4

Salimos de la sala como de un entierro en el que no estuviera muy claro a quién habían enterrado.

—¿Adónde vamos?

—A casa. A Amsterdam —respondí.

Subimos al tranvía y nos sentamos. La visita al Tribunal había sido decepcionante. Habíamos ido en busca de la condena instantánea del padre de Uroš y regresábamos con las manos vacías.

—Éste definitivamente no era el juicio de Nuremberg —dijo Igor, adivinando lo que estaba pensando yo.

—No.

—Ni el de Eichman en Jerusalén…

—¡Déjelo ya! —farfullé malhumorada.

—¿Y ahora qué pasa? ¿Por qué se enfada?

—¡Porque no está bien que se burle de la institución de la Justicia!

—¡Ja! ¡Valiente cosa! ¡La institución de la Justicia!… Es una romántica, compañera.

—¡Y usted un cínico! En un lugar donde no debería serlo.

—OK. No hace falta que se ponga así…

—Es que aquí algunas personas se esfuerzan por limpiar nuestra mierda, porque nosotros no tenemos necesidad de hacerlo. Porque, para nosotros, nuestra mierda huele bien. Bueno, no hemos visto una película americana. Yo también esperaba ver ahorcar al padre de Uroš…

—¡Quizá lo liberen! —dijo él.

—Si consiguen condenar a uno, ya será algo…

—¿Y toda la pasta gastada en esa parafernalia por un criminal?

—Pero eso no es asunto suyo, el dinero no sale de su bolsillito de contribuyente, ¿o sí?

—Joroba, ¡cómo se pone! ¡Calma, que yo no soy Karadžić ni Mladić! —se defendió Igor.

—Esa gente del Tribunal trabaja en algo útil, y nosotros miramos desde la tribuna y nos reímos sarcásticamente. No hemos tenido paciencia para aguantar más de tres horas —repliqué indignada.

—¡Ni que el Tribunal de La Haya fuera una iglesia!

—Pues no estaría mal que fuera nuestra iglesia, y que todos nos sentáramos allí como acto de contrición.

—Yo estaba sentado y tranquilo, mind you…

Me ruboricé. Tenía razón. En ese momento quise abofetearlo. Igor me lanzó una mirada penetrante, como si leyera mis pensamientos. La gente nos observaba. El tranvía se detuvo e Igor tiró de mi brazo…

—¡Vamos fuera!

—¿Por qué hemos bajado? —me rebelé.

—Primero porque estaba gritando tanto en ese tranvía que empezaba a sentirme incómodo. Segundo porque quiero que conozca a mi novia.

—¿Tiene una novia en La Haya? —Planteé la pregunta como si fuera una alumna del curso de croata para extranjeros.

—Sí, ¿por qué se extraña? Es lo mismo que si le hubiera dicho que tengo novia en Bjelovar —contestó él.

Me esforcé por respirar profundamente. El ataque repentino, impotente, de rabia se había quedado en mi garganta como una bola.

—No se pondrá a hiperventilar —dijo bromeando.

Escupí la bola invisible y aspiré con fuerza para llenar de aire los pulmones.

Igor y yo nos hallábamos delante del Mauritshuis.

—¿De nuevo me lleva a un museo?

—Mi chica trabaja en el museo… —dijo él.

Ascendimos por las escaleras de madera recubiertas por una gruesa alfombra roja. Cuando llegamos al primer piso, Igor torció a la izquierda. En la primera sala, en la pared, al lado de la entrada, colgaba la célebre Joven de la perla de Vermeer.

—Así que ¿ésta es su chica?

Yes, this is my chick!

Conocía el cuadro. Había estado ya en el museo Mauritshuis, pero no lo dije. Me quedé delante de un cuadro que me quitaba el aliento. El original parecía una copia pálida de sus innumerables reproducciones. La primera vez que vi el cuadro, me extrañaron los colores —el azul pálido del turbante de la chica y el dorado de su ropa—, claros, mucho más claros que en las reproducciones.

—Se parece un poco a ella —dijo Igor con cautela.

—Ya no estoy enfadada. Y el sobresaliente ya lo tiene. No hace falta que me haga la pelota.

—Como si fuera su hermana mayor, ¡palabra de honor! Quiero decir que ambas tienen algo en la expresión de la cara, algo de proteo.

—No diga bobadas, ¿lo ha visto alguna vez?

—No. Sólo en fotos —reconoció.

—Yo lo he visto. En mis tiempos todas las escuelas yugoslavas iban un día de excursión a las cuevas de Postoj na.

—¿Y qué aspecto tiene?

—El de una criatura que vive en una caverna. Y es un ejemplar único, no tiene copias.

—A eso lo llamo yo una descripción detallada —replicó burlándose.

Proteus anguinus, o pez humano. Mide de diez a veinticinco centímetros. Una suerte de desecho entre los anfibios, un caso único de metamorfosis fracasada. Respira por branquias en general, pero también lo hace por la piel, y además tiene en su interior un germen de pulmones. Es ciego. Posee extremidades, pero se han quedado a mitad de camino. En lugar de patas traseras tiene muñones, y en las delanteras tres dedos. Dicen que puede sobrevivir sin alimento varios años. Su expectativa de vida es insólitamente larga, puede vivir hasta cien años. Carece de pigmentación, su piel es lechosa, pálida, casi transparente, y a través de ella pueden verse las agallas sanguinolentas, las venas delgadas que corren por su cuerpecillo y su diminuto corazón. En resumidas cuentas, una especie de mutante fracasado entre lagartija, pez y embrión humano. El proteo era nuestro milagro yugoslavo. Deberíamos haberlo tenido a él en nuestra bandera en lugar de la estrella roja. Es nuestro E.T.

—¡This is impressive, profe!

—Aún hay más… Creo que el proteo se reproduce en estado larval, pero no estoy segura.

—¿De dónde ha sacado todo eso?

—No tengo ni idea. Y otra cosa…

—¿Cuál?

—El proteo es caníbal. Por algún motivo, a veces se come a sus crías.

—¡Guau! —exclamó Igor, aunque era evidente que este detalle no lo había impresionado demasiado y pensaba en su…—. A pesar de todo tenía razón —dijo por fin.

—¿De qué habla?

—Pues que mi chica emerge de las profundidades cavernosas como un original único, un ejemplar endémico.

Tell me more about it.

—Lo que más me gusta es el color de su piel. El color de las estalactitas…

—¿O de las estalagmitas?

—Ahora me toma el pelo.

—No, me gusta cómo la describe, continúe…

—Tengo la sensación de que su piel está seca y húmeda a la vez. Me gusta esa expresión de impotencia maleable y suave. Luego esa boca entreabierta reseca, la película brillante en los labios, el puntito de saliva en la comisura. La mirada levemente acuosa, un asomo de lágrimas apenas perceptible… Esa fascinante dualidad, la ausencia en su mirada y la presencia constante. Fíjese, su ojos siguen al observador… Y el cuello blanco que rodea tiernamente su garganta… Esa carita que anhela deslizarse en unas manos cálidas y protectoras… O bajo la guillotina… Y, ciertamente, ella tiene algo de imperfecto, como el proteo. ¿Se ha dado cuenta de que carece de cejas? Mi chica es una bella larva que aguarda su metamorfosis.

Igor se puso detrás de mí, me cogió por los hombros y me empujó despacio hacia el cuadro.

—Mire, fíjese bien en el pendiente de su oreja —me dijo.

—Miro…

—¿Y qué ve?

—Nada. Una perla.

En el cristal del cuadro capté nuestro reflejo. La mano de Igor descansaba en mi hombro.

—Mire bien.

—Pues no veo nada.

—Ya me lo imaginaba. Espere, llevo una lupa.

—¡Lleva una lupa!

—La llevo por casualidad en el bolsillo.

—¿Y qué más lleva casualmente en los bolsillos?

That’s not your business! Mire con la lupa.

—Veo una perla…

—¿Y en la perla?

—Un reflejo.

—¡De veras está ciega! Vamos, mire otra vez.

—Pues no sé, en pintura se dice que en la perla se puede ver reflejada la muerte.

—¡No tiene ni idea! ¡En la perla está el reflejo de Vermeer! —anunció con solemnidad.

—¿Dónde lo ha leído?

—¿Aún no lo ve?

—No. Confiese que se lo acaba de inventar.

—¿No es fantástico?

—Incluso suponiendo que fuera verdad, podría ser la convención pictórica de la época.

—Él, su creador, se refleja en la pequeña perla que adorna la oreja de ella.

—Según algunos, la chica del cuadro es María, la hija de Vermeer. En ese caso sería la primera representación simbólica del ADN.

—¡Más fantástico aún! ¡Mira el viejo, cómo se metió en ella! ¡Vaya piercing!

—Según otros no se trata del retrato de una persona concreta, sino un estudio de carácter. También Rembrandt pintaba retratos con turbantes, están en este mismo museo…

—Los primeros tienen razón.

—Pues si es así, su novia lleva al padre en la oreja.

—¿Y a quién lleva usted en la oreja? —me preguntó de repente.

—No lo sé. Ella tampoco sabe que en su pendiente lleva el reflejo de su creador e hipotético padre. Ni los visitantes lo ven. No van por ahí con lupas en el bolsillo, como usted —dije.

—Sí, sólo la llevamos el viejo Sherlock Holmes y yo…

Igor seguía detrás de mí con una mano sobre mi hombro. Podía sentir la corriente cálida y tierna de su aliento en mi nuca. Me estremecí. Lentamente me deshice de su mano y me di la vuelta…

—¿Y usted? ¿Dónde está su tatuaje? —pregunté.

—Yo no tengo.

—¿Y Uroš?

—¿Qué tiene que ver aquí Uroš?

—Uroš llevaba el estigma de su padre…

—¡De un asesino, no de un padre!

—El cuestionario, ¿se acuerda de aquel cuestionario que les di en la primera clase?

—Ese estúpido cuestionario —dijo Igor subrayando «estúpido».

—A la pregunta de qué espera de mis clases, Uroš respondió «Volver en mí»…

—Suena un poco corny… Uroš no era precisamente the sharpest tool in the shred.

—¿Qué significa eso?

—Pues que no era muy listo.

—Es horrible lo que dice.

Sorry.

—Uroš lanzó su SOS, pero nosotros no lo oímos. O no quisimos oírlo. Yo tengo la culpa…

—¿Y ahora le remuerde la conciencia?

—Esas maletitas de niño… Contienen un mensaje, sólo que nosotros no sabemos descifrarlo. Todos andamos por ahí como ciegos, y sin embargo a nuestro alrededor se extiende un hervidero de señales minúsculas. Como ese hipotético Vermeer suyo en la perla. Quizá el mundo tendría un aspecto diferente si todos lleváramos una lupa. O si de repente nos concedieran, como a los protagonistas de los cuentos de hadas, el don de comprender el lenguaje mudo de las plantas y de los animales a la par que el lenguaje humano. Entender de verdad lo que la gente nos dice…

—¡This really sucks, compañera! La gente no nos dice, sino que parlotea sin ton ni son. Pero tenemos que irnos. Aquí van a cerrar. La invito a tomar una taza de chocolate caliente, ¿vale?

Igor y yo éramos los últimos visitantes. Antes de salir me dio tiempo de comprar en la tienda, que estaba cerrando, un recuerdo, un pisapapeles oval de vidrio. Bajo el cristal había una reproducción de la novia de Igor.

Fuera caían unos copos menudos y espaciados. Atravesamos la pequeña plaza y entramos en una de las cafeterías que había por allí. Nos sentamos junto a una ventana y pedimos chocolate. Estaba obsesionada con la muerte de Uroš, y no podía parar…

—Quién sabe, quizá he apretado yo el gatillo… —dije.

—¿Qué gatillo? —saltó Igor.

—Quiero decir…, tal vez tengo yo la culpa de la muerte de Uroš. Me envió una señal y yo no supe verla…

That’s a load of crap! ¡No me caliente más los oídos, compañera! Convierte la muerte de Uroš en un hecho romántico, y ni usted misma sabe la razón. ¿Para que le resulte más fácil? ¡Nadie sabe por qué se suicidó! Quizá se le fue la olla. Quizá le aburrió el viaje y se bajó del tren. Se despidió, dijo adiós, adéu, tot ziens, good-bye, adieu, fuck you all! ¿Y a santo de qué quiere usted ahora insistir en ello?

—Porque no hay nadie más que insista —contesté.

—Vamos, tranquilícese… ¡Las lágrimas le están aguando el chocolate!

—Vale, ya me calmo…

—¡Madre mía! ¿Pero dónde me he metido, en qué película? Me gustaría saberlo, sí. ¿En la movie of the week? ¿En una novela de Danielle Steel? —rezongó Igor.

Me sequé las lágrimas.

That’s a good girl! Poco ha faltado para que se convierta en… un calamar.

Me reí, y la risa trajo un alivio momentáneo.

—Hábleme un poco de usted —dije con cautela.

—¿A qué se refiere?

—Pues no sé, cuénteme algo de usted. ¿Tiene padres? ¿Dónde vive? ¿Con quién vive? ¿Tiene novia? ¿Con quién sale?

—¡De nuevo sus estúpidas preguntas! Sigue usted en sus trece. No tiene que preocuparse por mí. Para empezar, yo, por el criminal ese que hemos visto hoy en el tribunal, no me suicidaría jamás. Y después yo no pertenezco a la categoría suicida. I’m a player. I’m sharp as a tack! —dijo.

En el tren, al regresar a Amsterdam, no hablamos mucho. Igor hojeaba los periódicos holandeses. Cada uno estaba absorto en sí mismo. Desenvolví el souvenir y acaricié el óvalo de cristal… Pensé en las fotografías que mi madre conservaba en la vitrina. Entre ellas no había una fotografía de mi padre. No lo recordaba, era imposible. Apenas tenía cuatro años cuando se suicidó. Mamá se negaba a hablar de él. Había cortado todos los lazos y no me había dejado ningún acceso. No sabía absolutamente nada de mi padre. Ni siquiera llevaba su apellido, sino el de mi madre. También ahí se había ocupado de borrar el rastro. Le quitó su lugar en el panteón doméstico, entre las fotografías de la vitrina. Estaba firmemente convencida de que, al borrar a papá de mi biografía, me «preservaba». ¿De qué? Sólo lo sabía ella. Se había ocupado de no dejar ni una hendidura a través de la cual pudiera pasar yo, ningún hilo al que aferrarme. Controlaba con mano dura una parte de mi pasado, no sólo ocupaba su sitio, sino también el de mi padre.

La perla invisible de mi oreja estaba vacía. Clavé la vista en su turbia superficie buscando esa única imagen mágica. No estaba segura de que la escena que, emergiendo de una oscuridad profunda y densa, a veces aparecía en mi recuerdo, hubiera sucedido de verdad, ni de que el hombre de la imagen fuera mi padre. Podía serlo. Tengo tres años, voy a caballo sobre los hombros de un hombre y me agarro a su pelo con las manos. El hombre sujeta mis zapatos como si se enrollara una bufanda alrededor del cuello. A nuestro alrededor, nieve abundante, reina la penumbra, todo resplandece con un brillo mágico… Entonces, el hombre, conmigo en los hombros, se arroja a cámara lenta sobre un montón de nieve. La felicidad que siento en ese instante es indescriptible…

—Se acaricia la oreja… —dijo Igor apartando los ojos del periódico.

—No me he dado cuenta.

—¿En qué piensa?

—Ni idea… En nada…

Igor y yo nos despedimos en la estación, cada uno se fue por su lado. Me volví tras él y divisé su alta figura con la mochila a la espalda. Metió las manos en los bolsillos y se encogió un poco. Así en la oscuridad, de espaldas, rodeado de un enjambre de copos menudos, me parecía más robusto y adulto.

—¡Eh, nos vemos en clase el lunes! —grité.

No respondió. Se limitó a levantar la mano lentamente, sin girarse, en señal de afirmación, de que me había oído.