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I’m like a stepping razor

Don’t you watch my size

I’m dangerous, I’m dangerous

Treat me good

If you wanna live

You better treat me good

PETER TOSH, Stepping razor

En cuanto sonó el timbre supe que Igor estaba delante de mi puerta. Sabía que iba a venir en busca de una respuesta. Entró, dio una vuelta por la habitación como si tuviera claustrofobia y no estuviera seguro de querer quedarse, y luego dejó la mochila en el suelo.

—Ummm, ¿así que ésta es su choza?

—Sí, ésta es mi choza…

—Un cuarto, una cocina minúscula y un cuarto de baño con ducha porque no cabe una bañera. Una pequeña habitación de tres por dos… —dijo irónicamente. Esto último era el estribillo de un anuncio de televisión yugoslavo.

—Espero que usted viva mejor.

—Bueno, se ha fabricado su nido en un sótano… —continuó socarronamente.

—En un semisótano… —puntualicé, conciliadora.

—No abundan los libros precisamente… Teniendo en cuenta que son su trabajo… —prosiguió, echando un vistazo a mi pequeña biblioteca.

—¿Quiere tomar algo? —pregunté, pasando por alto la observación.

—Un café. De todos modos es lo único que tiene en casa, ¿verdad?

Mientras preparaba el café pensaba en lo que iba a decirle. Aunque las tazas estaban limpias, las lavé. Tardé una eternidad en encontrar el azucarero. Andaba de acá para allá, ganando tiempo.

Es de Zagreb, señor conde, una auténtica zagrebiense y, a decir verdad, una muchacha extraña. Aún es joven, pero tiene una voluntad de hierro y una perseverancia heroica. No hace falta decir que las asignaturas corrientes le son de sobra conocidas, pero es que además sabe francés e italiano, se le da bien la música y es hábil dibujando, por no decir que borda como los ángeles. Siente tal entusiasmo por su oficio que cumple, diríase que con pasión, todas sus obligaciones; posee cierta tendencia al idealismo, y tan joven como es se ha impuesto a sí misma una tarea sagrada: reformar y ennoblecer las almas que le han sido confiadas…

Era un fragmento de Branka, la novela de August Šenoa, una obra clásica del Romanticismo que trataba de una maestra, imbuida de los ideales del Resurgimiento croata del siglo XIX, que se va de Zagreb a un pueblo desolado, Jalševo, para enseñar a los niños. Vuelta de espaldas, vertía el café en las tazas y escuchaba a Igor leyendo el fragmento del libro que yo había tomado prestado de la biblioteca de la facultad. Notaba cómo me temblaba la barbilla y temía romper a llorar. Igor había elegido una forma infantil para herirme. Presentía que ese jueguecito con Šenoa era sólo el preámbulo de la función que había preparado.

—¿De modo que hace meses que contempla las piernas de los transeúntes? —preguntó dejando el libro y señalando con la cabeza en dirección a la ventana enrejada.

—El hombre acepta ciertas cosas cuando sabe que son provisionales… De cualquier forma, me voy dentro de unos días… —contesté lo más tranquila posible.

—¿Por qué está tan segura de que las cosas son provisionales? —No le interesaba adonde iba, o fingía que no le interesaba.

Le ofrecí una taza de café. Sabía que me estaba provocando, por lo que decidí ser la primera en afrontar el tema.

—Igor, escuche, lo siento de verdad… —empecé, dejando la bandeja del café en la mesa.

Well, you are sorry

—Siéntese —dije yo mientras me sentaba. Él siguió de pie, dándome la espalda, la vista clavada en los barrotes de la ventana.

—Sé que ha venido por la nota…

Se volvió y posó en mí sus ojos oscuros y un poco rasgados.

—Digamos que así es —replicó—, ¿y?

—No sé… —Mi voz sonaba rota, y me temblaba de nuevo la barbilla.

Se volvió, cruzó la habitación y se detuvo delante de la cesta en la que guardaba fruslerías, entre ellas los regalos que me habían hecho por mi cumpleaños. Igor rebuscó en la cesta…

—Con lo bien que había empezado todo, ¿verdad? —dijo sacando dos pares de esposas de la cesta.

—Pues sí… —afirmé cautelosa.

By the way, ¿alguna vez ha intentado ponérselas en las manos? —preguntó señalando las esposas.

—¿Para qué? —Mi tono era seco.

—Por curiosidad. ¿No le ha interesado saber cómo se abren?

—No…

—¡Ay, compañera, dónde está esa curiosidad científica! —se burló.

Ese tono medio en broma medio de reproche me hizo enrojecer. De nuevo estaba a punto de echarme a llorar.

Igor se me acercó, cogió la taza de café que yo sostenía en la mano y la puso en la bandeja.

—¿Y si probamos ahora? —dijo. Cogió mi muñeca y depositó en el pulso un leve beso. Sus labios estaban fríos y secos.

Y entonces esposó hábilmente mi muñeca al brazo de la silla.

—¡Ajajá!, ahora es mi prisionera… —dijo con galantería.

—Está de broma…

Con gran esfuerzo daba respuestas que no eran mías. Igor acercó su silla, se sentó y me cogió la mano libre.

—Confiese que está impresionada con mi rapidez. He estado ensayando durante horas.

Retiré la mano.

—Vamos, quíteme las esposas. Si ha entrenado tanto sabrá cómo se hace —dije intentando sonreír.

De nuevo cogió mi mano libre, se la llevó a la mejilla y la acarició.

—Ah, compañera, tiene una mano decimonónica.

—¿Una mano qué?

—Pues como las que suelen describir en las novelas del siglo XIX. Una mano blanca y pequeña…

Movía mi mano en la suya como si fuera un guante.

—Y se muerde las uñas. Como una niña… Venga, ayude a su alumno… —dijo, poniendo de repente la cabeza en mi regazo.

Estaba tensa como una cuerda de piano. Con la mano libre acaricié su pelo. Por un instante se quedó adormilado en esa postura. Y luego levantó la cabeza, cogió mi mano, lamió la palma y con el otro par de esposas sujetó mi muñeca al otro brazo de la silla.

—Ahora es mía, sólo mía… —dijo seductoramente.

—Ya está bien, acabemos con este juego estúpido —exigí yo, sonrojada.

—¿Sigue creyendo que es un juego? —preguntó irónico.

—Termine ya con sus payasadas, Igor. Si piensa que ésta es la forma de conseguir justicia…

—¡Justicia, qué bobada! Desde luego no tiene ninguna imaginación, compañera. No me interesa la justicia.

—No lo he aprobado porque estaba convencida de que usted me había acusado a Cees Draaisma… —mentí.

—¿Yo?

—Después del primer semestre, uno de ustedes se quejó a Cees de que no habían hecho nada en las clases, de que habían perdido el tiempo conmigo y de que los había obligado a ir de bar en bar.

Don’t tell me?! —dijo burlándose. Parecía que la historia no le sorprendía lo más mínimo.

—Me lo dijo Cees.

—¿Y usted cree de verdad que fui yo?

—Alguien tuvo que ser. Usted o cualquier otro.

So what?

—¿Cómo que y qué? Me mintieron, me traicionaron, no tuvieron narices de decirme abiertamente lo que pensaban, y en cambio se fueron corriendo a chivarse a Cees…

—¿Y por eso decidió vengarse de nosotros?

—No me vengué. Hice mi trabajo.

—¿Y si resultara que nadie se quejó? ¿Y si Draaisma se lo hubiera inventado?

—¿Por qué iba a mentir Draaisma?

—Para jugar un poco, para demostrarle a usted qué fácil es manipularnos a todos…

—No lo creo. Sonaba demasiado convincente. Daba la impresión de que tenía un informe completo de todas nuestras clases.

—Ay, compañera, el problema no es de Cees ni nuestro, sino suyo. Estaba deseando caer en la trampa. Podía haberlo pasado por alto y haberlo olvidado. Incluso aunque la hubiéramos acusado, podría haberse callado astutamente, podría habérnoslo perdonado. Podría haberse compadecido de nosotros, somos colegas, somos una mierda. Podía habernos hablado. Como ve, el repertorio de respuestas a la situación no era pequeño. Pero usted eligió llevar a cabo su little angry war contra sus alumnos.

—¿Qué guerra? No entiendo nada de lo que dice.

OK, then… ¿Por qué me ha puesto un insuficiente?

—No sé… —dije. Era la respuesta más sincera que podía darle.

—Lo sabe muy bien, fucking-bitch compañera, pero le da vergüenza reconocerlo —afirmó, rozándome levemente la rodilla.

—¿Qué manera de hablarme es ésa? ¡Tenga cuidado! ¡Y quíteme enseguida las esposas o llamaré a la policía!

—Pero qué patética es usted, compañera.

—¿Por qué?

—Apuesto a que ni siquiera sabe el número de la policía.

Tenía razón. No lo sabía.

—¿Qué es lo que quiere de mí exactamente?

—Parece que se hubiera aprendido el diálogo de una película de serie B. ¿Qué quiero? No tengo ni idea. Igual que usted no sabe por qué no me ha aprobado, yo tampoco sé lo que quiero. Apretarle un poco las clavijas, eso es lo que quiero, ver cómo saca las castañas del fuego, oír su verdadero tono…

—¿Qué tono?

—Hay canguelo, ¿eh, compañera? Es como un libro abierto, y sin embargo algo le impide quitarse esa máscara de compañera maestra. Como si estuviéramos en un jodido curso de jodida defensa territorial.

—¡Basta! ¡Gritaré! —dije sintiendo cómo me hundía en mi propia estupidez.

—Si grita le daré una bofetada.

—No se atreverá.

Wanna bet?

Y antes de que consiguiera recuperarme, Igor me estampó un bofetón. Me quedé sin aliento…

—Usted no es normal —mascullé.

—¿Y usted sí lo es?

—¿Pero cómo se atreve a hablarme así? —le espeté, recobrando la respiración.

As I want to. Mind you, ya no es mi profesora, así que no es necesario que bufe y se haga la importante.

—Igor, por favor, no sea infantil, puedo coger el teléfono, llamar a la secretaria y cambiar la nota.

—¡Por Dios, maestra!, soy un alumno demasiado bueno para que su insuficiente me haya afectado. —Rezumaba ironía.

Guardé silencio. Tenía razón. No sabía cómo defenderme ni qué decirle. Tampoco tenía fuerzas para ello. Estaba al límite, me daba miedo perder la paciencia. Respiré profundamente y dije con cautela:

—Igor, perdóneme, por favor…

—No hay manera de sacarle la palabra correcta —dijo tranquilo.

—¡No, no la sacará, porque no la tengo! Sigo sin entender lo que quiere de mí. ¿La palabra correcta? Hace meses que yo misma no puedo sacarme una palabra correcta.

Temblaba de rabia. De nuevo tenía la impresión de pronunciar las palabras como si fuera una alumna del curso de croata para extranjeros. Intenté quitarme las esposas. Gemí de dolor.

Igor contemplaba mi protesta como si estuviera viendo una mala función de teatro. Y luego se llevó la mano al bolsillo y extrajo un rollo de cinta adhesiva.

—¿Dónde guarda las tijeras?

—En la estantería —dije entre lágrimas.

Cortó un trozo de cinta y con habilidad, como un ladrón, la pegó en mi boca.

—Bueno, por fin tiene lo que quería. Una película. A movie of the week. Ay, compañera… Es una fierecilla arrogante. Todavía se cree alguien. Sabe de sobra que está en un apuro, pero todavía cree que no es muy grave. Todavía se cree que tiene un estatus, cuenta con sus bienes; con su marido, aunque se le haya largado a Japón; aún cuenta con su piso, aunque en él vivan otras personas; con sus libros, aunque ya no sean suyos; con su doctorado, aunque tenerlo sea igual que no tenerlo. En un rinconcito de su cerebro todavía cuenta con poder rehacer la vida tal como era. Lo que le ha sucedido hasta ahora no ha sido más que una pequeña excursión. Pero basta con chasquear los dedos y, ¡ale hop!, todo volverá a ser como antes. ¿No es así? Am I right? Y pese a que hace ya diez meses que vive en este sótano y enumera las piernas de los que pasan delante de sus narices, y pese a que se ha hartado de ver películas baratas, me apuesto lo que quiera a que nunca ha probado a imaginarse su vida en otro escenario. Digamos que está en un escaparate del Barrio Rojo, en un cuartito con una palangana minúscula y una toallita, y espera al cliente. No ha intentado imaginarse fregando retretes, por ejemplo, aunque ha oído que Selim los friega. O haciendo compañía a seniles ancianos holandeses, como Meliha…

»¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que sus alumnos son mejores que usted, mejores personas? ¿Eh? Usted no es insensible, compañera, quizá por un instante lo ha pensado, pero se ha apresurado a ahuyentar semejante idea. ¿Se le ha ocurrido que algunos de sus alumnos saben más, sólo que ellos, a diferencia de usted, han pasado por la escuela de la humillación y por eso no se hacen los importantes? Han aprendido en sus propias carnes la lección acerca de la relatividad de las cosas. Porque las cosas son relativas. Las distancias, hasta ayer mismo, se medían en centímetros. Podía haberle caído una granada, por casualidad no ha sido así. Como es natural, se ha compadecido de los que han sufrido la explosión directamente. Sin embargo, en un escondrijo de su cerebro piensa, aunque jamás lo reconocería, que la granada ha elegido dónde caer. Y si ha elegido, es que tiene que haber una fucking razón para ello. Algo le impide enlazar las cosas, comprender que sólo por ese pequeño error es nuestra profesora. Podría haber sido fácilmente lo contrario. Podría haber sido una refugiada sentada en el pupitre y Meliha podría haber sido su profesora. Esa granada nos ha reducido a todos a una mierda humana, pero usted, de algún modo, sigue pensando que es menos mierda. Se ha aferrado a una pequeña ventaja momentánea como a la ley de Dios…

»Dígame, ¿se le ha pasado por la cabeza que, en realidad, nos ha estado torturando todo el tiempo? ¿Ha caído en la cuenta de que estos alumnos suyos, a los que ha obligado a recordar, precisamente lo que anhelaban era olvidarlo todo, y de que han simulado el recuerdo sólo para agradarle a usted? Como los indígenas de Papua, que se inventaron los mitos caníbales sólo para complacer a los antropólogos. Sus alumnos, a diferencia de usted, han logrado amar este país. Esta llana, húmeda e insulsa Holanda tiene, no obstante, algo de lo que los otros países carecen Es la tierra del olvido, una tierra sin dolor. Aquí, las personas, por voluntad propia, se convierten en anfibios, se mimetizan con el color de la arena y se aletargan, como fucking anfibios. Y no desean nada más que este letargo. Y la llanura holandesa, como un buen papel secante, lo absorbe todo: el recuerdo, el dolor, toda esa mierda…

Igor se detuvo un instante como si se hubiera cansado. Cogió el libro de Šenoa de la estantería y con aire ausente ojeó las páginas. Las lágrimas corrían por mis mejillas. No sabía de dónde procedían, de la humillación, de la autocompasión, de lo trágico o cómico de la situación en la que me hallaba… Dios mío, pensaba, es un hombre adulto, es la persona que está más cerca de mí en estos momentos, más cerca que ninguna otra en mi vida, y yo no tengo manera de decírselo. Y da completamente igual si tengo la boca sellada o no. Sea como fuere, no sería capaz de pronunciar una palabra razonable y exacta.

Como si me hubiera leído el pensamiento, Igor se volvió hacia mí. «El barómetro de su corazón cae y sus ojos están arrasados en lágrimas…», citó.

Yo estaba al otro lado. Entre nosotros había un muro invisible de hielo. Me pregunté si sabría él que en ese momento sólo tenía un impulso: golpear con fuerza mi frente contra la superficie helada. Porque yo era la que necesitaba ayuda. Algo no funcionaba en mi corazón. Pero no era capaz de cuantificar los daños propios. Necesitaba desesperadamente un refugio, un regazo cálido para cobijarme en él por un instante, para apagar mi dolor, para volver en mí, para volver en mí al menos por un momento…

—¿Qué puedo hacer con usted, compañera? —dijo tirando teatralmente el libro al suelo—. ¿Eh? La literatura menor no merece un gran gesto de resistencia… Don’t you worry… No hay motivo para tener miedo. En realidad, me da pena. Es maestra de literaturas menores, que en los últimos tiempos han encogido aún más. Carga con ese fardo, y es lo único que tiene. Los años han pasado, y está su profesión, ¿cómo tirarlo ahora todo por la borda? Y, en efecto, ¿qué otra cosa iba a hacer sino salvar lo que aún se podía? Al estilo de «se ha derrumbado, niños, vamos a limpiar las ruinas, vamos, pequeños, vamos a jugar un poco a la arqueología…».

»¿Y se ha preguntado alguna vez qué era eso tan jodidamente importante que se ha derrumbado? ¿Montones de libros en un idioma que hace falta a muy poca gente? Todos esos Šenoa, Đalskiji y Kumičić, todos esos Lazarević, Šantić y Glišić, todos esos Župančić, Voranc y Cankar, todos esos capullos y capullitos marchitos, todos eran enciclopedistas rurales. Todo lo que nuestros escritores paletos han escrito contiene sólo una idea, la de alfabetizar al pueblo. Y la verdadera literatura no sirve para alfabetizar, sino que cuenta con los cultos, right? Cuando se publicó por primera vez Madame Bovary de Flaubert, Zagreb era un pueblo de 16.675 habitantes, si quiere se lo escribo con letras: ¡dieciséis mil seiscientos setenta y cinco! La gran literatura europea, Goethe, Stendhal, Balzac, Gógol, Dickens, Dostoievski, Flaubert, Maupassant, todo eso ya estaba escrito cuando nuestros assholes locales se pusieron a aprender la primera letra. Cuando Dostoievski publicó Crimen y castigo, en Croacia el ochenta por ciento de la población era analfabeta…

»Get real, compañera, recobre el juicio, mire a su alrededor… El aula está vacía. Sus alumnos han crecido más que usted, se han dispersado por el mundo, han establecido otros criterios de valores, han aprendido idiomas, leen en esos idiomas, si es que leen, y si es que eso es importante. Y usted en algún lugar sigue siendo “candidata de la ilustración popular” para quien “no puede haber una labor más honrosa que propagar la ilustración, la urbanidad y el conocimiento entre el vulgo”. En su pecho late el corazón centenario o más viejo aún de la maestra Branka… ¿Qué otra cosa sabe hacer? ¡Ni siquiera ha logrado aprender el fucking holandés! Aunque sólo sea por eso, sus alumnos le sacan ventaja por un idioma.

»¡Y ese juego suyo de los recuerdos! Insistiendo con sus puñeteros recuerdos, y a no mucho tardar toda esa mierda nostálgica se venderá en cualquier parte. Los eslovenos ya venden casetes con los discursos de Tito, han sido los primeros en comprender el valor comercial de la nostalgia. Dentro de unos años la “yugonostalgia” nos saldrá por las orejas, ya lo verá. Y en lo que a mí se refiere, yo de ese antiguo país recuerdo que los motherfuckers locales quisieron ponerme un uniforme militar y enviarme a la guerra. ¡Para que defendiera las conquistas de mi fucking patria! ¿Qué puta patria? Toda era mi patria, desde el Vardar, en el sur, hasta el Triglav, en el norte.

Igor estaba fuera de sí, las palabras se atropellaban en su boca y se paraba a tomar aliento. Yo me había roto en pedazos y me parecía que nunca más volvería a recomponerme en una sola pieza.

—Nadie me apoyó. Nadie. Y si no me hubiera escapado solo, hoy día sería un cadáver. Usted tampoco me apoyó, compañera… Porque no necesitábamos sus fucking notas, ni su fucking literatura. Necesitábamos una persona sensata que pusiera las cosas en su sitio. Y usted se quedó a mitad del camino. Es cierto, al principio vaciló un poco y se alarmó, suspiraba y se retorcía las manitas, pero se rindió pronto. Daba clases de una cultura que se había comprometido por sí sola, y dejó pasar la ocasión de decirlo alto y claro. Disertaba sobre algo que ya no existía. Cuando habló de Ivo Andrić evitó decir que los carniceros culturales locales lo habían cortado en tres pedazos: uno croata, otro bosniaco y otro serbio. Cuando habló de la historia de la literatura, desaprovechó el momento para decir que toda esa historia de la literatura suya se había convertido en una tonelada de carbón, real y simbólica, en el preciso instante en que la Biblioteca Nacional de Sarajevo ardió en llamas y los libros fueron arrojados a contenedores de basura, ¡los libros ardieron, compañera! Esto también es la historia cultural real de los pueblos yugoslavos. La quema. Su verdadera asignatura debería haber sido Estadística y Topografía de la Destrucción. En lugar de eso, usted se limitó al programa. Se ha descalificado a sí misma, compañera, así de simple. No ha apoyado lo que había que apoyar y, peor aún, no lo ha hecho aquí, donde contaba con toda la libertad del mundo…

»Es cierto, sí. Al principio parecía entender algo, que todos estamos enfermos, y que usted también está enferma, pero luego se asustó. Y decidió salvarse a sí misma. Algo así como que lo más importante era atenerse a su trabajo, para eso le pagaban. Y su trabajo era insignificante, un cero a la izquierda, estaba metida hasta el cuello en la mierda moral. Esperaba que si era una good girl obtendría un contrato, y así se zafaría de los problemas. Pero ahí también metió la pata. Se topó con Draaisma, un miserable, como usted, pero él juega con ventaja porque es holandés, y defiende su territorio; él también ha sufrido para conseguirlo, también sabe que es superfluo, como usted, aunque la diferencia estriba en que él tiene cierto poder y por eso le ha dado el trabajo a gente que puede controlar. A su mujer y a uno más tonto que él: Laki.

»Me da pena, compañera. Pille un tipo, un holandés, mientras pueda. En lo que a este país respecta, es un buen país, no la dejará tirada… Y otra cosa más: You are a lucky bitch, compañera, tiene suerte de que le cuente esto, porque de lo que nos ha sucedido a todos nosotros sólo se sale de tres maneras: como mejor persona, como peor persona o como Uroš, con una bala en la sien. Así que ya ve…

Igor se calló de pronto. El cuarto se llenó de un silencio balsámico. Él me observaba atentamente.

—¡Anda! ¡Si resulta que le va a gustar todo esto, compañera! Es una fierecilla, eso es lo que es —dijo poniéndose delante de mí. Con el dedo trazó suavemente las líneas de mi cara, como si escribiera un mensaje en la piel—. Mi pequeña maestrita croata, mi maestrita serbia, mi maestrita bosniaca —decía arrullador.

Contuve el aliento.

—¿Qué voy a hacer con usted, compañera? ¿Eh? Se ha encerrado en sí misma, se ha ocultado tras un caparazón y se ha convertido en una tortuga. Está en su casita y nadie puede hacerle nada. Observa el exterior tras su burka invisible como una joven musulmana…

Igor calló, dio unos cuantos pasos por el cuarto y luego se volvió hacia mí. Metió una mano en un bolsillo y sacó una cuchilla de afeitar. Me quedé petrificada. Se acercó, cogió mi brazo y en la parte externa de mi muñeca derecha, despacio y con cuidado, cortó la carne con la cuchilla. Hizo un corte rápido, pequeño y poco profundo. Primero uno, luego otro y otro…

Yo no sentía dolor. Las lágrimas seguían corriendo por mis mejillas y a través de ellas observaba los hilillos de sangre que manaban por mi brazo. Los cortes sanguinolentos parecían una pulsera natural.

—Así tendrá un recuerdo duradero de mí. En la mano izquierda, el reloj, y en la derecha, Igor, su alumno más querido. Ya me voy, compañera. By the way, uno, uno, dos es el número de la policía —dijo, se levantó, cogió del suelo su mochila y se dirigió a la puerta.

Pero, entonces, regresó y con un rápido movimiento arrancó la cinta adhesiva de mi boca y posó en ella la palma de la mano. Gemí.

—Chsss —me tranquilizó. Separó la mano lentamente, se inclinó y con besos leves, infantiles, lamió mis lágrimas—. Todavía tiene oportunidad de decir algo, compañera —dijo.

Callé como una muerta. Igor casi se metió en mi cara y, sereno, añadió susurrando:

—¿Y qué si fui yo el cabrón que la acusó a Draaisma? Porque podría haber sido yo. Odiaba esa confianza en sí misma de la que hacía gala, sus titubeos que, en realidad, eran falsos, su indignación justiciera que carecía de cualquier base, su tibia participación en todo… Sí, quizá fui yo, porque, entretanto, me he convertido en Terminator. Todos nosotros vamos por el mundo con las mandíbulas apretadas, como Schwarzenegger. Asesinos, delincuentes, inocentes, víctimas, supervivientes, refugiados, los de casa y nosotros aquí, ninguno somos ya las mismas personas. ¡Esta guerra nos ha jodido a todos! De una u otra manera. Ninguna persona normal sale de la guerra intacta. Pero usted me parecía blanca y entera, como una taza de porcelana. Así que era lógico que me entraran ganas de hacerla añicos, de romperla, de sacar algo de su interior, un signo de compasión, un atisbo de piedad, algo…

Igor me contempló con sus ojos oscuros y rasgados como si sopesara mi alma. Yo seguía callada. Y cuando salió y cerró la puerta tras de sí, un silencio pesado invadió la habitación. Aún sentada, paralizada, aguzaba el oído. Luego tragué deprisa y escupí una bala invisible que, desde Dios sabe cuándo, apretaba entre los dientes. Un fuerte grito hendió mi garganta de repente. Supongo que era ese tono que Igor intentaba arrancarme sin éxito todo el rato. Pero ya no estaba para oírlo.