CAPÍTULO 16
Dos manos agitadas sacudieron a Carlo:
— ¡Me siento mal!
Las palabras de Raquel lo despertaron de golpe. Le preguntó alarmado:
— ¿Qué sucede? ¿Pasa algo malo?
Antes de que ella pudiera responderle, se dio cuenta de los brazos demacrados de su mujer: ‘¡Parecen dos ramas secas en espera de ser cortadas y tiradas a la chimenea!’ pensó preocupado.
El suave resplandor de la lámpara de mesa hacía más pálido el rostro de Raquel, que era ya diáfano en el marco de su cabello brillante como satín amarillo.
Su voz era débil, tan frágil que se escuchaba con dificultad:
—No lo sé exactamente, ¡siento escozores dolorosos en el abdomen!
Las lágrimas le descendieron por el rostro, se desviaron hacia el mentón trémulo y, gota a gota, cayeron sobre su pecho.
Carlo se levantó rápidamente del lecho, sintiendo las piernas hechas una masa que se negaban a mantenerlo en pie. Se precipitó al teléfono y digitó 1-1-8.
— ¡Pronto! ¡Manden inmediatamente a alguien! ¡Mi mujer se siente mal!
La ambulancia parecía tardarse una eternidad en llegar. Carlo pensó haber cometido un error al dar la dirección, a causa de la agitación que ya se estaba apoderando siempre más de él, impidiéndole razonar.
La bata de dormir de Raquel se tiñó de un rojizo oscuro en la zona de las ingles, sus gritos se volvieron cada vez más fuertes, parecía poseída.
Carlo, mientras tanto, debía ocuparse también de Ricardo, que lloraba aterrorizado en su habitación. Estaba claro incluso también para un ignorante en medicina como Carlo, que Raquel estaba a punto de abortar y que la hemorragia podría matarla.
No sabía de qué manera podía ayudarla, así que comenzó a orar:
—Dios, te ruego, ayuda a mi mujer. Te prometo que dejaré por siempre de ver a Vera, pero te lo suplico Dios, salva a mi mujer.
Continuó orando incluso cuando salieron en la ambulancia.
Oró cuando una enfermera bombeaba afanosamente oxígeno en los pulmones de su mujer, ya sin sentido.
Oró fuera de la unidad de cuidados intensivos, mientras vagaba en el tétrico corredor lleno de corrientes de aire de la sala de espera.
Tenía los ojos enloquecidos de dolor, abrazaba a Ricardo en búsqueda de valor.
A través del sucio vidrio de la ventana, miró un apagado cuarto menguante de luna que no quería iluminar a la negra noche.
Al final, sus plegarias fueron escuchadas, pero por Lucifer.
Un doctor se dirigió rápidamente hacia él, lo escrutó con una mirada brillante y dejó caer la espada de Damocles sobre la cabeza de Carlo, traspasándolo con su voz que llena de antipatía, trascendía de la máscara:
—No hubo complicaciones durante el parto, pero no puedo perder el tiempo dando explicaciones más profundas. Lamento la rudeza, pero cada segundo es vital, por lo que debe elegir si debe sobrevivir su mujer o su hija.
En un momento, millones de pensamientos confusos le afloraron en la cabeza.
Carlo cerró los ojos y se refugió en su infancia, en los pocos recuerdos felices que le quedaban.
Recordó aquel tiempo lejano, en el que se divertía en su pequeño pueblo natal, cuando con sus amigos daba paseos por lugares oscuros y antiguos, con nombres de santos y benefactores, plazas tranquilas, cerradas de casas de piedra ennegrecida por el tiempo.
Entraban en casas abandonadas en búsqueda de fantasmas, hacíamos adobes de gruesos troncos de olivos cortados, decorándolos con objetos de vertederos cercanos.
De pronto, pensó en su madre, logrando recordar su rostro, se imaginó tomado de su mano, paseando en una inmensa playa aislada.
Su nariz recordaba una letra ele a la inversa, sus labios rosados estaban siempre hechos una sonrisa, en sus marrones ojos míticos brillaba la sabiduría mezclada con la resignación.
Su agraciado rostro estaba ablandado de largos y rizados cabellos rojos que, destellando de brillos de luz solar, creaban reflejos pálidos y cálidos, como si fueran de seda natural.
Admiró cautivado su expresión llena de dulzura y le preguntó:
—Mamá, ¿qué debo hacer? —su voz era delicada, como el sonido de las aspas de un antiguo molino de viento.
—Elije el camino más justo, ¡no aquel que se recorra con más facilidad!
—Mamita mía, ¡No conozco el camino más justo!
—Mira, hijo mío, la vida de nosotros, los seres humanos, ¡está hecha de elecciones! Cada día nos encontramos delante de encrucijadas pequeñas o grandes, fáciles o difíciles, que pueden determinar en positivo o en negativo nuestro futuro pero ¡debemos tener el valor de elegir!
De los labios secos de Carlo escapó una tenue voz, reducida a aquellos murmullos que los corazones románticos creen escuchar, hablando con las fotografías de sus queridos difuntos:
— ¡Oh, mamá! ¿Pero si tomo una decisión que al momento me parece justa y luego el tiempo me dice que fue equivocada? Me odiaría y no encontraría la paz nunca. La mayor parte de las personas piensa diferente a mí, de hecho, una vez hecha la decisión, se debe estar listo para aceptar con serenidad las consecuencias, sin lamentos ni remordimientos, porque es necesario considerar las circunstancias que en aquel tiempo se pensaron en esa determinada elección. —De pronto la voz de Carlo levantó su volumen, llenándose de rabia —: El pensamiento de la mayoría de las personas me parece solo una colosal estupidez. Basta decir que si Pasquale no hubiera elegido donar el riñón, hoy estaría vivo y Mimí no estaría en un manicomio; si Pippo hubiera elegido tener sexo en su lujosa casa o en un hotel de cinco estrellas, en lugar de la playa, o tal vez la señora hubiese elegido pasear en otra calle o quedarse en casa, hoy Pippo estaría vivo, mientras el niño de la carriola habría comenzado a caminar hacia la escuela y jugar con los pequeños de un equipo de soccer; si Bart hubiera elegido decir la verdad a Guido, este último estaría vivo. Por lo que si alguien de esa mayoría de personas fuera con Mimí o con Bart, diciéndole que no se lamentara, ten por seguro Mamá, que se irían con una patada en el trasero.
—Oh pobre pequeño mío, ahora debo irme. ¡Qué buen hombre eres ahora!
—Mamá, ¡espera! Una última cosa: ¿Me quieres?
Antes de que ella pudiera responder, el médico lo sacudió por los hombros, presionándolo con tono brusco:
—No tenemos mucho tiempo, ¡nos arriesgamos a perder a ambas!
Carlo abrió los ojos como platos, repitiendo en voz baja:
—Mamá, mamá, mamá...
El doctor lo sacudió con más fuerza, gritándole en el rostro:
— ¡Debe elegir! ¡O lo haremos nosotros!
Carlo estaba confundido y desorientado. Notó que los labios de Ricardo, bañados de lágrimas, le habían dejado sobre las mejillas una huella, como jazmines húmedos de rocío.
En aquel instante su mente se aclaró:
‘¡Cada padre sacrificaría su propia vida por la de su hijo!’ —pensó de mala gana. Salieron tres palabras, quemándole el esófago, la garganta, la boca y la lengua:
— ¡Salven a mi hija!
Carlo miró la nuca de aquel médico mientras corría sin aliento, bajaba la manija y entraba en la sala de operaciones para dar la orden de dejar morir a Raquel.
Sintió ceder sus piernas pesadas, sus ojos estaban locos de terror, hasta que un grito de angustia llenó todo el corredor:
— ¿Por qué?
También esta vez, Carlo se levantó jadeante y bañado de sudor en la recámara.
‘Otra vez, ¡una maldita pesadilla!’ pensó, enojado, furioso.
Pero inmediatamente después, se volteó a la izquierda y viendo a Raquel dormir con beatitud se dijo: ‘Es una sensación tan dulce la que se apodera del corazón cuando, luego de haber tenido un mal sueño, tan real para poder sentir el sufrimiento, se despierta uno y se da cuenta que solamente era una pesadilla.’
Se lanzó con pasión hacia ella, comenzando a llenarla de besos y caricias.
— ¡Te amo, te amo, te amo, te amo!
Raquel logró apenas proferir:
—Pero, ¿qué? —se frotó con el dorso de las manos los ojos cerrados, en espera de que también las palabras se despertaran y comenzaran a fluir, tomó un profundo respiro. Un instante después, la mujer logró hablar—: Pero ¿qué está sucediendo, amor? ¿Tuviste otra pesadilla?
—Sí, ¡maldición! Nunca me ha parecido más real que esta vez. ¡No puedo más! No quiero seguir de esta manera, ¡debo encontrar el valor de dirigirme a un psicólogo!
Se levantaron, se fueron a la cocina y Raquel preparó dos humeantes tazas de manzanilla:
— ¿Te haría bien contármelo?
Carlo inclinó la cabeza, una fugaz rojez le llenó de color las mejillas, sus manos estaban abandonadas, muertas a los lados:
— ¡No! Pero ahora es mejor que te sientes, ¡porque quiero contarte algo terrible que he hecho!
Se sentaron en la mecedora del balcón, el aire era blanco y estático, las luces de un avión trataron de mimetizarse con las estrellas de oro, pero su movimiento las desenmascaró.
Raquel le tomó la mano, entrecruzó sus dedos con los de su marido y le susurró con voz que quería parecer alegre, pero que no podía esconder la seriedad de su rostro:
— ¡Estoy lista! ¡Te escucho, amor!
Carlo le contó su aventura con Vera, no omitiendo detalle alguno de la traición, empujado por un ímpetu de búsqueda de purificación a través de la verdad desnuda.
Luego de su confesión, se quedó de rodillas y le rogó que lo perdonara.
Se había preparado para sufrir los gritos y soportar las bofetadas, pero extrañamente no sucedió nada de todo esto.
Raquel quedó simplemente inmóvil, observando atenta la luna, que estaba cubierta en la parte alta por una nube, dando vida a un extraño efecto óptico: parecía como si un perro enorme le hubiera comido un trozo.
Cruzó las manos, dejando libres solamente los pulgares, que giraban vertiginosamente sobre sí. Carlo conocía bien este gesto, para ella, siempre significaba agitación interior.
Raquel parecía terriblemente cansada: su figura era muy débil, su rostro deshecho, la boca dura como el acero, las mejillas hundidas, dos enormes círculos oscuros, incluso su voz era frágil:
— ¡Te perdono!—Se giró, y sus ojos parecían vacíos, como si la muerta los hubiera succionado, luego, con una expresión acariciante de los labios le dijo—: Sé que no soy tu amor verdadero, pero no puedo dejarte, porque te amo demasiado.
En el fondo de mi corazón espero que un día te despiertes y me abandones, ¡en búsqueda de tu verdadero amor!
‘¿También ella con esto de despertarme?’ pensó Carlo, emocionado y perplejo.
— ¡Te amo Carlo!
Su reacción lo sorprendió, enviándolo a la más total confusión pero, de una cosa estaba seguro: se había casado con una mujer maravillosa.
Carlo le besó los cabellos perfumados de miel, susurrándole a su suave oído:
—Oh dulce mujer mía, ¡también yo te amo!
Se quedaron abrazados por al menos un par de horas, en silencio.
Permanecieron en esa posición hasta que fueron sorprendidos por el nacimiento de un nuevo día: una débil luna brillaba todavía en el cielo que se estaba aclarando, mientras las estrellas, una a una, desaparecieron, cediendo su lugar al sol que coloreó todo el horizonte con calidez inusual, que cambiaba continuamente sus matices, poco a poco con el salir del sol.
Luego de este baño de arte divino, también la luna se rindió y fue tragada, inexorablemente, por el cielo azul.