CAPÍTULO 5
¿Qué tienes amor? Me pareces distraído. ¿Quieres que cambie el canal?
Todo está bien, amor. Estaba pensando en Mimí y lo que me contó hoy. Tranquila, continuamos entonces viendo <El Rey León>
Carlo se ciñó a Raquel por la espalda, atrayéndola hacia sí, pero su mente no lograba desprenderse de Mimí.
Estaba muy triste por su amigo, lo consideraba un muerto viviente, que no caminaba más en esta tierra, sino que vagaba en una especie de limbo atroz, un hombre sin futuro y sin presente, propietario solo de un doloroso y torturante pasado.
Comprendí el porqué de los puños que Mimí se auto-infligía aquel día: cada vez que orinaba, sabía que podía hacerlo gracias a la operación que mató a Pasquale, por la que el odio por sí mismo se convertía en algo tan agudo que debía desahogarlo de modo físico.
Carlo estaba pensando también en Vera, desde la primera vez que la había visto no dejaba de pensar en ella. La espontaneidad en su sonrisa le provocaba una sacudida de emociones, no lograba estar cerca de ella sin sentir atracción hacia ella, advertía la necesidad física de abrazarla, acariciarla, apretarla y casi no lograba controlarse.
La dulce voz de Ricardo distanció a Carlo de sus pensamientos:
Papá, ¿Qué animal es Pumba?
Oh pequeño mío, tesoro de mi vida, Pumba es un jabalí, sería una especie de gran cerdo; Oink, Oink.
La imitación del cerdo provocó en Ricardo el estruendo de una melodiosa carcajada.
Carlo lo miraba lleno de afecto; a menudo, también un simple gesto de Ricardo, como una sonrisa o abrazarlo cuando regresaba del trabajo, bastaba para hacerle sentir una punzada en el corazón, incapaz de contener un amor inmensamente desmesurado.
En el mismo instante, un pensamiento embistió a Carlo con la potencia de un camión: ¿cómo habría reaccionado en lugar del señor Colucci? ¿Qué se sentiría perder a un hijo?
Sacudió la cabeza, tratando de borrar los pensamientos negativos:
Amor, salgo al balcón a tomar una bocanada de aire, ¡termina de mirar la caricatura junto a Ricardo!
La luna de cobre perlaba las casas en sus orillas, Carlo veía a través de las ventanas sombras de personas moverse, escuchaba ruido de platos y cubiertos, risas, gritos, pláticas, televisiones que parloteaban.
Después de una hora, Raquel lo alcanzó con Ricardo en brazos, que dormía apoyado con la mejilla en su hombro y las manitas colgando.
Carlo aferró la mano derecha del hijo y la besó delicadamente:
Llévalo a la cama y regresa conmigo.
Carlo y Raquel se sentaron en la mecedora, abrazándose con arrebato.
Se quedaron a mirar las estrellas titilantes y la luna rojiza, tan llena que parecía que quisiera estrellarse contra la Tierra.
Raquel indicó a su marido de llevar su mirada hacia el cielo estrellado y le susurró al oído:
¡Los cráteres oscuros de la luna parecen formar un rostro feliz! Mira los dos ojos, la nariz y la boca sonriente. Tomó la mano de Carlo y la llevó lentamente a su vientre. ¿Qué dices si la llamáramos Luna, en caso de que fuera niña?
Carlo no respondió, se arrodilló y la abrazó desde el piso. Su perfil oprimía el vientre de la esposa, justo donde latía el corazón de su hija y, no pudiendo contener más la conmoción, le bañó la bata de lágrimas de felicidad.
Pero esa misma noche, Carlo tuvo una segunda pesadilla aterradora: se encontraba junto a su familia en el laguito del San Gregorio, bajo el kiosco rodeado de flores.
Ricardo, que tenía cerca de cinco años, estaba encorvado para recoger lirios, mientras Carlo estaba sentado sobre una silla plegable y tenía en los brazos una niña de pocos meses, muy parecida a Raquel.
El sol brillaba en el cielo turquesa, la naturaleza estaba de fiesta, las flores se abrían y las aves cantaban. Carlo se acercó a Ricardo, que estaba tratando de escribir algo con los pétalos de los lirios, se agachó para ver mejor y se dio cuenta que los pétalos eran negros y formaban esta frase alarmante: “PAPÁ AYÚDAME”.
El sol se puso de pronto, no obstante el reloj de pulso de Carlo señalara las 14:30. Sucedió todo velozmente, en el cielo negro apareció una luna de marfil, pero esta vez sus cráteres parecían formar un rostro monstruoso y sonriente, las flores se marchitaron una tras otra, la hierba se transformó en sabia del desierto, el lamento doloroso de las cigarras sustituyó al canto de las aves. Carlo apretó fuerte al pecho a la niña, que ahora lloraba agudamente, Ricardo se acercó y se aferró a su pierna: “¡Tengo miedo papá! ¡Ayúdame! Sálvame a mí y a mi hermana Luna.”
El viento soplaba fuerte llevando consigo un canto mortuorio, del agua entrecortada y turbia del laguito salió la figura de Raquel.
Llevaba solamente una simple bata blanca, su rostro era pálido, la piel diáfana.
Se acercó hacia Carlo, que permanecía inmóvil, no lograba hacer un mínimo movimiento, como si algo lo estrujara por dentro.
Raquel tomó la mano de un reluctante Ricardo, tomó a la niña de los brazos de su inerme marido y se dirigió al agua.
Carlo se retorcía como ratón en una jaula, pero estaba clavado en la tierra, parecía que usara zapatos de hierro y que bajo la tierra hubiera un imán gigante.
Lograba solamente gemir y gritar: “¡Detente! Por el amor del cielo, Raquel, ¿Qué está sucediendo? ¿A dónde los llevas? ¡Raquel! ¡Raquel!,” pero su mujer no se giró siquiera, parecía completamente fuera de sí.
Ricardo en cambio se volteó, su rostro era una máscara de sufrimiento: “¡Papá! ¡Ayuda! ¡Te quiero mucho papá! ¡Te ruego que nos ayudes!”
El cuerpo de Carlo era sacudido por los sollozos, susurró sin fuerzas: “¡lo siento pequeño! ¡Lo siento pequeña mía!”
Sus piernas entraron en el agua, que le llegó hasta la cintura: “¡Papá! ¡Ayuda! Seré un buen niño, haré todo lo que me digas, ¡no haré más rabietas! ¡Te lo prometo! ¡Pero te ruego que me dejes quedarme contigo!
Sus ojos oscuros y bañados de lágrimas se cruzaron por última vez, antes de que el lago se tragara a Ricardo y a Luna.
Carlo no hacía más que repetir: “¡Lo siento! ¡Lo siento!”
Después de un instante, logró moverse, entonces se arrojó rápidamente al laguito, pero ya era demasiado tarde, de su familia no quedaba traza.
Un dolor insoportable le abrumó como un tren a toda máquina, al mismo instante su pesadilla terminó. Carlo se despertó asustado y con el sudor que goteaba copiosamente del rostro.
Esta vez el grito salió estruendosamente de su garganta, tanto que Raquel, tallándose los ojos, le preguntó asustada:
Oh ¡Dios mío! ¿Qué está sucediendo? Mientras Ricardo lloraba en su habitación, protestando por el brusco despertar.
Por un momento, el llanto del Ricardo real le recordó el llanto del Ricardo de la pesadilla y como un flash-back onírico volvió a llevar a Carlo a su pesadilla, en aquel lago, que mientras tanto se estaba manchando de rojo, una gruesa mancha de sangre se alargaba a desmesura.
Carlo no podía más:
¡Basta! ¡Te ruego Dios, Basta!
Raquel lo sacudió prepotentemente de los hombros:
Lo siento querido, ¡era necesario! Tenías los ojos abiertos, así que al principio pensaba que estabas despierto, pero luego me di cuenta que estabas soñando todavía y que hablabas en voz alta, ¡lamentándote!
Carlo se pudo serenar pronto a la vista de la mujer: ‘¡Cuán maravillosa es!’, pensó, encantado del esplendor de su figura, velada por una bata de noche de nylon rosa con adornos de encaje, que le cubría discretamente los hombros y que resaltaba su busto.
Voy a llevar a dormir a Ricardo. Dijo con cansancio, Raquel.
Después de algún minuto, Carlo la llamó con voz colmada de ternura:
Regresa conmigo, ¡amor mío!
Los lánguidos labios de Raquel se abrieron con la música de un reclamo amoroso:
Regreso pronto, tesoro mío. Ya casi se ha vuelto a dormir.
En cuanto volvió a la habitación, Carlo miró a la mujer con ojos llenos de ella, susurrándole:
Ven junto a mí, ¡princesa de mi corazón!
Desde afuera se hizo paso la luz débil de la aurora, que iluminó el tierno acto de amor que se consumó dulcemente entre marido y mujer.