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Igor ya se había marchado cuando una imagen se abrió paso en mi cabeza. Estaba en primero de primaria. Nuestra maestra no castigaba a los alumnos a un rincón de cara a la pared, sino que como castigo nos mandaba detrás de la pizarra. En aquella época, las pizarras escolares se apoyaban sobre caballetes de madera. «Detrás de la pizarra» era el lugar simbólico del arrepentimiento y la vergüenza.
Al fondo de la imagen se hallaba una niña a la que la maestra había enviado detrás de la pizarra. Entre las patas del caballete se veían sus piernas, un poco abiertas, enfundadas en calcetines blancos y zapatos negros de charol con correa. Nos habríamos olvidado de ella si no hubiera sido porque en un momento dado se oyó un débil rumor. Guardamos silencio y contemplamos boquiabiertos un delgado chorro de orina que caía en el suelo de madera. Nos quedamos mirando un buen rato el pequeño charco dorado que, bajo las piernas de la niña, encontró un canal y empezó a fluir despacio hacia los pupitres.
Ampliada, a cámara lenta, esta escena relampagueó ahora ante mis ojos. El cuerpecillo estaba oculto tras la pizarra, sólo podía ver el chorro que golpeaba en el suelo y se dispersaba en miles de gotitas doradas… Noté que estaba orinando. La orina caliente corría a lo largo de mis piernas. Seguí sentada un tiempo, aletargada y acechando los latidos de mi corazón. Contenía la respiración y vigilaba su ritmo, como si fuera un corazón de pájaro, como si existiera el peligro de que echara a volar en cualquier momento.
Entonces, algunas escenas empezaron a pasar despacio. Se sucedían pesadamente y provenían de una distancia remota. La primera en emerger a la superficie fue una imagen que conocía bien. Era una pequeña fotografía en blanco y negro que mamá guardaba en su álbum. Debía de tener cuatro o cinco años cuando la hicieron. Dirijo la vista hacia la cámara, de pie en medio de un campo árido. Es invierno, pero no hay nieve. Llevo un austero abrigo de tweed, de doble botonadura. El cuello y las solapas de los bolsillos están forrados de terciopelo. Tengo una mano en un bolsillo (se ve un poco subida la solapa), y el otro brazo caído a lo largo del cuerpo. De mi cara fluye una sonrisa apenas perceptible. Detrás de mí no hay nada ni a mi lado tampoco. En la foto sólo estoy yo, pequeña, solitaria figura humana a la que alguien ha catapultado al claro. Aunque conocía esa fotografía, ahora, por primera vez, me afectó la soledad nítida e incontestable que emanaba.
Un leve escalofrío me sacó del letargo. Logré arrastrar la silla hasta el teléfono y, allí, de nuevo me invadió el desaliento y el sopor durante unos minutos. Por fin, no sé cómo, agarré el auricular, marqué el 112 y musité mi dirección. Cuando, al cabo de un tiempo, se presentó en la puerta un policía y me vio esposada a los brazos de la silla, con tres pequeños cortes en los que se había formado una costra de sangre, en una habitación que olía a meados, sorprendí en su mirada algo próximo. En ese segundo algo encajó en algo, algo se ensambló con algo. El policía me contemplaba con la misma mirada con la que yo había contemplado la fotografía de la niña en el claro desolado.
Igor tenía razón. No lo olvidaría. Él tampoco a mí, de eso estaba segura. Porque podía haberme callado su nombre y no denunciarlo al policía, pero no lo hice. Es más, añadí que me había violado. Por violación, malos tratos y allanamiento de morada le caería algún año que otro de cárcel, suponía yo, además de un expediente de antecedentes penales que pesaría como un fardo sobre él toda la vida. Si no lo hubiera hecho, me habría olvidado. De este modo tendría que recordarme siempre. Había sembrado mis semillas. ¿No era yo la profesora, after all?
No había clemencia, no había compasión, sólo el olvido, y sólo la humillación y el dolor son garantías de un largo recuerdo. Eso lo habíamos aprendido en el país del que veníamos y ese conocimiento no lo habíamos olvidado. El grito y el lamento son los tonos que oímos, nos agitan como la campana de Pavlov, para el resto estamos sordos. Captamos inequívocamente el olor del miedo, ése es el que más estimula nuestras fosas nasales.
Las tres pequeñas cicatrices en mi muñeca derecha, como una pulsera natural, y el acre hedor de la orina serían las esposas invisibles que nos unirían a mí y a mi alumno. Había visto mi futuro: yo haciendo un nuevo gesto a cámara lenta, un gesto del que, como un tic obstinado, tardaría mucho en liberarme. Me había visto llevar los labios a mi muñeca, posarlos en los tres cortes, depositar un beso en la marca de Igor, recorrer la trayectoria de las pequeñas cicatrices con una lengua habilidosa, comprobar si aún estaban allí… Y por último, apartar la muñeca, volverla hacia la luz: húmedas de saliva, las cicatrices centellean con un mágico brillo nacarado.