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… y me parece que lo mejor será decir enseguida que los Países Bajos del Norte siempre me han infundido miedo, un Miedo que debería escribirse con mayúscula, como en alemán, como si se tratara de uno de esos elementos esenciales propios de la antigua filosofía de los filósofos de la naturaleza, igual que el Agua y el Fuego que conforman la vida en la Tierra. A esa letra mayúscula va íntimamente ligada la sensación de encontrarse en un recipiente negro que nos han colocado encima y del que no es fácil escapar.
CEES NOTEBOOM
Amsterdam es una de las ciudades más bellas del mundo. Podría suscribir esa frase, que se ha abierto paso a través de muchos oídos, sin titubear, sin avergonzarme de su trivialidad. Sin embargo, faltaba algo. Una sensación, casi física, de ausencia me seguía a cada paso y yo no sabía encontrar su origen.
En mis paseos por la ciudad atravesaba zonas de olores infectos; el hedor de la orina se alternaba con el del moho que rozaba mis fosas nasales al escapar de algún portal; el olor a podrido sucedía al del aceite quemado que se propagaba desde los puestos de comida barata y se prendía en el pelo; el olor pesado y pegajoso del hachís reemplazaba al olor del sudor humano que me rozaba al pasar. Esa corporeidad siempre presente que me rodeaba estaba desprovista de emoción; como también estaba desprovisto de emoción el chiflado decrépito en la Leidseplein que montaba números circenses caminando por la cuerda floja completamente desnudo. Sin ropa y viejo, el cuerpo humano que se balanceaba en la cuerda era un ejemplo grotesco de incongruencia semántica.
Muchos detalles suscitaban mi desconcierto. En todas partes descubría una duplicidad similar. Como si todo hubiera ido mano a mano, un más con un menos. La ausencia de belleza estaba presente por doquier en su forma antológica; en las horrorosas esculturas públicas, en la mosca de hierro que yace en el asfalto de la Harlemerplein, en las lagartijas metálicas que se arrastraban por la hierba de la Leidseplein, en los pequeños bustos del tamaño de una pelota de niño que emergían de la hierba húmeda de los parques… También la belleza estaba presente en su forma antológica: en los museos, en las casas, en los canales, en las reverberaciones.
Además de la primera frase, también he oído otra: «Amsterdam es una ciudad a la medida del hombre». Amsterdam tenía un tamaño ideal para niños. Los escaparates con muñecas vivas para los adultos en el Barrio Rojo, los sex-shops que parecían jugueterías, los coffe-shops, decorados como jardines de infancia, con setas de plástico que crecían a la entrada, las atracciones para críos en la Dam… Todo este infantilismo urbano, que, además, no tenía nada de subversivo ni de burlón, como si no tuviera otro sentido que ser infantil, hacía de Amsterdam una Disneylandia lúgubre para los adultos. A menudo me sorprendía a mí misma experimentando un vago sonrojo, como si, con sólo dar un paseo por la ciudad, me hubiera introducido en un juego pornográfico que únicamente yo veía como pornográfico y como juego.
Las célebres ventanas de Amsterdam sin cortinas descubrían el interior de las casas. El interior descubría la ausencia de intimidad. El derecho sagrado a la intimidad se confirmaba en una paradoja: su ausencia. Los pequeños porches delante de las casas, en los que apenas cabía una silla, también eran una especie de exposición de la ausencia. En los días de calor, los habitantes salían al porche, se sentaban como objetos de exposición vivos y observaban a los otros objetos también vivos, los transeúntes. Amsterdam era un escenario permanente, como cualquier ciudad del mundo, por lo demás. Aquí, sin embargo, parecía que todos, con algún mecanismo de repetición, se esforzaran por actuar en ese escenario, por exponer una instalación «artística» en su ventana, por sacar a pasear el propio cuerpo, a montar en bicicletas con forma de gran zueco holandés. Una Disneylandia para adultos que, como a cualquier turista, al principio me fascinaba y al cabo de un tiempo empezó a suscitarme el rechazo. Quizá proyectaba en la ciudad mis propias pesadillas como en una pantalla y le atribuía significados que no existían. No obstante, quedaba el hecho de que había elegido Amsterdam, y no otro lugar, como pantalla.
Si Amsterdam era un escenario, entonces yo tenía en él un doble papel. Era espectadora y actriz, observadora y observada. En la ciudad donde el agua, el cielo y los cristales de las ventanas abundaban en exceso, todo se copiaba, una cosa a través de otra, y se reflejaba. Cuando me detenía delante de las ventanas de las casas, que con sus objetos expuestos obligaban a los peatones al voyeurismo, podía captar en el cristal mi propio reflejo. Mi reflejo se fundía con el interior de la casa, con la imagen de la pantalla de la televisión, con el morador sentado en un sillón con la vista clavada en esa pantalla, con los reflejos de otros viandantes. Cuando me detenía en un escaparate del Barrio Rojo, mi reflejo pasaba como una sombra a través de la cara de una prostituta. Todo se reflejaba en todo, todo se fundía con todo. Los reflejos de las casas flotaban en los canales junto con las ventanas en las que reverberaba el cielo. Sólo pensar en todos esos reflejos me producía vértigo.
De algunas casas sobresalían espejos en soportes metálicos. Estos espejos servían para que los habitantes pudieran ver, sin asomarse a la ventana ni ser advertidos, quién llamaba a la puerta. También mi reflejo reverberaba en ellos. Me parecía que, a través de esta multitud de lunas bruñidas, en cualquier momento podría deslizarme a un mundo paralelo. Me asustaba la idea de que al otro lado, dentro, oculta tras las cortinas, pudiera verme a mí misma pulsando el timbre de la puerta.
Un día —al pasar junto a un grupo de turistas americanos que se había reunido en torno a un organillo antiguo en la Kalverstraat, y oyendo la repetición entusiasta de la palabra cute, que en holandés se dice leuk, algo así como «¡qué lindo!», «¡qué mono!»— pensé que en ese reiterado leuk subyacía quizá la clave de la incongruencia. Leuk era una suerte de remedio antiséptico, desinfectante que limpiaba todas las manchas, lo lustraba todo, lo colocaba en la misma fila y lo hacía aceptable. Muy cerca de mi casa se hallaba el pub gay Quinn’s Head, con un escaparate en el que estaban alineados veinte muñecos Ken. La exposición era leuk. Al pasar delante de ellos me acordé de los centenares de Barbies —moldavas, búlgaras, ucranianas, bielorrusas— que los traficantes, los mercaderes de carne humana, compraban en las provincias de Europa oriental. Pensé en la carne fresca del Este europeo que partía para un largo camino, y si no acababa en las oscuras regiones serbias y bosniacas, esclava de los policías y mafiosos locales, entonces acababa aquí. Pensaba en esa nueva serie de Barbies del Este, y también de Kens, felizmente llegados a esta Disneylandia para servir de diversión a los niños varones adultos, para que pudieran meter y sacar sus sexos de la carne importada. Sin embargo, todo era leuk. Y leuk, como el mundo infantil, está desprovisto del bien y del mal, es amoral, es take it or leave it.
Una mañana temprano capté una escena que se clavó en mi mente como un cuchillo. Las calles aún estaban vacías. El silencio matinal de porcelana se vio roto de repente por un aullido. Una mujer venía hacia mí. Manoteaba y elevaba los puños al aire como si amenazara a alguien. De su boca brotaban palabras mezcladas con gemidos. Y cuando se acercó, delante de mí relampagueó una máscara que parecía haberse incrustado en su rostro, la máscara del dolor. En la cara de la mujer no había lágrimas, sus ojos miraban indiferentes, sin brillo, y un mohín deformaba su boca. Al pasar por mi lado ni siquiera me vio, aunque, a excepción de ella, era el único ser vivo en la calle. La mujer siguió su camino, levantando el puño al aire. Parecía recitar una larga letanía de ofensas, leer una suerte de libro particular de reclamaciones. Pese a que no entendí nada, sus chillidos penetraron hasta mis huesos. La mujer había añadido a sus gritos la cara muerta de papel maché.
Y cuando en cierta ocasión, en el curso de una de mis frenéticas excursiones, me bajé en La Haya y fui a ver el parque de Madurodam, comprendí que me hallaba en el corazón de la metáfora que todo el tiempo buscaba. Madurodam era una maqueta perfecta de los Países Bajos, la Disneylandia holandesa. Todo estaba allí: ciudades, casas, canales, molinos y puentes. Y todo era «como si estuviera vivo»: el agua corría, los bonsáis crecían, la hierba reverdecía, los barcos navegaban por los canales, los puentes levadizos los dejaban pasar, los helicópteros surcaban el aire. También había habitantes; diminutos conductores de autobús y de tranvía, viajeros, guardagujas, maquinistas, pilotos, revisores, viandantes, médicos, compradores, turistas, niños, ancianos, adultos, vendedores, granjeros, bomberos. También estaba Schiphol, con las pistas de aterrizaje, aviones, torres de control, edificios de viajeros y los pasajeros. También estaba el parlamento de La Haya, la catedral de Utrecht y el célebre mercado de quesos de Alkmaar, asimismo estaba el Museo Real de Amsterdam, y el puente de Erasmo en Rotterdam, y la estación de tren de Groninga, y el faro de Amelan… Y de repente pude imaginarme fácilmente una réplica de mí misma. Podía verme, atravesada por un alfiler como una mariposa, sentada en un banco en el parque de Vondel o maravillada delante de un cuadro del tamaño de una uña de niño en el Rijksmuseum. Amsterdam-Madurodam. Madurodam-Amsterdam. De pronto se me ocurrió que vivía en la mayor casa de muñecas del mundo. Me negué a mirar por la ventana, porque lo único que podría ver sería la pupila gigantesca del ojo gigantesco de un niño.
Pero luego cambiaba la perspectiva y Amsterdam volvía a ser «una de las ciudades más bellas del mundo», «una rosa del desierto». Me imaginaba los vientos áridos que aspiraban en su boca la indiferente arena, la masticaban con sus dientes, la pulían con sus lenguas ardorosas, así hasta que escupían una flor de piedra. En los días lluviosos, cuando el cielo descendía tan bajo que se posaba en los tejados, la rosa de piedra tenía un color sucio, cadavérico. Pero cuando el cielo se elevaba, «la rosa» se llenaba de luz y brillaba con un resplandor que me cortaba el aliento.
A menudo adaptaba mi pulso al de la ciudad y vivía sin más. Iba al mercado, compraba pescado, frutas, verduras, probaba las distintas clases de quesos holandeses, iba al cine, me sentaba en un café y observaba a los transeúntes, visitaba exposiciones y museos. Y la vida parecía relajada, «normal». Habitaba en el corazón de Amsterdam, que, o al menos ésa era la impresión que tenía a veces, en lugar de sangre, estaba lleno de algodón de azúcar. ¿O quizá mi vista estaba dislocada y mi corazón roto? ¿Quizá el instinto de supervivencia era ese imán que mantenía unido mi corazón resquebrajado, y a mí convencida de que todo era «normal»?