera le dijo que su mujer y sus hijos eran una invención de su mente enferma, pero sus pestañas permanecieron secas.
Habría querido llorar cuando recordó el accidente ocurrido a sus padres y a su hermna, pero ninguna lágrima rodó sobre su rosto.
— ¿Por qué no logro llorar? —se había preguntado tantas veces con rabia —. ¿Cuándo llegarán las saludables lágrimas, para desahogarme de este terrible y doloroso entumecimiento, de este espantoso y sofocante sentimiento de pérdida?
La piedad y la conmoción que sintió por su fiel gato, su primer verdadero amigo, le hicieron, finalmente, derramar fluidas lágrimas calientes, que bañaron sus mejillas y deshicieron ese doloroso nudo de angustia que tenía en el pecho.
Los sollozos sacudían la fuerte figura de Leonardo que, de pie, inmóvil, las manos derechas a los lados, lograba al fin, llorar por Raquel, Ricardo, Luna, sus padres y su hermana, pero sobre todo podía llorar por sí mismo.
Su abuelo lo dejó desahogarse y, hasta que Leonardo consumó todas sus lágrimas, le dijo:
—Ven adentro, te daré un buen café.
Se sentó en una silla destartalada e inestable, Tommy Segundo le saltó en el regazo, pidiendo cariños y caricias.
Leonardo miraba aquella vieja casa, recordando cuando, de pequeño, jugaba futbol en el corral, junto a su padre.
Solo al mirar esa decrépita habitación, Leonardo sintió desconsuelo en el corazón. Esa que de niño veía como una inmensa villa, yacía ahí, moribunda, con las paredes rayadas y los vidrios de las ventanas, rotos.
Esa casa se había olvidado del esplendor de un tiempo, el piso crujía, casi estaba a punto de ceder, con cada paso de Leonardo.
Los muebles ajados y llenos de agujeros, hacían de hogar para arañas y ratones.
Cada objeto parecía en precario equilibrio, listo para romperse.
Leonardo estaba sentado al borde de una silla de mimbre con una vorágine al centro.
En la pared la pintura casi se había ido toda, revelando restos de un fastuoso pasado ya sepultado, de un pasado rico en amor familiar, de calor humano, de alegría y felicidad, que se perdieron para siempre.
—Abuelo, ¿recuerdas cuando, de pequeño, pedía siempre que me llevaras de cacería? ¡Lo deseaba tanto!
El viejo, tras uno y otro sorbo de café, asentía:
— ¿Recuerdas qué te respondía siempre?
Leonardo imitó la voz ronca y potente de su abuelo siendo joven:
—Un día, cuando seas grande, te llevaré. —luego tosió por el esfuerzo de la imitación.
Su abuelo rió con fatiga.
— ¡Te sale bien!
El viejo era incapaz de sonreír con la boca y con los ojos al mismo tiempo, tenía un aspecto aterrador.
Leonardo lo observó y le dijo en tono serio:
—Bueno, ese día llegó. Me he vuelto grande. ¡Mañana quiero ir de cacería! ¿Te gustaría venir conmigo?
—Hijo, apenas y puedo estar en pie, ¡pero por nada del mundo renunciaría a una mañana de cacería contigo!
Lo llevó al cobertizo de las herramientas, con mano temblorosa trató de meter la llave, pero una vez que lo logró, la pequeña puerta oxidada no se abría.
— ¡Intento yo! —dijo Leonardo gentilmente. Con un impulso poderoso del hombro, Leonardo logró lo que quería: la puerta se abrió, acompañada de un agudo estruendoso crepitar. Había todo tipo de herramientas esparcido por doquier, la confusión y el caos prevalecían en aquella pequeña estancia sucia y polvorosa. Leonardo dio un paso, atento de no hacerse una perforación con los clavos diseminados por todo el piso de tierra—. ¡Maldición! —gritó, quitándose de la cara una telaraña. Levantó la mirada y notó que el techo estaba tan lleno de telarañas, que parecía casi como si solo fuera una, hecha por una araña gigante—. Abuelo, ¿desde cuándo no entrabas aquí? —exclamó con disgusto.
El viejo bajó la mirada, avergonzándose:
— ¡Hace años! —luego se dirigió a una cajonera: — ¡Abre este cajón! —Leonardo ocupó toda la fuerza que tenía, pero el cajón no se abrió. Comenzó a imprecar y lo intentó otras tres veces, hasta que lo logró. El viejo tomó con cuidado dos escopetas y una pistola—. ¡Ciérralo! Espera... ¡toma también la caja de las balas!
—Abuelo, ¿estás seguro que todavía funcionan? Le preguntó con aire dudoso, luego de haber visto las condiciones en que estaban las armas.
El viejo le dio una mirada dura pero al mismo tiempo, desenfadada:
— ¿Estás bromeando? ¡No veas las apariencias, hijo! Estas son armas precisas y letales.
El nieto se excusó con una sonrisa.
—Volvamos ¡Yo preparo la comida!
Leonardo abrió un pequeño refrigerador amarillento, casi completamente vacío, del cual salían olores nauseabundos.
Tommy Segundo se estrujaba contra sus piernas con la cola recta, provocándole cosquilleo y tratando de hacerle tropezar a cada paso. Estaba muy contento de que el desconocido visitante se quedase todavía en casa.
Con lo poco que no estaba caducado. Leonardo logró cocinar una peperonada con salchicha, acompañada de una fresca ensalada de lechuga y pepinos, comprados personalmente en la verdulería de en frente.
La comieron con gusto y voracidad, acompañada de una botella de vino tinto hecho en casa, del cual el viejo tenía una despensa llena.
Luego de que el abuelo preparó el café caliente, abrió un cajón de la cocina y sacó un trapo amarillo y nuevo, y un spray.
— ¡Pule las armas!
Leonardo se sentó en un sillón de forro sucio y lleno de agujeros y pronto Tommy Segundo se sentó en su regazo, lamiéndose y durmiéndose.
Pasó buena parte de la tarde limpiando esas viejas armas, concentrándose en la pistola, mientras el viejo estaba hundido en una silla de plástico verde, fumando cigarros a medias, intentando pudrirse delante de la televisión, maldiciendo sistemáticamente a todos los personajes que veía en la pequeña pantalla.
A media tarde, Leonardo levantó al gato, que protestó tímidamente, se puso de pie y dijo al abuelo:
— ¡Voy al baño!
Los azulejos del baño, en algún tiempo claros, como se evidenciaba por algunos trozos de verde aquí y allá, se habían vuelto gris, el techo estaba ennegrecido, sobre la taza del baño había una franja vertical negra, trazas de excrementos viejos, de muchos años, quizás imposibles de quitar.
Leonardo tuvo un conato de vómito, pero logró contenerse.
Abrió la puertita de vidrio sobre el lavabo, enteramente sucio de cal, tanto que no había quedado un solo lugar libre donde mirarse, y buscó entre muchísimas cajitas de medicinas que había: había una con paracetamol, una jeringa en su empaque y una ya usada, un par de tabletas de Bentelan, una botella de medio litro de agua oxigenada, píldoras Usuan contra la diabetes, píldoras de Atorvastatina para tener bajo control el corazón.
Al final logró encontrar lo que buscaba.
— ¡Aquí están! Finalmente.
Pensó, mientras guardaba feliz un paquete de Flunox.
Verificó la caducidad y leyó en las instrucciones la cantidad de cápsulas de somnífero necesarias para dormir al menos diez horas.
Regresó a la cocina y se dirigió al abuelo, tratando de asumir un tono indiferente:
— ¡Voy a calentar un poco de té! —Con un cuchillo abrió dos cápsulas y las mezcló con la bebida caliente—. ‘Esperemos que funcione’, pensó con un guiño.
Le dio la taza al viejo:
— ¡A tu salud, abuelo!
— ¡A la tuya!, replicó el anciano, sin saber.
Luego de unos minutos se pusieron a ver la gesta del Teniente Colombo, el viejo cayó en un sueño profundo.
‘Reposaré también yo un par de horas,¡ dado que el cementerio cerrará hacia las siete el abuelo no se despertará antes de mañana en la mañana!’ reflexionó Leonardo, apoyando la cabeza en la dura y sucia almohada del sillón.