CAPÍTULO 15
Un sol enfermizo estaba tímidamente escondido detrás de una nube blanca y rizada.
El sacerdote, con vestimenta sagrada y precedido de la cruz, recibió y saludó al ataúd y bendijo el cuerpo con las palabras:
—Escuché una voz del cielo que decía: “Beatos los muertos que mueren en el Señor”.
El sacerdote era un viejo alto y delgado, con una larga barba insípida y entrecana. Celebró una elaborada misa de exequias, interrumpida solo por algunos golpes de tos de los presentes.
Su voz era profunda y conmovedora, su tono austero.
Al final de la misa, descendió del altar, roció de incienso el cuerpo y lo bendijo nuevamente: “¡Nos ilumine el Dios de la Vida y nos caliente de esperanza por la fe en el Señor Resucitado!”
A la salida del Domo, un torrencial aplauso acogió el ataúd, portado sobre los hombros de Bart, Mimí, Carlo y Vera, mientras descendían los escalones colmados de fastuosas guirnaldas abigarradas.
En la plaza anterior a la iglesia, Umberto De Neri, su mujer, y las dos abuelas de Filippo estaban de pie, en una fila horizontal ordenada, cumpliendo con dignidad el rito de la condolencia: mil personas estrechaban sus manos, balbuceando inútiles palabras de consuelo.
La banda entonaba la marcha fúnebre “Jone” de Errico Petrella.
La familia y los amigos íntimos salieron en auto, siguiendo el carro fúnebre directo al cementerio de Pavinci, el pueblo de Umberto de Neri, donde se erguía la capilla de la familia.
Además de ser enorme a lo largo del perímetro del cementerio, las altas capillas se erguían dispuestas en fila india incluso en la zona central, tan cerca entre sí, que se asemejaba un dominó gigante.
Sobre los fríos mármoles iluminados de velas débiles, los claveles daban un rocío de calor con sus colores encendidos.
El viento disoluto gritó rabioso y turbinó haciendo un vórtice, obligando a las mujeres presentes a tener firmes las volantes faldas negras.
Brilló el revestimiento rosado de los grillos, mientras estos entonaban su estridente canción que semejaba un salmo fúnebre.
Los girasoles adormentados reclinaron su pesada cabeza.
Pavoneado en su traje oscuro, el director Cameroni pronunció un breve elogio fúnebre:
—Vale, Filippo, era un chico maravilloso que cometió un error. Vale, muchos de nosotros, vale, todos nosotros, cometemos errores. Vale, no es fácil levantarse cuando se comete un error, vale, no es fácil perdonarse, vale, Filipo no lo logró—.Bajó el rostro triste, deglutió dos lágrimas, hizo un esfuerzo y prosiguió—: Vale, Filippo, quiero decirte una cosa. Vale, Dios te ha perdonado por aquel error, por lo que en cuanto llegues al paraíso, ve directo a aquel bebé y a su mamá a quienes atropellaste, vale, hazte perdonar también por ellos y luego descansa en paz al lado de aquellos dos ángeles.
El discurso conmovió a los pocos presentes, excepto al padre de Filippo, que se quedó indiferente. Él era un hombre de unos sesenta años, corpulento e imponente, que a menudo suscitaba temor reverencial, pero aquel día, a pesar de esforzarse en tener una suelta franqueza de comportamiento, parecía solo un viejecito agotado, con las mejillas colgando, como si estuvieran demasiado cansadas de estar pegadas a los pómulos.
Antes que dos robustos operadores del cementerio se pusieran a trabajar, el sacerdote bendijo la tumba por la tercera y última vez.
—Oh Dios, que en tu misericordia brindes reposo a las almas de los fieles, bendice esta tumba y confíala a la custodia de tu santo ángel; concede que mientras el cuerpo sea sepultado, el alma, libre de cada vínculo de pecado, en ti se regocije de alegría perenne junto a tus santos.
El asistente del custodio terminó de amasar el cemento en la carretilla, el custodio tomó la pala y puso el primer ladrillo.
No dio tiempo siquiera de tomar el segundo ladrillo, el juez se arrojó sobre el ataúd fuera de sí por el dolor.
—No, por favor, se los ruego ¡no pueden hacerlo! Mi hijo, ¡devuélvanme a mi hijo! ¡No lo encierren en ese agujero! —Se acercó un joven pariente, de cuello largo musculoso envuelto por el cuello blanco de la camisa y tiró de él, pero el juez gritó con repulsión, empujándolo y haciéndolo retroceder con manos temblorosas—. Quiero a mi hijo, ¡Sáquenlo de ahí! ¡Háganlo o los hago encerrar a todos! ¡Ustedes no saben quién soy yo! Los condenaré a cadena perpetua. —Parecía que estuviera a punto de sufrir un infarto, su rostro estaba completamente deformado. Comenzó a hablar al ataúd—: Nada de lobotomía, te llevo a casa, yo me jubilo y estamos siempre juntos, Tú y yo. ¿Está bien Pippo? ¡Pero ya despiértate!—Su lucidez disminuía, hablaba como si Filippo fuera un niño—:¡Vamos Filippo, ¡Despiértate! ¡Debes ir a la escuela! Te acompaño yo. Sé que nunca lo he hecho, pero de hoy en adelante quiero hacerlo siempre. En la tarde te acompaño a los entrenamientos de natación y el domingo iré a ver el partido. No es demasiado tarde, quiero verte nadar al menos una vez; dicen todos que eres muy bueno. Despiértate, amor mío, ¡Despiértate! —Gritó como si cien lanzas lo estuvieran atravesando—: ¡Abre los ojos! ¡Pippo, ábrelos! Te ruego, te lo suplico, ¡ábrelos!—vaciló, parecía que estuviera a punto de perder el sentido, abrió los ojos y finalmente estalló en sollozos, lamentos lacerantes y gritos de clamor.
Una mujer de rostro cubierto por un velo negro de encaje se dirigió a él, lo tomó por la mano y con pesado paso se lo llevó lejos.
Inmediatamente después, aquella mujer caminó cansada hacia Carlo, Mimí, Vera y Bart, elevó el velo y apretó sus manos con delicadeza, agradeciéndoles por haber dado tanta felicidad a su adorado hijo:
— ¡Filippo los quería infinitamente!
Sus ojos estaban inyectados de sangre, mientras sus pupilas apagadas y su mirada vacía eran el vivo retrato de la tristeza.
Copiosas lágrimas le salieron de los ojos, pero en lugar de caer, fueron canalizadas por las profundas arrugas, dando reflejos de luz a aquel viejo rostro destruido.
Mientras los amigos de Filippo regresaban al San Gregorio, una bandada de ostreros realizaba evoluciones aéreas por encima de los altos cipreses.
Apoyado sobre la cruz de una capilla, un joven petirrojo gorjeó, tratando de atraer hembras con su canto de amor.
Decenas de aves zumbaban como tantos cupidos de flor en flor, el aire estaba impregnado de polen.
Un avión cruzó el cielo azul, dejando detrás dos franjas de humo.
Mimí caminaba al lado de Carlo, murmurando con amargura:
—La vida sigue incluso sin Filippo, así como siguió sin Pasquale. La vida no se detiene esperando a alguien y la muerte no hace distinciones. La muerte ha tocado a la puerta de Alejandro Magno, de Leonardo da Vinci, de Dante Alighieri y así continúa, ¡de la misma manera como ha tocado la puerta de Fulano, de Mengano y de Perengano! —Se detuvo de repente y dijo con gravedad—: ¡Carlo! ¿Piensas que sea posible salir del San Gregorio? Después de la tragedia ocurrida a nuestro amigo, aquel lugar será insoportable y lleno de dolorosos recuerdos. Las últimas palabras de la carta de adiós de Filippo me hicieron reflexionar mucho, he comprendido que estoy listo para recomenzar a vivir, de continuar luchando, en el fondo ¡se lo debo a la memoria de Pasquale! ¡No tolero que su sacrificio haya sido en vano!
Carlo no respondió, estiró la mano, lo tomó por los hombros y lo abrazó con fuerza.