CAPÍTULO 19

El sol esparcía amarillo por todos lados. Bandadas de pichones, espantados por una bolsa de plástico empujada por el viento, volaron al mismo tiempo, batiendo ruidosamente las alas y creando una mancha oscura en el cielo asoleado.

— ¿Hay algo mal? ¡Estás tan extraño!—Carlo no respondió—. ¿Algún problema con Raquel?

Carlo no respondió.

Vera bufó de mal humor, dejó de hacerle preguntas y metió las manos en el agua fresca del gorjeante riachuelo.

Sentada sobre la orilla, observaba su reflejo ondulante, hasta que un animado mosquito lo alborotó, inundándola con salpicaduras.

Carlo se sentó junto a ella, sumergió las manos junto a las suyas, primero rozándolas, luego tocándolas.

Con una voz débil, que parecía provenir de una larga distancia, le dijo:

— ¿Puedo contarte algo?

—Claro, ¡Puedes confiar en mí!

Carlo rasgó el fondo de su garganta:

—Tuve una pesadilla aterradora, ¡no hago más que pensar en ello!

—Cuéntamelo, desfógate, ¡te hará bien!

Carlo le contó su pesadilla, susurrándola, no tan lento pero de manera que ella no pudiera escuchar su voz agrietada por la conmoción, incluso si trataba en vano de asumir un tono impersonal.

Se sentía muy avergonzado, por lo que mientras hablaba, movía repetidamente, casi como un tic, las manos, primero las sumergía dentro del riachuelo y luego las observaba salir del agua, brillantes de gotitas. No lograba detenerse y no sabía por qué lo estaba haciendo, de igual manera que cuando, hablando por teléfono, se siente el impulso irrefrenable de hacer garabatos infantiles en la primera hoja de papel que se encuentre a la mano.

Vera escuchaba con atención, casi con avidez, hasta el más pequeño detalle marginal.

En cuanto Carlo terminó su relato, Vera explotó en exclamaciones de alegría:

— ¡Viva! ¡Viva! ¡Finalmente estás curándote! ¡Te estás despertando!

Los ojos de Carlo rugieron:

—Eh no, ahora ¡basta! Tú eres la cuarta persona que me sale con este cuento. ¿De qué demonios me debo despertar?

—Mantente fuerte, ¡porque ha llegado el momento de decirte toda la verdad! —Vera continuó frenéticamente, las palabras salían una a una sin pausa y todas herían a Carlo, como si fueran aspas de un lanzador de cuchillos entrecerrando los ojos—: ¡Cuántas cosas te debo explicar! Pero es mejor que comience por el principio, yo no soy una paciente, soy una psiquiatra. Tú no eres el jardinero, ¡tú eres una paciente!

Vera interrumpió y, temiendo que Carlo se fuera a desmayar, se lanzó hacia él, quien respingó, pidiéndole con un tono helado:

—Sigue adelante, ¡explícame todo!

—Fui contratada directamente por el juez Umberto de Neri. Debía ocuparme solamente de Filippo, pero éste último ha pedido que siguiera también sus casos—. Vera se alisó el cabello, acariciándolo con la punta de sus dedos, sus ojos se encendieron de una luna rojo fuego, lo tomó por las manos y continuó despedazándolo—: Estás afectado de uno de los trastornos de la memoria más graves y raros, se llama paramnesia, que es más bien definida como ilusiones de la memoria.  Tu enfermedad se debió a un trauma que sufriste cuando apenas eras un muchacho de diez años, perdiste a tus padres y a tu hermanita en un terrible accidente vial. También tú viajabas en ese automóvil, pero lograste sobrevivir. No lograste elaborar el luto, el dolor te volvió loco.  Pasaste el resto de tu infancia en un orfanato, antes de ser recluido, al cumplir dieciocho años, en la celda 22 del San Gregorio.

Carlo palideció fugazmente y solo luego de haber superado el primer momento de increíble estupor, logró hablar con fatiga.

— ¡No es verdad! ¡Mis padres y mi hermanita murieron en un accidente aéreo!

Vera lo miró con los ojos vidriosos:

—Es una mentira de tu paramnesia, para esconder el hecho de que tu padre había bebido mucho vino. Fue un accidente vial causado por tu padre. ¡Lo siento!

Los ojos de Carlo se dilataron del miedo, las palabras salieron  en pedazos y truncadas de su boca:

—Pero ¿Mi hijo Ricardo? ¿Raquel?

Vera emitió una respiración asfixiada:

—Son solamente el fruto de tu imaginación desviada. ¡Trata de comprender! Tu enfermedad consiste en esto: la negación de la horrenda realidad, con tal de vivir una bella vida paralela.  La negación de la realidad es una diabólica creatura de infinitas salidas, capaz de penetrar en los barrancos más escondidos de la mente para dejar sus capullos alrededor del miedo de vivir. Eras un huésped de tu propia tragedia. Cuando imaginabas ser el jardinero del San Gregorio, comprendí que algo dentro de ti comenzaba a cambiar. Mi esperanza aumentó cuando me contaste de tus pesadillas, porque representaban la rebelión de tu parte racional contra tu parte enferma. Lamento decirte todo así, cruelmente, pero creo que es el mejor modo, porque es necesario enfrentar tu enfermedad repentina y brutalmente, debemos llevar luz a aquel meandro negro de tu cerebro oscurecido luego del accidente y debemos hacerlo ahora, tenemos poco tiempo antes que tu enfermedad se apodere por completo de ti.

Luego de haberle dicho que Raquel y Ricardo no existían, Carlo no la había escuchado más: el sol había dejado de girar, el cielo se cayó, se había aplanado y quería tragarlo.

Llamas rojas se encendieron delante de sus ojos, su cabeza estaba ligera, giraba como presa de un vórtice, era una mezcolanza infernal y existía la concreta posibilidad de quedarse de aquella manera para siempre.

Le gritó con todo el aliento que tenía en el cuerpo:

— ¡Ricardo! ¡Ricardo! ¡Ricardo! ¡Yo no te creo, tú eres una loca! ¡Estás recluida en el San Gregorio y yo solamente soy el jardinero! ¡No a la inversa! ¿Comprendes? ¡Tú estás enferma y yo estoy sano! ¡Ahora debo irme!

Carlo se levantó, pero Vera lo tomó por el brazo:

— ¡Llévame con tu mujer! ¡Ahora! ¡Vamos a tu casa!

— ¿Qué estás diciendo? ¡Ni siquiera puedes salir de aquí! ¡Tú eres una paciente!

—Si tienes razón, tú no tienes motivo para preocuparte, el custodio no me dejará salir.

Pero el custodio no los bloqueó.

Carlo masculló entre dientes:

—Esto no prueba nada, ¡seguramente aquel viejo nerd era un borracho!

Comenzaron a caminar, pero Carlo estaba confundido, no lograba reconocer las calles. Vera, viéndolo en dificultad, fue en su ayuda:

—Dime la dirección de tu casa.

—Calle Napoli 33.

—La conozco, ¡ven conmigo!

Luego de cuarenta minutos de camino, llegaron a su destino.

En cuanto vio la casa, Carlo se sintió desfallecer, en sus pulmones no había más aire.

— ¡Esta no es mi casa!

Verificó el número cívico, preguntó a los que pasaban qué dirección era esta, escuchando que todos le respondían:

—Calle Napoli 33.

Metió la llave en la chapa, pero no entraba.

Gritó:

— ¡Raquel, Raquel, amor mío, abre, he vuelto!

Tocó el timbre y, luego de un segundo de espera, le abrió un desconocido de unos sesenta años, tenía los labios gruesos y la boca grande que mantenía abierta como una rana herida:

—Dígame, ¿Qué desea?

Carlo se desmayó en su porche.

En cuanto recuperó la consciencia, comenzó a agitarse, hablando solo:

—Esta es una especie de broma, o tal vez ¡debe ser un error! ¡Sí! Debe ser así, tal vez existen  dos calles Napoli o...

— ¿Todavía no crees en lo que te he dicho? ¿Todavía no recuerdas? —lo interrumpió Vera, Carlo sacudió la cabeza a los lados.

Vera lo llevó al ayuntamiento.

Un empleado de aire aprensivo digitaba velozmente sobre el teclado de su computadora:

—Lo siento, ¡pero no aparece ningún Ricardo Fante y ninguna Raquel Fante!

Carlo intentó cada posibilidad:

—Digite Raquel Ceravolo. —luego se volteó triunfante a Vera—, ¡es su apellido de soltera!

El empleado sacudió la cabeza en señal de negación. Carlo murmuró sombríamente—: ¡Pruebe con Carlo Fante!

Con el índice levantó sus anteojos con montura de oro, que habían resbalado sobre la nariz:

— ¡Tampoco existe él!

Su cabello brillante y marrón era corto y ondulado hacia adentro solamente gracias a una enorme dosis de gel. También su boca era húmeda, porque se pasaba continuamente la lengua por los labios.

‘¡Me das náusea!’ pensó Carlo, que estaba por explotar, tenía las manos cerradas en puño a los lados, conteniendo el aliento.

De pronto, abrió los ojos, bajo las pestañas crispadas y gritó salvajemente—: Pero ¿qué diablos está diciendo? ¿Me está tomando el pelo? Déjeme ver.

Volteó el monitor de la computadora hacia sí. Junto al nombre Carlo Fante, tres palabras verdes se encendían y apagaban, como luces de neón de un bar nocturno: RESULTADO NO ENCONTRADO.

Vera y Carlo regresaron al San Gregorio.

Pasaron la puerta del edificio principal y entraron en el andador de la casa de cuidado. Carlo tuvo la sensación de haber recorrido aquel tramo miles de veces.

Entraron en la –zona roja- es decir, la zona donde estaban las habitaciones de los pacientes.

Carlo no la había visto nunca, no había estado ahí, su trabajo de jardinería se llevaba a cabo solamente al exterior del edificio.

Recorrieron un largo, alto y angosto corredor blanco. A Carlo le pareció reconocerlo.

Pasaron a través de las estancias similares a celdas.

Carlo se sacudió: ‘¡son idénticas a las de mi pesadilla!’ pensó asustado.

Llegaron a la habitación 21. Vera tomó la llave y abrió.

Carlo dejó ir un suspiro de alivio:

—Ésta no es la celda de mi pesadilla.

Vera profirió sordamente:

—Un tiempo lo era. Pero hace años, el padre de Filippo ha transformado las celdas de su hijo y de sus amigos, haciéndoles parecer estancias de un albergue de lujo, con la única diferencia de que en lugar de la puerta hay barras de metal.

Vera le tomó la mano y lo condujo adentro.

En cuanto Carlo entró, sintió el olor que llenaba el lugar.

Reconoció el escritorio de nogal, la cómoda cama matrimonial, los cuadros de paisajes salvajes colocados con cuidad en las paredes blanqueadas con rosa antiguo, el librero marfil lleno de novelas.

De improviso, todo se aclaró en su cabeza: Vera tenía razón.

Mientras pasaba sus dedos sobre las venas de la madera del escritorio, vivas como pozos de líquido en remolinos, se abrieron muchos espacios de la memoria: él y su padre jugaban soccer en el pequeño campo detrás de su casa, su madre que bailaba en medio de la cocina con su hermanita, la dulce Sofía, que peinaba los largos cabellos rubios de su muñeca.

Vera condujo a Carlo junto al lago, bajo las frondas del sauce:

—Respira un poco de aire fresco, ¡tienes una palidez cadavérica!

Hacia el occidente el cielo estaba rasgado por rayos de calor y los truenos rodaban sobre la cabeza redonda de los olivos, anunciando una tormenta.

La voz de Carlo llegó a Raquel como un réquiem transportado por el viento:

{Recuerdo el accidente, estábamos regresando de la pizzería en la que habíamos festejado el cumpleaños número treinta de mamá.

Era el veinticinco de enero, el aire era húmedo y frío y en las pendientes del Aspromonte se expandía una insólita bruma. 

Luego de una hora de viaje, la noche cayó sobre las casas blanqueadas de diminuta nieve y sobre los árboles que se estremecían de frío.

Estábamos cantando todos juntos una canción de Queen que transmitían en la radio –Boehmian Rapsody- apenas había comenzado:

IS THIS THE REAL LIFE?

IS THIS JUST FANTASY?

CAUGHT IN A LANDSLIDE

NO ESCAPE FROM REALITY

OPEN YOUR EYES

LOOK UP TO THE SKIES AND SEE...

Mi madre se volteó hacia mi hermana y hacia mí, una enorme sonrisa de felicidad le alargó las fosas de las mejillas, mientras que la luz roja de las lámparas de la calle hizo brillar las pecas que coloreaban sus pómulos:

— ¡Mis niños adorados! ¡Angelitos de mamá! ¡Los amo más allá de lo imaginable!

De pronto, sus pecas centellearon, iluminadas por los faros de un jeep gris que había invadido nuestro carril.

Escuché un ruido ensordecedor, el impacto contra la protección, el auto que se desplomaba como una bolsa de papas tirada a la basura, vi la sangre roja y negra fluir de los rostros de mis padres, el cuerpo de mi hermanita estaba plegado en una manera no humana.

Yo les llamaba, pero no respondían, no se movían, luego el fuego comenzó a envolver el auto, cerré los ojos y esperé que aquel infierno me envolviera.

Inmediatamente sentí que me tomaban de la playera, intenté agarrarme de lo que quedaba del asiento, pero aquel hombre era mucho más fuerte que yo, así que le grité:

— ¡Déjeme aquí! ¡Le ruego que me deje aquí!

Me respondió con una amabilidad velada por la firmeza:

— ¡Respira! ¡Ahora te saco de este infierno!

Estallé en sollozos:

— ¡No! Te lo ruego, déjame morir aquí.

Pero no me escuchó. }

El rostro encrespado de Carlo se quedó observando a una mariquita aferrada con fatiga a una estela de hierba doblada. La tomó en sus grandes y callosas manos. El insecto andaba incierto, trazando contornos confusos sobre su palma, finalmente llegó a la extremidad del índice, desplegó sus pequeñas alas iridiscentes y voló.

—Quisiera tener alas y ¡volar hacia mi familia!—dijo Carlo con un hilo de lúcida desesperación—. Pero ¿Por qué se entrometió aquel hombre? ¿Por qué no me dejó en el automóvil?

Las mejillas de Vera comenzaron a iluminarse con la luz del crepúsculo.

—Ese hombre era un bombero vestido de civil, que pasaba por casualidad en el lugar del accidente. Prestó los primeros auxilios, salvándote la vida. Es un héroe, desafió aquel infierno para salvar la vida a un extraño.

La sombra de una sonrisa doliente apareció en su boca, sus ojos eran fríos y su mirada gélida:

— ¡Nadie se lo pidió! Entonces no lo comprendió él y ahora no lo entiendes tú, ¡quería morir con mi familia!

Vera se lamentó:

—No digas cosas así.

— ¿Cuál es mi verdadero nombre? ¡No logro recordarlo!

—Leonardo Ginestra.

Carlo advirtió el olor de la lluvia antes de sentirla y la escuchó antes de verla.

—¿Tengo treinta y un años? ¿Mi cumpleaños es el 14 de diciembre?

—Lo siento, ¡pero todo está equivocado! Cumplirás treinta y cuatro el próximo veintinueve de septiembre.

Carlo reunió todas sus fuerzas.

—Una última pregunta: la historia de amor entre tú y yo, ¿fue real o solo la imaginé?

Vera se acercó hasta casi tocarlo, lo observó con sus zafiros verdes enclavados en las órbitas y lo besó en la boca:

— ¡Te amo! ¡Te prometo que siempre estaré a tu lado! ¡Pero debes luchar! No importa si ganes o pierdas, pero debes enfrentar a rostro abierto tu enfermedad, de otra manera ella controlará tu vida.

Feroces remolinos doblaron con violencia las ramas de los robles, despojándolos de sus duros frutos.  Un rabioso trueno rayó la noche, un rayo descendió del cielo, la luna se bronceó, mientras las estrellas se nublaron antes de aparecer, deglutidas una a una por un nimbo negrísimo.

Primero descendió del cielo una lluvia rala y diminuta, que pronto se transformó en un violento aguacero.

Carlo y Vera se quedaron abrazados bajo el sauce, protegidos por sus ramas.