CAPÍTULO 20
El sol salió ardiente y, tratando de esparcir luz por el mundo, tensó prismas de rayos en todas direcciones, inundando de oro el horizonte.
Carlo y Mimí paseaban en el bosque de nogales, mientras Vera se encontraba cerca, empeñada en discutir con el director Cameroni.
Carlo se inclinó, tomó un diente de león y sopló; todos los pétalos se fueron volando, transportados por un ligero vientecillo:
— ¿Sabes Mimí? Me siento como este tallo que tengo en la mano, desnudo e indefenso.
—Valor amigo, no te des por vencido.
Luego de una breve pausa en la que traicionó a todos los signos de una extrema ansiedad, Carlo se encogió de hombros avergonzado:
—Es extraño para mí estar todo el día en el San Gregorio y usar la bata blanca, pero gracias a Vera y a ti, me estoy ambientando gradualmente.
Se metieron ágilmente por el sendero de hierba alta y espinas selváticas, tan agudas que debían caminar en fila india.
Al salir del sendero se encontraron en una vasta extensión de hierba suave y de color esmeralda. Se sentaron en una cama de hojas. Carlo jugueteaba con un erizo verde, estando atento de no picarse.
— ¿Estás triste?— le preguntó Mimí.
Carlo respondió con un hilo de voz:
— ¡Me hacen mucha falta Ricardo y Raquel! No te preocupes, sé que no son reales sino solo parte de mi imaginación, pero yo los amaba se está muy mal cuando se pierde a alguien que se ama. Lamentablemente, los doctores no comprenden esto, ellos piensan que habiendo comprendido racionalmente que mi mujer y mi hijo nunca han existido, será fácil para mí la elaboración de su luto. ¡Pero no es así! Ricardo, Raquel y hasta Luna me hacen falta de la misma manera en que me faltan mi madre, mi padre y mi hermana Sofía. —Mimí sentía el inmenso dolor que su amigo llevaba en el corazón, pero no podía hacer nada para ayudarlo, más que escucharlo y hacer que se desahogara—. Como ves, mi querido Mimí, el amor inmenso que sentí, que sentía, que siento y sentiré por cada uno de ellos, no se diferencia entre el que se viva en realidad o no, porque mi corazón los amó y solamente esto es lo que cuenta. —Carlo tomó un palo, lanzó el erizo e intentó golpearlo, pero falló, entonces le dio una patada y lo envió lejos—. Recuerdo que Sofía y yo jugábamos siempre a escondernos en el patio de la casa. ¡Y bien, este recuerdo real es dulce y da paz a mi alma, de la misma manera que el falso recuerdo de Ricardo y yo cuando jugábamos con el balón! ¿Logras comprenderme amigo mío?
Mimí le sonrió:
—No puedo comprenderte del todo, pero ¡estoy cerca de ti! Siempre me has hablado de Raquel y de Ricardo. Háblame un poco de tu vieja familia también.
Mientras que Carlo recogía las piedras más grandes, lanzándolas contra un nogal lejano. No lograba hablar y estar quieto al mismo tiempo.
El hombre tomó una expresión grave y seria, se volteó hacia Mimí y le dijo con el corazón abierto:
—Si me lo hubieras pedido hace algunos días no hubiera sabido qué responder. Tenía muy pocos recuerdos de mi infancia y había borrado de mi memoria los rostros de mi familia, entre ellos el de mi madre, que de vez en cuando se me aparecía en sueños. Pero desde que Vera me dijo la verdad, todo ha vuelto a florecer.
Mimí le tomó del brazo y le regaló una sonrisa:
—Amigo mío, ¡háblame de ellos!
— ¿Sabes? Mi hermana Sofía era bellísima; su rostro estaba siempre sonriente, la nariz respingada, los ojos animados y divagantes, las pequitas esparcidas sobre los pómulos le daban un toque alegría y la hacían tan semejante a mamá. Me llamaba hermanote, me llenaba de besos y me decía siempre que me quería mucho. ¡SOFÍA TE EXTRAÑO! —gritó con todo el aliento que tenía en la garganta, buscando con la mirada fiera hacia el cielo límpido—. De mi padre recuerdo que era un hombre alto y guapo, de porte erecto y de rasgos decididos. Su cabello castaño se encrespaba justo sobre las sientes y sus ojos centelleaban de vitalidad; usaba siempre vestidos de paño costoso y de corte moderno. Mirábamos juntos los partidos del Inter, del que era un gran adepto. Una vez me llevó a San Siro, para asistir al clásico contra Milán. ¡Oh Dios! Fue uno de los días más bellos de mi vida. Me acompañaba siempre a los entrenamientos del equipo de futbol, pensaba que tenía la madera para convertirme en un campeón. —Carlo tomó otro erizo, redondo, semejante a un pequeño balón y lo arrojó hacia el cielo—: ¡PAPÁ, ME HACES FALTA!
Luego de un momento de silencio, Mimí le preguntó:
— ¿Y tu madre?
Carlo tenía los ojos bajos, entre cerrados, sintió el cuerpo pesado, se sentó como un edificio derrumbado y con cansancio le dijo:
—Para mí, mi madre era como el agua para el desierto, como las raíces para el árbol: era indispensable. Me comprendía incluso más que yo mismo, me acurrucaba, me hacía sentir protegido. Recuerdo que cuando tenía gripe, estaba contento, porque todo el afecto de mamá se volcaba hacia mí: sus fragantes manos me acariciaban la cabeza hirviente, sus dulces palabras me reconfortaban el corazón, sus largas sonrisas me alegraban el alma. ¡Oh Mimí! Tú nunca la viste, pero te aseguro que era bellísima, graciosa, gentil con todos, una mujer con M mayúscula. —Carlo hizo nuevamente que su voz se escuchara hasta el cielo, el cual estaba tan terso y cándido, que parecía ser solo un velo, puesto ahí para esconder el paraíso—: Mamá, ¿puedes escucharme? ¡TE AMO! ¿Comprendes? ¡TE AMO! ¡ME HACES FALTA!
Una crisálida abrió el capullo, salió y se convirtió en mariposa; comenzó pronto a desplegar sus variopintas alas, pero se movía insegura y asustada.
Los dos amigos se quedaron mirándola, encantados.
Las venas de sus alas formaban garabatos dignos de Giotto. Era una explosión de color: como por magia, el azul se cambiaba por amarillo, el naranja por violeta, mientras que el negro y el verde se quedaban fijos.
Luego de un minuto, la mariposa tomó conciencia de sus propias capacidades, se dio valor y se fue volando, segura y feliz, de flor en flor.
—Carlo, debo decirte una cosa que...
Mimí fue bruscamente interrumpido.
—Quiero ser llamado solo Leonardo. De ahora en adelante, seré, para todos, Leonardo. ¡Es el nombre que mis padres eligieron para mí!
—Está bien amigo mío. —Respondió Mimí, retomando el hilo del discurso—: en algunos días estaré fuera del San Gregorio. Gracias a mi fuerza de voluntad, logré convencer a los médicos. La muerte de Pasquale no será en vano.
Leonardo se perdió en sus reflexiones: ‘Somos extraños, ¡nosotros los seres humanos! Es difícil hacer un sacrificio para nosotros mismos, cada mínimo obstáculo nos parece insuperable, cada barrera demasiado alta para saltar. En cambio, hacer un sacrificio para una persona que amamos es simple, nada y nadie nos asusta.’
La débil voz de Mimí interrumpió sus pensamientos.
—Oh Leonardo, lamento dejarte solo, pero debo irme. También tú puedes lograrlo, ¡lucha!
—No estoy solo, ¡Está Vera! —al pronunciar este nombre Leonardo tuvo una sacudida en el corazón. Mimí le susurró esperanzado:
—Tu historia de amor con Vera es un camino de esperanza y felicidad que tienes por delante. ¡Recórrelo! ¡No voltees a ver la calle cerrada de una felicidad que pertenecía a tu pasado y que no volverá más!
Por tener un futuro feliz o al menos sereno, debes dejar tus errores atrás y debes perdonarte por los errores que has cometido.
Se quedaron sentados, escucharon el canto de los pájaros, observaron un sol sonriente dibujado sobre un cielo aciano y se embriagaron del intenso perfume de las rosas silvestres.