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Observé cómo clavaba la aguja en la yema, cómo, con un aspirador en miniatura, aspiraba una gota de sangre del dedo, cómo con la mano temblorosa introducía el aspirador en el orificio del aparato, cómo seguía en tensión los números en la pantalla, cómo apuntaba cuidadosamente los números en su diario de azúcar, tal y tal fecha, tal y tal hora, tanto y tanto azúcar. La observé mirar preocupada su reloj de pulsera, abrir el frigorífico, sacar las cosas del desayuno, colocarlas en la mesa, dos platos, dos tazas, dos cucharillas, dos servilletas…
—Hazte el café tú sola. Yo ya no tomo, por el azúcar.
Me puse Nescafé en la leche fría.
—Calienta la leche. ¿Es que no vas a comer nada?
—No puedo.
—Pues a mí no me queda más remedio. Todos los días a la misma hora. Es lo que pasa con la diabetes —suspiró.
Observé cómo espachurraba y desmigaba el pan con los dedos como hacen los niños. Ésa también era una de sus nuevas costumbres.
—Me miras como si fuera un conejillo de Indias —se quejó de pronto con un tono desconocido.
—¿Cómo se te ocurre eso?
—Todos estos días nos miras como a cobayas —dijo utilizando el plural.
—No es verdad —repliqué.
Cogió un trocito de pan blando y empezó a amasarlo en forma de bola. Sentí un nudo en la garganta. Me voy a poner a llorar, pensé. Ella también se va a poner a llorar.
—¡Como si te hubiéramos hecho algo! ¡Como si tuviera yo la culpa de que Goran te haya dejado! Y de que las cosas hayan pasado como han pasado…
No debo caer en la trampa, repetía en mi fuero interno, no debo caer en la trampa.
—Después del desayuno tenemos que hacer el equipaje y llamar a un taxi —dije de la manera más tranquila posible. Me di cuenta de que inconscientemente yo también había utilizado el plural.
Se picó.
—¿Los holandeses tienen la misma hora que nosotros?
—Ya sabes que sí.
—¿Y allí también falta media hora para las nueve igual que aquí? —dijo con un tono que delataba su decisión de no rendirse.
—Sí. Incluso lo dicen como nosotros, falta media hora para las nueve, pero en holandés.
—No sé por qué me había parecido que tenían una hora menos…
—No. La hora es la misma.
—No sé… No me acaba de gustar que estés allí… —suspiró, subrayando el allí.
—¿Por qué?
—Seguro que huele mal por esos canales.
—No, no huele mal.
—El agua está estancada. Estoy segura de que apesta.
—Por extraño que parezca, no apesta.
—¡Yo no viviría allí ni aunque me pagaran por hacerlo!
—¿Por qué?
—Porque llueve sin cesar y por los canales nadan las ratas.
—¿De dónde sacas eso?
—Lo he visto en la televisión —mintió.
—Pues yo no he visto ni una.
—Tú nunca ves nada… Vas por el mundo como en una nube.
Se me encogió el corazón. Ahora, antes de la partida, buscaba un punto donde poder herirme. La abandonaba y ella buscaba la forma de castigarme. Antaño, conversaciones como ésa me hacían llorar, pero con el tiempo aprendí a protegerme. Ahora, su lengua afilada me hacía añicos.
—Voy a hacer la maleta —dije, me levanté de la mesa y fui a la habitación.
Ella me siguió.
—¿Quieres llevarte algo?
—¿El qué?
—No sé… ¿Quieres mermelada casera de ciruela?
—¿De dónde has sacado la mermelada?
—Me la ha dado la señora Buden… Yo no puedo tomarla, por el azúcar…
—Vale, me la llevo —dije para contentarla.
Trajo un tarro de mermelada envuelto en una bolsa de plástico.
—Ponla entre la ropa, para que no se rompa. ¡Dios mío, nunca has aprendido a hacer equipajes! —dijo mientras alisaba la ropa en el bolso de viaje.
—¿Quieres algo más? ¿Algo de tus cosas viejas?
—No me hace falta nada —contesté yo, cerré la cremallera y miré el reloj. Aún quedaba tiempo de sobra hasta que saliera el avión—. Dale esas cosas a alguien. Dáselas a la vecina, a Vanda —añadí. («Cuando voy allí, me siento como si hubiera ido a mi propio entierro», había dicho Nevena.)
Pasó por alto deliberadamente mis últimas palabras. Me preparé otro café.
—Siempre tomas ese Nescafé frío. Podrías calentar la leche…
—Me gusta así.
—Sigues igual de testaruda… ¿Por qué no llamas a un taxi?
—Hay tiempo.
—¡Llama! Tardan mucho en llegar.
—Hay tiempo…
Me miró y bajó los ojos. Aterradas, buscábamos un territorio indoloro.
—Podría tomarte la tensión. Seguro que nunca te la has tomado —sugirió.
—Venga —acepté. El golpe fue tan doloroso que a duras penas recobré el aliento. («Me siento como un saco de boxeador, ¡me duele todo!», había dicho Boban.)
Trajo un estuche de plástico; con cuidado sacó de él el tensiómetro. Se ató despacio el manguito alrededor del brazo izquierdo, lo apretó, y con la otra mano pulsó el botón. Escuchaba atenta el zumbido del aparato y seguía los números en la pantalla a la espera de que se parara.
—Tú tensión es normal —dijo con cierta impavidez ausente, quitándose el manguito del brazo.
Levantó la vista, se encontró con la mía y se estremeció.
—¡Huy! Primero me la he tomado yo para ver si funciona —explicó como un niño al que han sorprendido mintiendo—. Venga, extiende el brazo.
Extendí el brazo. Con sus decrépitos dedos hinchados lo sujetó, ató el manguito alrededor de mi antebrazo y lo apretó. Sostenía el aparato en el regazo con las dos manos. Pulsó el botón. En la pantalla revolotearon tres ochos y desaparecieron. Presionó cuidadosamente la tecla de inicio y guardamos silencio. Mi brazo se infló. Escuchábamos el zumbido del aparato y seguíamos con los ojos el ascenso y descenso de los pequeños números en la pantalla. Y por fin se detuvieron. Repentinamente deseé quedarme en esa posición, en ésa y en ninguna otra, toda la vida.
—Todo es normal. No tienes motivos para preocuparte —dijo, y me quitó el manguito del brazo.
Ése fue nuestro abrazo y beso de despedida. El pequeño aparato para medir la tensión arterial era un sustituto visible de otra imagen invisible, la imagen de un cordón umbilical ensangrentado, firme y brillante como una cuerda de acero. Nuestra tensión era normal. Los latidos de nuestro corazón eran uniformes. En ese momento nos dijimos la una a la otra todo lo que teníamos que decirnos.
Llamé a un taxi. Llegó enseguida. Ella me acompañó hasta el ascensor. La besé en la mejilla. Aspiré profundamente el olor de su piel y, reteniendo el aliento en la boca, entré en el ascensor.
—Love youuuuu —resopló sobre mí con esa entonación que se le había pegado de tanto ver películas americanas en la televisión. Me quedé estupefacta. Nunca había utilizado esa frase, no recuerdo que jamás hubiera dicho un simple «te quiero». Ese cantarín love youuu americano, que había pronunciado con la voz quebrada, concentrando en esas palabras todo lo que deseaba decirme sin saber cómo, fue el golpe de gracia. Sufrí una implosión.
A través de la estrecha ventana del ascensor, como a través de una máscara de buceo, la vi llevarse la mano a la mejilla. Parecía que se secaba una lágrima. Pulsé el botón. Sus zapatillas se quedaron arriba.
—Love youuuu…!-Tuve la impresión de que me dirigía a ella con la misma entonación cantarina. De mi boca, en lugar de palabras, surgió algo semejante a un aullido.