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El ciclón había posado la casa en el suelo con mucho cuidado —para ser un ciclón—, en medio de un país de maravillosa belleza. Había parcelas preciosas de césped verde por todas partes, con árboles majestuosos cargados de fruta exquisita y suculenta. Crecían macizos de flores espléndidas a ambos lados y unos pájaros de plumaje brillante y raro cantaban y revoloteaban en los árboles y en los arbustos. Un poco más allá, un riachuelo corría y burbujeaba entre orillas verdes murmurando con una voz sumamente agradable, para los oídos de una niña que había vivido tanto tiempo en las secas y grises praderas.
FRANK L. BAUM
Salí del edificio y me encaminé a la estación de metro más cercana. Cuando estaba a un paso de la boca del metro, sentí un golpe en mi espalda tan repentino y fuerte que por un instante me quedé sin aliento. Acto seguido advertí que alguien tiraba con ganas del bolso que llevaba colgado al hombro. El asa se enganchó en mi clavícula y yo, apretando el bolso contra mí, me di la vuelta…
Tenía delante a tres críos. Era la hora en que volvían del colegio y llevaban las carteras a la espalda, debían de rondar los diez años. Noté que uno de ellos llevaba en la mano una navaja de bolsillo. El niño bajó la vista y dejó la navaja en el suelo. Los tres exhibían caras hoscas y una mirada oscura y acerada, como hombres adultos. No sé cuánto estuvimos allí clavados ellos y yo. Quizá un segundo, dos o tres. Estábamos inmóviles, evidentemente sin saber qué hacer en semejante situación, y entonces el más robusto se envalentonó. Abrió la boca de par en par e, hincando sus pupilas negras en las mías, dejó escapar de su garganta un grito largo y penetrante lleno de odio. Un odio tan repentino y duro como una descarga de corriente eléctrica que procedía de una distancia ignota, de una oscuridad desconocida, de una profundidad recóndita, llegaba de algún lugar recorriendo años luz para explotar delante de mí, desnudo y afilado como un cuchillo, al margen de la situación y del niño, cuyos pulmones, garganta y boca habían servido como un medio elegido al azar.
Los chicos se dieron a la fuga. Corrían torpemente, como corren los niños, lanzando las piernas a un lado. Las carteras saltaban en sus espaldas. Y por fin, cuando les pareció que estaban lo bastante lejos, se pararon y se volvieron. Al ver que yo seguía allí inmóvil mirándolos, me dedicaron varios gestos de burla, y luego prorrumpieron en carcajadas guturales. El primer intento fracasado de hurto se había convertido en una alegre victoria. Seguí allí contemplándolos hasta que se fueron.
Abrí la palma de la mano en la que apretaba la navaja. No lograba acordarme de cuándo me había agachado y la había recogido. Con la vista fija en ella, pensé que el episodio que acababa de suceder era conmovedor y terrible a la vez. El grito infantil cargado de odio resonaba en mis oídos.
Era por la tarde. El crepúsculo era soberbio; el sol esparcía a su alrededor en grandes ráfagas un cálido color terracota. El espasmo cedió y apretando la navaja en la mano, aunque sin saber adonde iba, empecé a caminar. Tomé aire intentando borrar de mi cabeza el incidente que podría haberle sucedido a cualquiera, en cualquier parte de la ciudad, en cualquier ciudad, en cualquier lugar…
Pensé en que vivía en la mayor casa de muñecas del mundo, donde todo es sólo una simulación y donde nada es de verdad. Y si nada es de verdad, entonces no hay razón para tener miedo, me dije. Mis pasos se hicieron más ligeros y de pronto me pareció que mis pies apenas rozaban el suelo.
Como de una madeja de lana enmarañada, ante mí se devanaban escenas de Madurodam. Con un asombro genuino, como si lo viera por primera vez, observé los bonsáis que simulaban ser robles poderosos, la hierba verde rala que aparentaba ser campos de césped exuberante. De pronto todo estaba absolutamente claro, como en la palma de la mano. La llanura de Madurodam era fina como el papel de arroz, el horizonte relucía con un brillo azulado.
Divisé Amsterdam y su núcleo que tenía la forma de una telaraña cortada por la mitad. Vi el puente Magere Drug que, con su delicada filigrana, recordaba una libélula, la pescadería china en el De Waag, donde coleaban los peces vivos, el mercadillo en la Waterlooplein…, las escenas se deslizaban ante mis ojos, frágiles, envueltas en encajes y límpidas como el gorrito en la cabeza de las doncellas pintadas por Nicolaas van der Waay. Vi los canales sobre los que se asomaban los árboles frondosos. Vi las fachadas de las casas de Herengracht, Keizersgracht, Prinsengracht y Singel, bien alineadas como sartas de las perlas más valiosas. Vi el Munttoren, el mercado de las flores y Artis. Por un instante respiré el aire pesado, caliente y embriagador del Museo Botánico. Delante de mí, como en la palma de la mano, se extendía una ciudad de cielo, cristal y agua. Era mi hogar.
Vi el pequeño Museo de Ana Frank y la cola de visitantes en la entrada que serpenteaba como una lombriz de tierra. En la planta baja del museo me vi a mí misma de pie delante de la pantalla del ordenador, absorta en la solución del cuestionario sobre la niña Ana Frank:
Question 1. Whom did Anne first share her room with? Question 2. Whom did she have to share it with later on? Question 3. What did Anne do to liven up her room? Question 4. Who built the bookcase? Question 5. From which country did the Frank family flee? Question 6. Were all Anne’s girlfriends refugees?
Por primera vez me asalta el pensamiento de que la casa de Prinsengracht 263 se parece a las casas que me obsesionan en mis pesadillas. Ahora, con una sensación de liviandad interior, he subido las escaleras virtuales, he abierto y cerrado las puertas, también virtuales, y he abandonado el recinto con un simple clic de uno de los botones del ratón del ordenador. El temor ha desaparecido en algún lugar. Ya no tengo miedo. El Escape siempre ha existido como opción.
También evoqué en mi mente el Tribunal de la Haya, del tamaño de una caja de cerillas suecas, y los pequeños jueces con sus togas, los pequeños acusados y testigos, los pequeños abogados defensores y los fiscales. Los sucedáneos en miniatura simulaban una vida en la que existía la justicia y la culpa. En la realidad no existen ni culpables ni inocentes, ni buenos ni malos, sólo existe la mecánica, el impulso. Lo único importante es el movimiento y nada más que el movimiento. Que se muevan los molinos, pequeños y bulliciosos como los gorriones de ciudad; que se suban y bajen los puentes; que, como moscas teledirigidas, zumben las lanchas por los canales; que las pequeñas prostitutas del Barrio Rojo corran y descorran las pequeñas cortinas de sus escaparates, y que lo hagan metódica y puntualmente, como antiguos barómetros domésticos; que los pequeños policías, sobre caballos no mayores que los ratones blancos, cabalguen por la ciudad con regularidad. Y mientras las cortinas se corran y descorran, mientras los molinos se muevan, mientras los bonsáis crezcan, mientras la sangre fluya en nuestras venas de filigrana, mientras nuestros corazones de filigrana latan, todo estará en orden. En el idioma de Madurodam no existen las palabras «fatalidad», «destino» o «Dios». Dios es pura mecánica, la fatalidad un error mecánico. Sólo falta que yo, que por voluntad propia o ajena he acabado en Madurodam, lo comprenda.
1. What was the name of the country in the south of Europe that fell apart in 1991? a) Yugoslovakia, b) Yugoslavia, c) Slovenakia. 2. What was the name of the inhabitants of that country? a) The Yugoslavs, b) the Mungoslavs, c) the Slavoyugs. 3. Where do these people, whose country has been disappeared, live now? a) They are no longer alive, b) They are barely alive, c) They have moved to another country. 4. What should people who have moved to another country do? a) They should integrate, b) They should disintegrate; c) They should move to yet another country.
Sólo tengo que comprender que todo es una simulación, y que por lo tanto no tengo la culpa, que no ten-go la cul-pa de na-da bajo la cúpula celeste de Madurodam; que todo es cuestión de perspectiva, que las cosas son grandes si las vivimos como grandes, que son pequeñas si las percibimos como pequeñas; comprender que para nosotros, habitantes de Madurodam, son más peligrosas las urracas que de vez en cuando se posan en los tejados de nuestras casas, que estas urracas son un peligro in-com-pa-ra-ble-men-te mayor que el repentino grito de un niño cargado de un odio inexplicable, que hace apenas un instante me ha causado un dolor improcedente…
Era por la tarde. El crepúsculo era soberbio; el sol esparcía a su alrededor en grandes ráfagas un cálido color terracota. Caminaba hacia el bosque, apenas rozaba el suelo con los pies. Reinaba un silencio insólito, a mi lado zumbaba a veces alguna bicicleta. Vi mujeres con pañuelo en la cabeza, sentadas en la hierba como gallinas cluecas, rodeadas de una multitud de niños. Mis fosas nasales se llenaron del olor del césped recién cortado. Por fin me adentré en el bosquecillo no muy frondoso y, a través de los árboles, vislumbré el color azulado del lago. El aire era caliente y aunque acababa de empezar agosto, olía a otoño. Caminaba respirando a pleno pulmón. Y no sabría decir cuánto tiempo estuve andando y cuánto necesité para llegar a un claro…
… en el que crecían exuberantes flores silvestres, por el centro brincaba entre el musgo un límpido arroyo, y el sol atravesaba con oro las ramas enmarañadas de los robles. En un tronco junto al agua, estaba sentada una lozana muchacha de ojos negros; llevaba el abundante pelo recogido en la nuca, un ligero vestido veraniego de muselina rosa flotaba a lo largo del cuerpo armonioso, una sencilla cruz colgaba de la cinta negra alrededor de su cuello y, delante de ella, un sombrero descansaba en la hierba junto a un cancionero. A su alrededor se sentaba una pequeña bandada de chiquillos del pueblo, niños y niñas, caras vivarachas, alegres, de ojos avispados, y todos tan blancos y limpios que daba gusto mirarlos; muchas de las niñas habían tejido una guirnalda de flores silvestres y se la habían puesto en sus cabecitas; la joven señorita en medio del círculo de los niños levantaba una mano y marcaba a su tropa el ritmo de la canción, y todos los ojos de ratoncito seguían fervorosamente su índice, mientras las boquitas se abrían de par en par emitiendo un sonido angelical. Era una imagen, en verdad, maravillosa, esos pequeños rostros solemnes, los chiquillos entusiasmados meciendo la cabeza en los hombros, las niñas tímidas y erguidas como velas, y entre todos la faz inteligente, iluminada por una sonrisa de satisfacción, el ojo penetrante que cuidaba de cada cabecita como el pastor de sus corderos. Dos niñas sentadas al lado de la maestra tejían una gran guirnalda de hojas verdes. Cuando la terminaron, se levantaron las doncellitas despacio, de puntillas se aproximaron a la joven y le colocaron la guirnalda en la cabeza. La canción se apagó, y como abejas, los niños volaron hacia la maestra, gritando a voz en cuello. La joven se levantó, se puso el sombrero y emprendió la marcha por el bosque entre los alegres críos, como un hada…