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Primero les pedí que rellenaran un cuestionario con unas cuantas preguntas. Quería que dijeran qué esperaban de mis clases, si pensaban que las literaturas de Yugoslavia, ahora que el país había desaparecido, debían estudiarse como una sola asignatura o por separado; qué escritores y libros preferían, y cosas así. Les pedí también que escribieran una corta biografía propia en inglés.
—¿Por qué en inglés?
—Porque les resultará más fácil —dije.
Y sinceramente era lo que pensaba. Temía (aunque estaba equivocada) que en nuestra lengua pudieran desviarse hacia una confesión, y en aquel momento no lo deseaba.
—A mí me da igual… —farfulló alguien.
—Escríbanla como quieran.
—¿Firmamos con el nombre y apellido completos?
—Basta con el nombre…
—Pero ¡¿qué biografías breves son éstas?!
—Bueno, vale, escriban lo que quieran…
—Esto parece el colegio —gruñó otro.
Leí en casa lo que habían escrito. Me emocionó la candidez de algunas respuestas («La literatura es pintar con la mente y cantar con el alma»). Las respuestas a las preguntas sobre los escritores y libros preferidos eran previsiblemente decepcionantes. Estaba el inevitable Herman Hesse, citado incluso varias veces (Siddharta, El juego de abalorios, El lobo estepario). Siguiendo la misma pauta aparecía el clásico yugoslavo Meša Selimović y su novela El derviche y la muerte. Con razón o sin ella, aquellos que en la obra literaria buscaban unas ideas «sólidas» sobre la vida habían unido a estos dos escritores. Estoy convencida de que éstos se sabían de memoria al menos dos citas de Selimović: una la que los había alentado a marcharse cuanto antes de sus provincias: «… porque el hombre no es un árbol, y las ligaduras son su mayor desgracia»; y otra que les había colmado con su dulce nihilismo provinciano: «… porque la muerte es un absurdo, como lo es la vida». Entre los libros también citaban uno de culto: Hijos de la droga, con el que se habían identificado varias generaciones. Asimismo mencionaban al ineludible Charles Bukowski, que había impresionado a muchas generaciones, y lógicamente a ellos, por su rebeldía y por ser el outsider eterno. Bukowski para ellos era «cool», «cojonudo», un tío «legal», representante de la «verdadera» literatura, de la literatura «con huevos».
Sus respuestas me hicieron rememorar la imagen olvidada de las ciudades de provincias yugoslavas con una librería que era más papelería que librería; con un cine, al que iban a ver las nuevas películas, en ocasiones, hasta dos veces; con unos cuantos bares llenos de humo en los que se reunían; con un paseo por el que deambulaban al atardecer, olfateándose unos a otros como cachorros. En un lugar así, gris y provinciano —Bjelovar, Vitez o Bela Palanka—, se había formado su gusto. Había también un poco de Castaneda, que había llegado a sus manos con el primer canuto; un poco de budismo de tercera mano, un poco de la moda New Age, de vegetarianismo, mucho rock, un poco de lecturas escolares, lo suficiente para complacer a la «profe», muchos cómics leídos a hurtadillas en el pupitre, mucho de cine, y algo de inglés, que habían aprendido más viendo películas que de sus profesores de secundaria. Toda esta mezcolanza dulce y triste avivaba el anhelo de marcharse de allí, a Zagreb, a Belgrado, a Sarajevo o más lejos.
Y en verdad el pequeño test demostró que la literatura significaba muy poco para ellos. Les aburría. Incluso aunque tuvieran una buena educación literaria, como Meliha, que se había licenciado en filología yugoslava en Sarajevo, la guerra había modificado no sólo sus prioridades, sino también el gusto de todos. He aquí lo que Meliha había escrito:
Desde que ha empezado la guerra, mi gusto ha cambiado. No me reconozco a mí misma. Todo lo que antes de la guerra despreciaba y de lo que me mofaba tachándolo de culebrón, ahora me hace llorar. Por ejemplo, no puedo despegarme de las películas antiguas en las que vence la justicia. Y me da igual si trata de vaqueros del Oeste o de Robin Hood, de Cenicienta o de Walter que defiende Sarajevo[1]. Como si hubiera olvidado todo lo que aprendí en la facultad. Si un libro no me conmueve, lo dejo. Ya no soporto los «amaneramientos» artísticos, el pavoneo con las técnicas literarias, la ironía, y todo eso con lo que antes disfrutaba. Ahora me gusta la sencillez, una historia desnudada hasta la parábola. Los cuentos se han convertido en mi género favorito. Me gusta el romanticismo de la justicia, del valor, de la sinceridad y de la bondad. Me gusta que el protagonista sea valiente y justo cuando la gente corriente es cobarde; fuerte cuando la gente corriente es débil; bueno y noble cuando la gente corriente es mala y pérfida. Confieso que con la guerra mis preferencias literarias se han vuelto decadentes. Lloro al leer Las fabulosas aventuras del aprendiz Hlapić, Los muchachos de la calle Pal y El tren en la nieve. Y si alguien me hubiera dicho que un día me iba a entusiasmar con las historias de partisanos y Branko Ćopić, habría pensado que estaba loco de remate.
A la pregunta de si la literatura croata, serbia y bosniaca debía impartirse como una sola asignatura o por separado, la mayoría optó por una asignatura común («Como una sola asignatura, por supuesto. Hablamos la misma lengua. Y hay que incluir a todos, a los eslovenos, a los macedonios, a los albaneses, cuantos más, mejor», escribió Mario).
En lo que se refiere a la biografía breve, todos habían escrito obedientemente dos o tres frases en inglés (I was born in 1969 in Sarajevo, Bosnia, where I lived all my life […]; I was born in 1974 in Zagreb, from a Chatolic mother and a Jewish father […]; I was born in 1972 in Zvornik. My father was a Serb and my mother a Muslim […]; I was born in Leskovac in 1972…). Al leer las biografías comprendí que el idioma extranjero había servido de pretexto para que fueran cortas y secas. Porque ni yo misma, en aquel momento, era capaz de mascullar algo más que: I was born in 1962 in Zagreb, in former Yugoslavia… Por eso al leer la respuesta de Igor —Shit, I don’t have any biography!— me reí con alivio. Mi propia biografía me parecía vacía como un piso vacío. Y no era capaz de decir si alguien se había llevado los muebles mientras yo no estaba o si desde siempre había estado así. Al enfrentarnos a un pasado reciente nos invadía el malestar, un malestar que nos intimidaba ante un futuro incierto. (¿De qué futuro hablábamos, por lo demás? ¿Del de allí, del de aquí o del que nos esperaba en otra parte?) Por eso una biografía breve y corriente se convertía en un género difícil. Me había atascado en la pregunta más sencilla. ¿Dónde había nacido de verdad? ¿En Yugoslavia? ¿En la antigua Yugoslavia? ¿En Croacia?… Shit! Do I have any biography?
Me afectó constatar sus fechas de nacimiento. Su edad mental era inferior a su edad real. Como si el exilio fuera una suerte de «regresión». A sus años podían estar ya trabajando y tener hijos. En lugar de eso, se sentaban en los bancos escolares. El estado de exilio había sacado a la superficie los miedos infantiles profundamente reprimidos. De nuestro campo visual y táctil, de repente, había desaparecido la madre. Podía haber sucedido en la calle, en el supermercado, en la playa. Por un descuido nuestro o de ella, nuestra mano se había soltado de la suya y mamá había desaparecido. De pronto nos quedamos frente al mundo que nos resultaba terriblemente grande y hostil. Unos zapatos gigantes y amenazadores venían hacia nosotros, nos deslizábamos entre el bosque de piernas humanas, nuestro pánico iba en aumento… A menudo me parece que, como en un holograma, veo la sombra de ese miedo que ensombrece, por un instante, la cara de mis alumnos y se desvanece. «En la emigración se envejece muy deprisa y se es joven mucho tiempo», dijo Ana una vez, y pensé que era una verdad muy profunda.
A la pregunta de qué esperaba de mis clases, Uroš escribió en mayúsculas: ¡VOLVER EN MÍ! Tuve la impresión de que la frase trivial y la forma en que la había utilizado no significaba sólo recobrar el conocimiento, volverse más consciente o recuperarse de una conmoción. Como si la hubiera escrito allí en su sentido más literal; como si supusiera un espacio y una persona que deambulaba por ese espacio buscando el camino de vuelta a «casa», de vuelta a sí misma. La contestación de Uroš me alteró un instante y luego me asustó. Me pregunté si estaba preparada para responder a semejantes exigencias.