4

Josh pensó que sus ojos habían perdido la razón.

A las nueve y seis de un martes por la mañana, justo donde terminaba el aparcamiento de su oficina, justo en el momento en el que salía del coche y tomaba el camino de adoquines, se había abierto la puerta del conductor de un Toyota Celica mal aparcado. Una mujer negra había salido disparada hacia él. A Josh le hizo pensar en Darlene, aunque en seguida se reconvino por haber pensado eso. «Oye, que no todas las mujeres negras tienen el mismo aspecto», se dijo. Y, aun así, últimamente pensaba mucho en Darlene. Demasiado. No le habría gustado ser tan listo como ella. (Algunos tipos de inteligencia eran como un combustible diesel grasiento que te frenaban tanto como te impulsaban.) Pero un momento, ¿qué demonios...?

La doctora Stokes llevaba una bata verde de hospital y zuecos.

—¿Se ha vuelto loca? —dijo Josh incluso antes de que ella lo alcanzara—. ¿Qué está haciendo aquí?

Josh tuvo la sensación de que su voz denotaba una naturalidad excesiva, como un adúltero que abroncara a su amante por entrometerse en una cena familiar.

La doctora Stokes llegó adonde estaba él, se detuvo y se alisó la ropa en una parodia de serenidad.

—Señor Goldin, tengo que hablar con usted —dijo.

Parpadeó e hizo una mueca; su rostro era frío. Sus nervios, sin embargo, la delataron; su respiración sonaba bronca.

Tampoco Josh parecía el hombre de negocios sereno y seguro de sí mismo que acababa de ganar un juicio contra aquella mujer; su atractivo rostro palideció. Estaba sacudiendo la cabeza.

—Debería hacer que la detuvieran.

Le pareció que aquello era lo que tenía que decir, una frase de película, la amenaza de alguien espabilado...

Josh sentía no sólo pánico, sino también algo parecido a la nostalgia, una añoranza de todo lo que aquella mujer podía arrebatarle. Aunque, ¿qué podía arrebatarle en realidad? O, mejor dicho, ¿de qué sentía nostalgia? ¿De su hijo? ¿De sí mismo? ¿De su vida? ¿Acaso no había recuperado ya todas esas cosas?

—Ha perdido, señora —dijo levantando la barbilla. Se libró de parte de la ansiedad alargando esa «p» más de la cuenta—. Ha perdido, y hemos ganado nosotros.

Pero su cerebro le hizo darse cuenta de algo más.

—Un momento, ¿estaba esperándome en el coche? ¿Qué es esto?

Era una mañana soleada, húmeda y ventosa. Había algo de césped a ambos lados del camino, hierba que el viento mecía a ráfagas. Un tipo joven con barba de tres días, tejanos y chaqueta de crespón pasó junto a ellos, y a continuación lo hizo también alguien más, una mujer flaca con muy mala cara; ambos miraron a Darlene de arriba abajo.

—Sí, lo he estado esperando —dijo aún con voz entrecortada, discretamente avergonzada—. En el archivo del SPI figuraba la dirección de su empresa —añadió.

—Ajá —respondió él.

La mirada de la doctora Stokes titubeó ante la de él y su seguridad flaqueó; se arrugó como si se hubiera rendido y ya no intentara aparentar que estaba en sus cabales.

—Va a decirme que mi mujer es culpable y que mi hijo está en peligro, ¿verdad? —dijo Josh.

La doctora Stokes estaba sudando. Frunció el ceño.

—Es cierto que perdimos; los nuestros, es decir yo, perdimos el juicio. No hay duda.

—No hay duda. Y tampoco hay duda de que lo hicieron con justicia.

—Sin embargo, creo que si se centra tan sólo en eso, en el simple tecnicismo de quién ganó y quién perdió, no llegará a ver el...

Pero a Josh se le ocurrió otra cosa y la interrumpió:

—¿Lo sabe el hospital? Es decir, ¿que se ha presentado en mi trabajo? ¿Y que me ha estado vigilando desde el coche?

Josh la estudió atentamente y reconoció en la mirada cautelosa y suplicante de la doctora el rostro ansioso de alguien que intenta vender un limón invendible.

—A lo mejor debería hacer una llamadita, doctora —le soltó Josh con una sonrisa—. Encargarme de que la despidan. ¿O la han despedido ya?

Darlene se frotó la barbilla. Nunca en toda su vida había actuado de forma impulsiva y casi nunca había acudido a un lugar donde creyera que podía meterse en problemas. «Meterme en problemas», se dijo; hablaba como Goodie Two-Shoes.[25] Era consciente de la impresión que producía aquella visita y la impresión que debía de producir. Una vez más, intentó recordar la cara de Zack Goldin y, de nuevo, sólo logró evocar unas facciones universales de bebé.

—Podría llamar —le dijo Darlene, que entrelazó los dedos de las manos—. Sí, podría hacerlo.

Siempre había sentido un deseo elemental de tener razón, que en aquel momento se veía aún más agudizado por todo lo sucedido, por la rueda de molino del escándalo.

—Pero ¿de qué coño va usted? —dijo Josh en voz baja, como si intentara ganar tiempo mientras se le ocurría cómo reaccionar. Podría haberse largado en aquel momento, entrar en el edificio y dejarla ahí plantada. Podría haberlo hecho perfectamente.

—Señor Goldin, yo... —empezó a decir la doctora Stokes.

En esa ocasión, la única interrupción de Josh consistió en inclinar la cabeza, pero eso bastó para hacerla callar. La doctora Stokes se había convertido en una estructura de poder derrocada, un conjunto de leyes que ya nadie obedecía.

Y, sin embargo, las comisuras de su boca se curvaron en lo que podía interpretarse como una torpe sonrisa.

¿Qué les pasaba a esos intelectuales, esos cerebritos? Aquella doctora no entendía cómo debía actuar cuando estaba con otra gente. Su grueso cuerpo parecía hecho de pedazos debajo de la túnica de médico; tenía las caderas caídas incluso cuando no andaba y un aspecto de perdedora que se extendía hasta sus profundas ojeras. No es que no fuera atractiva, es que no aprovechaba lo que tenía. Y ahí estaba ahora, en su oficina, una mujer cuyo racismo inverso era un tema de dominio público y que, además, había intentado utilizar el hospital para sus propios fines. Parecía evidente hasta qué punto aquella visita podía acabar de destrozarle la carrera.

—Soy muy buena realizando diagnósticos —dijo entonces—. Me dedico a eso.

Entonces, con una punzada de dignidad, se sacudió de encima aquel aire derrotado y adoptó un porte de maestra quisquillosa.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Josh—. Ha perdido, doctora. Se ha terminado.

«Podría largarme ahora mismo.»

—Señor Goldin, ha adivinado la razón que me ha traído hasta aquí. En fin, usted mismo ha mencionado la palabra «peligro». Es cierto. Es su hijo, su bebé, su responsabilidad. De eso es de lo que estamos hablando.

Había estado preparándose aquel discurso durante todo el trayecto. A la hora de la verdad lo recitó con una voz pastosa y condescendiente que recordaba bastante a la de Al Gore:

—Depende de usted proteger a su hijo, enfrentarse a su mujer y admitir la verdad en su vida.

Josh retrocedió un paso instintivamente. Había estado esperando que dijera algo por el estilo, pero se quedó igualmente pasmado al oírlo. Parpadeó como si se le hubiera metido arena en los ojos.

Ninguno de los dos decía nada. Josh se limitaba a mirarla. La frase seguía ahí, entre los dos: «Admitir la verdad en su vida». Así pues, la doctora Stokes tenía aún la pistola cargada, se había estado reservando aquella última bala de plata.

Lo más desconcertante para Darlene era la cara de Josh, que se había quedado boquiabierto, estupefacto. Darlene habría querido decir más cosas, pero él parecía estar tan perplejo que no sabía si la iba a oír. Las palabras no cambiaban nada: tener la razón o no tenerla era prerrogativa exclusiva de la justicia, y sin la justicia de su lado no la tendría jamás. Se encontraban apenas a unos pasos de distancia y en aquel momento Darlene notó poderosamente su proximidad. También se dio cuenta del esfuerzo que estaba haciendo Josh por no perder los estribos y echarle la caballería encima. Tres hombres de negocios más pasaron junto a Darlene y Josh antes de entrar en el edificio; tampoco en esta ocasión ninguno de los tres les dijo nada, y era mejor así; aquél era un encuentro íntimo. La brisa arrastró una hoja suelta de periódico que se arremolinó frente a ellos antes de alejarse volando.

Josh tenía los labios fruncidos, con expresión pensativa. Incluso en aquel momento, a Darlene le pareció un ejemplo de elegancia: su pelo mullido y de aspecto suave, su altura, aquella mirada a lo Clinton... Llevaba la camisa Hugo Boss por fuera de los pantalones y los puños arremangados. Era posible que Darlene se percatara por primera vez de la nobleza física de aquel hombre. (Durante la jornada laboral no acostumbraba a prestar atención a nada que no estuviera relacionado con el trabajo.) Josh llevaba unos vaqueros oscuros que, sin embargo, tenían unas pálidas líneas gastadas que se extendían horizontalmente en la parte superior de los muslos. El lustre y el atractivo de Josh le daban aún más el aspecto de un ser enormemente mimado que se tambaleaba inesperadamente, un crucero de lujo zarandeado por una tormenta inimaginable.

Por lo menos, se dijo Darlene, parecía que no iba a escupirle en la cara. ¿Acaso iba a montar en cólera?

Josh cerró los ojos en silencio. Tomó una fortalecedora bocanada de aire que le hinchó el torso. Se le serenó el rostro, que se libró de cualquier rastro de desdén y de preocupación. A Darlene se le ocurrió que Josh sabía muy poco del potencial de crueldad que tenía el mundo.

Entonces abrió los ojos. Todo aquello había sucedido en apenas uno o dos segundos. ¿Por qué no se había marchado? Pero entonces sí que lo hizo.

Sin embargo, antes hizo algo muy extraño: le dedicó a Darlene una sonrisa de payaso y le dijo adiós tan sólo con los dedos.

—¡Buh!, adiós —dijo (ésa fue la última vez que habló con Darlene) y se largó.

El crucero de lujo se enderezó y empezó a alejarse. Darlene lo observó mientras se marchaba: la hermosa V que describía su espalda, sus pasos amplios, seguros... No podía creerlo, no podía creer lo que veía. Un hombre como Josh era realmente un crucero de lujo: satisfecho consigo mismo, cómodo con su ego, operaba como si fuera una sociedad en sí mismo, autosuficiente y a salvo, navegando frente a la costa de las preocupaciones de los demás.

«A lo mejor no debería haberme dedicado a la medicina clínica —pensó Darlene—. A lo mejor debería haberme hecho investigadora para no tener que tratar con la gente.»

Se quedó de pie bajo el bruñido cielo azul y de repente le empezaron a temblar las rodillas. Notaba un nudo en el pecho. «Soy desagradable, soy una mujer desagradable. Ésa es mi ruina.»

Se quedó mirando a aquel hombre que se alejaba, como una niña. Cuando finalmente se giró con intención de regresar al aparcamiento, vio un carrito de golf blanco que se dirigía hacia su Celica con la sirena luminosa naranja en marcha. Darlene había aparcado en una zona donde estaba prohibido hacerlo y aquél era el guarda de seguridad.

Corrió hacia el coche, le dedicó un gesto malhumorado a su perseguidor, abrió la puerta y se hundió en el asiento del conductor. Volvió a fruncir el ceño al pensar en Josh, en su fe de talibán en la legitimidad de su propio universo.

Durante un segundo no accionó la llave de contacto. Con las manos sobre el volante, cerró los ojos y de su boca salió una retahíla de maldiciones que nadie iba a oír. «¡Serás idiota!», pensó. ¿Qué esperaba? ¿Qué el señor Goldin dijera: «Vaya, pues tiene razón» y le sonriera? ¿A qué había ido allí? Nunca había sabido cómo gestionar sus pensamientos, aquellos pesados y renqueantes alborotadores. Y, sin embargo, no tenía nada más: era todo pensamientos. Bueno, no: estaba también su amor por James; eso era real. Su gran esperanza era que una noche, cuando nadie mirara, el mundo se arreglara, se desembarazara de su pereza actual y de sus estúpidos hábitos juveniles. La raza tenía que evolucionar, una noche tenían que mejorar sus prestaciones. La verdad era que había estado demasiado absorta durante todos aquellos años para poder distinguir lo sociable de lo molesto, lo correcto de su contrario mordaz. Había vivido en silencio y destierro, pero se había olvidado de la astucia.

Y ahora, después de aquella visita, el señor Goldin desde luego iba a llamar a su abogado y el abogado iba a llamar a los directores del Saint Joseph. ¿O tal vez a los periódicos, a pesar del acuerdo? ¿Qué iba a decir entonces Darlene? ¿«Oh, vaya»? Una mano fofa y grosera (la del guarda de seguridad) golpeó en la ventanilla del coche. El tipo la miró con ojos furiosos, colorado de exasperación.

—¡Andando! —exclamó.

A pesar de que no quería, Darlene sintió una necesidad inesperada, horrible de ocultar el rostro. Con la luz del sol reflejada en el parabrisas, agarrando el volante con todas sus fuerzas, Darlene se maravilló de las traiciones diarias que comete el propio cuerpo y sus arbitrarios actos de mantenimiento. Porque había empezado a llorar.

El guarda de seguridad se inclinó para mirar a través de la ventanilla y al ver el rostro congestionado de Darlene (haciendo gala de un nivel normal de buena voluntad humana) dio media vuelta y se marchó apresuradamente. Darlene tenía la barbilla hundida en el reposabarbillas corporal perfecto: la clavícula. No recordaba haber llorado nunca, por lo menos no desde que era adulta. «¿Es por el bebé de los Goldin? —se preguntó—. ¿Es por eso por lo que estás llorando?» Cuando el hospital se enterara de que había estado allí, sus años en el Saint Joseph habrían terminado, para siempre. Incluso en aquel momento, Darlene sintió envidia de los placeres de los que nunca había podido gozar, como la inexplicable generosidad que suponía la verdadera amistad; el contacto básico del que sólo carecían los peores matrimonios. Incluso del aburrimiento durante una época de inactividad.

Y se imaginó a James, el hijo cuyo bienestar podía haber puesto en peligro yendo hasta allí, el hijo al que tantas decepciones debían de causarle cada semana sus horarios de trabajo. Pensó en el entusiasmo exagerado de su pelo, en su pecho angosto y en su mirada cansada por la miopía y el amor, y el nudo que sentía en la garganta se fue calmando. Tenía cara de buena persona, su hijo era bueno. Y tal vez James tendría hijos y nietos, sensibles y atentos. ¿Por qué le costaba tanto aceptar que incluso ella, la pobre Darlene, estaba conectada con el pasado, el presente y el futuro a través de la familia? Darlene se había esforzado siempre mucho: de niña, en el colegio, en el trabajo, con su madre y con James; incluso en el amor se había esforzado demasiado. Y lo sabía. No es fácil deshacerse de tu propia personalidad: te persigue, vestida con su ropa vieja. Sin embargo, sabía que el mundo no iba a cambiar. De modo que tal vez fuera Darlene quien tuviera que hacerlo. Cuando arrancó el coche y se marchó, aquella idea había empezado ya a abrir algunas puertas cerradas de su mente.

Si alguien hubiera estado mirando a la doctora Stokes en aquel momento, habría visto cómo su expresión de superioridad moral se tambaleaba y se venía abajo. El sol parece más brillante cuando ilumina a quienes no desean necesariamente ser vistos.

De hecho sí que había alguien mirando y ese alguien era Josh.

De pie bajo el toldo romboidal del edificio, vio pasar el triste perfil de Darlene. Su Toyota aceleró por el carril de salida y se marchó. Sin embargo, Josh no fue capaz de apartar los ojos de aquel coche que poco a poco se iba haciendo más pequeño hasta confundirse con el teórico horizonte, una arquitectura de supermercado de lustrosas oficinas que enmarcaba aquel parque empresarial.

—Hola, J., colega —dijo Soren Gantt, vicepresidente de estudios de mercado, que pasó a su lado de camino a la oficina—. ¿Cómo te va?

(El prestigio de Josh no había hecho más que crecer a raíz de su reciente victoria en los juzgados, su gran triunfo mediático.)

Josh no respondió. Soren se lo quedó mirando, esperando una respuesta, y finalmente murmuró algo y entró en el edificio. Josh estaba de un humor cada vez peor. No tenía ninguna prisa por subir a su despacho, donde tendría que soportar al lameculos de Doug Moscow y la sonrisa plagiada de Alyssa. Incluso su forma de interpretar sus propias emociones (Darlene se habría sorprendido de oír aquello) oscilaba como la aguja de una brújula buscando el norte. ¿Le daba lástima la tal doctora Stokes? En realidad no. Aún la odiaba, desde luego, pero su odio, su rabia, se había mezclado con otra cosa que aún no lograba identificar.

Necesitaba tan sólo echar un vistazo, con eso bastaría; una mirada para quedarse tranquilo, para cerciorarse de todo aquello en lo que creía.

A la hora de comer subió al coche y se dirigió a casa a través de la calma del mediodía de un día laborable en las afueras. No pretendía enfrentarse a Dori, sino tan sólo verle la cara. Los niños jugaban con las mangueras en los patios de las casas, las amas de casa profesionales salían de hacerse la manicura y de tomar rayos uva, ajenas al turbado rostro que iba detrás del parabrisas de aquel coche que pasaba por la calle a ochenta kilómetros por hora. Si Josh veía a Dori con su hijo, si la veía actuando como la buena madre nata que sabía que era, sabría que era inocente y todo habría terminado, para siempre.

En el semáforo en rojo antes de Motts Cove Road cerró los ojos e intentó calmarse, pero volvió a abrirlos inmediatamente. A lo mejor las pesadillas eran eso: miedos que se hacían realidad cuando cerrabas los ojos, pero que se desvanecían con la luz del día.

Tenía que verla, nada más.

Josh había vivido convencido de que un hombre y su mujer compartían una existencia, una vida. Ahora, aquella creencia hacía que sus dudas le resultaran intolerables. ¿Cómo puedes preguntarte si la otra mitad de ti mismo es capaz del peor acto imaginable? No era posible hacerlo sin romper tu vida en pedazos.

Rebuscó la llave de casa en el bolsillo, abrió la puerta delantera y la llamó:

—¿Dori?

Su mujer apareció en seguida, bajó las escaleras con mirada de extrañeza. Él se quedó donde estaba, en el porche, y ella se detuvo al llegar junto a la puerta; estaba dos centímetros más alta que de costumbre por culpa del umbral. Llevaba su camiseta de Reggie Jackson.

—¿Qué haces aquí, señor Goldin?

—¿Dónde está Zack? —preguntó él.

Dori dudó un instante, pensando si debía responder o esperar a que lo hiciera él primero.

—Dentro —dijo por fin. Era una mañana luminosa. Se cubrió los ojos con la mano y algo cambió en su expresión. A Josh aquello le trajo un recuerdo desagradable a la mente, aunque no lograba ubicarlo con exactitud.

«¿Hay algún problema? —decía su rostro—. ¿Estás enfadado conmigo?» Apretó los labios, tan atractivos, y arrugó la frente en un gesto de inquietud.

—¿Está bien? —dijo Josh.

Dori puso cara de sorpresa, con las mejillas tensas y los ojos entornados.

—¿Quién? ¿Zack?

—Sí —dijo él. Aún no había entrado en la casa—. Zack.

—Sí, está bien. Claro que está bien —respondió Dori, que puso los brazos en jarras en un gesto ligeramente desafiante—. ¿Por qué?

—¿Dónde está?

Josh, que había vivido siempre como un ser sin imaginación, como una máquina de felicidad, no había deseado nunca tanto como en aquel momento no darse cuenta de las cosas, nunca había deseado tanto no haber visto la mirada de su mujer. Dori hizo aquel gesto como de limpiarse la mejilla, ladeó la cabeza y apartó la mirada: los detalles que delataban siempre sus faroles.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le dijo. Tragó saliva e inclinó ligeramente la cabeza para mirarlo de lado, como diciendo: «Pero ¿a ti qué te pasa?»—. ¿Josh?

Se quedaron mirándose mutuamente, pero entre sus ojos no se estableció ninguna conversación silenciosa, ya no. Las líneas de comunicación estaban cortadas.

—¿Qué? —repitió Dori—. ¿Qué pasa?

La conciencia de lo que estaba sucediendo arremetió contra ella como un repentino rayo de sol, que trajo consigo una nueva claridad y nitidez e inundó el vago optimismo de su hogar, en el que había estado sumergida. Sabía qué estaba pensando Josh, ninguno de los dos era estúpido.

—Josh —dijo—. Señor Goldin —añadió entonces, con voz más seria. Con los ojos azules entornados y el rostro ladeado en actitud defensiva, Dori seguía luchando por mantener a raya todo lo que había enterrado—. ¿A qué viene esto?

—Dori —dijo Josh. La ansiedad lo azotaba como un tornado, sus estructuras mentales se derrumbaban una tras otra y, sin embargo, era incapaz de preguntárselo.

Aun así, con el rostro compungido por el asco que se daba a sí mismo, comenzó a enfrentarse a los hechos, a todo. Su confianza lo había convertido en cómplice, en un socio silencioso de aquel horrible acto culpable. Estaba muy asustado.

—¿Cariño? —dijo, en un último acto reflejo de confianza. Se inclinó ligeramente hacia atrás para mirarla mejor y enarcó las cejas, un gesto que hizo aumentar las esperanzas de Dori.

—¡¿Qué?!

Dori pensó en fingir un enfado mayúsculo, sacudir la cabeza e incluso soltarle una retahíla de «pero ¿cómo te atreves?» improvisados. Aquella actitud a la defensiva había desatado algo cruel en Dori; en aquel momento le parecía que Josh tenía una pinta de lo más idiota: su estúpida cara de llorica, sus ojos tristones... A veces era un poco duro de mollera, y no entendía las cosas. «Sin remordimientos.»

Dori se apoyó en la puerta y esbozó una sonrisa de «aquí no pasa nada». Josh la había visto ya muchas veces: aquel descaro, aquella astucia de charlatán.

Y de repente se sintió como un auténtico cabronazo por haber dudado de ella, sintió que era un marido horroroso, un mierda de la peor calaña. Sacudió la cabeza y aspiró por la nariz. La cabeza le daba vueltas y estaba colorado (tenía el estómago en un puño y no paraba de hacerse preguntas), pero era incapaz de hablar. Y entonces, de repente, el muy cabrón dijo:

—Lo hiciste.

Dori dio un respingo. Sus deliciosos labios rosados se tensaron como si hubiera oído un choque ensordecedor y esperara con terror que en cualquier momento fuera a caerle encima el fuselaje del avión.

Entonces bajó la mirada, que ya nunca lograría desembarazarse de cierto aire de preocupación.

Josh le dedicó una lánguida mirada. Aquel momento duró un breve instante que pareció muy largo.

Dori dijo algo, pero el cerebro de Josh tanteó el significado de aquellas palabras, incapaz de comprenderlas. ¿Iban a poder seguir adelante con sus vidas? ¿Podrían seguir extrayendo durante el resto de sus días todo lo que necesitaban del pozo en que se habían convertido el uno para el otro? Pero Dori volvió a hablar y ahora sí que la oyó.

—Estoy muy segura —dijo.

Más me duele a mí
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