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Humpty Dumpty sat on a wall.

Humpty Dumpty had a great fall.

All the King’s horses and all the King’s men

Couldn’t put Humpty together again.

LEWIS CARROLL

Las pesadillas habían empezado a hostigarme ya al principio de la guerra y también cuando Goran y yo nos fuimos de Zagreb. Tenían la misma estructura y estaban ligadas a la casa, al hogar. La casa de mis sueños tenía dos partes: un anverso y un reverso. Conocía el anverso, y descubría el reverso en mis sueños. El reverso era un «doble fondo», «una higa en el bolsillo», «una caja sorpresa con payaso». Solía encontrar en las pesadillas unas escaleras, una puerta, un pasadizo que me conducía a la parte paralela de la casa que nunca había imaginado que existía; o de repente me topaba con que la casa se sostenía en vilo, como un castillo en el aire. Si apartaba la estantería de la pared, podía hallar un gran agujero a través del cual soplaba un viento atroz, o advertía que faltaba todo el muro exterior, o que la casa pendía de una cuerda, deshilachada y fina como una hebra.

Los espacios paralelos en mis sueños eran siempre amenazadores, se revelaban como muecas horribles, como una advertencia hostil. Las pesadillas llegaban como una repentina ráfaga de viento, luego se aplacaban por un tiempo para volver con más virulencia. Así hasta que empezaron a escasear y por fin desaparecieron.

Los sueños acabaron tejiendo un ovillo delirante, y yo los olvidé. Sólo recuerdo uno de ellos más o menos entero. La casa se parecía a un laberinto, tenía varios niveles y la formaban piezas distintas que no se correspondían. El techo era muy alto, como si fuera el de una iglesia y no el de una casa. En un momento determinado advertí que el techo se inflaba y que algo similar a un embudo cobraba forma en él. Al segundo siguiente, el techo explotó y a través del «embudo» empezaron a colarse ¡libros! Primero caían como una riada de trigo almacenado y luego como una avalancha. Las hojas de los libros volaban por el aire, que se había vuelto espeso debido al polvo. Goran no estaba, pero al fondo del espacio vislumbré a mi madre que parecía plantada en el suelo, con la cabeza elevada hacia el techo. Corrí hacia ella, tiré con fuerza de su mano y salimos a la calle. La casa se desmoronó detrás de nosotras como un castillo de naipes.

—¿Y la llave? ¿Dónde tienes la llave? —gritó mamá.

—No la tengo —dije, sintiéndome culpable a la vez que me molestaba lo absurdo de la preocupación materna. Para qué queríamos la llave si no teníamos casa, pensé.

—Bueno, ahora ni siquiera tenemos la llave —constató mi madre con tono desesperado.

El piso de Geert y Ana se componía de un dormitorio, un salón, una cocina pequeña y estrecha con terraza, un angosto pasillo y un baño minúsculo. En una mesa baja en un rincón del salón estaba la televisión y un montón de cintas de vídeo, y al lado un tiesto con un ficus medio seco. Una estantería con unos cuantos libros se apoyaba contra una pared, y contra otra, un sofá viejo con una funda de un sucio color indefinido. Sobre el sofá colgaba un póster amarillento del ilustrador Dušan Petričić. Era un alegre plano de Belgrado de la época yugoslava. En la mesa baja junto al sofá me esperaba la lista de instrucciones de Ana: a qué número había que llamar si sucedía algo con el teléfono, la luz o el gas; dónde estaba la llave del agua, y cosas parecidas. La moqueta del salón estaba sucia y deshilachada, el papel de las paredes se hallaba en un estado lamentable, los cristales de las ventanas, sucios, y no había cortinas. En las persianas se había acumulado una gruesa capa de polvo.

Sin pensarlo demasiado fui a la primera tienda y compré productos de limpieza, todo tipo de cepillos, esponjas y estropajos. Empecé por el dormitorio. No dejé un solo rincón sin frotar y le di la vuelta a todo lo que se le podía dar. Fregué las ventanas y las puertas, y le di una buena batida al armario con alcohol de limpieza para quitarle el olor a rancio. Descolgué las persianas y también las lavé con alcohol. Eliminé el polvo de todas las cosas, incluso de las paredes, con el aspirador. Luego coloqué mi ropa en el armario y en la cama puse las sábanas limpias que había traído yo. El espacio del dormitorio me parecía más soportable. Una parte del territorio estaba limpia.

Luego reuní toda la basura. Tiré un montón de periódicos viejos y de vajilla y restos de comida. Quité el póster amarillento de la pared del salón. En el baño tiré también todo lo que se podía tirar. Lo metí en una bolsa negra de basura y la dejé junto a la puerta de la calle con la intención de llevarla por la mañana al contenedor. Después lo limpié concienzudamente. Puse en el lavabo la jabonera de porcelana que había comprado en cierta ocasión y guardé los cosméticos en el armarito de encima. Y cuando me pareció que el baño estaba más o menos decente, me duché, caí muerta en la cama y dormí hasta la mañana siguiente.

Al día siguiente me dediqué a limpiar la cocina. Tardé un buen rato y me costó mucho quitar la grasa acumulada de los armarios, del frigorífico, de la cocina de gas, de los azulejos, de la ventana y de la puerta. Aunque me dolían los brazos, seguí con el salón y el pasillo. Pasé el aspirador por las paredes, por la moqueta ajada del salón, por el sofá. Estos dos últimos despedían un olor desagradable, así que los restregué bien con un cepillo y espuma seca hasta que me pareció que el hedor había desaparecido.

El papel de las paredes estaba irremediablemente sucio. Fui a la tienda más cercana y compré pintura, brocha, pegamento para papel y una escalera. Durante los dos días siguientes pinté las paredes con gruesas capas de pintura. El papel, por suerte, era de esos que se pueden pintar. Pronto todo tuvo mejor aspecto, pero los muros recién pintados hacían destacar la suciedad de la carpintería. Pasé una lija por las superficies de madera y luego las pinté con pintura al aceite. Todo eso me llevó dos o tres días.

Después me tocó ir a la compra. En una tienda encontré un cobertor de un color blanco grisáceo. Cuando lo coloqué en el sofá, puse una lámpara que había comprado antes en la mesa baja, flores en un jarrón y colgué en la pared un póster sólidamente enmarcado —una fotografía en blanco y negro de Lewis Hine que mostraba a los obreros en la construcción del Empire State Building mientras desayunan colgados en el aire—, el salón parecía más tolerable. Ciertamente, aquello era un piso de estudiantes, pero era lo que menos me molestaba.

Llené los armarios de la cocina con las cosas básicas. Compré una tetera nueva y una taza de porcelana muy mona para el té. También me ocupé del ficus. Lo saqué a la terraza, le cambié la tierra y lo trasplanté a una maceta más grande y más bonita. Podé las ramas secas, limpié todas las hojas y lo volví a meter en el salón. Repasé la colección de vídeos que habían dejado Geert y Ana, les quité el polvo y los coloqué ordenadamente en la estantería junto a sus libros, cuyos forros había limpiado también con alcohol, y junto a los que yo había traído.

Di unas cuantas vueltas por el piso buscando algo que aún pudiera arreglarse, y así advertí que en el pasillo, encima de la puerta del salón, el papel estaba un poco hinchado. Saqué la escalera del armario donde estaban los contadores del gas y de la luz. Me subí al último peldaño y toqueteé el sitio abultado. Al soltar el aire contenido, el papel estalló como un balón pinchado. La pared empezó a desconcharse. En el lugar en el que hacía apenas un instante había papel, ahora se mostraba una pared de hormigón recubierta de postales amarillentas y recortes de revistas. Arranqué una esquina para ver de qué se trataba. Un trozo aún más grande de papel junto con unas cuantas capas de pintura se separó del muro y con gran estruendo cayó al suelo. Ante mí, se podía apreciar una vista panorámica sobre un friso insólito. Era un collage pornográfico, la obra de un aficionado, un homosexual que probablemente había vivido allí antes que Geert y Ana… El fondo imitaba espacios de la Grecia y la Roma antiguas, y delante aparecían unos jóvenes morenos desnudos con coronas de laurel en la cabeza que posaban torpemente haciendo pis, besándose y abrazándose. El papel del color de la orina vieja, que se había incrustado por completo en la pared, me provocó una náusea repentina.

Me bajé de la escalera y me senté en el sofá. Allí me quedé un rato como clavada. Un silencio inusual llenó la habitación. Y entonces se oyó un chisporroteo. Contuve la respiración mientras observaba cómo se despegaba el papel de las paredes y las grietas se abrían camino serpenteando y uniéndose unas a otras. El papel se hinchaba, se despegaba, se doblaba y saltaba como un muelle, se deshacía en pedazos que caían al suelo con un ruido seco particular. A mi alrededor flotaba el polvo de las paredes llevado por un viento invisible. Eché un vistazo a la puerta de la calle. La llave estaba allí. El silencio volvió a apoderarse de la habitación. Me miré las manos: estaban rojas e hinchadas. Abrasadas por los fuertes productos de limpieza, las tenía en carne viva con pequeñas pieles desolladas que dejaban al descubierto minúsculos cortes sangrantes.

Caí en la cuenta de que en los últimos días no había mirado ni una sola vez por la ventana. No sabía si era por la mañana o por la tarde, ni qué hora era ni dónde me hallaba. Estaba sentada allí, sujetando en la mano un invisible visado low-life y despellejándome por dentro.

Sabía que tenía que moverme y hacer algo, cualquier cosa. Sabía que debía impedir el ataque de desesperación que acababa de detenerse en mi garganta. Me puse de pie y, sin fijarme en lo que cogía, alcancé la primera cinta de la estantería y la introduje en el vídeo. Volví al sofá, levanté un poco el cobertor, lo sacudí suavemente para que los trozos de papel que habían caído encima resbalaran al suelo, y me tumbé…

En un momento de la noche me despertó el ruido de la televisión y me levanté. La pantalla derramaba nieve por la habitación. Abrí la ventana. Fuera reinaba una cálida noche de julio. La plaza de cemento estaba iluminada por el claro de luna y el rótulo de neón de BASIS en el edificio de enfrente. Por la derecha asomaba el extremo turquesa de la pequeña cúpula de la mezquita de hormigón. En la plaza crecían unos castaños achaparrados de copas ralas. Debajo de uno de ellos había un hombre sentado en un banco. Tenía un turbante en la cabeza. Daba la impresión de que dormía.

El piso de Geert y Ana se hallaba en una de esas colmenas grises de construcción barata, en uno de esos barrios grises que se alzan alrededor del centro de la ciudad, como llaves que cuelgan del aro enganchado en el cinturón del señor del castillo. Algunos llaman guetos a estos barrios. A éste en concreto lo llamaban Pequeña Casablanca; de eso me enteraría más tarde.