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Me puse de pie y, sin fijarme en lo que cogía, alcancé la primera cinta de la estantería y la introduje en el vídeo. Volví al sofá, levanté un poco el cobertor, lo sacudí suavemente para que los trozos de papel que habían caído encima resbalaran al suelo, y me tumbé…

Era una película de Philip Kaufman, La insoportable levedad del ser. Había leído la novela de Kundera dos veces, pero no había visto la película. Desconfiaba de las películas adaptadas a partir de obras literarias. La mejor adaptación siempre me parecía peor que el libro original. Ya con los primeros planos me puse en guardia. Daniel Day-Lewis parecía más checo que los propios checos, y Juliette Binoche parecía más checa que muchas checas. Binoche se esforzaba por hablar inglés como los checos, pero lo único que consiguió pronunciar a la manera checa fue el título de la novela de Tolstói Ana Karenina. Me irritaba también la poetización que hacía la película de la «cotidianidad comunista»: esos planos efectivos de feos cuerpos desnudos que se asomaban entre cortinas de denso vapor; un plano de hombres mayores jugando al ajedrez en la piscina; los planos de los balnearios checos abandonados (que bien podían ser las termas de Daruvar o de Pakrac) y de las calles de Praga, que recordaban extrañamente las calles de Zagreb. Quizá mi enojo pertenecía a esa reacción refleja (¡qué sabrán ellos de nosotros!) que había oído tantas veces y no era otra cosa que la arrogancia de los «colonizados», en absoluto más consoladora que la de los «colonizadores». En ese reparto, el para nada culpable Kaufman era el colonizador del territorio del que sólo yo, en ese momento, tenía el título de propiedad.

Sin embargo, cuando aparecieron de pronto los planos en blanco y negro de la ocupación rusa de Praga, la entrada de los carros de combate rusos, las escenas de las protestas y de violencia en las calles de la ciudad y, al final, el primer plano del soldado ruso que apunta con el cañón de un revólver a los espectadores, mejor dicho a Binoche, me quedé sin aliento. El revólver me apuntaba a mí. Binoche, que en el montaje de los planos documentales saltaba con la cámara de fotos en la mano alrededor de los tanques soviéticos, ya no me irritaba. No sólo de repente todo era «auténtico», sino que en la pantalla, al menos me lo parecía, se desarrollaba mi propia historia «íntima». Y las lágrimas empezaron a correr por mi cara…

¿Qué había sucedido en realidad?, me preguntaba. Porque cuando los rusos entraron en Checoslovaquia yo tenía seis años, así que no era una historia con la que pudiera identificarme lisa y llanamente. Me sumí en cálculos febriles: si la novela de Kundera se había publicado en 1984, y si Kaufman había dirigido la película en 1987, al menos así lo ponía en la cinta, eso significaba que se había rodado dos años antes de la caída del muro de Berlín, y cuatro años antes del comienzo de la guerra en Yugoslavia, y yo había desaprovechado la oportunidad de ver la película en Zagreb. Las cuentas caóticas y absurdas me marearon y de pronto ya no supe en qué época me encontraba. Era como esos salvajes soldados japoneses extraviados en las selvas filipinas después de la Segunda Guerra Mundial, que, cuando los encontraban, seguían convencidos de que aún estaban en guerra. Todo se volvió confuso, las secuencias, los rollos de película se enredaron y yo no era capaz de desenredarlos. Lo más antiguo de improviso se convertía en reciente, lo más próximo se alejaba. Parecía que en esa confusión de épocas mi única brújula era la vieja cinta de vídeo. Miraba a mi alrededor como un náufrago que había ido a parar a una playa desconocida. Estaba sentada en un piso ajeno, en una ciudad ajena, en un país ajeno, en una habitación de paredes desconchadas, en un antro que apestaba a polvo de las paredes. Tenía en la mano el mando de la televisión, mi mando interior se había quedado sin pilas, pulsaba sus botones impotente y ya no era capaz de cambiar ni de detener nada, todo estaba fuera de mi control. Me pregunté cuándo había llegado a suceder lo que había sucedido, y cómo era posible que percibiera la película de Kaufman como una noticia de última hora, mientras que la frágil paz de Dayton, que se había firmado apenas dos años atrás, me parecía un acontecimiento histórico remoto que me dejaba indiferente.

El golpe que acababa de sufrir era más complejo de lo que a primera vista se diría. Las palabras «síndrome del miembro fantasma» o «nostalgia» son etiquetas lingüísticas arbitrarias que deberían describir un duro golpe emocional producido por la imposibilidad del retorno y la pérdida. Y casi da igual si sentimos resignación con la pérdida, alivio por liberarnos del pasado o añoranza. Pues el golpe tiene la misma fuerza. La nostalgia, si es la palabra correcta, es un agresor brutal y astuto, que en su ataque utiliza la emboscada, embiste cuando menos lo esperamos, golpea justo en el pecho y nos deja sin respiración. La nostalgia se presenta con una máscara en la cara y, lo que es más irónico aún, nosotros somos un objetivo suyo fortuito. La nostalgia aparece en la traducción, a menudo en las malas traducciones, cruzando un enrevesado camino como en el juego del teléfono roto. La palabra, que el primer jugador susurra al oído del que tiene a su lado, se desliza de oído en oído, y al final sale de la boca del último de la cadena, como un conejo del sombrero de un mago.

El golpe que hacía un rato me había dejado sin respiración, había atravesado un camino largo y complicado, había cambiado de intermediarios, de remitentes y de medios, había ido de mano en mano para acabar ante mí en forma de Juliette Binoche. Binoche era la última en la cadena de transmisores, era la que había traducido mi propio dolor a mi idioma en ese instante. Porque ya en el siguiente su traducción sería ilegible. En ese momento, sólo en ése, los planos de la película de Kaufman, como un anuncio perfecto de Coca-Cola, habían ejecutado un sorprendente ataque subliminal y yo me había hecho añicos.

Aunque me parecía que tenía el copyright de la historia yugoslava, en ese momento todas las historias eran «mías». Lloraba por dentro, sollozaba sobre los rollos imaginarios de películas enredados que contenían la etiqueta arbitraria de «Europa oriental», «Europa central», «Europa del sureste», esa «otra Europa»… Todo se había enmarañado en una sola madeja: los millones de rusos que desaparecieron en los gulags de Stalin, los millones que murieron en la Segunda Guerra Mundial, y los que ocuparon Checoslovaquia, y los checos ocupados por los rusos, y los que ocuparon Hungría, y los húngaros ocupados, y los búlgaros que alimentaron a los rusos, y los polacos, y los rumanos, y los ex yugoslavos, esos que al final se ocuparon a sí mismos. Golpeaba con la cabeza en una pared levantada con la pérdida general humana. Gemía sin voz, compadecía a todos por orden, como una plañidera balcánica, y como si me hubiera multiplicado en centenares de ellas. Sentía lástima de las fachadas de Zagreb, de Sarajevo, de Belgrado, de Budapest, de Sofía, de Bucarest y de Skoplje que se desmoronaban, me emocionaba el conmovedoramente horroroso diseño de los envoltorios de las chocolatinas que comíamos, evocando en mi memoria lo mal que sabían, sollozaba por un fragmento casual, por una melodía casual que sonaba en mi oído, por una cara que por un instante emergió desde la oscuridad, por un ruido, un tono, un verso, un eslogan, un olor, una escena. Lloraba absorta en el paisaje diluido de la pérdida humana. Derramé una lágrima también por el truco de Kaufman, por ese giro complicado que mis sentimientos habían dado para estallar al final como sandías maduras. También derramé una lágrima por la Binoche del celuloide.

Me acordé de mis estudiantes. También a ellos tenía que haberles afectado el mismo paisaje. Por eso, su metamorfosis tenía escasas posibilidades de éxito. Se habían retrasado por una fracción de segundo, literalmente por una fracción de segundo no se lograría su metamorfosis. Los traicionaba la mirada un poco empañada, cierta corcova interior casi inadvertida, la bofetada invisible siempre pegada en sus caras, esa bola de agravio indefinido que se les había atragantado en la garganta.

Dentro de un segundo o dos saldrán de esos mismos matorrales poscomunistas, como un bosque andante, unas personas totalmente diferentes, laureadas por sus doctorados de títulos briosos Understanding Past - Looking Ahead. Serán los hijos de Tomás y Teresa, que regresarán a Checoslovaquia para morir allí, para morir por haber vuelto, porque regresar es la muerte, y quedarse, la derrota… Serán los huérfanos de Tomás y Teresa los que, como salmones, emprendan el viaje, con la diferencia de que serán otra época y otras aguas. Y los viajeros serán otros, personas que realmente dirigirán la vista ahead, que ya no entenderán el pasado, o al menos no de la misma forma. De las grises provincias mongolas, rumanas, eslovacas, húngaras, croatas, serbias, albanesas, búlgaras, bielorrusas, moldavas, letonas, lituanas irrumpirán en las universidades europeas y americanas nuevos jugadores compatibles, mutantes de la transición, que finalmente «sabrán lo que hay que saber». Será un ejército joven y potente de futuros mánagers, organizadores, expertos, operadores, especialistas en gestión cultural, en disaster management, en gestión de la transición política y ecológica, en gestión de la vida. Serán ágiles pescadores de río revuelto. Será una especie que se reproducirá con rapidez inhumana, como si la reproducción fuera su único deber y objetivo. Serán personas que vivirán con comodidad de la desgracia de aquéllos a los que ayudan, porque la desgracia también exige gestión, sin gestión la desgracia no es más que mero fracaso. Serán personas que se especializarán en los problemas de los inválidos búlgaros, bosniacos, bielorrusos, moldavos y rumanos; de los niños inválidos de Bosnia, Georgia, Tayikistán, Kazajstán, Chechenia, Kosovo, Azerbaiyán y Armenia; de las minorías europeas, de los gitanos, de la trata de blancas, de los esclavos negros y amarillos, de las prostitutas moldavas, de los refugiados, emigrantes e inmigrantes, de los sin techo. Serán mutantes que, eficaces como virus de laboratorio, extenderán sus redes, sus networks, sus paraguas y sus organizaciones paraguas, sus vínculos y sus centros. Serán futuros especialistas en telecomunicaciones, en gestión audiovisual, en net y web. Serán planificadores de vidas ajenas y de sus propias carreras, que think deeply, read wildely and write beautifuly. Serán personas autosuficientes, con múltiples identidades: cosmopolitas, globalistas, multiculturales, nacionalistas, étnicas, dispersas y diaspóricas, todo en uno, varias cabezas sobre unos hombros; flexibles, rápidas en la definición, en la autodefinición y en la redefinición, en reflejar y autorreflejarse, en inventar y reinventar, en modelar y remodelar, en construir y deconstruir. Serán los nuevos paladines de la democracia en condiciones de transición, y como todo está en tránsito, y como todo fluye desde tiempos inmemoriales, serán personas que mascarán las palabras mobility, flexibility y fluidity como si fueran chicle. Serán personas jóvenes y progresistas, comisarios pagados del proceso European integration and enlargement, obreros que construyen el nuevo orden, especialistas en new, unique postnational political units, en national y postnational constellations, profesionales de la globalización contra la localización, y viceversa, abogados que defenderán concienzudamente esto o aquello. Nacidos en Zaporozhe, Ucrania, terminarán historia medieval en Kiev, estudiarán English business terminology en Birmingham y escribirán doctorados sobre What do mediaeval history and business teminology have in common. Correrán desde Vilna a Warwick para estudiar microeconomía y macroeconomía, para especializarse en good governance and sustainable piece in warton societies. Saldrán de Voronezh, Kaunas, Timisoara y Pécs para convertirse en profesionales de ACNUR, de una ONG, de la UE… Vendrán de Ulan Bator como biznesijn udirdlagyn magistri, para estudiar modelling policy instruments. Vendrán de Yerevan, de Alma Ata, de Trnovo, de Tashkent, de Varna, de Minsk para convertirse en leaders and futur elite in common Europe. Llegarán desde Iasi, Rumania, desde Ruse, Bulgaria, desde Tetovo, Macedonia, con doctorados en teologie ortodoxa pastoralae en el bolsillo. Darán un salto hasta Friburgo para estudiar international relations, y se integrarán en los gabinetes de investigación de Tesalónica, Boston y Praga, realizarán briefing sessions bien pagadas en institutos de integración euroatlántica y política de defensa rumanos, búlgaros o lituanos. Se jactarán de su bastardismo rampante. Tendrán don de lenguas, hablarán varios idiomas, crearán la nueva habla de la nueva Europa, serán ingeniosos inventores de palabras clave. Escribirán la palabra Enlargement con mayúscula, como si se tratara de una nueva era, del Humanismo, el Renacimiento, la Ilustración. Sus palabras clave serán Management, technology of negotiations, income, profit, investment, expense, hidden communication…

Serán rápidos para autodefinirse y autoposicionarse, resistentes como gatos de siete vidas, sabrán lo que quieren, tendrán una strong self-confidence, serán hard-working, communicative, loyal, discreet, tolerant and friendly y aguantarán bien las stressful situations. Mostrarán un interés insólito por los diplomatic and consular privilegies. Vendrán de Samara, con una corta experiencia laboral en la Coca-Cola Bottlers Samara y en Samaraenergo, y estudiarán en la Fletcher School of Law and Diplomacy y en la Mediterranean Academy of Diplomatic Studies. Adornarán sus solicitudes con eslóganes de tipo Challenge is my propeller, perfection is my ultimate goal, y palabras como contemporary self, bastardization of our age, postcolonialism, marketization, recruiting tactics, sensitivity training, contacts.

En su camino olvidarán que esa misma flexibilidad, movilidad y fluidez, que los ha catapultado a la superficie, ha dejado en el fondo esclavos humanos anónimos. En algún villorrio sombrío la gente trabajará por unas monedas fabricando cosas para los magnates de la industria occidental, sobreviviendo a duras penas, hurgando en los cubos de basura en busca de un desperdicio comestible, se emborracharán, engendrarán hijos sin techo, que a su vez engendrarán otros hijos sin techo. En el mercado negro mundial de órganos humanos, esta gente venderá sus riñones, su esperma, sus entrañas. En el mercado sexual de la Europa ampliada, los órganos frescos del Este europeo se venderán por unos céntimos a los órganos envejecidos occidentales. Ciertamente, se ayudarán entre ellos, como hermanos: los compradores croatas irán a Bulgaria, la carne humana allí será más barata. Algunos se arrastrarán desde sus poblachos a las costas de Europa occidental. Los que tengan más suerte recogerán espárragos en los campos alemanes o tulipanes en los holandeses, los que tengan menos suerte limpiarán la mierda ajena.

A todas luces, mis estudiantes se habían retrasado, igual que yo. Nos habíamos retrasado por una fracción de segundo, sólo por una fracción de segundo. Nos habíamos quedado embobados, con la boca abierta, y habíamos perdido la oportunidad de entrar en una nueva era. Lo único que podíamos hacer era correr con todas nuestras fuerzas, para quedarnos en el mismo sitio. El virus de la pérdida ya había penetrado en nuestros corazones y había debilitado nuestros músculos cardiacos.

Seguía sentada en la habitación de paredes desconchadas. El aire olía a polvo rancio. Seguía sentada en el marco adecuado, en una habitación que pertenecía a otra persona, y apretaba en la mano el visado de low-life recién conseguido, rodeada de un equipaje que no podía guardar en una consigna para luego tirar la llave. Si una imaginaria oficina de objetos perdidos me pidiera que describiera el contenido del equipaje, difícilmente sería capaz de hacerlo. El contenido sería intraducible. Estaba sentada en la habitación de paredes desconchadas, con una profesión que no «habla idiomas», con un país en ruinas a mis espaldas, con una lengua materna dividida en tres, como un monstruo serpentino de lengua bífida. Estaba sentada con una sensación anónima de culpa, e ignoraba la razón, con una sensación anónima de dolor, e ignoraba la fuente…

Apreté el mando y apagué la televisión. Me levanté, saqué la cinta y la coloqué cuidadosamente en la estantería. Pensé en que al día siguiente tenía que limpiar, comprar papel nuevo para el salón y el pasillo, encontrar una lavandería cercana, comprar el periódico y comprobar en qué fecha estábamos, porque no estaba muy segura del tiempo que había pasado en esa cárcel en la que me había encerrado yo misma; luego pensé en que la única salida era realizar el trabajo de manera mecánica, la rutina diaria, marcar mi territorio; pensé en que al día siguiente tenía que quitar las manchas de las paredes, esta vez cogería yeso y les daría de llana, y luego pegaría el papel nuevo, o, mejor aún, quitaría todo el papel, compraría yeso y papel de lija, lijaría bien las paredes y luego las pintaría de color blanco, desde luego serían blancas.

Me acerqué a la ventana y la abrí. La plaza de cemento estaba iluminada por farolas que arrojaban una luz turbia y las letras de neón del rótulo de BASIS en el edificio de enfrente. En el aire flotaba una humedad subtropical pesada y caliente. A un lado, a la derecha del todo, podía verse el extremo de la cúpula verdosa de la pequeña mezquita de hormigón. Las copas de los castaños relucían con un brillo particularmente opaco. Los platos metálicos de las antenas de televisión blanqueaban en la oscuridad de los balcones de los edificios vecinos. Reinaba un silencio inusual. La escena me tranquilizó. Quizá, y pese a todo, había llegado a casa, pensé.

Entonces, de las sombras del escenario iluminado mortecinamente surgió la figura de un hombre. Caminaba despacio y con dificultad, como si pisara por el fondo del mar. De pronto, con un raro movimiento de la mano, como si tirara una colilla, hizo estallar contra el cemento un petardo, un buscapiés, y luego otro… Sin imaginarse que alguien lo estuviera observando, el desconocido estampó su firma en la noche, envió un mensaje sin contenido y desapareció en la oscuridad dejando el restallido detrás. Mientras se desvanecía en las tinieblas, me pareció que caminaba un poco ladeado, como un perro.